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lunes, 14 de abril de 2025

A través de los ojos. Andrés Suárez. Aguilar. 2021. Reseña

 




    El cantautor de Pantín Andrés Suárez (1983) escribió A través de tus ojos durante los peores meses de la pandemia. Pero no, no se trata de un diario de pandemia. La casualidad quiso que el covid-19 irrumpiera en nuestras vidas justo cuando el bueno de Andrés había comenzado a escribir este libro de recuerdos, estampas y pequeñas historias. Reconoce en sus primeras páginas que no entraba en mis planes, pero nos asoló un tsunami y alguna referencia habela haila. La cuestión es que pasó lo que pasó y admite que no se me ocurre mejor motivo que publicarlos (los textos) a modo de lacónico homenaje de vida. Y es cierto. Porque, aunque el desamor ocupa buena parte de las letras de sus canciones y también de estos escritos, la pasión que le pone a todo lo que hace -componer, cantar, interpretar y escribir- convierte a su obra en un canto a la vida. En toda su expresión: amistad, solidaridad, infancia, inocencia, naturaleza, animales domésticos, plantas y flores. Andrés ama. Y amar es vida. Pura y dura.

    Tras el enorme éxito de sus más recientes discos, sus conciertos multitudinarios -llenando varias veces recintos como el Wizink Center madrileño- y la publicación de su anterior libro, Más allá de mis canciones (2017), también reseñado en este mismo blog, A través de los ojos (2021) supuso un paso más en ese abrirse en canal ante sus fans y ante él mismo. A lo largo de sus páginas reconoce algunos de sus errores del pasado. Por ejemplo, no haberse cuidado mucho durante su etapa universitaria en Santiago, haberse comportado como un cabrón con una de sus ex de aquella época o haberse enamorado de quien no debía. Andrés se sincera. Y la sinceridad se aprecia cada vez más en un mundo cada vez más falso e hipócrita. Algo de lo que él mismo se queja constantemente a través de estos escritos. Unos escritos en los que critica, con mayor o menor dureza pero siempre desde la empatía y a veces desde la mirada de otros, determinados aspectos de una sociedad que parece no entender. 

    Sus orígenes rurales, campestres y costeros -y a mucha honra- salpican las letras de sus canciones y también estos textos. Pese a que confiesa amar Madrid y estar cada vez más a gusto en Torrelodones, son constantes las referencias a Pantín y su playa -de allí son las fotos de las portadas de Más allá de mis canciones y de Todavía más allá de mis canciones, su nuevo libro, recién salido del horno editorial-, Cedeira, Baleo, Santiago y Ferrol. Ya sabemos que los gallegos que no viven en Galicia padecen una enfermedad crónica llamada morriña. Andrés es uno de ellos, por supuesto. Y lo demuestra en todo lo que hace. Nunca dejes de cantarle a los rosales ni a las mujeres que te lo pidan, recuerda que le dijo su abuelo. Así lo hice, abuelo. Vaya si lo hice, pues no me fío de un alma que no atiende a sus rosales antes que a cualquier otra cosa. Algo que ya cantó, entre emocionados susurros, en su magnífico tema Rosa y Manuel

    Como lector, me gustan los libros de escritores valientes -Vilas, Landero, Aramburu- que se desnudan en las páginas de sus libros. Puedes conocer aspectos de sus vidas. Y, algo más interesante todavía, los orígenes de sus obras. En el caso de Suárez, de sus canciones. Ocurre con sus tres libros. También en este. Y es que al lector no le cuesta mucho reconocer en algunos escritos referencias -a veces más veladas, otras menos- a sus canciones. Sin embargo, en A través de los ojos, va un paso más allá. Nos cuenta lo que supone hacerse mayor. Cada vez se muere más gente y ya no sé si es que me hago mayor o si es que hice algo mal. Como cuando habla de la que fue la persona más importante de mi infancia y a la que tanto, tanto quise, un neno que conocí donde y cuando se conoce a los amigos: en verano, en la playa. Un niño que ya debe ser adulto, como él, y del que no ha vuelto a saber nada en treinta años. Eso es hacerse mayor: perder, de unas maneras u otras, a las personas queridas.    

    En las páginas de A través de los ojos encontramos la nostalgia de una infancia y una juventud ya dejadas atrás ante la adultez; la melancolía hacia esa Galicia tan querida a la que no puede retornar a causa del covid -mi patria es un folio en blanco con el nombre de mis padres, mis abuelos, mis hermanos, mis amigos-; la constante pérdida de seres queridos -su abuelo y algunos amigos de juventud y un Aute del que ya no habrá una nueva canción-; la incertidumbre vivida en un monótono mes de abril ante una pandemia que no se sabía cómo iba a acabar -pido perdón a quien corresponda si en algún momento de lo que conocimos como antigua realidad le herí. Puede que este sea el final, quién sabe. Debo irme en paz-; la extrema soledad -la del artista tras bajarse del escenario después de cada concierto y la de la persona que debe pasar una pandemia en solitario-, y el agradecimiento -me ha tocado pasarlo solo y resulta que las tres Marías (a saber, la educación física, la música y la religión) de la educación me están salvando el cuerpo y la mente-. Pero no solo eso.

    Además, aparecen también la nobleza animal de sus perros, Bala y Boss; constantes referencias a sus antiguos amores -como Nina y Rúa Xelmírez (¡hay que tener valor para citarlas por su nombre y hasta su apellido!)-; y críticas a quienes causan las guerras, a la hipocresía de quienes están en contra de la llegada de pateras y al acogimiento de los MENAS, a la frágil memoria y a la desmemoria, a la maldad y la cobardía en las redes sociales, a la envidia de quien deja de hablarle a uno porque ha alcanzado el éxito -haciéndole pagar el IRE: impuesto revolucionario de la envidia-, a la pérdida o ruptura de las viejas amistades a causa de discusiones políticas -esa maldita puerta que no debería abrirse jamás-, a ese asqueroso patriotismo basado únicamente en banderas de España por doquier, y a una sociedad que aplaude a los sanitarios pero que se muestra egoísta y antisocial pensando solo en una libertad basada en SUS vacaciones, SU puente, SU dinero, SUS planes frustrados y SU vida. 

    Con una mirada siempre lúcida, Andrés nos escribe, en relación a lo anterior, que tengo una horrible sensación: la de que no hayamos aprendido nada con esto. No es que me rinda, nunca lo he hecho, pero no estoy seguro de si realmente vamos a ser mejores personas después de esto. Escucho a pocos hablar de cómo podemos ayudar entre todos, del agotamiento de los sanitarios, de en qué hemos fallado. Ni en esto estamos juntos, así que tal vez salgamos distanciados, divididos. Es horrible. No obstante, cuando acaba uno de leer A través de los ojos no puede evitar sentirse mínimamente optimista. Quizá sean precisamente esa tres Marías de la educación las que, con ayuda de ciertos personajes públicos valientes, más si cabe si son gentes de cultura, como el propio Andrés -desde luego, no creo que sean nuestros nada desinteresados políticos-, puedan volver a unirnos como sociedad. Por eso son necesarios los libros como este. Libros en los que el autor no solo se desnuda a sí mismo, sino que también desnuda al lector. Un lector que no tiene más remedio que reaccionar ante lo que le muestra el espejo que aparece reflejado a través de sus ojos. Por eso: mil gracias, Andrés.                       

