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miércoles, 22 de abril de 2020

El candor del padre Brown. G. K. Chesterton. Castalia. 2020. Reseña







     El padre Brown es a G. K. Chesterton lo que Sherlock Holmes a Arthur Conan Doyle, Hércules Poirot a Ágatha Christie, Auguste Dupin a Edgar Alan Poe o Sam Spade a Dashiell Hammett. Sin embargo, el personaje creado por este escritor inglés (1874-1936) rompe bastantes de los tópicos del género negro  o policíaco. El sacerdote católico, de aspecto humilde, descuidado e inofensivo, siempre acompañado de su paraguas y de diversos objetos envueltos en papel de estraza, conoce como nadie el alma humana. Y resuelve los casos más complicados no con enrevesadas piruetas deductivas sino sugiriendo que la explicación irracional es en realidad la más racional. A pesar de su lógica devoción, siempre desecha las explicaciones sobrenaturales o espirituales para centrarse en lo natural y ordinario para resolver los casos más inverosímiles.

     Chesterton escribió alrededor de cincuenta relatos protagonizados por el padre Brown. Todos ellos fueron recogidos en cinco libros que se fueron publicando entre 1911 y 1935: El candor del padre Brown --el que nos ocupa, publicado por vez primera en 1911--, La sagacidad del padre Brown (1914), La incredulidad del padre Brown (1927), El secreto del padre Brown (1929) y El escándalo del padre Brown (1935). La primera de esas recopilaciones incluye los doce primeros relatos escritos por el autor, que se inspiró en un amigo personal para dar imagen y forma de actuación a su ficticio padre Brown. Un personaje que, a diferencia de los referidos en las primeras líneas de esta reseña, hace gala de una gran bondad que le impide juzgar y condenar al delincuente, sino que trata de salvarlo a su manera. Es lo que le ocurre con su inseparable Hércules Flambeau.  

     El amigo de Chesterton, el padre John O´Connor, párroco de Bradford (Yorkshire), influyó tanto en él que, además de inspirarle este peculiar personaje, hizo posible su conversión al catolicismo. Y ese es uno de los fuertes del personaje de ficción: pese a ser un párroco católico en tierras protestantes anglicanas, consigue que se imponga no su imagen --bajito, regordete, miope-- sino su sagacidad y su sentido del humor, natural y vital. Se muestra siempre muy humano y real, nada artificial. Sin duda, parece ingenuo y distraído, pero de repente atraviesa una especie de éxtasis intelectual que, junto a sus notables conocimientos de la ciencia de la psicología, lo lleva a aclarar las situaciones más intrincadas. Y, de paso, a ganarse el respeto de aquellos que al principio lo consideraban un simple intruso.

     Así explica este hecho Chesterton en el relato titulado El jardín secreto: hundió la cabeza entre las manos y se mantuvo en una rígida postura que denotaba la angustia de su pensamiento u oración, mientras que los otros tres sólo podían continuar observando este último prodigio durante aquellas doce extraordinarias horas. Cuando cayeron las manos del padre Brown, se vio un rostro bastante fresco y serio, como el de un niño. Y, en La forma anómala, Flambeau explica a otro personaje que el padre tiene a veces esta nube de misticismo encima, pero le advierto de que sólo se la he visto cuando rondaba cerca algo malvado. Flambeau confía tanto en el padre Brown que se va de vacaciones en un pequeño velero y en él solo lleva lo indispensable: latas de salmón, revólveres cargados, una botella de coñac y un sacerdote.   

     La narrativa de Chesterton supone un retrato costumbrista de los lugares y las personas de su época --el primer tercio del siglo XX--, con especial hincapié en sus formas de vida y sus comportamientos en los más diversos ámbitos de la vida. Describe con naturalidad toda clase de ambientes y contrasta los mundos criminal y religioso en profundidad. Dos mundos que, a menudo, no están tan distanciados. Así, en el primer relato de esta recopilación, La cruz azul, el padre Brown le dice a su inseparable Flambeau cuando éste todavía era un delincuente: ¿nunca se le ha ocurrido pensar que un hombre que casi no hace otra cosa que oír los pecados de los demás no puede dejar de estar al corriente del mal de la humanidad? Toda una declaración de intenciones desde el primer momento de la trama.

