LIBROS

LIBROS
Mostrando entradas con la etiqueta Éric Vuillard. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Éric Vuillard. Mostrar todas las entradas

lunes, 9 de septiembre de 2024

El orden del día. Éric Vuillard. Tusquets. 2018. Reseña

 




    Todos conocemos muchos de los sucesos ocurridos durante el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Es una de las épocas históricas más estudiadas y conocidas de la Humanidad. También sabemos que el aparato de propaganda nazi fue el primero y el más poderoso de todos los que hayan existido durante nuestra larga y a la vez corta Historia. En parte, de eso trata El orden del día, del escritor francés Éric Vuillard. La novela, que también podría calificarse como crónica, narra algunos aspectos de los orígenes del poder nacionalsocialista y del desarrollo de una leyenda que sin embargo fue más creada, idealizada y manipulada que real en no pocos casos. Ganadora del Premio Goncourt en Francia en 2017 -galardón justificado por la originalidad con la que su autor utiliza fragmentos de sucesos para unirlos y crear una imagen de conjunto sólida, inédita y apasionante de los primeros años del nazismo-, la novela llegó a España en 2018 de la mano de Tusquets. El orden del día demuestra que para crear un relato convincente no es necesario recurrir a una obra de mil páginas. Algo que ya vimos en 14 de julio.

    Las portadas de los libros nos dicen a veces algo -poco o mucho- sobre su contenido. En la imagen de la portada de esta novela del también guionista y realizador francés aparece el industrial alemán Gustav Krupp, famoso por ser el propietario del conocido grupo de industria pesada Krupp AG entre 1909 y 1941. ¿Qué pinta la imagen de un industrial en la portada de un libro sobre los orígenes del nacionalsocialismo? Pues mucho. Porque la narración de la novela comienza con una reunión de Goering y Hitler con veinticuatro importantes empresarios alemanes de la época. La fecha, 20 de febrero de 1933, bien podría catalogarse como el inicio del poder de Hitler en Alemania. De esa reunión, a la que acudieron, además de Krupp, los máximos dirigentes de empresas tan potentes como Agfa, Allianz, BASF, Bayer, IG Farben, Opel, Siemens o Telefunken, entre otras, nació la potencia económica de un partido que no tardó en hacerse con las riendas de un país que clamaba venganza tras la humillación sufrida en el Tratado de Versalles.

    La Historia nos cuenta que muchos de estos poderosos empresarios acabaron siendo condenados en los juicios de Nuremberg por apoyar económicamente al nazismo y, sobre todo, por beneficiarse del trabajo forzado de deportados y encarcelados, una mano de obra barata que hizo que sus empresas prosperasen más todavía. Pero eso ocurrió una década más tarde. Lo que importa en El orden del día es todo lo ocurrido en la década de 1930. Y Vuillard utiliza sucesos no muy conocidos para ilustrarnos sobre la importancia que tuvieron en el desarrollo del movimiento el dinero -proveniente en su mayor parte de los citados empresarios y demás círculos de poder alemanes- y la propaganda, que convirtió en leyenda algunos hechos que más bien fueron auténticos desastres. Vuillard llega hasta el punto de ridiculizar al mismísimo Hitler en diversos pasajes de la obra, tal como ya hiciera Charles Chaplin en El gran dictador (1940). Y es que solo un gran aparato de propaganda puede convertir lo grotesco, lo cómico, lo irrisorio en una leyenda nacional. Para ejemplos, diversas épocas y naciones nada lejanas, ¿verdad?

    La novela de Vuillard desenmascara muchos de los mitos del nacionalsocialismo y nos muestra las miserias de unos hombres que fueron elevados a los altares a base de burdas manipulaciones, grandes montajes dignos del gran Hollywood y la creación de múltiples falsas apariencias. Todo para crear una farsa trágica que todavía resuena a día de hoy. El orden del día desvela los mecanismos del mal. Denuncia la vileza. Y muestra cómo el nazismo se benefició de cantidades ingentes de dinero a cambio de la falsa estabilidad prometida a esos círculos del poder alemán. Y, lo mejor de todo, el autor francés lo cuenta de tal manera que al lector le parece estar en el lugar y el momento indicados, viviendo de primera mano, in situ, los acontecimientos descritos. Hasta el punto de llegar a reírse de unos monstruos que en realidad no fueron más que despiadados mequetrefes y de angustiarse al asistir a unos hechos que acabaron costando millones de vidas y millones y millones de las monedas que cada uno quiera utilizar.