  

martes, 18 de abril de 2023

Nosotros. Manuel Vilas. Destino. 2023. Reseña

 




    Qué mal visto ha estado siempre el placer, siempre perseguido por todas las civilizaciones, condenado por todas las religiones, y sin embargo protegido por la naturaleza y la vida, cómo explicar semejante hipocresía, reflexiona el narrador de Nosotros en las últimas páginas de la novela ganadora del Premio Nadal 2023. Una novela existencialista desgarradora de principio a fin. Especialmente en sus últimas páginas. Una últimas páginas que, sin embargo, son de una belleza sin igual. Como prácticamente todo lo que lleva escribiendo Manuel Vilas durante estos últimos años de una carrera literaria ya envidiable. Una carrera literaria repleta de historias y personajes en los que dominan la tristeza, la melancolía, la profundidad de las almas humanas y, paradójicamente, también  el placer, la belleza y la alegría de vivir. De estar vivo pese a todo. Como le ocurre a Irene, la mujer de cuarenta y muchos años que protagoniza Nosotros. Un ángel mortal y corriente, de una vulgaridad excepcional, pero que da belleza a este planeta

    Nosotros recorre la vida en común de Irene y su difunto marido Marce. Ambos, junto al característico narrador omnisciente, van desgranando, a tres voces, como los tres tenores, los veinte años de matrimonio de la pareja, así como la vida ya en solitario de la viuda. Una mujer adicta a la intensidad y nada estoica que no entiende la hipocresía a la que hice referencia al inicio de esta reseña, que no reconoce que su marido ha fallecido, que no sabe lo que es la paciencia -que lo que quiere lo quiere ya- y que, caprichosa como la que más, por donde pasa solo busca la belleza, el placer, el reencuentro con su marido a través del sexo con desconocidos y desconocidas. El ejemplo perfecto de la hedonía pura y dura como actitud vital. Una mujer que, cuando no se sale con la suya, puede llegar a ser muy cruel. Capaz de lanzar por la ventana los zapatos de su amante ocasional. O de abofetearlo y humillarlo antes de echarlo de su habitación. Una mujer que puede resultar tan deseable como repulsiva. Una mujer especial. Para lo bueno y para lo malo.

    A lo largo de la historia narrada en la novela Irene mantiene relaciones sexuales con diversos hombres y mujeres. ¿Su finalidad? Al llegar al orgasmo descubre una escalera. Y al final de esta, aparece la figura de su difunto Marce, quien la sonríe y la saluda con la mano, siempre en silencio, durante unos segundos antes de ser consumido por las llamas. Irene, desahogada económicamente, viaja de ciudad en ciudad y de hotel en hotel, siempre de lujo y con ventanas al Mediterráneo -desde Málaga hasta Alguer-, para rememorar momentos vividos junto a su esposo. Compara a sus amantes con él y lo imagina tomando el cuerpo de cada uno de ellos. Goza, los hace gozar, los enamora, los vuelve locos por completo -porque Irene es un seductor bellezón desvergonzado que, por ambos motivos, provoca adicción- y luego huye y los olvida para siempre, sin atender sus numerosos mensajes. A Irene le gusta sentir que sus amantes piensan en abandonar sus vidas, sus mujeres e hijos para irse con ella y comenzar de nuevo. De no huir llegaría a ser, en suma, una mujer peligrosa.

    Irene es de esa clase de mujeres que no dan ninguna importancia al dinero porque lo tienen. Gasta casi compulsivamente -su tarjeta VISA echa humo- y mide a las personas por las marcas de sus relojes. Lo sabe todo sobre los relojes. Los materiales, la fabricación, el funcionamiento, la forma y los costes de cada uno de ellos. Pero, ¿por qué tiene tanto dinero? Pues porque ha vendido un lujoso piso en el centro de Madrid en el que convivió esos veinte años de matrimonio junto a Marce y ha traspasado la tienda de muebles antiguos y de lujo que este regentaba. Así, se dedica a gastar y a buscar a Marce en cada uno de sus amantes. Sin embargo, en su narración encontramos algunas lagunas que nos hacen dudar. ¿Es posible que una tienda de muebles de lujo funcione tan bien como para que el matrimonio viva a cuerpo de rey en plena época de crisis económica y de auge de los muebles baratos de Ikea? ¿Por qué Irene no puede recordar la fecha de la muerte de su esposo? ¿Por qué no encuentra el reloj de lujo que le regaló a su marido?

    Las incongruencias, las lagunas, las incertezas de la narración de la historia por parte de Irene y del narrador omnisciente son tales que en algún momento el lector llega a pensar que Vilas se ha vuelto loco. Que el autor ha escrito la novela tan rápidamente, sin tomar notas, sin orden ni concierto, que ha perdido el hilo de su propia historia. Nada más alejado de la realidad. Las piezas del puzzle caen en su sitio. Y no poco a poco, sino de golpe. Y, entonces, de repente, Vilas ya no parece un loco sino un genio. De un plumazo se ha cargado toda incongruencia, todo desatino, y nos ha dado un golpe de realidad en todo el rostro. Y nos quedamos perplejos, noqueados, sin capacidad de reacción. Y tenemos que dejar el libro por un momento para recobrar el pulso antes de seguir leyendo. Y lo hacemos de forma también compulsiva. Porque, siendo una novela existencialista, Nosotros se convierte también en una especie de novela de intriga que nos deja consternados con un final antológico que en ningún momento podíamos esperar. Que nos deja K.O..

    En todas las novelas de Vilas el componente psicológico, casi filosófico, juega un papel primordial. Quizá en esta más que en ninguna otra. El alma humana se nos muestra tan diseccionada en Nosotros que casi podemos verla, tocarla, olerla. Irene es un personaje de manual. Psicológico, por descontado, y también filosófico -por esa forma de afrontar la vida, de celebrarla, a pesar del sentimiento de soledad que la hace actuar de esa manera tan hedonista, caprichosa, cruel, peligrosa-. Una soledad que va imponiendo su ley, su desgarro, su monstruosidad. Una soledad insoportable, sin duda muy diferente a la que Marce y ella habían elegido durante veinte años de matrimonio, entregados el uno al otro -como si cada día fuera el primero-, aislados de la sociedad, viviendo por completo ajenos a ella. De una sociedad dominada por una televisión que ellos detestaban porque estaba controlada por los seres abominables. Unos seres que querían hacer que todos vivieran la vida de la misma manera. Algo que puede entroncar también a la novela con la rebeldía propia de las historias más utópicas. Incluso distópicas, si me apuran.