     Flambeau y el padre Brown, tan distintos --en físico (Flambeau mide más de una ochenta), en forma de vestir (Flambeau es muy elegante) y en personalidad-- y tan semejantes --en cuanto a ingenio y a perspicacia-- a la vez, se convierten en uña y carne tras convencer el segundo al primero de que su saber hacer debería ser empleado con fines más puros y bondadosos. Quiero que abandone esta forma de vida. Aún le queda a usted juventud, dignidad y humor; no crea que le durarán con ese oficio. Los hombres pueden mantener cierto nivel de bondad, pero ningún hombre ha sido capaz de mantener un nivel de maldad. En efecto, el Flambeau delincuente muta en un nuevo Flambeau, que ayuda en todas sus investigaciones al padre Brown. Cambio solo posibilitado por el gran conocimiento del segundo sobre la psicología del mundo criminal.     

     En los doce relatos hay multitud de frases dignas de ser señaladas en esta reseña. No en vano, el padre Brown es, de todos los personajes creados por Chesterton, el más parecido al autor. Al menos, en su forma de pensar y de ver la vida. El delincuente es el artista creativo; el detective es solamente el crítico / Un delito es como cualquier obra de arte. Sea divina o diabólica, posee un distintivo indispensable: su fundamento es sencillo, por complicada que pueda ser su realización / La cualidad de un milagro es el misterio, pero su forma es sencilla / Nos han enseñado que si un hombre tiene realmente unos malos principios, será en parte por su culpa. Pero, con todo, podemos distinguir entre el hombre que ofende a su limpia conciencia y el hombre cuya conciencia está más o menos enturbiada con falsedades.

     Dejo para el final el humor de Chesterton. Un humor inteligente y tan sutil que puede llegar a pasar desapercibido en algunos momentos. Dejo aquí un par de fragmentos sobre este tema: tanto por oficio como por convicción, el padre Brown sabía mejor que casi todos nosotros que la muerte dignifica al hombre. Pero sintió incluso una punzada en el estómago cuando lo despertaron al amanecer para avisarle de que habían asesinado a Sir Aaron Armstrong. Resultaba un tanto absurda e impropia aquella violencia secreta en relación con una figura tan divertida y popular que podía llegar hasta el punto de resultar cómico. Sin embargo, más adelante, una vez conocido con mayor profundidad al asesinado, dice: si yo alguna vez asesinara a alguien le digo que podría ser a un optimista. A la gente le gusta la carcajada frecuente, pero no creo que le guste una sonrisa continua. La alegría sin humor es exasperante.

     Leed a Chesterton. Admirad el ingenio del padre Brown. Parecido pero a la vez diferente a Holmes, Poirot, Dupin y Spade. Y que viva la buena novela negra...       


       

jueves, 26 de febrero de 2015

El último judío. Noah Gordon. Ediciones B. 2000. Reseña





     Publicado en 2000 tras la exitosa trilogía dedicada a la familia Cole - compuesta por El Médico (1986), Chamán (1992) y La doctora Cole (1996) -, El último judío retoma el tema estrella de la carrera literaria del escritor norteamericano Noah Gordon: la epopeya judía a lo largo y ancho del mundo en busca de nuevos asentamientos tras sus sucesivas expulsiones de los que habían sido sus hogares hasta entonces. En el caso que nos ocupa, la España de los Reyes Católicos de agosto de 1492.

     Con su estilo ya claramente definido, basado en el rigor histórico, un lenguaje accesible, estructura en capítulos cortos y atractivos y narración directa y entretenida, el autor de origen judío por vía materna nos sitúa en el Toledo de la última década del siglo XV. En un país en el que acababa de ser re-implantada la Santa Inquisición, una institución dedicada a la represión de la herejía en el seno de la Iglesia católica. Un país cuyos reyes decretaron la expulsión de la comunidad judía en 1492.

     La novela, que intercala fragmentos y situaciones de ficción con otros reales, muestra la compleja sociedad española de finales del siglo XV y comienzos del XVI, con la difícil relación de convivencia entre las comunidades católica y judía, en un contexto dominado por la corrupción, el robo y tráfico de reliquias de santos, la superstición, una brutal represión y una intolerancia que llega a la barbarie. En definitiva, un país en el que campaban a sus anchas las traiciones, los asesinatos, la intriga, el miedo y la incertidumbre. 

     En El último judío la Inquisición aparece representada por la figura del sacerdote Bonestruca, asesino y corrupto, que no duda en mandar a la hoguera a quien se opone a sus malévolos planes. Unos planes que van mucho más allá de lo que la bula de creación otorgada por vía papal dictamina. Un personaje siniestro que, además, se salta los preceptos de castidad y tiene una mujer y tres hijos, naturalmente ilegítimos. Un ser maquiavélico que pese a su dulce apariencia carece de escrúpulos, valores y del más mínimo sentido de lealtad. 

