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lunes, 12 de mayo de 2025

El olvido que seremos. Héctor Abad Faciolince. Alfaguara. 2017. Reseña

 




    Veinte años después de que su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista en pro de los derechos humanos colombiano, fuera asesinado por unos sicarios en Medellín, Héctor Abad Faciolince pudo escribir, tras varios intentos fallidos, El olvido que seremos, una especie de biografía novelada con el propósito de reflejar el poder de la familia, por un lado, y el infierno de la violencia que durante cinco décadas golpeó a Colombia. Como él mismo nos explica: como niño yo quería que mi padre no se muriera nunca. Como escritor quise hacer algo igual de imposible: que mi padre resucitara. Si hay personajes ficticios -hechos de palabras- que siempre estarán vivos, ¿no es posible que una persona real siga viva si la convertimos en palabras? Eso quise hacer con mi padre muerto: convertirlo en alguien tan vivo y tan real como un personaje ficticio. Además, de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que esta dure más que su mentira

    A fe que lo consiguió. Haciendo bueno lo que escribió un poeta colombiano -lo que se escribe con sangre no se puede borrar- y contradiciendo lo que dijo Millán Astray -¡Viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia!-, Faciolince venció con rotundidad el intento de los asesinos de anularles el cerebro a quienes no pensaban como ellos y aseguró el triunfo del amor a la vida, a la alegría y a la belleza. La belleza. Algo a lo que, pocos años después, cantó el gran Luis Eduardo Aute en una canción que también perdurará a lo largo de los años. Porque si algo amó el médico y activista asesinado fue eso: la belleza. La belleza de un mundo feliz, alegre, justo, sin desigualdades y con valores. Unos valores que defendió, plantando cara al poder establecido, a sus secuaces, a sus sicarios, a sus asesinos, hasta el último segundo de su vida. Una vida, unos hechos y unas enseñanzas cuya memoria consigue perpetuar su hijo en un libro no solo rebelde y conmovedor sino valiente y absolutamente necesario.

    El doctor Abad fue ante todo un humanista. Ponía a los hombres en el centro de todo cuanto hacía. En cuestiones médicas, no se centraba en la cura sino en la prevención. Practicó la medicina social, que consiste en poner el énfasis en la higiene, la salud pública, el agua potable, las vacunas, etc. Llevó a sus últimos extremos aquello de que más vale prevenir que curar, lo que le granjeó enemigos entre muchos médicos que veían en él un peligro que podía vaciar sus consultas. Ecuánime y respetuoso, fundó el periódico U-235, la organización Future for the children -junto al doctor estadounidense Saunders- y jamás negó dinero a quien se lo pidiera por verdadera necesidad. Su entrega al activismo social y a la defensa de los derechos humanos fue en realidad una mezcla de rebeldía y pasión, por un lado, y de desesperación e ingenuidad, por otro. Y en las aulas, como profesor de medicina de la universidad de Medellín, siempre lanzó más preguntas que respuestas, buscando la implicación activa de sus alumnos, quienes lo adoraban. 

    Abad fue un humanista, he escrito en el párrafo anterior. ¿Por qué lo afirmo? Pues no solo por lo descrito más arriba. También porque, en esa ya referida búsqueda constante de la belleza, era un auténtico melómano, especialmente de la música clásica; un gran admirador y seguidor de cualquier muestra de arte -leía con fervor, junto a su hijo, La Historia del arte de Ernst H. Gombrich-; y un extraordinario lector, rico y variado. Así, a lo largo de las páginas de El olvido que seremos, desfilan El llanero Solitario, El Gaucho Martín Fierro, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El manantial, de Ayn Rand, Guerra y paz, de León Tolstoi, James Joyce, Ágatha Christie, Pearl S. Buck, Bertolt Brecht y, por supuesto, los Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Precisamente de Borges es el soneto Epitafio, cuya copia escrita a mano llevaba en el bolsillo, junto a una lista de amenazados, cuando lo mataron, el 25 de agosto de 1987.   

