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viernes, 28 de febrero de 2020

El pan de los años mozos. Heinrich Böll. Seix Barral. 1971. Reseña





     Escrita y publicada por vez primera en 1955 en la Alemania natal del Premio Nobel de Literatura (1972) Heinrich Böll, El pan de los años mozos fue publicada en España por Seix Barral en 1971. Cuando la escribió era ya un autor conocido en toda Europa, aunque todavía faltaban unos años para que, en 1963, saltara definitivamente a la fama gracias a su obra más conocida, Opiniones de un payaso, reseñada también hace algún tiempo en este mismo blog. Como en la mayoría de sus libros, el principal tema tratado fue la situación de la República Federal de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Durante el conflicto, pese a no participar del ideario nazi, fue reclutado por la Wermacht para combatir en Polonia, Francia o la URSS. Fue detenido en 1945 por el ejército de los EE. UU. y pasó por varios campos de detenidos de Francia y Bélgica.

     El compromiso político y social de Böll fue creciendo con el paso de los años. Se opuso a la extrema derecha y a la xenofobia y escribió sobre las clases sociales media y baja para denunciar los abusos de la clase alta. El título de la novela que nos ocupa deja claro su propósito: centrar la atención del protagonista y narrador, el joven Walter Fendrich, en un aspecto tan clave y vital como conseguir el pan necesario para poder seguir con vida durante sus años de juventud. Para ello, como es de suponer, ha de recurrir a todo tipo de argucias. Algunas legales; otras, no tanto. Todo ello, mientras trata de aprender un oficio con el que ganarse la vida de forma honrada. Así, después de ser aprendiz de banca, de vendedor y de carpintero, me inicié como electricista con Wickweber, un explotador que lo obliga a trabajar todos los días de la semana a cambio de un salario y una sopa. 

     Recuerda nuestro protagonista que durante buena parte de los siete años anteriores la idea del pan fresco se me metía estúpidamente en la cabeza. Pan. Deseaba pan como un morfinómano desea la morfina. Aún ahora, reconoce, cuando voy a cobrar y después cruzo la ciudad con los billetes y las monedas en el bolsillo, me viene a menudo el recuerdo del temor de lobo que me asaltaba durante aquellos días, y compro el pan tierno que veo en los escaparates de las panaderías. Aunque durante esos siete años Wickweber no se portó con él nada mal, no peor que con otros de sus operarios, comenzó a odiarlo muy pronto al comprobar el olor que salía de su cocina. El hambre y las agotadoras semanas de trabajo le sirvieron a Walter, sin embargo, para ir ahorrando. Ahora, incluso tiene un coche con el que se mueve por la ciudad.

     Su deseo es ahorrar lo suficiente como para conseguir la fianza con la que pagar su independencia respecto a Wickweber y pasarme a la competencia cuando quiera. También encontrar el amor verdadero. Porque Ulla, la hija de su jefe, con la que sale desde hace unos años, es para él solo un entretenimiento. Supone que es su prometida, pero no concibe la idea de casarse con ella y vivir juntos para siempre. Mientras el pan es la medida de los precios de la vida, el recuerdo de su amada y difunta madre y de su padre, un profesor mal pagado que apenas llega a fin de mes, lo acompañan en su recorrido diario por la ciudad. Una ciudad que lo va conociendo como reparador de lavadoras. Ese es su oficio. Con el que se gana ese pan tan necesario. Pero no solo de pan vive el hombre, parece pensar últimamente Walter.

     Un eterno lunes cambiará su vida. A mediodía debe recoger en la estación a una joven paisana que viaja hasta la ciudad para ganarse la vida como maestra. Su nombre: Hedwig Muller. La mujer que añadirá la gota que colmará el vaso que hará saltar por los aires la vida del protagonista de esta historia. Nada más verla, sentada en su maleta, todo dejará de tener importancia para él. Y seducirla y hacerla suya será su única obsesión desde entonces. Porque El pan de los años mozos es también una historia de amor. El hambre, la imperante necesidad de pan, los problemas de la posguerra, ese ambiente hostil de lobos solitarios y fríos emocionalmente, la pérdida de una madre, la vida al límite de la locura y los anhelos de independencia económica y laboral quedan atrás cuando Walter conoce a Hedwig. 