     El protagonista principal de la historia, Yonah Toledano, es uno de esos personajes que conmueve por su coraje, valores, firmes creencias, fortaleza mental y capacidad de adaptación a las peores situaciones. Su periplo le llevará, tras perder a sus padres y hermanos, a ciudades como Granada, Gibraltar, Valencia, Zaragoza o Huesca. Y en todos los referidos lugares, y merced a su buen hacer, entablará entrañables amistades que le llevarán a ir superando un sinfín de dificultades. Sus cambios de identidad para mantenerse a salvo de sus perseguidores y su valía humana y actitudinal - trabajará en oficios tan variados como platero, agricultor y ganadero, herrero, carcelero, traductor, personal naval y hasta de médico - serán sus grandes aliados en su lucha por sobrevivir a toda costa.

     La novela narra veinte años de la vida de Yonah, desde 1489 hasta 1509. A lo largo de la narración el chico irá madurando a marchas forzadas y hará frente a todo tipo de situaciones. Conocerá el sexo con distintas mujeres y se hará hombre en el pleno sentido de la palabra. La soledad será un aspecto básico en un hombre taciturno y a veces poco comunicativo por obligación. Un hombre que asume que un mayor contacto con las gentes supone también un mayor riesgo para su propia vida. Un hombre que debe aprender a conocer a las personas y discernir si conviene o no relacionarse con ellas. 

     La profusa documentación histórica - procedimientos de la Santa Inquisición, autos de fe, métodos de interrogatorio y tortura y descripción de lugares y tradiciones, tanto católicas como judías - se acompaña de una gran multitud de informaciones sobre la medicina y la cirugía de la época. En este sentido, podríamos decir que el autor se plagia a sí mismo en algunos momentos de la obra que parecen sacados de su anterior obra titulada El médico. Y es que las enseñanzas de Galeno, Avicena y Maimónides aparecen de nuevo en las nuevas páginas de Gordon, así como distintos conocimientos sobre hierbas curativas y métodos quirúrgicos ya aparecidos en la citada novela.

     Como conclusión, El último judío es una novela rica en personajes, tradiciones y documentos históricos que nos ilustra y entretiene y nos muestra valores personales y humanos dignos de reseñar. Las aventuras y desventuras de Yonah Toledano, siendo ficticias como tales, bien pudieron ser protagonizadas por alguno de los miles de judíos que fueron desterrados de sus casas a fines del siglo XV. Algunos de ellos, como nuestro protagonista, debieron demostrar unos principios y una lealtad, familiar y religiosa, que en nuestra sociedad cuestan cada vez más de encontrar. 

      

lunes, 14 de marzo de 2011

La madre de los niños del holocausto. Anna Mieszkowska. Reseña

     "La madre de los niños del holocausto" es la biografía de Irena Sendler, toda una heroína clandestina polaca y católica que arriesgó su vida por salvar a más de dos mil quinientos niños y niñas del gueto de Varsovia durante la ocupación nazi de la capital polaca. La autora, Anna Mieszkowska, escritora, periodista y especialista en teatro, conoció la historia de esta mujer y se puso en contacto con ella para contar su historia al mundo. Una historia increíble, pero real como la vida misma, de una mujer que siempre estuvo acostumbrada a sufrir...



     Desde su infancia Irena sufrió mucho de salud, llegando a estar en varias ocasiones al borde de la muerte, lo que le hizo arrastrar durante toda su vida enormes jaquecas y dolores de cabeza a causa de una trepanación que se le hubo de hacer para salvarle la vida casi milagrosamente. A la edad de siete años perdió a su padre, médico de profesión y solidario de vocación. Murió infectado de tifus por un grupo de judíos a los que ningún otro médico quiso ayudar. Pese a estar con él solo siete años Irena vivió con su padre muchos momentos imborrables y siempre le tuvo como modelo de vida honrada, solidaria y honesta. Años más tarde, ella misma arriesgó su vida por volver a ayudar a la comunidad judía de Varsovia cuando casi nadie más quiso saber nada de lo que ocurría intramuros del gueto.