    Las novelas de Éric Vuillard comparten una serie de características que también apreciamos en esta. A saber: toman como punto de partida un acontecimiento histórico; denuncian hechos sociales injustos; están narradas desde el punto de vista de la micro Historia, tratando al detalle cada acontecimiento; tienen una extensión corta (en este caso, unas ciento cuarenta páginas); sitúan al lector dentro de los sucesos narrados, convirtiéndolo en un intérprete más de la Historia; presentan altos debates morales y políticos; y se desarrollan a través de una acción fulgurante que atrapa al lector a sus páginas. Son obras de ficción, sí, pero presentan un elaborado proceso de documentación histórica que convierten la ficción en realidad. En testimonio de la realidad narrada. Y, todo ello, desde la concreción. Sin ambages ni circunloquios innecesarios. Haciendo bueno aquello de que lo bueno, si breve, es dos veces bueno. Dejando de lado la paja y centrándose en lo estrictamente necesario para dar luz a los hechos en cuestión.

    De los dieciséis capítulos que componen la novela cabe destacar principalmente tres de ellos. Los dos primeros hacen referencia a la entrevista en el Berghof de Berchtesgaden entre Hitler y el canciller austríaco, Schuchsnigg, el 18 de febrero de 1938 -una de las escenas más fantásticas y grotescas de todos los tiempos, en la que Schuchsnigg sucumbe a la influencia mágica de un Hitler que aparece como un ser sobrenatural, una criatura quimérica- y a la avería masiva de los panzers alemanes en su camino hacia Viena nada más establecerse en Anschluss, el 12 de marzo de 1938 -Hitler está fuera de sí, lo que debía ser un día de gloria, un viaje vivificador e hipnótico, se transforma en un atasco. En lugar de velocidad, congestión; en lugar de vitalidad, asfixia; en lugar del impulso, el tapón. Aquello parecía una película cómica: un Führer hecho una furia, todo lleno de mecánicos corriendo por la calzada, órdenes gritadas atropelladamente. Un ridículo asegurado-, aspecto que explica la teoría de que la denominada Blitzkrieg -o guerra relámpago- no fue más que una mera fórmula, una publicidad.  

    El tercero de los capítulos a destacar narra la surrealista despedida de Ribbentrop de Downing Street en la noche de ese mismo día -12 de marzo de 1938-, alargando hasta límites esperpénticos la cena junto a Neville Chamberlain para impedir la rápida respuesta británica a la anexión austríaca por parte de Alemania. Los Ribbentrop rieron la jugada que habían desarrollado: la misión de hacer perder a Chamberlain, y al resto de su equipo, el máximo tiempo posible. Chamberlain no había podido despachar el asunto más urgente, había estado ocupado hablando de tenis y degustando macarrones justo después de que las tropas alemanas acabaran de entrar en Austria. Como se puede observar, la novela se centra en los años y meses inmediatamente anteriores al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Acciones intermedias entre los orígenes del nazismo y el comienzo de los hostilidades en la frontera polaca. Cuando ya nadie podía pasar por alto los proyectos de los nazis, sus intenciones brutales.

    En definitiva, El orden del día desmitifica muchas de las ampliamente difundidas leyendas del nazismo, mostrándonos las miserias de quienes durante décadas fueron enaltecidos a base de propaganda, publicidad y manipulación. Y, además, nos adentra en la connivencia entre los ricos empresarios y demás poderosos personajes de la época con los miembros de un movimiento que encerraba dentro de sí mismo intereses espurios que ya nadie podía ocultar tras sucesos como el incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933, la apertura de Dachau, aquel mismo año, la esterilización de enfermos mentales, aquel mismo año, la Noche de los cuchillos largos, al año siguiente, las leyes sobre la salvaguardia de la sangre y del honor alemanes, el inventario de las características raciales, en el año 1935; todo junto era realmente demasiada cosa. Una novela-crónica, como ha quedado dicho más arriba, corta que se hace más corta si cabe debido a su originalidad, interés e intensidad. Una forma muy divertida de aprender la Historia.                     