    No conviene, sin embargo, caer en el sentimentalismo. El doctor Héctor Abad Gómez que nos presenta su propio hijo en las páginas de El olvido que seremos queda lejos de ser un hombre perfecto. Más allá de su valentía y de su buen hacer en multitud de temas, Faciolince reconoce que su padre quizá mimó en demasía a sus hijos, especialmente a él, su único hijo varón; que a menudo no hacía valer en su propio hogar sus ansias de igualdad y justicia, pues era un hombre bastante machista, al menos en el ámbito familiar; que, tras la trágica muerte por melanoma de su hija Marta, pareció preocuparle mucho menos su propio bienestar y el familiar y se entregó, quizá demasiado ignorantemente e incluso en plan kamikaze, a la lucha social; y que se mostró, en sus últimos tiempos, muy reacio a prestar atención a los consejos de quienes le rodeaban y demandaban rebajar el tono de sus mensajes públicos, algo que le podía costar -y, de hecho, le costó- la vida.

    El olvido que seremos es también, como ha quedado dicho, una biografía familiar. La de una familia cuyos padres están perdidamente enamorados, son uña y carne y, aunque piensan diferente en varios temas, algunos de ellos más esenciales que otros, siempre se respetan y apoyan. Una familia que vive entre dos extremos: el fervientemente religioso de la madre y el ateísta humanista del padre y el de una familia rica, la de la madre, y otra más modesta, la del padre. Una familia que no es ni rica ni pobre, sino acomodada. Una familia de hasta diez mujeres y solo dos hombres -padre e hijo- muy feliz hasta la enfermedad y muerte de Marta. Una tragedia de la que nadie se recuperó nunca. A partir de la cual ya ningún componente de la misma fue el mismo. Una familia cuya felicidad ya menguada acabó por saltar por los aires, aunque siempre permaneció y permanece unida, al ser asesinado su cabeza, el doctor Abad. Una familia que jamás buscó venganza ante la barbarie. Que se vengó escribiendo un libro, a través de la palabra de Héctor Abad Faciolince. 

    Una familia que vivió una época feliz, en color, y otra más triste y dramática, en blanco y negro. De hecho, así lo reflejó en 2020 el director Fernando Trueba en la película de mismo título -ganadora del Premio Goya a la mejor película iberoamericana en 2021-. Una película que cuenta a todo color la vida familiar hasta la muerte de Marta y en blanco y negro la etapa posterior, incluido el asesinato del doctor. Una película que, bajo un guion fantástico de David Trueba, muy fiel a la novela de Faciolince, nos narra la historia de ese amor, quizá algo idealizado, entre un padre luchador hasta la muerte y un hijo que reconoce carecer de su misma valentía. Que tarda veinte años en reunir el valor de superar la rabia y el dolor y de narrar en un libro la historia de una inolvidable y desgarradora tragedia familiar acaecida en la Colombia de los años ochenta. Una historia de violencia y asesinatos que conviene conocer para impedir que se vuelva a repetir. Por eso mismo, El olvido que seremos merece perpetuarse en nuestra memoria. 

                 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Relato de un náufrago. Gabriel García Márquez. Círculo de Lectores. 1988. Reseña





     El 28 de febrero de 1955 ocho miembros de la tripulación de un destructor colombiano denominado A. R. C. Caldas cayeron al mar apenas un par de horas antes de su llegada a Cartagena. Se dijo que el accidente se debió a una tormenta en el mar Caribe. Sin embargo, con el tiempo, se demostró que la tragedia fue ocasionada por el balanceo de una extraña y excesivamente pesada carga transportada por el buque: neveras, televisores, lavadoras y demás electrodomésticos. Algo ilegal según las normas de la marina imperantes en aquella época. La reconstrucción del relato del único superviviente del accidente, Luis Alejandro Velasco --dado por muerto, como sus siete compañeros, cuatro días después del incidente--, por parte del periodista y escritor Gabriel García Márquez demostró que la carga ilegal del buque traspasaba incluso los límites políticos y morales.

     La colaboración entre el superviviente y el periodista-escritor dio como resultado la publicación por episodios, en catorce días consecutivos, de la verdadera historia del buque y de los diez días que pasó a la deriva el náufrago que estuvo en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido y olvidado para siempre. Todos los miembros del diario El Espectador de Bogotá --incluido el futuro Premio Nobel-- y el superviviente, Luis Alejandro Velasco, cayeron en desgracia ante el régimen dictatorial del general Gustavo Rojas Pinilla. El protagonista pasó de héroe a villano, teniendo que abandonar una marina que anteriormente lo había condecorado; el diario acabó cerrando; y el genial escritor hubo de abandonar su país natal, iniciando ese exilio errante y un tanto nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva

     Más allá del valor de un documento real mediante el cual el náufrago destruyó tanto la estatua como el pedestal que su país le había dedicado, la narración es tan descriptiva y dramática que el mismísimo Miguel Delibes confesó haberse mareado al leerla, algo que, añadió, jamás me había pasado leyendo un libro. En efecto, la escena de la caída de los marineros al mar y las siguientes, en las cuales Luis Alejandro consigue subirse a una balsa y trata de ayudar, sin éxito, a algunos de sus compañeros, provocan que el corazón del lector se encoja y lata a mayor velocidad de la habitual. La tragedia cobra vida ante nuestros ojos y su magnitud nos golpea hasta la desolación.