    Pero, sin duda, la gran característica que rige todas las obras de Vilas es la poesía. También sus obras de narrativa. Y Nosotros no podía ser la excepción. Un nosotros referido a Irene y Marce, los grandes protagonistas de la historia. Un nosotros sustentado en uno de los sonetos más celebrados de la historia de las letras castellanas, Amor constante, más allá de la muerte, de Francisco de Quevedo. Un poema-declaración de amor en toda regla, en el que el autor anuncia a su amada que, aunque muera, él continuará amándola. Dios salve a Quevedo, afirma Irene en un momento de la narración. La novela entera no solo justifica la referida poesía, sino que la explica de manera clara. En muchas de sus páginas aparecen referencias y transcripciones de los versos que componen el soneto. De tal forma que, una vez explicada con tanta exhaustividad, la poesía se entiende mucho, muchísimo mejor. Irene la hace suya, la considera mágica, casi sobrehumana. Porque le sirve para seguir viendo a Marce, su querido Marce.              

     Odiosa y adorable, Irene nos descoloca, nos irrita, nos indigna, nos produce rechazo y repulsa, pero también nos enamora, nos seduce, nos pone -el erotismo es otra de las características de la literatura de Vilas-. Mujer irresistible para quien la conoce -sea hombre o mujer-, no sabe lo que son la paciencia ni el estoicismo. Sin embargo, nadie ha de explicarle qué son la naturaleza, la vida, lo salvaje, lo bárbaro. Vive a su manera, busca el placer y, en realidad, no hace daño a nadie más que a sí misma. Un personaje que no deja a nadie indiferente. Un personaje para la historia de la literatura contemporánea española. ¿Y Vilas? Pues uno de los mejores escritores españoles actuales. Un autor del que, como se suele decir, apetece leer hasta su lista de la compra. Un autor que parecía haber alcanzado su techo con las magníficas Ordesa y Alegría, pero que con Los besos y Nosotros se ha superado. ¿Nos saludará con el brazo, en silencio, como Marce, antes de ser devorado por las llamas cuando llegue al último peldaño de la escalera, a la cima de su literatura? Esperemos que no. No seamos tan crueles como Irene. Lo que sí quiero es aprovechar esta última línea para declararle, al más puro estilo de Quevedo, mi amor eterno a su obra.


lunes, 2 de mayo de 2022

Los vencejos. Fernando Aramburu. Tusquets. 2021. Reseña

 




    No voy a durar mucho. Un año. ¿Por qué un año? Ni idea. Pero ese es mi último límiteNo me gusta la vida. Y no pienso delegar en la Naturaleza la decisión sobre la hora en que habré de devolverle los átomos prestados. He previsto suicidarme dentro de un año: el 31 de julio, miércoles, por la noche. De esta manera tan descorazonadora vuelve a la novela Fernando Aramburu. Lo hace tras el paréntesis marcado por sus ensayos y libros de poesía y prosa poética Autorretrato sin mí, Vetas profundas y Utilidad de las desgracias y otros textos. Todos ellos publicados tras el tremendo éxito de su anterior novela, Patria (2016). Los vencejos, su nueva obra, es una historia poliédrica protagonizada por Toni, un profesor de filosofía enfadado con el mundo y consigo mismo que un día decide que va a poner fin a su existencia. Mientras espera la llegada de la fecha definitiva se dedica a escribir una especie de diario o crónica donde expone las razones de un desencanto que ha de llevarlo al suicidio.

    Acompañado por su inseparable amigo Patachula, quien perdió una pierna en los atentados del 11M de 2004 y hasta piensa acompañarlo en su decisión final más que nada por no quedarse solo, Toni decide vivir con total libertad el año que le queda de vida. Una libertad que, paradójicamente, le viene del hecho de saber que su fin está cada vez más próximo, lo cual lo hace disfrutar de las últimas veces que hace tal o cual cosa. Algo, disfrutar, que había olvidado los últimos años. Durante esos 365 días va programando las cosas para poder irse dejándolo todo resuelto. Y cada noche escribe sobre los sucesos del día a día junto a Patachula y también sobre los momentos más importantes de su vida. Así, desgrana, por ejemplo, sus tormentosas vidas familiares, primero con sus padres y su odiado hermano Raulito y después con su ex esposa Amalia y su hijo Nikita. Los grandes fracasos del pasado de Toni marcan, sin duda, la decisión de despedirse de un mundo que cada vez entiende menos.

    Las idas y venidas de los vencejos, a los que Toni observa desde las calles de Madrid mientras desea poder volar alto y lejos junto a ellos, marcan el hilo conductor de la novela según pasan los meses y las estaciones. Toni comprende mucho mejor a los animales que a las personas. Vive solo con su perra Pepa y su muñeca erótica Tina, regalada por Patachula. A ambas las trata con igual cariño y dedicación. Y dejar resuelto su futuro cuando él ya no esté es una de sus grandes preocupaciones. Sus historias con ellas constituyen algunos de los momentos más tiernos y a la vez humorísticos de la novela. También sus conversaciones con su fiel amigo y con Águeda, una ex novia --a la que abandonó por la que sería el amor de su vida, su esposa y madre de su hijo-- que de repente vuelve a aparecer en su vida acompañada por un perro que se llama curiosamente Toni, lo cual indica que jamás lo olvidó. Como él tampoco olvida, a pesar de los pesares, a Amalia.

    Acostumbrado a la compañía de Águeda, que era una chica sencilla, buena y, todo sea dicho, carente de atractivo físico, yo observaba encogido de admiración y quizá un poco asustado las dotes organizativas de la bella y sensual Amalia, la energía con que abordaba cualquiera de sus empresas, la obsesión de hacer las cosas bien. Ni por un segundo se me ocurrió prever las consecuencias que me acarrearía el que todas aquellas cualidades se volvieran un día contra mí. Las comparaciones son odiosas, cierto. Pero existen. Toni sucumbió a los encantos de Amalia. Pese al desgaste de los años y al traumático fin de su relación matrimonial no la olvida. Tras el divorcio tomó la decisión de renunciar al amor para siempre. Y lo justifica así: el amor, maravilloso al principio, da mucho trabajo. Al cabo de un tiempo no puedo con él y termina resultándome fatigoso. He sido siempre temeroso de que al final todo el esfuerzo y la ilusión fueran para nada. Y el caso es que siempre fueron para nada.  

    Y sigue: prefiero la amistad al amor. De la amistad nunca me harto. Me transmite calma. Yo mando a Patachula a tomar por saco, él me manda a mí a la mierda y nuestra amistad no sufre el menor rasguño. No tenemos que pedirnos cuentas de nada, ni estar en comunicación continua, ni decirnos lo mucho que nos apreciamos. Cierto es que Patachula, siendo un tanto especial, es digno de aprecio. Y Toni también aprecia a los vencejos. Vuelan sin descanso, libres y laboriosos. A veces miro desde la ventana a unos cuantos que tienen sus nidos bajo las cajas del aire acondicionado del edificio de enfrente. Pronto emprenderán su vuelo migratorio anual hacia África. Si nada se tuerce y mi vida sigue por el camino trazado, aún estaré aquí la próxima primavera cuando ellos regresen. He pensado que me gustaría reencarnarme en uno de ellos y revolotear a partir de agosto sobre las calles del barrio. La libertad de volar alto y lejos, de nuevo.    