         

domingo, 26 de septiembre de 2021

14 de julio. Éric Vuillard. Tusquets Editores. 2017. Reseña

 




    El escritor, guionista y cineasta francés Éric Vuillard (1968) ha destacado durante los últimos años por sus novelas históricas La batalla de Occidente (2012), El orden del día (2017), La guerra de los pobres (2020) y 14 de julio (2016). Todas ellas, traducidas al castellano por Tusquets Editores, narran grandes hechos de la historia de la humanidad desde un punto de vista original y poco visto hasta ahora. En la que nos ocupa en estas líneas, 14 de julio, en lugar de centrarse en los grandes protagonistas --que en numerosas ocasiones en realidad ni siquiera estuvieron en el lugar de los hechos en el momento de suceder estos--, nos cuenta los acontecimientos relacionados con la toma de la Bastilla a través de una narración coral en la que aparecen cientos de protagonistas reales pero anónimos --o casi-- que desfilan ante nuestros ojos para después desaparecer de la acción por diversos motivos (muerte, padecimiento de heridas, falta de testimonios o de documentos, etc).


    14 de julio es una novela corta (ciento ochenta y cinco páginas) pero intensa, casi adictiva, que atrapa al lector de principio a fin. Un lector al que le parece estar asistiendo en directo a la toma de la Bastilla en compañía de todos y cada uno de los personajes que van apareciendo en diferentes lugares y momentos de la acción rebelde contra los desmanes de la monarquía borbónica francesa. Personajes de los que apenas sabemos su nombre y apellidos --estos últimos, no siempre--, apodo --si lo tienen--, lugar de procedencia --si consta en la documentación--, profesión y lugares de habitación y establecimiento --estos, no siempre claros--, si está soltero o casado --en muchos casos, ni se sabe-- o si tienen hijos --en la mayoría de ellos ya es pedir demasiado--. Y, en este sentido, cabe alabar la enorme documentación que debe haber manejado Vuillard para darnos los escasos datos disponibles de cada uno de estos personajes. Un trabajo casi de chinos pero que se agradece, pues todos tuvieron presencia.


    Y, hablando de presencia, esa es precisamente la percepción del lector al leer la obra: las detalladas descripciones de los distintos ambientes, los ropajes, las acciones de los personajes y las múltiples situaciones, junto a la narración de Vuillard, absolutamente cinematográfica --se nota con claridad su origen cineasta--, hacen creer al lector que está in situ en las calles de París. Un París que se convierte en un personaje más, con sus palacios, establecimientos, locales, callejuelas, plazas, avenidas, barriadas y muchos de sus lugares históricos más emblemáticos. Todo ello solo posible, de nuevo, a ese proceso de documentación al que me he referido con anterioridad. Parece increíble que el autor se tomara tantísimas molestias y trabajara tanto para acabar escribiendo una novela tan corta. Sin duda, podría haber escrito muchísimas páginas más. Y no lo hizo, pese a estar de moda presentar grandes tochos, lo cual también es de agradecer, puesto que en muchos casos no se precisan tantas páginas para narrar una buena historia.         


    Al margen del hecho de apartarse de los grandes nombres de la historia y acercarse a los anónimos y verdaderos protagonistas de la misma --la denominada microhistoria frente a la tradicional y muchas veces injusta megahistoria--, aspecto digno de ser resaltado, quiero destacar también que la obra haga referencia a los antecedentes de los hechos narrados. Porque nada ocurre porque sí. Todo sucede por algo. Y que Vuillard introduzca la historia con varios capítulos referentes a la situación de bancarrota que vivía la nación, la vida casi denigrante que debía afrontar la mayor parte de la población y la forma en que la monarquía y la burguesía vivían muy por encima de las posibilidades de todo un país, con constantes subidas de impuestos a cambio de cada vez peores servicios hacia sus pobladores, es de justicia y necesidad. Hacer referencia a esos precedentes hace que también el lector se indigne y tenga ganas de tomar las armas y asaltar la Bastilla, convirtiéndose en un protagonista anónimo más de los hechos. 