     A partir del capítulo cuarto se narra, siempre en primera persona, cómo el náufrago comienza poco a poco a buscar un motivo para no dejar de luchar pese a verse solo y abandonado en la inmensidad del mar. La soledad, la sed, el hambre, el picor de una herida en la pierna y un sol abrasador que progresivamente quema su piel constituyen sus primeras preocupaciones tras comprobar que los aviones de rescate pasan de largo sin verlo. Así, interioriza que está perdido y comienza a luchar consigo mismo para no rendirse. Precisamente eso, el no rendirse, será lo que lo convierta en héroe nacional tras su llegada a la costa colombiana de Urabá.

     La soledad se manifiesta de muchas maneras a lo largo de la novela. Una de ellas provoca alucinaciones en el náufrago, al que visita varias noches uno de sus compañeros. Dialogan, se miran y se hacen compañía durante las largas horas de la noche. Tan largas que el narrador llega a confesar que la noche es muchísimo más extensa que el día. Sobre todo en pleno invierno (conviene no olvidar que los hechos se desarrollaron durante los primeros días del mes de marzo). Cualquier punto negro en el horizonte, cualquier brillo, cualquier destello crean falsas esperanzas de salvación. Pese a ser falsas, siempre conviene agarrarse a ellas con tal de seguir viviendo. Aunque sea malviviendo.

     En un mar interminable una bandada de gaviotas, un banco de peces o incluso la peligrosa visita de los tiburones --que rodean la balsa cada atardecer, a partir de las cinco de la tarde--, pueden lograr que uno aparque la soledad, por perturbadora que esta pueda llegar a ser. Cualquier suceso basta para mantener las ansias de vivir. Más aún cuando la supervivencia se ve definitivamente afectada. Poniendo en evidencia que tanto la mente como el cuerpo humano están capacitados para soportar toda clase de inconvenientes. De esta manera, para sorpresa del lector, el narrador llega a hablar de su buena estrella ante situaciones que uno no podría ni imaginar.

     El náufrago, en circunstancias tan extremas, es capaz de alimentarse a base de gaviotas, peces crudos, tarjetas de almacenes comerciales y hasta suelas de zapatos. Todo con tal de sobrevivir. No obstante, en determinados momentos, los acontecimientos pueden con él, lo sobrepasan y lo obligan a dejarse llevar, a abandonarse, a dejarse morir, a desear la muerte por encima de todo. La desesperación se apodera de él de tal manera que el lector cree que en cualquier momento va a perder la cabeza y a lanzarse ante los tiburones. Sin embargo, de nuevo la fortuna, el destino o la buena estrella le permiten volver a la lucha por seguir con vida.

     Y, cuando por fin tiene tierra a la vista y la salvación parece tan cercana, el cansancio, la debilidad, las ansias y la desesperación se abalanzan sobre él, poniendo en riesgo la consecución del objetivo perseguido durante diez días de dura deriva física y mental. La solidaridad de los lugareños de Urabá y los pueblos cercanos, los sabios cuidados del doctor y el hecho de verse de repente centro de atención de todo el mundo --¡no olvidemos nunca que poder contar todo lo sucedido es la máxima urgencia del protagonista en esa situación!-- mantienen al superviviente alejado de ese estado de irrealidad que lo persigue por momentos desde hace ya tantos días. Lo cual indica que la pesadilla no siempre finaliza cuando uno despierta del horrible sueño.

