El asesinato de la familia del zar Nicolás II durante la madrugada del 17 de julio de 1918 es uno de los episodios de la Historia contemporánea más estudiados. De aquella terrorífica noche solo salió con vida Leonid Sednev, pinche de cocina y antiguo deshollinador imperial -o water baby, como se les conocía en la época-, un joven de quince años que en los últimos tiempos se convirtió en compañero de juegos del hijo del zar y en amigo de sus cuatro hijas, las grandes duquesas. Aunque no se sabe a ciencia cierta qué sucedió con el joven -según algunos, murió víctima de las purgas de Stalin; según otros, logró huir a Sudamérica-, sí se cree que escribió unas memorias de sus tiempos al servicio de la familia imperial, si bien se desconoce también qué fue de ellas. Temas que dan para muchas teorías y elucubraciones. De una de ellas nació la idea de Carmen Posadas para documentar y escribir esta novela.
La autora de origen uruguayo se toma varias licencias a la hora de plantear El testigo invisible. La primera, dar por hecho que Leonid Sednev huyó a Uruguay, donde vivió hasta su muerte --en la novela, julio de 1994-. Como explica la autora en una nota final, son miles los rusos con historias fascinantes que llegaron a Uruguay después de la Revolución bolchevique. Existe incluso una colonia en el departamento de Río Negro en la que viven los descendientes de muchos de ellos. Personas con apellidos rusos tienen hoy en día nacionalidad uruguaya. Establecida la conexión Rusia-Uruguay, la segunda licencia que se permite tomar Carmen Posadas es la de la existencia de esas supuestas memorias del ex deshollinador y pinche de cocina de la familia del zar. Unas memorias que habrían sido mitad escritas en un cuaderno y mitad grabadas en un magnetófono cerca ya de la muerte del testigo invisible del asesinato.
Alguien -un hombre de características semejantes al protagonista de la novela- le explicó una vez a la autora que los grandes secretos son como los hechizos, y se desvanecen en cuanto uno los cuenta. Y de esa frase nace la tercera licencia narrativa de Carmen Posadas: la de situar en Montevideo y en 1994, más de 76 años después de los hechos narrados, el desarrollo de las memorias de Leonid Sednev. Algo que justifica así: en tiempos tan exhibicionistas como estos, en los que la gente cuenta no solo lo que es verdad, sino muchas veces lo que nunca sucedió, me encanta la idea de alguien que elige guardar un secreto para que lo acompañe hasta su último aliento. Idea que viene acompañada de un hecho importante para el desarrollo de la novela y que, aunque no debe ser desvelado en una reseña como esta, tiene que ver con el amor. Con una historia de amor entre el protagonista y una de las grandes duquesas.
Durante muchos años vivió Sednev prácticamente en el anonimato. Water baby, pinche de cocina y servidor de la familia del zar, pasó poco a poco de ser un testigo invisible de la vida de los Romanov a convertirse en actor protagonista. Un actor que, mientras ve decrecer a marchas forzadas el número de fieles seguidores de Nicolás II, adquiere un papel más importante. Que juega con el zarévich y las cuatro duquesas. Que teje relaciones cada vez más estrechas con ellos. Que asiste, entre la inocencia de un niño de solo quince años y el estupor de ver todo cuanto acontece en torno a la familia a la que sirve, muy venida a menos, al ocaso de toda una dinastía. A un acontecimiento que cambiaría la vida de todo un país. Una gran nación que ansiaba la eternidad y la infinitud y que acabó replegándose sobre sí misma en manos de unos nuevos tiranos mucho mayores que aquellos con los que acabó de forma tan trágica en 1918.
Como toda novela histórica bien documentada, también El testigo invisible nos sirve para aprender Historia. La política interna y externa, las relaciones internacionales, las guerras, la vida en la corte imperial, los constantes choques entre el mundo rural y la ciudad, la complicada situación de la economía rusa, su sociedad piramidal y las luchas entre los revolucionarios, divididos en varios bloques, son temas que trata la autora en las páginas de la novela. No lo hace de forma directa, pero el lector que sepa leer entre líneas podrá utilizar esta historia como una manera de aprender cómo era la Rusia del primer cuarto del siglo XX. Una Rusia en la que jugó un papel primordial Grigori Efimovich, más conocido como Rasputín. Personaje que bien merecería un capítulo aparte merced a su gran capacidad para influir en su amiga personal Alejandra Fiodorovna, esposa consorte de Nicolás II, quien influía a su vez en su esposo.
Tanto es así que Carmen Posadas toma como punto de partida para su novela una carta de Rasputín a Nicolás II. Escrita pocos días antes de su asesinato, decía así: sé que partiré antes del 1 de enero. Si muero a manos de mis hermanos los campesinos rusos, nada habréis de temer, y vuestro linaje reinará por cuatrocientos años. Pero si son vuestros parientes ricos quienes procuran mi muerte, ni vosotros ni ninguno de vuestros cinco hijos me sobrevivirá más de dos años. Moriréis a manos del pueblo de Rusia. Ya no estoy entre los vivos, me matarán en breve, pero mi muerte se replicará en la vuestra como los círculos concéntricos que produce una piedra al caer en las aguas de un estanque. Profecía o maldición, lo cierto es que el vaticinio del místico de Pokrovskoye - asesinado en diciembre de 1916- se cumplió de forma escrupulosa. Y aterradora. Esa especie de Jesucristo, sanador y adivino, influyó incluso demasiado en la zarina Alejandra. Para bien y para mal.
La amistad entre Leo y Iuri, un enano water baby que lo dobla en edad pero no en tamaño corporal; la relación entre las grandes duquesas -Olga, Tatiana, María y Anastasia-, que componen en el reino de OTMA (sus habitaciones imperiales) una especie de mosquetería dumasiana bajo el lema de todas para una y una para todas; las intrigas para asesinar a Rasputín y al zar; las divisiones entre los agentes revolucionarios; la mala prensa de que gozaba la zarina; el deseo de Leonid de dejar constancia de lo ocurrido casi ochenta años atrás antes de que su enfermedad le venza al fin; y su estrecha confianza con María, la auxiliar de clínica que lo atiende en el hospital de Montevideo en el que va muriendo poco a poco, y a quien le encomienda dar a conocer su historia una vez él haya partido, componen un mural en forma de libro que el lector debe leer hasta su final de forma adictiva. Aunque sepa desde el principio cuál es su desenlace. Y, cuando se conoce el final de una historia y aún así el lector devora sus páginas, es porque merece la pena. Por su forma y por su fondo. Sin duda, El testigo invisible es una gran novela.