    La novela es una constatación de que en muy contadas ocasiones hubo una revolución no violenta, y de que la población tiene la obligación de rebelarse ante un gobierno injusto, más todavía si se vive en un gran desgobierno. Aspectos estos que deberían hacernos reflexionar sobre lo que ocurre en nuestro mundo a día de hoy. Obviamente, esto no debe entenderse en el sentido de la violencia por la mera violencia, de la violencia sin un sentido ni una finalidad muy precisa, lo cual deslegitimaría tanto la revolución como la violencia, lo que la convertiría en terrorismo. Poner fin al Antiguo Régimen era, en 1789, algo únicamente posible por la fuerza, pues los gobiernos --los reyes, vaya-- y sus secuaces --los burgueses-- no iban a cambiar si no eran obligados por las armas. Y, entre la muchedumbre del París de ese momento, encontramos héroes y cobardes. Todos ellos, muy bien retratados por Vuillard en esta novela.


    Luis XVI, que acabó guillotinado tan solo tres años y medio después de la toma de la Bastilla, no quiso o no fue capaz de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación para poner fin a la sangría económica llevada a cabo por los sucesivos ministerios de Turgot, Calonne y Necker. Las finanzas francesas se iban a pique, estaban al borde de la bancarrota y, sin embargo, la familia real seguía viviendo como nunca antes. Así lo narra Vuillard: una gran hambruna azotaba Francia. La gente se moría. Las cosechas habían sido malas. Muchas familias mendigaban para vivir. Habían estallado motines contra el hambre. La gente se preguntaba si podría llegar a fin de mes, reclamaba el pan a diez sueldos mientras gritaba ¡mueran los ricos!. La subida de impuestos, de nuevo, y la represión de los soldados contra los agitadores, abriendo fuego indiscriminado contra ellos, provoca una escalada de los disturbios. Superado el límite humano de la paciencia y del hambre, ya no hay vuelta atrás.


    La convocatoria de los Estados Generales, la proclamación de la Asamblea Nacional, el juramento en pos de una nueva Constitución en la sala del Jeu de Paume, la cesión de Luis XVI, el recelo del pueblo, las maniobras ocultas para hacer valer el uso de la fuerza por parte del gobierno, las del pueblo, que decide armarse por si acaso, el asalto al arsenal, el hambre, la desesperación, la subida del número de parados, la crecida de los impuestos, el vacío de poder, el hecho de que muchos veteranos se sumen a los insurgentes, la pérdida de miedo de quienes ya nada tienen que perder (porque ya lo han perdido todo), el levantamiento de barricadas, el fuego indiscriminado de los soldados, el grito unánime y extensivo de ¡asesinos, asesinos!, el hartazgo, la pérdida de la paciencia, la fuerza que otorgan la pertenencia al grupo y a la muchedumbre, la unión del pueblo de París, la de toda Francia y la marea humana rodeando la Bastilla son finalmente todo uno. La Bastilla está rodeada por la humanidad.  


    Cae la noche. Innumerables multitudes suben a las torres de la Bastilla. Nos quedamos mudos, sobrecogidos. El cielo ya no nos abruma. Y la noche del 14 de julio fue sin duda la más agitada, la más feliz, pero también la más atormentada que haya conocido ciudad alguna. Hubo una lluvia de papel. Volaron toda suerte de archivos judiciales, registros, demandas no atendidas, libros de cuentas y de cuadernos. Y Vuillard remata el libro con un fantástico párrafo que me sirve a mí también para rematar esta reseña: sí, a veces, cuando el tiempo es demasiado gris, cuando el horizonte es demasiado mortecino, deberíamos abrir los cajones, romper los cristales a pedradas y arrojar los documentos por la ventana. Los decretos, las leyes, los atestados, ¡todo! Y todo eso caería, se vendría abajo lentamente, llovería sobre la calle. Y revolotearía en la noche, como esos papeles grasientos que, después de la feria, se arremolinan bajo el tiovivo. Sería bonito, y divertido, y regocijante. Los miraríamos caer, felices, y deshacerse, hojas volantes, muy lejos de su temblor de tinieblas.