     En definitiva, nos encontramos ante un relato (aparecido por fin en formato libro en 1970, quince años después de su primigenia publicación en El Espectador) de pura supervivencia, lucha y superación personal extraordinariamente bien narrado por un autor que pocos años después (1982) recibiría el merecido Nobel de Literatura. Una novela que nos habla, además, de las corruptelas políticas, de los peligros --y urgentes necesidades-- de hacerles frente, de la valentía de quienes alzan su voz contra las injusticias y de las mil y una argucias de los periodistas a la hora de detectar una noticia y ser los primeros en darla a conocer a la sociedad.              
             


lunes, 18 de noviembre de 2013

La Hojarasca. Gabriel García Márquez. 1955. Reseña





     Justo antes de abandonar su país (Colombia) para instalarse en París (luego residiría también en Caracas, Méjico y Barcelona) García Màrquez publicó su primera novela: "La Hojarasca". Se trata de una novela corta, de esas que se leen en una tarde y del tirón, en la que el futuro ganador del Premio Nobel de Literatura (1982) dio vida a un pueblo imaginario a escasos kilómetros de la costa atlántica colombiana que lleva por nombre Macondo.  
 
     La historia transcurre en el mediodía de un día de septiembre de 1928, concretamente entre las 14:30 y las 15:00 horas. Sin embargo, los tres personajes vivos principales de la obra (un viejo coronel, su hija Isabel y su nieto) narran la historia del pueblo desde fines del siglo anterior hasta ese preciso instante, en el cual el abuelo se enfrenta al resto del pueblo y hasta al alcalde con el firme propósito de dar cristiana sepultura a un viejo médico que se acaba de ahorcar.
 
     El odio acumulado en Macondo durante los últimos veinticinco años es la clave para entender cómo prácticamente todo un pueblo entero se propone dejar insepulto a uno de sus vecinos. A su vez, para comprender este extraño e incivilizado comportamiento es básico avanzar en la lectura de la obra. ¿Cómo pueden llegar a darse comportamientos de tal calibre? Uno de los puntos fuertes del por entonces autor novel García Márquez en la narración de esta novela es ir introduciendo los datos con cuentagotas, manteniendo en vilo al lector en todo momento.
 
     El retrato de la miseria de un pueblo que había conocido tiempos de mayor prosperidad en un tiempo no demasiado lejano todavía es otra de las características de la obra. Las crisis, las guerras, la aparición de una empresa ferroviaria (la compañía bananera, como se refiere a ella el colombiano a lo largo de la acción) y "la hojarasca" son los grandes responsables de que Macondo esté llegando a extremos de inhumanidad realmente relevantes.
 
     El uso de múltiples perspectivas otorga a la acción diferentes formas de apreciar las escenas. Así, se consigue crear enfoques y lecturas variadas en cada uno de los personajes que presencian la escena, que se desarrolla en la habitación del doctor recién fallecido. Es la unión de todas ellas, al final de la novela, lo que permite al lector desentrañar los misterios familiares y del resto del pueblo y entender las antagónicas posturas sobre la muerte y entierro (o no) del cuerpo del doctor suicida.
 
     Los toques de realismo mágico salpican la trama de la novela. La difícil explicación de algunos fenómenos, las supersticiones y la introducción de elementos fantásticos percibidos por los personajes como reales y, por tanto, normales contribuyen a ahondar, más si cabe, en el aura de misterio que envuelve tanto al ambiente como a algunos de los protagonistas (principalmente al fallecido).
 
     La "hojarasca" simboliza los nuevos vientos que corren por la costa atlántica colombiana tras las guerras civiles y la llegada de nuevos pobladores a la recóndita región en la que se desarrolla la acción de la novela. Resulta magnífica la contraposición entre los fundadores de Macondo (ejemplificados en el viejo coronel) y los recién llegados (tanto los desplazados a causa de las guerras como los advenedizos que buscan empleo en la compañía extranjera allí asentada).
 
     La prosa, tan sencilla como magistral, nos sumerge en una historia de decadencia, ante todo moral, en la que la inmovilidad social, el calor, el polvo, los malos augurios y el afán de venganza (de la práctica totalidad de la población) o de redención (en el caso del coronel) llegan a provocar sensación de agobio en el lector en multitud de escenas.
 
     Resulta obvio que todo el mundo debería conocer la obra de uno de los grandes genios de la historia de la literatura en lengua castellana. Sin embargo, es más que conveniente remontarse a los orígenes de tal grandeza. Más todavía en el caso que nos ocupa, pues en "La Hojarasca" encontramos muchas de las características que más tarde explotaría el talentoso escritor colombiano en obras como "Cien años de soledad" o "Crónica de una muerte anunciada".