     Y la novela se convierte en la crónica de cómo una vida puede cambiar en un solo día. Un día en el que uno ha de dejar de lado su vida anterior para lanzarse de lleno al futuro. En el que un amor inesperado pero fascinante lo anima a uno a vivir. Y las medidas de todas las cosas dejarán de ser el pan y la bondad de aquellas pocas personas que lo habían ayudado en sus peores momentos (sus años mozos de aprendiz) --la unidad es el pan de aquellos años jóvenes, que viven en mi memoria como si estuvieran envueltos en una espesa niebla. La sopa que nos daban sonaba débilmente en el interior de nuestro estómago; caliente y amarga, nos volvía a la boca cuando, por la noche, nos balanceábamos en el tranvía que nos llevaba a casa. Era el eructo de la impotencia, y el único placer que teníamos era el odio..., el odio-- y pasará a ser Hedwig.    

     No es bueno que el hombre esté solo, nos dice la Biblia. Se vuelven igual que los lobos, añade en una de sus canciones el cantautor Víctor Manuel. Desde su ferviente catolicismo, Heinrich Böll parece que en esta novela se apiada del hombre que protagoniza su historia (Walter Fendrich) y se erige a sí mismo como una especie de Dios creador que, como escritor y autor de estas páginas, manda a una mujer (Hedwig Muller) como salvadora del alma del reparador de lavadoras. El lobo que fue en busca de pan y alimentos deja paso a otro animal más dócil que ansía el cariño de quien pretende que se convierta en su mujer. Porque desde el primer momento queda claro que Hedwig no es Ulla. Lo que Walter no ve en la hija de su jefe través de los años, sí lo ve en la recién llegada en apenas un instante. 

     Cuando la Academia Sueca otorgó a Böll el Nobel de Literatura en 1972 destacó de él que por su combinación de una amplia perspectiva sobre su tiempo y una habilidad sensible en la caracterización ha contribuido a la renovación de la literatura alemana. En efecto, su estilo fino y su escritura ágil hacen de sus obras unas lecturas que rozan la adicción. Así me ha ocurrido a mí mismo con Opiniones de un payaso y El pan de los años mozos. A buen seguro, no serán sus últimas obras que lea. Puede que no tenga la fama de su coetáneo Gunter Grass, pero leer su obra siempre vale la pena...
                     

      

lunes, 16 de octubre de 2017

La carretera. Cormac McCarthy. Random House. 2007. Reseña





     Premio Pulitzer 2007 en la categoría de ficción y finalista del National Book Award 2006, La carretera narra una historia post-apocalíptica protagonizada por un padre y un hijo que solo se tienen a sí mismos en un mundo inhóspito, gris ceniza, sin vegetación ni fauna, y en el que los humanos son el mayor peligro para el resto de los humanos supervivientes a la apocalipsis. Un cataclismo del que nada se nos dice, pero que sabemos que borró toda huella de la civilización existente y acabó con la mayor parte de la vida en nuestro planeta. Un planeta desolado en el que ya no se puede vivir sino, simplemente, sobrevivir.

     El escritor estadounidense Cormac McCarthy, conocido además por Todos los hermosos caballos (National Book Award, 1992), En la frontera, Ciudades de la llanura o No es país para viejos, está considerado uno de los grandes novelistas norteamericanos de nuestro tiempo, digno sucesor de William Faulkner y Herman Melville y comparable a Jim Thompson por su prosa precisa y a Mark Twain por la importancia del viaje y del río en su obra. Aspecto este último que se pone bien de manifiesto en la novela que nos ocupa en estas líneas.

     Como no podía ser de otra manera, el ambiente de la novela es tétrico, fantasmal, oscuro. Tan solo con tonos grises como puntos más luminosos. Porque lo único que tiene un color distinto es aquello que arde. En efecto, el fuego también es protagonista de la obra. Protagonista que arrasa con todo. Bosques, poblados, casas, coches, carreteras. Nada está a salvo de ser devorado por las inextinguibles llamas apocalípticas. Nada tiene vida. Incluso los árboles caen al suelo, provocando el pánico en el hombre y su hijo. Los verdaderos protagonistas de la historia.

     Abandonados por su esposa y madre, cansada de luchar para sobrevivir en un mundo que ya no vale la pena, están solos en el mundo. Porque el resto de los humanos son enemigos. Y es que, en un mundo en el que pasar hambre se convierte en algo terriblemente cotidiano, la lucha por unos recursos cada vez más escasos es voraz y no conoce límites. La mayoría de los cada vez menos supervivientes no duda incluso en matar para comer. Y no hay animales. Todos están extintos. Con lo que solo se puede comer carne fresca... humana.