    A través de las casi setecientas páginas del diario de Toni asistimos a muchos de los grandes acontecimientos de la Historia de España. Especialmente los que tienen que ver con el presente de la ficción, es decir, el intervalo entre el 1 de agosto de 2018 y el 31 de julio de 2019. Lapso de tiempo protagonizado por el juicio a los líderes independentistas catalanes, el auge de la ultraderecha que representa VOX, los intentos de Ciudadanos y Podemos de intentar entrar en un gobierno de coalición y los procesos electorales y las respectivas negociaciones en pos del imposible establecimiento de un gobierno que dé por fin algo de estabilidad a la nación. Las discusiones políticas entre Toni, Patachula y Águeda en el bar de Alfonso ilustran perfectamente la enorme polarización del país. Y es que tanto la política nacional como los personajes centrales de la novela están magistralmente retratados en el texto de Aramburu.

    Mientras Toni se va deshaciendo de la mayoría de sus pertenencias --su amplia biblioteca, diversos enseres y hasta muebles-- y va recibiendo extrañas notas anónimas que llegan a obsesionarlo por completo, tanto por su contenido altamente ofensivo como por el hecho de no tener prueba alguna del origen ni de la motivación de las mismas, su narración se centra en aspectos centrales de su vida. Como los malos tratos recibidos por parte de su padre; su complicada relación con su madre; el odio mutuo existente entre él y su hermano pequeño; su tormentoso final con Amalia, que prefirió a una mujer de nombre Olga; o la debilidad mental de su hijo Nikita, incapaz de ir superando etapas en la vida a la velocidad del resto de sus iguales. Fracasos que, sumados y almacenados en una enorme mochila, pesan demasiado sobre su espalda. De ahí su necesidad de soltar lastre y buscar la libertad. Incluida la libertad para poner fin a su vida.

    Cómo consigue Aramburu que el diario de un suicida quemado y cabreado con el mundo y con sus congéneres --al más puro estilo del señor Meursault de El extranjero de Camus, del joven Holden Caulfield de El guardián entre el centeno de Salinger o del también desencantado joven Arthur Maxley de Solo la noche de Williams-- acabe convertido en una lección de vida, de amor, de amistad, de dignidad y de esperanza es todo un misterio para la mayoría de los mortales. Incluso después de leída la novela. Alcanzar algo así está tan solo al alcance de un genio literario. Si con Patria Aramburu deslumbró a los lectores, con Los vencejos los hará reír, reflexionar y finalmente llorar en sus últimas páginas. Unas páginas de gran belleza y emoción no carentes de tragedia pero tampoco de esperanza.                      


     

lunes, 11 de abril de 2022

Los besos. Manuel Vilas. Planeta. 2021. Reseña

 




    Después de los merecidos éxitos conseguidos con Ordesa y Alegría, Manuel Vilas retorna a la novela de ficción --más o menos, porque la realidad también aparece en la mayoría de las páginas de la obra-- con una novela de amor romántico y quizás algo idealizado cuyo título es corto, directo y significativo: Los besos. Una historia de amor, sí, pero también de erotismo, sexo, carne, piel, células y almas. En la que Salvador y Montserrat acaban dando las gracias a la Naturaleza por haber creado una pandemia que les permite conocerse y amarse. Que les permite volver a sentirse vivos de nuevo, más que nunca incluso, en un momento en el que la muerte y un maldito virus amenazan con arrasar con todo. Y es que el amor, y la necesidad de amar y ser amados, está presente en la vida de las personas. Puede aparecer hasta en las circunstancias más inimaginables. Y eso es lo que les sucede a estas dos almas nobles que, solitarias, ya casi no pueden esperar nada más en sus vidas.

    Marzo de 2020. España va a ser confinada. Salvador sale de su casa de Madrid en dirección a una casa de madera que tiene alquilada en el bosque de Sotopeña. Lo hace con lo justo. Y entre lo justo destacan la Biblia y el Qujiote --porque siempre se cuela la idea del fin del mundo cuando pasa un acontecimiento planetario, y también porque son dos libros con capacidad de resumir otros libros--. Y, claro, al llevar con él lo justo, al llegar a Sotopeña debe ir a comprar lo más indispensable: comida y bebida y otros artículos de primera necesidad. Y en la pequeña tienda del pueblo que lo acoge lo atiende Montserrat. Y Salvador se enamora al instante: ¿es enamoramiento a primera vista lo que me ha pasado?, se pregunta. Mi alma la estaba esperando. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Y acude a diario a la tienda de Montserrat para comprar lo que sea. Lo que sea con tal de volver a verla y estar con ella. Y poco a poco ella también se enamora de él. Y comparten buena parte del confinamiento.

   Salvador tiene 58 años y acaba de ser jubilado por anticipado. En sus clases se quedaba en silencio y no sabía qué decir. Le falla la memoria. Pequeños olvidos no demasiado importantes pero que sí le impiden seguir dando clases. Pero a él le preocupan sus silencios. Creo que la Oscuridad viene a por mí, se dice a sí mismo. Pero Montserrat, a la que rebautiza como Altisidora, personaje del Quijote, lo anima a seguir adelante con sus besos. Porque los besos son esas luces intensas en el camino de la vida, esas luces cegadoras tras de las cuales está otro ser humano esperándote en un acto de eternidad consentida por la muerte. Así, los besos de Montserrat/Altisidora pueden vencer a la Oscuridad. Y Salvador se aferra a ellos. Y también a los libros, guaridas contra los lobos del abatimiento y la depresión. Propuestas de futuro. Perversas razones para seguir vivo. Lo mismo ocurre con las historias de amor: si comienzan con un beso, hay que saber cómo terminan. Las historias de amor son como los libros, comienzan y terminan.

    En efecto, la narración de Salvador deja entrever que su historia de amor con Montserrat/Altisidora no va a ser muy larga. Que no va a durar para siempre. Que en el momento de su escritura es ya Historia. De hecho, la mayoría de las veces habla de ella en pasado. Y recuerda las historias del Quijote con Dulcinea, de Romeo con Julieta. Sin embargo, a diferencia de Cervantes y Shakespeare, Manuel Vilas no mata a sus personajes, a los protagonistas de su historia de amor, sino que los deja disfrutar en plenitud de su belleza. Para siempre. No hace ningún drama. Como el que creó Pedro Guerra en su magnífica canción El marido de la peluquera, tema en el que el amor es tan grande, tan sincero y sentido --mejor buenos recuerdos que un pasado perdido-- que un buen día de lluvia Matilde acabó por tirarse en el río. No seré yo quien critique una de mis canciones preferidas --¡qué incongruencia tan grande sería, verdad!--, pero Vilas nos ofrece una manera diferente de vivir y de seguir viviendo. Pese a todo.