     Irena estudió Trabajo Social y realizó un curso de Enfermería. Pronto se puso a trabajar con los sectores más desfavorecidos de la capital polaca, entre ellos los judíos. Y en 1939 llegaron la invasión y posterior ocupación nazi y el intento de exterminio de la totalidad de judíos polacos y europeos. Irena y buena parte de sus compañeros se dieron cuenta de inmediato de que el gueto judío estaba condenado a ser aniquilado y arrimaron el hombro para ayudarles. Un día una madre desesperada le dijo a Irena que si quería ayudar a su hijo lo sacara del gueto. Desde ese momento se puso a idear el plan para sacar a la mayor cantidad de niños y niñas de allí.

     Irena se puso al mando de las operaciones por iniciativa propia. Se acordaba de las frases de su padre: "hay que estar siempre del lado del que se está ahogando, sin tomar en cuenta su religión o su nacionalidad" o "ayudar a alguien cada día ha de ser una necesidad que salga del corazón". Él fue su gran inspiración sin duda alguna. 

     Irena estableció una extensa e intrincada red de colaboradores entre la gente de su confianza. Sacaban a los niños a la zona aria de mil y una maneras (por los alacantarillados, ocultos en ambulancias; a través del edificio de los Juzgados, que tenía entrada por los lados ario y judío; en coches de bomberos; en tranvías; etc) y los llevaban a puestos de emergencia, donde se les enseñaban costumbres polacas y católicas para que no levantaran las sospechas del resto de población. Se les proporcionaba identidades falsas mediante el uso de documentos de identificación falsificados y actas de nacimiento reales de niños polacos ya fallecidos, y se les llevaba a instituciones religiosas de todo el país o se les facilitaba la adopción por parte de familias católicas polacas. Los más mayores se unían a los partisanos ocultos en las montañas de los alrededores de Varsovia. 

     Las identidades antiguas y nuevas, las familias de procedencia y los lugares de destino de los niños eran anotados personalmente por Irena en una lista cuya existencia y lugar de escondite solo sabía ella por razones de seguridad. De esta lista dependía que en el futuro las familias pudieran reencontrarse. La responsabilidad era muy grande, por supuesto.

     En numerosas ocasiones, tanto nuestra protagonista como el resto de sus colaboradores, estuvieron a punto de ser descubiertos. En septiembre de 1943 alguien la delató y la Gestapo fue a su casa a por ella. La encerraron en la prisión de Pawiak, en el gueto, y la torturaron cruelmente, rompiéndole piernas y pies. Estuvo cerca de morir, pero no consiguieron que delatara a ninguno de sus compañeros. Años más tarde declaró que entendía perfectamente por qué una persona podía delatar a otra tras sufrir semejantes torturas. La Gestapo, al no conseguir sus propósitos, la condenó a muerte por fusilamiento. Estuvo en Pawiak más de tres meses.

     El día de su fusilamiento, cuando era conducida al lugar de ejecución, un soldado nazi sobornado por Zegota, una organización promovida por el gobierno en el exilio en Londres que sabía de la suma importancia de preservar a toda costa la vida de Sendler, la dejó escapar. Cansada y coja, se arrastró como pudo y se puso a salvo. Las listas de ejecuciones del día siguiente la daban por muerta. Sin embargo, la Gestapo supo lo ocurrido, acabó con el soldado y siguió buscando a Irena. Aún así, pudo estar con su madre en sus últimos momentos de vida. Sin embargo, no pudo asistir a su entierro, pues habría sido apresada de inmediato.

     Irena tomó una nueva identidad y siguió colaborando con los rebeldes hasta el fin de la guerra. Ella y su grupo salvaron la vida de más de dos mil quinientos niños judíos. La lista de Sendler sobrevivió y algunos de los niños pudieron reunirse con sus familias, las que todavía existían, al acabar la guerra. Hasta su muerte, en 2008, a la edad de 98 años, recibió visitas y cartas de muchos de los niños a los que salvó durante la guerra. Pese a su increíble gesta, Irena recordó siempre que "podría haber hecho más, y este lamento me seguirá hasta el último día de mi vida". Sin duda, todo un ejemplo de valentía, bondad, generosidad, entrega y enorme sencillez.

     Durante más de cuarenta años Irena siguió con su vida como si nada de lo anteriormente narrado hubiera ocurrido en realidad. Hasta que su caso fue dado a conocer y todo el mundo pudo saber la increíble hazaña de esta gran mujer polaca. Sin duda, su padre debe estar muy orgulloso de ella.

     "No se plantan semillas de comida. Se plantan semillas de bondades. Traten de hacer un círculo de bondades; éstas les rodearán y les harán crecer más y más". Irena Sendler.