     En un ambiente tan hostil, sobre todo en el crudo invierno, conseguir ropa de abrigo seca y zapatos con los que proteger los pies --único medio de transporte existente-- no es nada fácil. Y cruzarse con alguien por la carretera es sinónimo de enfrentamiento. Hasta la muerte, si es necesario. Por muy buena persona que se sea, la vida ya solo consiste en matar o morir. Algo muy duro de afrontar. Sobre todo para un padre que quisiera poder educar en la bondad a su único hijo. Un hijo que a menudo no entiende las crueles decisiones que ha de tomar su padre. Su único protector.

     Padre e hijo viajan por la carretera hacia el sur, en busca de un clima más benigno. Más habitable --si es que queda todavía algún lugar medianamente habitable en el planeta-- y cercano a la costa. Buscar alimento, ropa y seguridad es clave. Al igual que evitar a los maleantes, bandidos y caníbales que pueblan ahora un yermo en el que tan solo la barbarie ha echado raíces. Para todo ello, tan solo cuentan con el amor que se profesan. Amor de padre. Amor de hijo. Pero también amor de supervivencia y protección mutua. Y la esperanza. La esperanza de encontrar, entre tanto hombre malo, algunos buenos. Como ellos mismos.

     La esperanza de que, aunque el mundo haya perdido a sus dioses, quizás el fuego de la civilización no se haya apagado para siempre. Porque, como parece opinar el padre --personaje complejo, sufrido, lúcido pero también obstinado--, el suicidio es el último recurso que les queda. Pero solo una vez se hayan agotado todos los demás. Y no piensa rendirse jamás. Ni por él ni por su hijo. Así, cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré, le dice.

     Los flashbacks y las pesadillas van completando, como si de un puzzle se tratara, lo ocurrido con anterioridad en la vida del padre y del hijo. Unas pesadillas recurrentes que amenazan la estabilidad psicológica de los protagonistas. Ambos deben luchar, juntos a veces, separados otras, por mantener la cordura en un mundo loco habitado por paranoicos, psicóticos y caníbales. Se prometen no comer jamás carne humana. También no matar salvo que sea estrictamente necesario. Y, ante todo, no dejarse solos. No abandonarse. No dejarse nunca solos en este mundo.

     En 2009 John Hillcoat adaptó la novela a la gran pantalla. Viggo Mortensen hizo el papel de padre, Kodi Smith-McPhee el de hijo y Charlize Theron el de esposa y madre. Fue una de las mejores películas del año. Un film conmovedor y desgarrador, como la novela. Y reflexiva. Muy reflexiva. Tanto el libro como la película valen la pena. Y mucho.                      

             

jueves, 14 de septiembre de 2017

Relato de un náufrago. Gabriel García Márquez. Círculo de Lectores. 1988. Reseña





     El 28 de febrero de 1955 ocho miembros de la tripulación de un destructor colombiano denominado A. R. C. Caldas cayeron al mar apenas un par de horas antes de su llegada a Cartagena. Se dijo que el accidente se debió a una tormenta en el mar Caribe. Sin embargo, con el tiempo, se demostró que la tragedia fue ocasionada por el balanceo de una extraña y excesivamente pesada carga transportada por el buque: neveras, televisores, lavadoras y demás electrodomésticos. Algo ilegal según las normas de la marina imperantes en aquella época. La reconstrucción del relato del único superviviente del accidente, Luis Alejandro Velasco --dado por muerto, como sus siete compañeros, cuatro días después del incidente--, por parte del periodista y escritor Gabriel García Márquez demostró que la carga ilegal del buque traspasaba incluso los límites políticos y morales.

     La colaboración entre el superviviente y el periodista-escritor dio como resultado la publicación por episodios, en catorce días consecutivos, de la verdadera historia del buque y de los diez días que pasó a la deriva el náufrago que estuvo en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido y olvidado para siempre. Todos los miembros del diario El Espectador de Bogotá --incluido el futuro Premio Nobel-- y el superviviente, Luis Alejandro Velasco, cayeron en desgracia ante el régimen dictatorial del general Gustavo Rojas Pinilla. El protagonista pasó de héroe a villano, teniendo que abandonar una marina que anteriormente lo había condecorado; el diario acabó cerrando; y el genial escritor hubo de abandonar su país natal, iniciando ese exilio errante y un tanto nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva

     Más allá del valor de un documento real mediante el cual el náufrago destruyó tanto la estatua como el pedestal que su país le había dedicado, la narración es tan descriptiva y dramática que el mismísimo Miguel Delibes confesó haberse mareado al leerla, algo que, añadió, jamás me había pasado leyendo un libro. En efecto, la escena de la caída de los marineros al mar y las siguientes, en las cuales Luis Alejandro consigue subirse a una balsa y trata de ayudar, sin éxito, a algunos de sus compañeros, provocan que el corazón del lector se encoja y lata a mayor velocidad de la habitual. La tragedia cobra vida ante nuestros ojos y su magnitud nos golpea hasta la desolación.