    Vilas busca la belleza y el erotismo. Y lo encuentra en cada página de su nueva novela. Huye de la Oscuridad. Sabe que a todos nos alcanzará, pero nos pide que, cuando eso ocurra, sea sin queja. Tal y como le pide a Salvador Rafael Puig, amigo de la Academia al que conoció en la primavera de 1981. El propio Salvador no sabe el motivo, pero casi cuarenta años después, se acuerda muy a menudo de su amigo, al que no ha vuelto a ver desde entonces. Rafael Puig se hace presente en la casa del bosque de Sotopeña y Salvador recuerda cada una de las conversaciones que tuvieron en la Academia. En esas conversaciones hablaban de la Oscuridad, del erotismo, de la belleza. Y ahora Salvador ve belleza hasta en el hecho de hurtar en los súper mercados. Imagino que la cleptomanía podría sumarse a mi enmudecimiento, mi ansiedad y mi amnesia. No estoy tomando la medicación que me prescribieron. Estoy por llamar a mi neurólogo, que, por otra parte, seguro que no me recuerda. Sí, el sentido del humor también es belleza.

    En un lugar de la China, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un virus de los de pandemia en hospital, letalidad antigua, corona flaca y neumonía corredora, escribe Salvador. Y añade: el virus sigue dominando el fracaso de todos los Gobiernos de la Tierra, salvo el de China. Hay países de excelente gestión como Holanda, Portugal, Alemania, Nueva Zelanda o Corea del Sur. El virus mezclado con un Mundial de fútbol. Hay un Mundial de fútbol ahí afuera, en donde los equipos en vez de meter goles, meten muertos. Y España es la Campeona. Y, finalmente, sentencia que: las televisiones no quieren mostrar los ataúdes. Si ves uno, automáticamente dejas de creer en cualquier forma de nación, o estado, porque te das cuenta de que la verdad está allí, en el ataúd. Por eso no los enseñan. Y es que, además de la ficción novelesca entre Salvador y Montserrat/Altisidora, Vilas nos habla de la realidad de hace un par de años. Y lo hace con gran lucidez. Y también con crudeza en algunos casos.

    A los presidentes de los gobiernos Salvador los llama Narcisos. Al de España le place el ejercicio del poder. Está gozando. Lo que siente es orgullo de estar allí, en el sitio de los elegidos. Ha llegado allí donde quería. Se acerca a la psicopatía, al cinismo y al sadismo. A nuestro Narciso le da igual el virus porque también está enamorado, pero de sí mismo. Los enamorados no vemos el virus. Lo primero que debe hacer un ser humano es huir de los Narcisos que salen en la televisión. Narciso y el rey de España puede que sean los dos gobernantes más altos del mundo, pero a mí me parece que son niños. El rey de España no se salva de las críticas, como tampoco lo hace su padre, el rey emérito: otra vez vuelve España a la escena internacional. Juan Carlos I se vio a sí mismo como un rey de un país más bien de segunda división. No tenía una gran fortuna, no era ni la cuarta parte de rico que la reina de Inglaterra, algo insoportable, me imagino. Ahora su hijo debe elegir o el dinero o el protagonismo de la Historia.

    Los besos, de Manuel Vilas, es una novela que bebe de varias ideas que el autor parece tener muy interiorizadas: la incesante búsqueda de la belleza, en todas partes, en cualquier momento, lugar y objeto; que sin erotismo la vida es un error; que el erotismo dura tres meses y el amor treinta años; que los besos son corrientes eléctricas, que nos dicen que la red eléctrica funciona, un certificado; que la vida debe vivirse hasta que la Oscuridad nos atrape, sin quejas; y que las historias de amor, sean a la edad que sean, deben vivirse no al estilo de El marido de la peluquera de Pedro Guerra sino al de La estación de los amores de Franco Battiato. Porque lo pasado, pasado está. Y, como nos cantó el gran cantante italiano, siempre le puede quedar un nuevo entusiasmo por latir al corazón. Y otra posibilidad de conocerse. Y, por tanto, nuevas oportunidades de enamorarse. También de los libros. De libros que nos conmueven. Como, por ejemplo, este que no puedo dejar de recomendar a todos muy encarecidamente.   


lunes, 21 de septiembre de 2020

Marianela. Benito Pérez Galdós. Cátedra. 1984. Reseña

 




     En 1878 Benito Pérez Galdós publicó Marianela, una de sus Novelas de la Primera Época, como el propio autor canario (1843-1920) llamó al conjunto de sus primeras obras. El futuro miembro de la Real Academia Española y diputado de las Cortes españolas demostró desde muy temprano que iba a ser uno de los grandes protagonistas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En política manifestó siempre sus profundos anticlericalismo y republicanismo, lo que provocó su continuo asedio y boicoteo por parte de los sectores más conservadores, católicos y tradicionalistas, quienes jamás reconocieron su gran valor literario e intelectual. Debido a ello, en parte, su candidatura al Premio Nobel de Literatura no llegó a cuajar. Todo ello, a pesar de estar considerado uno de los grandes representantes de la novela realista, apartándose del romanticismo anterior y acercándose al naturalismo, la expresividad y el estudio psicológico de cada uno de los protagonistas.


    Marianela parte de un caso real extraído de un manual de psicología: la recuperación de la visión por parte de un ciego congénito. La relación entre Pablo, joven proveniente de una casa de postín, y Nela, una muchacha fea y deforme por fuera pero bellísima por dentro debido a sus hondos valores, es el hilo conductor de una novela que entrelaza sus tres temas principales: la ceguera y su posible cura, la relación sentimental y la situación socioeconómica. El genio galdosiano es capaz de poner frente a frente la belleza física y la belleza moral, la industria y la agricultura, el hoy y el ayer, el pueblo y la ciudad, la cultura y la naturaleza, la riqueza y la pobreza. Cronista de la España del siglo XIX, como demostró con sus maravillosos Episodios Nacionales, supo como nadie dar cabida en sus obras a todo aquello --lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor-- de aquel país y sus ciudadanos. Leer a Galdós no es solo disfrutar de la literatura. También se aprende Historia. Y sociología. Y psicología.


    Pablo, que no puede ver a Marianela, se enamora de su belleza interior --su bondad y sus valores--. Al más puro estilo de Saint-Exupèry en El principito, reconoce que lo más importante de las personas y de la vida en general es lo que no se ve pero sí se siente. Año y medio como lazarillo del ciego le valen a la Nela para hacerse un hueco en el corazón del joven Penáguilas. Con la autoestima por los suelos desde siempre --yo no valgo para nada, repite una y otra vez-- a causa de aquellos que la juzgan solo por su apariencia física, vive su época más feliz al amparo del amor que le profesa Pablo. Un futuro matrimonio entre ambos brilla en un horizonte tan lejano --la Nela nunca se lo acaba de creer en realidad pese a la pasión con que le habla del tema su amado-- y a la vez tan próximo --la joven, sin embargo, se agarra a él con todas sus fuerzas--. Pero, como se suele decir, la alegría en la casa del pobre dura bien poco. Y así se manifiesta también en Marianela.


    La llegada a Socartes --uno de tantos pueblos ficticios de la historia de la literatura universal-- de Teodoro Golfín cambiará la vida de los amados para siempre. Oftalmólogo de profesión --y muy reconocido no solo en España sino también allende de nuestras fronteras--, tratará de curar la vista al joven Penáguilas. Todo el mundo en el pueblo minero ansía el milagro. También la Nela, aunque en su caso puede mucho más el miedo que la alegría. Marianela cree que cuando Pablo sea capaz de ver perderá el amor hacia ella. Da por seguro que huirá de ella, de su apariencia monstruosa. El amor al que se agarraba durante los últimos meses está amenazado, y Marianela piensa insistentemente en quitarse la vida en la misma sima en la que años atrás se la quitara también su madre. Incluso lo intenta, siendo salvada en el último momento por Golfín, quien se muestra dispuesto a hacerse cargo de ella a partir de entonces. No obstante, morir de amor --y de desamor-- es posible. 


    Por si esto fuera poco, llegan también al pueblo el tío Manuel y Florentina Penáguilas, la prima de Pablo. Manuel y Francisco, los padres de Florentina y Pablo acuerdan el matrimonio de sus hijos si el joven acaba recuperando la vista. Y esto, pese a que el joven sigue pensando en mantener su promesa inicial con la Nela, hunde definitivamente a la protagonista. Y eso que la prima de Pablo decide acogerla como si de una hermana se tratara. Finalmente, se desencadenan dos luchas entre los protagonistas de la novela: una, interna, en la mente de la Nela; otra, externa, la que libran Pablo, Florentina y Golfín --quienes quieren y cuidan a la joven-- contra el resto de pobladores del lugar --que siguen despreciándola y humillándola, dando muestras de una gran inhumanidad--. Como curiosidad, que no casualidad, las tres personas que la ayudan son cultivadas y muestran cultura y sabiduría. Por contra, quienes la vilipendian son víctimas de su propia ignorancia e incultura.


    Todos los personajes de la novela cumplen una función en la misma. También los secundarios. Qué diferentes comportamientos muestran los hermanos Penáguilas y los hermanos Golfín, por ejemplo. Francisco Penáguilas y Teodoro Golfín son buenas personas, además de inteligentes, rectos y bondadosos. En cambio, Carlos Golfín y Manuel Penáguilas se muestran completamente diferentes. Tanto que resulta increíble que sean hermanos de los anteriores. Lo mismo podemos indicar respecto a Celipín Centeno, hijo menor de los Centeno, familia que da cobijo --abusa, más bien-- a la Nela. Celipín quiere a Marianela, a la que considera casi una hermana más. Sin embargo, su madre, la Señana --señora Ana-- y Sofía, la esposa de Carlos Golfín, no hacen más que ningunearla y burlarse de ella. El diferente trato dispensado a la Nela por cada uno de los distintos personajes constituye una parte fundamental de la novela.


    La crítica social, económica y política de la época y el gran despliegue literario para recrear perfectamente los ambientes, la naturaleza, la belleza y la psicología de los personajes la encontramos también en Charles Dickens. Galdós conocía muy bien la obra dickensiana. No en vano, diez años antes de publicar Marianela, el autor de Las Palmas de Gran Canaria había traducido al castellano la obra del británico Aventuras de Pickwick. Un genio traduciendo a otro genio. Casi nada, ¿verdad? Sorprende la facilidad con la que el canario --y también el británico, por supuesto-- refleja en sus obras la complicada --pero a la vez sencilla-- idea de cómo influye en las personas cómo las ven los demás. Y cómo la aparición en la escena de sus vidas de un nuevo personaje puede ponerlo todo patas arriba. A veces, para bien; otras, para su desgracia. Un muy buen ejemplo de todo ello lo encontramos en Marianela. Una novela de esas que todo el mundo debería leer al menos una vez en su vida.


    El pasado mes de enero se cumplió el primer centenario de la muerte del autor. Antes de terminar de celebrar el Año Galdós estamos a tiempo de leer algunas de sus obras. Por mi parte, Doña Perfecta (1876), otra de las denominadas Novelas de la Primera Época, será la próxima. Nunca es tarde, pues, para iniciarse en las lecturas de uno de los autores españoles más reconocidos a nivel universal. Especialmente si se trata de una llamada a la tolerancia y la solidaridad en unos tiempos como los actuales, en los que priman el egoísmo y la intolerancia respecto al que es u opina diferente a nosotros.                                     


   

sábado, 4 de abril de 2020

Querido Eduardo: jamás morirá la BELLEZA...





   

     Querido Eduardo:

     Todo el mundo dice que has muerto. Qué gran mentira. No saben lo que tú siempre has sabido: que jamás morirá la BELLEZA. Claro está que lo de que has muerto no lo dicen con mala intención. Para los comunes mortales resulta muy complicado asimilar que algo pueda ser eterno. Así de simple. Sin embargo, tú siempre practicaste que el arte, en cualquiera de sus múltiples facetas, es por naturaleza inmortal. Por más años o siglos que puedan llegar a pasar. Y así viviste tu vida: en permanente búsqueda de la belleza. En la música, en las letras de tus canciones, en tus poesías, en tus pinturas y esculturas, en los guiones de tus películas y en sus imágenes. Hasta cuando dedicabas un disco o un libro tuyo a cualquiera de tus seguidores le añadías a esa dedicatoria algún dibujo o caricatura.

     Debo reconocerte que hoy estoy muy triste. Como común mortal que soy, he llorado al conocer la noticia de que te habías ido. Ché, qué mal, he pensado. No obstante, el mejor reconocimiento y homenaje que se te puede hacer en un día como el de hoy es precisamente tratar de ver la vida como tú la viste. Por eso, aunque es un momento muy duro, durísimo, para mí, te escribo estas letras. Porque, precisamente hoy, es momento de celebrar. De alegrarse por el hecho de haberte conocido en persona, aunque fuera a base de pequeños momentos repartidos durante los últimos años. Es un día para amar la vida por encima de todo. La vida es belleza, y la belleza es eterna. Tú, por tanto, eres eterno, Eduardo. ¿Qué mejor motivo se puede celebrar?  

     Me vas a permitir que diga algo que, conociendo tu enorme humildad --volveré a ella en unas pocas líneas--, te haría sonrojar. No lo pienso yo solamente. Eres, para mucha gente, entre la que lógicamente me incluyo, un referente, una especie de Da Vinci español del siglo XX (y parte del XXI). Leonardo fue un genio. Y tú, querido Eduardo, también. Has sido cantautor, poeta, pintor, escultor, director de cine, guionista y crítico. Pocos humanistas como tú ha habido en este país en los últimos tiempos. Vitalista, enamorado, enamorador --nunca fuiste guapo, cierto, pero siempre fuiste extraordinariamente bello--, irónico, despiadado y afectuoso según con quién, cachondo --mental y sexual--. Siempre lúcido. En todos los campos. En todas las artes.