     A partir del capítulo cuarto se narra, siempre en primera persona, cómo el náufrago comienza poco a poco a buscar un motivo para no dejar de luchar pese a verse solo y abandonado en la inmensidad del mar. La soledad, la sed, el hambre, el picor de una herida en la pierna y un sol abrasador que progresivamente quema su piel constituyen sus primeras preocupaciones tras comprobar que los aviones de rescate pasan de largo sin verlo. Así, interioriza que está perdido y comienza a luchar consigo mismo para no rendirse. Precisamente eso, el no rendirse, será lo que lo convierta en héroe nacional tras su llegada a la costa colombiana de Urabá.

     La soledad se manifiesta de muchas maneras a lo largo de la novela. Una de ellas provoca alucinaciones en el náufrago, al que visita varias noches uno de sus compañeros. Dialogan, se miran y se hacen compañía durante las largas horas de la noche. Tan largas que el narrador llega a confesar que la noche es muchísimo más extensa que el día. Sobre todo en pleno invierno (conviene no olvidar que los hechos se desarrollaron durante los primeros días del mes de marzo). Cualquier punto negro en el horizonte, cualquier brillo, cualquier destello crean falsas esperanzas de salvación. Pese a ser falsas, siempre conviene agarrarse a ellas con tal de seguir viviendo. Aunque sea malviviendo.

     En un mar interminable una bandada de gaviotas, un banco de peces o incluso la peligrosa visita de los tiburones --que rodean la balsa cada atardecer, a partir de las cinco de la tarde--, pueden lograr que uno aparque la soledad, por perturbadora que esta pueda llegar a ser. Cualquier suceso basta para mantener las ansias de vivir. Más aún cuando la supervivencia se ve definitivamente afectada. Poniendo en evidencia que tanto la mente como el cuerpo humano están capacitados para soportar toda clase de inconvenientes. De esta manera, para sorpresa del lector, el narrador llega a hablar de su buena estrella ante situaciones que uno no podría ni imaginar.

     El náufrago, en circunstancias tan extremas, es capaz de alimentarse a base de gaviotas, peces crudos, tarjetas de almacenes comerciales y hasta suelas de zapatos. Todo con tal de sobrevivir. No obstante, en determinados momentos, los acontecimientos pueden con él, lo sobrepasan y lo obligan a dejarse llevar, a abandonarse, a dejarse morir, a desear la muerte por encima de todo. La desesperación se apodera de él de tal manera que el lector cree que en cualquier momento va a perder la cabeza y a lanzarse ante los tiburones. Sin embargo, de nuevo la fortuna, el destino o la buena estrella le permiten volver a la lucha por seguir con vida.

     Y, cuando por fin tiene tierra a la vista y la salvación parece tan cercana, el cansancio, la debilidad, las ansias y la desesperación se abalanzan sobre él, poniendo en riesgo la consecución del objetivo perseguido durante diez días de dura deriva física y mental. La solidaridad de los lugareños de Urabá y los pueblos cercanos, los sabios cuidados del doctor y el hecho de verse de repente centro de atención de todo el mundo --¡no olvidemos nunca que poder contar todo lo sucedido es la máxima urgencia del protagonista en esa situación!-- mantienen al superviviente alejado de ese estado de irrealidad que lo persigue por momentos desde hace ya tantos días. Lo cual indica que la pesadilla no siempre finaliza cuando uno despierta del horrible sueño.

     En definitiva, nos encontramos ante un relato (aparecido por fin en formato libro en 1970, quince años después de su primigenia publicación en El Espectador) de pura supervivencia, lucha y superación personal extraordinariamente bien narrado por un autor que pocos años después (1982) recibiría el merecido Nobel de Literatura. Una novela que nos habla, además, de las corruptelas políticas, de los peligros --y urgentes necesidades-- de hacerles frente, de la valentía de quienes alzan su voz contra las injusticias y de las mil y una argucias de los periodistas a la hora de detectar una noticia y ser los primeros en darla a conocer a la sociedad.