     Volviendo a tu humildad, otro de los aspectos que te hicieron así de grande. Guardaré como un tesoro para siempre --plastificada desde entonces y a buen recaudo-- aquella carta, escrita de tu puño y letra, con la que me diste las gracias --¡tú a mí!-- por pedirte permiso para utilizar las letras de un par de canciones tuyas --Abrázame y Mojándolo todo-- en la que fue mi segunda novela, Almas Suspendidas. Una novela musical en la que también aparecen letras de Pedro Guerra, Tontxu, Andrés Suárez, Luis Ramiro, Manolo Tarancón y Alfredo González --todos ellos te lloran hoy y celebran haberte conocido--. Habla por sí solo el hecho de que tú me agradecieras así que pensara en ti como uno de los componentes de aquella novela con banda sonora. 

     En esa novela te tomé prestada también la ciudad de Albanta, una creación tuya --más bien de uno de tus hijos--, al más puro estilo Gabriel García Márquez en Macondo, que aproveché para ilustrar las imperfecciones del mundo. Ese Feo mundo inmundo que, cleptocorporatocráticos incluidos, tan bien supiste reflejar en tus canciones y poesías. El caso es que tu gesto y tus atenciones hacia mí en aquel próximo y a la vez lejano 2012 provocaron que mi Querencia por ti fuera progresivamente in crescendo. Hasta hoy, día en el que, por fin, has iniciado un viaje eterno a través del cual conocerás, si no lo has hecho ya a estas horas, qué hay en el otro lado de la luna. Allí, entre luces y sombras, cantarás aquel Tríptico con el que rendiste tu particular homenaje a nuestros más insignes pintores.

     Mientras tú has conseguido ser invisible, nosotros, los comunes mortales, quedamos hoy un poco huérfanos de ti, preguntándonos qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido. Tú, que siempre predicaste el amor carnal, el sexual, ese en el que acabas mojándolo todo, que cantaste a un imán de mujer y que susurrabas aquello de que no sé de donde vengo ni a dónde voy, pero quiero que sepas que solo sé quién soy cuando estoy dentro de ti, que insinuabas que cada vez que me amas es un milagro, ahora debes conformarte con el amor más casto y puro, aquel en el que, desprendidos del goce, cuando dos cuerpos son alma se hace la carne poesía. Un amor en el que lo principal es decirse abrázame

     Aunque la tristeza es lógica hoy, porque es un sinvivir la vida sin ti, como ya he dicho antes, también es momento de sentir el arrebato de vivir, de bailar slowly with you tonight, aunque enamorarme de ti me lo tengas prohibido, de cantar un desgarrador al alba a capella, de gritar al viento todas las Aleluyas habidas y por haber y de celebrar que, pase lo que pase, siempre queda la música. Porque, sin duda, para ti amar era el verbo más bello y te iba la vida en ello. Por eso, a pesar de los pesares, todos tenemos claro, querido Eduardo, que los que no te hayan seguido a lo largo de tu carrera --no obstante tu partida, todavía están a tiempo-- no rozaron ni un instante la belleza. Porque fuiste, eres y serás siempre un artista en busca y captura de la belleza. Y jamás morirá la BELLEZA...     

      

  

sábado, 29 de febrero de 2020

Alegría. Manuel Vilas. Planeta. 2019. Reseña





     Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría. Con estas palabras comienza Alegría, la nueva novela de Manuel Vilas. Finalista del Premio Planeta 2019, recoge las vivencias, anhelos, carencias, pensamientos y sentimientos del escritor de Barbastro. Escrita entre mediados del 2018 y mediados del 2019, narra momentos de la gira de presentaciones, firmas de libros y demás actos en torno al lanzamiento de su éxito literario Ordesa, designada como novela del año en este mismo blog en 2018.

     En Alegría nos reencontramos con viejos conocidos de su obra antecesora. Sus padres, Bach y Wagner, sus hijos, Bra (Brahms) y Valdi (Vivaldi) y su tío Rachma (Rachmaninov). Además, aparecen personajes nuevos como Haydn, un viejo amigo de la edad de su padre, y Mo (Mozart), su segunda esposa. De nuevo, siempre nombres musicales que, sin embargo, serán reemplazados en las páginas finales por otros que tienen que ver más con temas cinéfilos. Así, Bach pasa a ser Cary Grant, Wagner es Ava Gardner, Bra es Marlon Brando, Valdi es Montgomery Clift y Mo se convierte en Katherine Hepburn. ¿Por qué ese cambio? Porque, según el actor, la alegría conlleva la belleza. Y la belleza, como la alegría, se puede encontrar en cualquier lugar y en cualquier manifestación artística.

     Y de entre todos esos músicos y actores, emerge la figura de Arnold Schonberg/Nosferatu, el músico dodecafonista que se convierte aquí en el antagonista de un Vilas que cree que solo puede derrotarlo a base de benzodiacepinas y ansiolíticos. Encarna Arnold los momentos de angustia, soledad, melancolía, depresión y pensamientos suicidas que va atravesando el autor en el desarrollo de su vida cotidiana. Arnold siempre esta ahí, acechando tras las cortinas, hablando a Vilas: Arnold me regala sus flechas más raras. Arnold me mete en la cabeza las ecuaciones morales más oscuras. Arnold me va destruyendo milímetro a milímetro y de una manera artística. Es un estado de frustración permanente, abstracta, metafísica.    

     La vida puede ser maravillosa. O puede convertirse en un auténtico drama. Sobre todo, cuando una persona cae en el desmerecimiento. Vilas dice no merecer un reloj caro, un coche bonito, una cena cara, una habitación de hotel de lujo o una simple bicicleta BH. Cuando disfruta de esa alegría, de esa belleza, se siente culpable. Y, claro, aparece Arnold para hacerlo descender directamente desde el cielo hasta el infierno. Vilas vuelve a tomar los ansiolíticos y las benzodiacepinas y a invocar el retorno de los fantasmas de Bach/Cary Grant y Wagner/Ava Gardner. Y se desencadena la madre de todas las batallas: la que libran la melancolía contra la alegría; la depresión contra la belleza; la muerte contra la vida.    

     De nuevo nos encontramos con una novela original y valiente, marcada por el mismo caos narrativo de Ordesa. Desnudarse a uno mismo, y también al resto de la familia, en las páginas de un libro requiere, si se pretende ser honesto y humilde, no dejar de lado las debilidades propias y ajenas. Es decir, hacerlo sin complejos ni ataduras. Además, un año de la vida de cualquier persona conlleva reencuentros, separaciones y nuevas amistades. Más aún si durante ese año se viaja tanto por tantas ciudades de la geografía española, europea y americana. Como no podía ser de otra manera, entre 2018 y 2019 Vilas se reencontró con primos desaparecidos, amigos propios y familiares casi olvidados --o no-- y un sinfín de lectores que le dieron las gracias por su magnífica novela.

     Afirma Vilas que detecto a la gente que sufre de manera inmediata. Es un don. Enseguida se nota el sufrimiento. No es ninguna peste. No es malo. No es ofensivo. No es ni siquiera triste. No es una maldición. Es simplemente conciencia y cortesía. Cuando un ser humano no puede conectar, unir el pasado que vivió con el presente que vive, se vuelve melancólico, se agrieta su mirada, pero también madura su vida de otra forma, y esa madurez vale la pena. De manera desgarrada, de manera única, allí voy yo, invocando a mis seres queridos, intentando ser feliz. Y sé que lo estoy intentando porque he cambiado. Se sabe si una persona está intentando ser feliz si la vemos cambiar. Y la lectura de unas novelas como Ordesa y Alegría ayudan a los lectores. Unos lectores siempre agradecidos al autor.

     Resulta imposible que un buen escritor no realice en sus escritos guiños a otros escritores anteriores o contemporáneos. Vilas no es una excepción. Así, nos habla de su perro Brod, que recibió su nombre en recuerdo de Max Brod, que pasó a la historia por ser el amigo absoluto, el amigo que mejor comprendió y adoró a Franz Kafka. También hace referencia a Teresa de Jesús en unas páginas en las que, de forma desgarradora, afirma no querer dejar morir del todo a sus padres. Y, finalmente, aparece Marcel Proust --célebre autor de la obra En busca del tiempo perdido y de la frase: mi religión es el pasado--, del cual Vilas hace suya la idea de que es imposible vivir sin creer en algo a través de estas líneas: una religión fundada en el pasado, fundada en el culto a tu padre y a tu madre, y en todo cuanto está en un tiempo anterior a este instante, en donde los seres amados no se mueren.   

     Para dar por concluida esta reseña he de transcribir una serie de frases que considero no deben ser obviadas bajo ningún concepto: La condición de padre es la del mendigo del amor. Quiero besar el tiempo en que estoy con mi hijo, mientras el tiempo aún esté con nosotros. Yo compuse un momento así con mi padre, solo que el momento con mi padre ya no lo hallo en ningún sitio, por eso me aferro al momento que estoy viviendo con Valdi, porque desde allí invoco la venida de mi padre. Puede morir la vida, pero no el misterio, que ahora está en mis hijos. Los seres humanos olvidan el misterio. Por eso sus vidas caen, se hunden, se entristecen, se adulteran. Como escritor, mi responsabilidad moral es recordar la existencia del misterio. Descubrí algo, que las palabras enamoran y sirven para no estar solos. Y descubrí que todos los lectores con quienes he hablado este último año amaban a sus padres y a sus madres. Eso fue maravilloso. 

     Maravilloso ha sido leer estas dos grandes novelas. Por eso, mi obligación moral como lector es recomendarlas a todo el mundo. También dar las gracias a Manuel Vilas por tanto misterio, tanta belleza y tanta alegría.                      

            

martes, 3 de diciembre de 2013

La elegancia del erizo. Muriel Barbery. Seix Barral. 2007. Reseña





     Hace unos días, tras informar a una persona muy cercana a mí sobre qué novela me disponía a leer, me preguntó por qué iba a hacerlo si ya había visto su adaptación cinematográfica (Mona Achache, 2009). Perdida la sensación de sorpresa del final ya conocido, consideré interesante comprobar hasta qué punto la formidable película había sido fiel a la novela original. Y, ante todo, me pareció una historia tan bien contada, diferente y original que pensé que sería una buena idea acercarme de nuevo a ella pero desde una perspectiva diferente. Por suerte, acerté. Y menudo acierto.
 
     "La elegancia del erizo" es una de esas novelas que nos hacen reflexionar sobre cuestiones que nos afectan mucho más de lo que nosotros mismos creemos a priori. De las que nos sumergen en el descubrimiento de la belleza de las pequeñas cosas y en la magia de los placeres efímeros. De las que nos hacen sentir bien y creer que un mundo mejor es posible. Por desgracia, no todo el mundo lee este tipo de historias.
 
     La segunda novela escrita por la francesa Muriel Barbery, nacida en Casablanca y afincada en Japón, profesora de filosofía y mujer culta e inteligente donde las haya (a las pruebas me remito), escribió una obra extraordinariamente rica en descripciones de todo tipo (ambientes, acciones, sentimientos y hasta pensamientos), consiguiendo emocionar a sus lectores a través de unas historias que podrían estar ocurriendo ahora mismo en cualquier finca, incluida la tuya misma.
 
     La acción se desarrolla en el número 7 de la calle Grenelle, en París (escenario también de su primera novela, "Una golosina", la cual espero leer nada más tenga ocasión), y tiene como protagonistas principales a Renée Michel, la portera del edificio, de 54 años de edad, viuda desde hace quince, y empeñada en ocultar ante los demás su gran secreto y a la vez gran debilidad: disfrutar de la belleza del Arte en todas sus disciplinas (luego volveremos sobre esta cuestión ya que es la clave de la historia); Paloma Josse, una adolescente de doce años amante de la cultura japonesa y superdotada que, ante el convencimiento de que la vida es una farsa, tiene decidido suicidarse e incendiar el piso (de la cuarta planta) en el que vive con su familia (a la que no aguanta) el día en que cumpla los trece; y Kakuro Ozu, un amable sexagenario japonés, rico y jubilado, que compra el piso de la quinta planta tras fallecer el cabeza de familia de sus anteriores habitantes.  
 
     La novela trata, entre otras cosas, de la curiosidad por los demás. Del desconocimiento que tenemos de nuestros vecinos y de la facilidad con la que los etiquetamos sin saber nada de ellos en realidad. De hasta qué punto algunos de ellos pueden volverse casi invisibles ante nuestros ojos mientras que otros están siempre bien presentes. Y también de los motivos y criterios, inconscientes o no, que hacemos valer para hacernos esa imagen, casi siempre irreal, de ellos.
 
     El catalizador de la obra es, como ya he avanzado, el gusto por las diversas manifestaciones del Arte. A través de sus páginas el libro nos presenta el mejor cine japonés (con Yasujiro Ozu, director de "Las hermanas Manukata" entre otras, a la cabeza), la pintura italiana (Miguel Ángel) y holandesa (Vermeer), la música clásica (Mozart y Purcell), la literatura rusa (Tolstoi y su "Anna Karenina") y la filosofía (Guillermo de Ockham, por ejemplo). 
 
     Alrededor del referido hilo conductor se apoya Barbery en otros elementos aglutinadores de la acción: la constante presencia de gatos y perros, la viudedad de Renée y Ozu (en ambos casos a causa del maldito cáncer), la soledad de cada uno de los personajes, la existencia de las almas gemelas (como queda demostrado en los tres protagonistas centrales de la trama), la conveniencia de rodearse de personas adecuadas (de nuevo me remito al trío protagonista), el implacable destino que nadie conoce pero que se acerca de manera inexorable, y el tema de la muerte (muy presente de principio a fin).
 
     Cierro esta reseña con unas frases que pueden (y deben) indicar al lector por dónde vas los tiros en una novela inteligente, culta y reflexiva:
 
- "quizá sea eso la vida: mucha desesperación pero también algunos momentos de belleza donde el tiempo ya no es igual. Es como si las notas musicales hicieran una suerte de paréntesis en el tiempo, una suspensión, otro lugar aquí mismo, un siempre en el jamás".
- "la señora Michel tiene la elegancia del erizo: por fuera está cubierta de púas, una verdadera fortaleza, pero intuyo que, por dentro, tiene el mismo refinamiento sencillo de los erizos: que son animalillos falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes".