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lunes, 4 de diciembre de 2023

El librero Vollard. Pierre Péju. Ediciones Témpora. 2004. Reseña

 




    Conocí la existencia de Pierre Péju y de su obra El librero Vollard a través de uno de esos libros que tanto gustan a los bibliófilos por el hecho de que hablan de otros libros. Hasta entonces desconocía por completo que el autor, nacido en Lyon en 1946, es filósofo y ensayista además de novelista. Ha escrito más de una docena de obras, entre las que destacan varias novelas y ensayos sobre temas tan diversos como la interpretación de cuentos y el romanticismo alemán. Enseña filosofía en la Escuela de Francia y es director del Colegio Internacional de Filosofía de París. El librero Vollard, su obra más conocida, la más aclamada por la crítica, que le valió uno de los premios literarios más prestigiosos de su país, el Prix du Livre Inter en 2003, se convirtió en un fenómeno de ventas en su país hace dos décadas de la mano de Ediciones Gallimard. En 2004 Ediciones Témpora decidió traducirla --trabajo a cargo de Cristina Zelich-- y publicarlo en lengua castellana. 

    Como era de prever, la novela es un homenaje a los libreros, a los libros y a la literatura en general. Construida de forma sencilla --tres partes diferenciadas que engloban quince capítulos-- y utilizando a menudo la prosa poética, narra las vidas de unos personajes, tres principales y otros secundarios, que se caracterizan por una infancia repleta de dificultades y de una adultez de una soledad absoluta. Tan absoluta que, de una u otra forma, todos ellos rozan la alienación e incluso la enajenación. Más abajo volveremos a tratar los temas de la infancia complicada y la soledad. De momento, me quiero detener en algo que concierne al texto en sí. A cómo el autor nos presenta la historia. Al modo en que nos la hace sentir mientras la leemos. La manera que tiene Péju de narrar la forma que tienen sus personajes de convivir en un mundo que a menudo les es ajeno llega a conmover, a  emocionar, a sobrecoger. A desgarrar.

    La historia nos presenta a Eva, una niña de diez años, que sale corriendo del colegio ante una nueva tardanza de su madre, Teresa, que no trabaja pero necesita huir cada día de su monótona vida, buscando una fuerte dosis de olvido solitario, un gran trago de indiferencia pura. Casi siempre llega tarde a recoger a su hija, que finalmente se cansa y, asustada, corre sin mirar hacia atrás. Ni hacia los lados. Hasta que la camioneta de Étienne Vollard, cargada de libros --los lee, los compra, los vende, y vive con ellos--, choca contra ella y la atropella. A Vollard, macizo, grande, voluminoso, no le gusta conducir, pero para el transporte de libros antiguos, de libros de ocasión que a veces va a comprar lejos, en otra ciudad, está obligado a utilizar su camioneta. Después de tratar de asimilar que deberá aprender a vivir con la idea de que ha atropellado, y quizá matado, a una niña, va al hospital para ver cómo se encuentra la pequeña. Y casi no se separa de ella. 

    Teresa lleva diez años haciéndose a la idea de que es madre de una niña. Mientras su hija está en la escuela ella conduce durante horas o coge trenes para perderse en ciudades, calles o centros comerciales, sentirse anónima y libre, evadirse de una realidad solitaria que no puede aceptar. Madre soltera, reflexiona sobre que cuando Eva era un bebé, conseguir hacer lo que debe hacer una verdadera madre era casi más fácil. Ahora es una hermosa chiquilla. Crece rápido. Pronto, por suerte, podrá quedarse sola, arreglárselas. Y Teresa lucha con fuerza contra el deseo envenenado de no regresar jamás. De huirY le espeta a Vollard, quien se esfuerza pero no logra entenderla, que estuve terriblemente sola. Únicamente las mujeres solas con un bebé pueden comprender. La presencia de un hijo hace que la soledad se vuelva dura como una piedra. Por eso, solo ansía que Eva crezca para poder dejarla vivir su vida y poder ella misma vivir la suya.

    Vollard, que recuerda por su memoria prodigiosa, su vasto conocimiento de obras y autores y su gran amor a los libros al famoso Mendel de Stefan Zweig, siempre ha leído compulsivamente. Desde una infancia y una adolescencia de soledad y maltratos escolares en la que la lectura fue su único refugio. Una época de su vida descrita con bastante detalle en la segunda parte de la novela, en la que se destaca su aspecto físico --todos se ríen de él y le llaman gordinflón--, su extraordinaria memoria --que despierta a la vez celos y fascinación-- y su inquietante y misteriosa aureola de soledad. Hasta que, con los años, esa pasión se convirtió, además, en su sustento. El Verbo Ser es su librería de libros viejos y de ocasión. Un refugio ya no infantil ni adolescente, sino adulto. Una adultez también solitaria, retirada, aislada del mundo. Ajena a él. Como el Meursault de Camus en El extranjero. Como el Cauldfield de Salinger en El guardián entre el centeno. Como el Maxley de Williams en Solo la noche. 

    Y, sin embargo, y a diferencia de los casos expuestos justo arriba, Vollard se muestra empático y humano. Al menos con la pequeña --aquel pequeño cuerpo inerte encarnaba una soledad espantosa que reconocía como el inverso exacto de su propia soledad--. Porque Eva sobrevive, despierta del coma que padecía y muestra signos de recuperación. Camina, bebe y come. Incluso abandona el hospital. Y es trasladada a un centro especializado en la parte alta de la ciudad, cerca de las montañas. Vollard no se separa de ella. Primero, en el hospital, donde, siguiendo las indicaciones y recomendaciones de doctores y enfermeras, y ante la pasividad y despreocupación de una indolente e impotente Teresa, contribuye al despertar de la niña a base de recitarle cuentos de memoria. Más tarde, en el centro, desde donde la lleva de excursión al monte y al río. Soledad de soledades: un hombre solitario ocupándose de una niña solitaria desatendida y dejada de lado por su madre solitaria.

    La novela transcurre entre las quejas de una Teresa que reconoce que era una niña sola que tiene una niña, con ese permanente deseo de ir a otro lugar, de buscar otra cosa, de huir, y que, ahora que Eva está tan enferma estará siempre con ella, para siempre pegada a ella, por tanto, con la desesperada imposibilidad de marcharse a ningún otro lugar, y, por contra, un Étienne que, por momentos, piensa que Eva se convertía en el hijo que no había tenido, que no tendría jamás, de ninguna mujer. Me necesita como yo necesito ese vapor del nacimiento que flota en torno a él. En efecto, Eva se convertía también en el niño que Vollard había sido, el que hubiese podido ser, en un inaccesible pasado. En este sentido, Teresa y Étienne se transforman en dos solitarios contrapuestos. Ella, una solitaria que se evade de sus responsabilidades como madre. Él, un solitario que, quizá movido también por la culpa, asume muchas más responsabilidades de las que debería. Dos caras opuestas del mismo problema.

    El librero Vollard no tiene grandes expectativas. Sin grandes alardes, con las palabras justas pero necesarias, se limita a contar, a narrar, a describir las distintas formas que tienen las personas de afrontar la soledad y de tratar de vivir con ella. De las maneras que tienen de llenar esas carencias afectivas con libros, viajes, paseos, asistencia a grandes almacenes, etc. De lo muchísimo que marcan las infancias difíciles. De la imposibilidad de ser adultos completos en determinados casos. De lo fácil que es hablar de los demás sin conocer las circunstancias de su pasado. Incluso de su presente. De la impotencia que se puede sentir cuando, pese a ser un virtuoso de las palabras, de conocer el enorme poder que estas poseen, no se alcanza a asimilar las problemáticas que se nos van presentando en la vida cotidiana. Una novela magnífica, en definitiva, que me recuerda, por su simplicidad, además de a las ya reseñadas con anterioridad, a La elegancia del erizo, la famosa novela de la también autora francesa Muriel Barbery. Y es que en ambas novelas hay mucho de filosofía.               


lunes, 6 de marzo de 2023

Los ingratos. Pedro Simón. Espasa. 2021. Reseña

 


   

    El periodista y escritor madrileño Pedro Simón sorprendió al mundo literario al alzarse con el Premio Primavera de Novela 2021. Antes había logrado dos galardones por su trabajo periodístico: el Premio Ortega y Gasset de 2015 y el Premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016. Su primera novela, Peligro de derrumbe (La Esfera de los Libros, 2015), publicada seis años atrás, no cosechó el éxito merecido. Por eso resultó sorpresivo que Espasa y Ámbito Cultural le concedieran uno de los grandes premios literarios del año en nuestro país. No en vano, como todos sabemos, estos premios se suelen conceder a autores más conocidos y a novelas más comerciales. Obviamente, el objetivo de las editoriales es vender sus libros. Pues bien, Los ingratos y Pedro Simón lograron abrirse un importante hueco en el sector editorial, siendo uno de los libros más vendidos del año, algo que me parece absolutamente merecido una vez leída la obra en cuestión. Para servidor, estamos ante uno de los descubrimientos literarios de los últimos años en España.

    En una época en la que priman el individualismo, el egoísmo, el materialismo y lo banal, aspectos que nada tienen que ver con unos valores clásicos que se pierden cada vez más rápidamente en la memoria de los tiempos es necesario que alguien nos recuerde que otro mundo mejor es posible. Por eso una novela como Los ingratos debe ser aplaudida por todo el mundo. Porque todos los lectores -y el que lo niegue seguramente mentirá- hemos sido ingratos unas cuantas veces en nuestras vidas. Como los protagonistas de la historia que tan bien nos narra Pedro Simón en su segunda obra literaria. Una obra que supone un golpe sobre la mesa -y también, por qué no decirlo, en nuestras caras y en nuestros corazones-, una llamada de atención sobre la necesidad de abandonar nuestro actual aislacionismo individual y tratar de retornar a esos valores ya aludidos con anterioridad. Porque, como reza el dicho, de bien nacido es ser agradecido. Y la familia protagonista de Los ingratos no lo es.  

    Tal y como leemos en las primeras páginas del libro, a Emérita hace casi un año se le ahogó el marido en un pozo y esta tarde acaba de perder al hijo que llevaban tiempo buscando desde que se casó. Currete muere bajo el peso del cuerpo de su madre mientras ambos hacían la siesta una gélida tarde de pleno invierno en un pueblo de aquella España que comenzaba ya a vaciarse en 1961. La historia sigue en 1975, cuando llegan al pueblo la nueva maestra y su familia, compuesta por su marido, dos hijas, un hijo -David, el gran protagonista de la novela-, un perro llamado Fliqui y dos canarios. Una familia de ocho que recorre una España en la que en los pueblos no había coches ni semáforos, como en la ciudad, pero había pozos sin tapiar, alacranes y casetas de labranza donde no alcanzaba la mirada del balcón urbano. La dicotomía campo-ciudad está muy presente a lo largo de toda la historia. La familia, que representa a esa clase media emprendedora a su manera que iba a mejor, transita pueblos, pero ansía con todas sus fuerzas llegar a Madrid. 

    David nos cuenta que mamá criaba sola a tres hijos: dos chicas imbéciles y un niño miedica. Y los cría ella sola porque pronto el padre desaparece del pueblo porque debe quedarse en Madrid por cuestiones laborales. Ahora pienso que no te haces mayor de verdad ni sabes lo que es el mundo hasta que no escuchas insultarse a tus padres. Y la reacción de David es hacerse caca encima. Porque si me cagaba mamá me hacía más caso que a nadie. Pero su madre va tan liada que necesita ayuda en la casa y con sus hijos. Y Emérita, una mujer que vive sola desde hace ya catorce años, es perfecta. Perfecta para dejar su casa e irse a vivir con la familia de recién llegados. Y la llegada de Emérita a casa de la maestra les cambiará la vida a todos, especialmente a ella misma y a David, quien reconoce que yo no conocía una forma de querer así, tan suicida y primitiva. Se habría metido sin dudar en una casa en llamas solo para sacarme de allí. Se habría tirado en plancha a la laguna para rescatarme, aun sabiendo que no sabía nadar.

    Desde muy pronto ocurre lo inevitable: David aprende de ella todo lo que hay que saber sobre las cicatrices del cuerpo y las heridas del alma -me daba lo que mamá no tenía tiempo para darnos y también lo que a papá ya no le daba la gana de darme-; Emérita recupera con David aquello que creyó perder catorce años atrás -su hijo, su querido Currete-. Pero hay otro detalle muy importante: Emérita es sorda. Solo entiende a los demás si les lee los labios al hablar. Y surge una nueva necesidad entre ellos: comunicarse más y mejor. Y ambos comienzan a aprender a escribir de forma vertiginosa. Hasta el punto de que David no lo aprende de su madre sino de Eme. Y David recuerda aquellos momentos en el cuarto de estar como uno de los mejores de mi infancia. Su madre, por su parte, comprendía que la señora Emérita llegaba a sitios donde ella no alcanzaba y, de alguna manera, había recompuesto el equilibrio en casa. Así, la familia recupera la paz y la armonía perdidas.

    Emérita se pregunta cómo pueden los padres vivir tan despegados de sus hijos. Y escribe en su diario una carta imaginaria a la maestra: ¿Cuándo fue la última vez que buscó el ruido de los hijos? Se puede vivir sin el marido. A veces hasta es mejor vivir sin el marido. No se puede vivir sin el hijo... Tiene una madre maestra y me lo pregunta todo a mí... Los niños se van marchando. Y ya no vuelven. Y tú entonces te dices dónde leñes has estado mirando y qué has estado haciendo todo este tiempo. Emérita ejerce de madre de David. Y este tiene claro que, si tuviera que dar un brazo por alguien, sería por ella y no por su verdadera madre. Pero, siguiendo con el desarraigo del deambular familiar por los pueblos de España, llega el final del curso y la familia debe marchar a Leganés, muy cerca ya de la capital. Se acerca por fin al objetivo final, pero David, que ha recuperado al fin a su padre, debe dejar en el pueblo a Emérita. Solo queda la promesa de que la familia irá a verla siempre que pueda. 

    Los ingratos es una magnífica radiografía familiar. También histórica y social. Veníamos de la España que escuchaba un serial radiofónico. Íbamos hacia esa España que se sentaba a mirar una pantalla. Aquella España donde se viajaba sin cinturones de seguridad en un Simca y la comida no se tiraba porque no hacía tanto que se había pasado hambre. De la España de 1961 pasamos a la de 1975 para llegar, finalmente, a la de 2020, momento en que la historia narrada llega a su fin de una manera emocionante, muy conmovedora, que deja al lector con el libro abierto entre sus manos, sin ánimo para cerrarlo definitivamente. Porque Emérita ha aprendido de los hijos de la maestra que perfectamente podría haber criado. Que tengo más paciencia que otras. Que sé alejar a un niño de los peligros. Que soy sorda, pero no soy un animal. En suma, ha aprendido todo sobre la dignidad y la gratitud. Por eso se pasa años y años enviando cartas a la familia, interesándose por ella, preguntando por David. Recordando la mejor época de su vida con un eterno agradecimiento.

    ¿Y David? Ya adulto, padre de dos hijas, regresa al pueblo desde Leganés, una vez leído el diario de Emérita. Y piensa: me gustaría llamar a la puerta. Que me abriese ella en persona y decirle quién soy. Que me hiciera pasar. Que se inflara de alegría como un pavo real y cocinara mi plato favorito. Que charláramos durante la sobremesa y a mí no me diese vergüenza decirle cuánto la quise, así, la quise a usted muchísimo, y la quiero, decirlo con dos cojones, escribírselo en una hoja si hiciera falta. En definitiva, David ha aprendido lo que todos deberíamos saber o aprender: que debemos ser agradecidos, saber decir a quienes queremos que los queremos, dejar de lado nuestro exceso de orgullo, nuestro individualismo, nuestro infantiloide egocentrismo. Y compartir todo, absolutamente todo, con quienes se lo merezcan. Y, todo ello, saber hacerlo en el momento adecuado y oportuno, siempre antes de que sea demasiado tarde.    

 


lunes, 16 de enero de 2023

Contar lo mínimo. Agustina Pérez. Lletra Impresa. 2022. Reseña

 




    El pasado martes trece de diciembre, dejando de lado cualquier mínimo atisbo de superstición, Agustina Pérez presentó Contar lo mínimo, su primera obra literaria, en un abarrotado y entusiasta salón de actos de la biblioteca pública de Gandía. Familiares, amigos, conocidos y demás entusiastas de los libros acudieron al acto para acompañar a la catedrática de lengua castellana y literatura en lo que acabó siendo un acto muy emotivo. Casi como un homenaje en vida -como debería ser siempre- a alguien que se ha dedicado en cuerpo y alma a la docencia y a la difusión de toda clase de obras literarias a través de clubs de lectura, presentaciones de libros, charlas, jornadas, etc. Alguien que, por una vez -y espero que sirva de precedente-, acudió a la biblioteca central gandiense para hablar de su libro. Un OLNI -Objeto Literario No Identificado-, como lo definió ella misma, dividido en tres partes compuestas por relatos, microrrelatos y aforismos (o vilanos, como diría Vicente Aleixandre). Una obra que defiende la lectura como acicate de la vida

    En las páginas de Contar lo mínimo encontramos multitud de resonancias literarias, guiños y referencias a obras y autores de todo tipo -García Márquez, Borges, Víctor Mora, Unamuno, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Hierro, John Berger, Antonio Gramsci y un largo etcétera-, lo que hace de la obra un compendio, una especie de pequeña enciclopedia temática de la cual podrá echar mano el lector en cualquier otro momento de su vida. Todo ello con la máxima de que la literatura debe ser incisiva pero educada para decir verdades, aunque escuezan. Porque, como decía Borges, uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído. La curiosidad, pues, se antoja como el inicio del camino literario. Una curiosidad que a Agustina le viene de su abuela -a la que rinde homenaje desde la propia portada del libro-, empedernida lectora de cuentos troquelados, calendarios taco -con sus citas y frases célebres-, revistas y libros de todo tipo, y de su padre, un fanático de la radio que la enseñó a leer antes de que lo hicieran en el colegio.  

     La radio -que fomenta el calor familiar, la cercanía y los sueños frente a la televisión, que nos aísla, disgrega y aleja a unos de otros- y el campo -que representa la apertura frente a la ciudad, que supone la cerrazón- son los dos componentes principales de la evocación que Agustina hace de la infancia perdida, de la nostalgia de aquellos años en la casa del pueblo de sus abuelos, de las navidades y de los veranos, de los objetos cotidianos de antaño, de la resistencia a dar el paso desde la niñez hasta la adultez, de la lucha entre la realidad y los recuerdos, de la llegada semanal del autobús correo que llevaba al pueblo las nuevas entregas de El Capitán Trueno -el héroe de su infancia, el defensor del débil frente al malvado, el martillo de los tiranos, el libertador de los oprimidos, el que la divertía a la vez que le enseñaba valores-, de las historias que le relataban su padre y su abuelo, de una calle que el tiempo hizo más ancha y recta pero menos viva y afable, del progreso como destructor de recuerdos de la niñez, de la esencia de la vida: la memoria personal y colectiva.

    Recuerda Agustina sus visitas a casa de su tía abuela, una viuda solitaria y seria que le brindaba el silencio de su hogar para poder leer. A través de ella conoció las aventuras de Don Camilo -un cura atípico, muy diferente de los nacional católicos-, de Giovanni Guareschi. También algunos talismanes que le permitieron recomponer un alma rota a causa de sus salidas del pueblo al colegio primero y a la universidad después. Precisamente en la universidad de Salamanca se acercó definitivamente a la lengua de Fray Luis y de Unamuno. Recuerdos de felicidad en torno a la lectura y la escritura, que debe buscar ordenar el mundo -el de dentro y, si es posible, también el de fuera-. Magnífico resulta el pasaje en el que la autora evoca a Antonio Gramsci, al sub comandante Marcos y a Andrea Dworkin. Pasaje en el que el optimismo de la voluntad se impone a cualquier dificultad. Porque toda dificultad nos fortalece a la fuerza, por lo que urge resistir, no dejarse doblegar y nunca perder la esperanza. Algo que enlaza con la figura de Francisco Fernández Buey, hombre de apariencia menuda y frágil que escondía un alma de hierro. Sin duda, alguien al que Agustina tomó como ejemplo.

    En la parte final de sus prosas, tituladas Donde habite el recuerdo -claro guiño contrapuesto a las famosas poesías de Bécquer y Cernuda-, la autora hace referencia a Pessoa -el misterio de la existencia, la búsqueda de la belleza, la vida como insomnio-, García Calvo -y su alimento para desterrados que supone su Comuna Antinacionalista Zamorana-, García Montero -la literatura es un ajuste de cuentas, un modo de situarse ante la costumbre de las ilusiones fracasadas-, el cantautor Georges Moustaki -su música como guía a los recuerdos, su filosofía vitalista y rompedora-, Sabato -honradez, esperanza y resistencia ante un periodismo cautivo y manipulador- y José Hierro -su poesía y la profunda huella que dejó en Gandía su visita al instituto en el que Agustina trabajó durante décadas-. Y con todo ello finaliza la primera de las partes de Contar lo mínimo. Sin duda, la más autobiográfica de las tres. Tanto en el plano vital como en el filosófico, político y literario. Una manera de dejar de lado los complejos que hasta 2022 le impidieron escribir y publicar un libro puramente literario. 

    La segunda parte del libro, titulada Siluetas, está compuesta por microrrelatos de diversas temáticas. Algunos de ellos, sorprendentes, con finales radicales e inesperados: unas manos cortadas, un tiro en la cabeza, personajes que son carne de psiquiatras, etc. En otros se rinden homenajes: a Gloria Fuertes, a una madre angustiada por haber perdido su trabajo, al escarabajo de Kafka, a una anciana cuya única compañía es la de los telefonistas que le prometen mejores tarifas, a los que fracasan, son vencidos y empiezan de nuevo o a una viuda solitaria a la que su hijo solo llama cuando necesita que le firme un cheque. Algunos son críticas mordaces a nuestro mundo: al culto al cuerpo, a la falsa juventud comprada, a vivir en una realidad paralela, a los pesimistas que prefieren quedarse quietos en un túnel sin llegar a saber jamás si habrían logrado llegar a la luz, a los que huyen pero nunca saben exactamente de qué, al remordimiento, que es inútil y agotador. Por último, otros hablan de la muerte: morir de ambición, de ingenuidad, de perfeccionismo, de obstinación, de incauto. Y, por encima de todo, una afirmación: que los libros muerdan. Aunque duela

    Las últimas páginas de Contar lo mínimo reúnen un centenar de aforismos. Bajo el título de Vilanos -otro guiño, en este caso a Vicente Aleixandre y su Historia del corazón-, se nos desgranan pensamientos, reflexiones y sentencias de todo tipo. Así, encontramos tristeza, alegría, soledad, compañía, esperas, amnesia, recuerdos, dolor, enmiendas, resistencias a las injusticias, desesperanza, la afirmación de que estamos de paso, la importancia del presente para el futuro, que la rebeldía es vivir la vida cuesta arriba, etc. Por momentos estos aforismos nos recuerdan al gran Baltasar Gracián y su inmortal El arte de la prudencia. Y, por cierto, hablando de la prudencia: celebro que Agustina haya abandonado la parte que le impedía escribir y publicar una obra. Una como mínimo. Porque, ahora que ya se ha atrevido a hacerlo, apuesto a que no será la última. Decía Borges que no podía imaginar un mundo sin libros. Qué tristeza de vida, ¿verdad? Pues bien, para quienes la conocemos, habría sido triste no tener en nuestras bibliotecas un libro de una Agustina de la que siempre se aprende.

    Contar lo mínimo incluye un magnífico prólogo de la escritora Marta Sanz. Unas páginas en las que la autora madrileña destaca la facilidad con la que Agustina Pérez es capaz de transmitir hechos, sensaciones y pensamientos. Indudablemente, como reconoce la propia Sanz, Agustina practica el oficio de escribir. Esa mujer de apariencia menuda y frágil también esconde, como su admirado Fernández Buey, un alma de hierro. Un alma de hierro repleta de palabras educadas, incisivas, lúcidas y pertinentes que, por fin, pueden ser leídas por quienes tengan a bien hacerse con un libro que servidor no puede dejar de recomendar a todo el mundo. Porque, además de en su blog Nos queda la palabra, ahora también se le puede leer en Contar lo mínimo. Un libro que desde ya mismo ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de no pocos lectores. 

                             

     

lunes, 23 de febrero de 2015

Las pequeñas memorias. José Saramago. Alfaguara. 2007. Reseña





     Desde el poblado de Azinhaga, que le vio nacer y de donde partió de la mano de sus padres cuando solo tenía dieciocho meses, hasta las diez casas diferentes en las que vivió junto a sus padres en distintos barrios de Lisboa; desde sus primeros recuerdos junto a sus abuelos maternos hasta que cumplió los dieciséis años de edad; desde sus primeras correrías por los olivares y los ríos cercanos a su residencia hasta sus primeras experiencias, más o menos fructíferas, en el mundo del sexo. Todo ello forma parte de Las pequeñas memorias, una autobiografía que todo el mundo, sobre todo los devotos de Saramago, debería leer.

     Con su característico estilo narrativo, su afilado sentido del humor, su ácida crítica incluso hacia sí mismo, y sus grandes dotes como contador de historias, el bueno de Saramago desnudó su niñez y adolescencia en este exquisito libro de memorias escrito a los 84 años. Por cierto, algo digno de elogio. No ya por lo difícil de recordar sucesos acaecidos hace más de 70 años, sino por el hecho de mantener una lucidez tan asombrosa a tan tardía edad. Una prueba más, en definitiva, de la grandeza del genio portugués ganador del Premio Nobel de Literatura entre muchos otros galardones que no vienen aquí al caso.

     Lo primero a destacar de esta autobiografía es cómo está escrita. No narra los sucesos solo desde la madurez del presente (2006) sino desde la ingenuidad e ignorancia de la edad correspondiente a cada una de las secuencias contadas. Y, todo ello, para explicarnos quién fue y por qué fue así y no de otra manera. A través de la escritura, José de Sousa - ese debió ser su verdadero nombre, pues el Saramago que todos conocemos era el apodo que recibía su padre, algo que explica de forma irónica en uno de los pasajes del presente libro - recobra la niñez tantos años antes perdida para mostrársenos tal cual era en aquellos momentos.

     Así, Saramago, lejos del pudor que la mayoría podríamos sentir, no duda en mostrarnos el origen extremadamente humilde de su familia; sus diez cambios de residencia en apenas diez años; las necesidades que hubieron de pasar; las correrías de las cucarachas por encima suyo por las noches, en el catre en el que dormía en el suelo, en la misma habitación que sus padres; los maltratos recibidos por su madre a manos de su padre; o la mala relación (por no decir nula) que tuvo con sus abuelos paternos, bastante poco acostumbrados a mostrar cariño por su nieto. 

     Uno de los puntos centrales del libro lo constituye su proceso de aprendizaje lector. En él nos muestra su facilidad a la hora de aprender a leer - al margen de las enseñanzas de la escuela, leía todo lo que cayera en sus manos (diarios, libros, panfletos, etc) - y cómo poco a poco comenzó a no hacer faltas de ortografía. Sin embargo, nos extraña sobremanera el hecho de que el propio autor reconozca no haber escrito nada, literariamente hablando, hasta la plena adolescencia (un protopoema para una chica que le gustaba en aquella época). 

     Según avanzamos en la lectura comenzamos a ver cómo los recuerdos de su vida como niño y como adolescente influyeron después en su carrera literaria. Estos recuerdos son las largas horas pasadas en la encrucijada de los ríos que bañaban los olivares de su aldea, la contemplación del atardecer o del amanecer, los cines de barrio de Lisboa, su soledad de adolescente, sus primeros y tímidos escarceos con el sexo femenino o las tareas del campo junto a su abuelo y su tío y el apego a la tierra que de ello surgió con el tiempo.

     Mención especial merece la descripción de las relaciones con su familia (sobre todo la materna) y los vecinos a los que fue conociendo con el paso del tiempo y de las diferentes viviendas donde pasó sus primeros años de existencia. Cabe reseñar sucesos como la felicidad sentida por el adolescente Saramago al concluir una tarea encomendada por su abuelo bajo una copiosa lluvia, la visión de la luna más luminosa que jamás vio una noche en que acompañaba a su tío a una feria de ganado, la contemplación de un cielo repleto de estrellas mientras su abuela reconocía ante él estar triste ante la muerte que se le avecinaba o la especial relación que tuvo con su madre, mujer trabajadora, sacrificada, maltratada y humillada.

     La muerte de su hermano Francisco, a la edad de cuatro años a causa de una bronconeumonía, es uno de los sucesos más mencionados a la largo de Las pequeñas memorias. Saramago reconoce no tener casi recuerdos de él, pues tan solo tenía dos años cuando aconteció. Conserva alguna foto suya, que aparece al final del libro, junto a otras del propio escritor, de miembros de su familia y otros conocidos y vecinos de la época. Como es obvio, la vida de una persona se compone de momentos buenos y malos, de recuerdos propios y de otros que, de tanto nombrarlos, al final nos resulta casi imposible discernir si son recuerdos de verdad o si realmente no sucedieron nunca. En cualquier caso, lo que aparece en este libro es el resultado de una vida digna de ser conocida por los amantes de la buena literatura. 

     

miércoles, 14 de enero de 2015

La acabadora. Michela Murgia. Salamandra. 2011. Reseña





     Conocí la existencia de esta novela hace unas semanas, gracias a una buena amiga de mi Facebook que me la recomendó. Jamás antes había escuchado nada sobre este libro ni su autora. Y lo primero que debo decir es que esta lectura me ha hecho reflexionar bastante sobre varios aspectos de su trama, ambiente y discurso. Tras dar las gracias a Olga por darme a conocer esta obra, paso a explicar mis impresiones sobre la misma.

     Desde el punto de vista del contexto me han llamado la atención tres aspectos. El primero, la forma en que Murgia nos presenta el pequeño pueblo de Soreni, en el interior de la isla de Cerdeña. Me ha recordado aquella España profunda que Delibes retrató en Los santos inocentes. Lo arcaico y lo moderno (años cincuenta en la novela) conviven, a menudo de forma violenta, en un pueblo perdido de la Cerdeña de la posguerra. El segundo tema a abordar es el de la adopción del alma, inmemorial costumbre sarda por la cual una familia o un individuo (Bonaria Urrai en este caso) adoptaban a un hijo o hija (María Listru en esta historia) proveniente de otra familia que no podía mantenerla económicamente. La adopción se realizaba tras el acuerdo de las tres partes, y la adoptada no perdía ni contacto ni vínculos con su familia real. Hija y madre de alma quedaban así unidas mediante un vínculo sagrado. Y el tercer punto que me ha marcado durante la lectura de La acabadora ha sido la propia existencia de la referida figura: una mujer que consuela, acompaña y ayuda a morir a quienes están sufriendo y no tienen posibilidad ninguna de sobrevivir a su enfermedad.

     Michela Murgia, nacida en Cabras, Cerdeña, en 1972, donde todavía reside en la actualidad, estudió teología y escribió algunos ensayos de cierto éxito en su país. Pero fue en 2011 cuando saltó a la primera plana de la literatura italiana al alzarse con el Premio Campiello, el más importante de Italia, por la obra que nos ocupa. En ella trata, con un lenguaje nítido y directo, sin perderse en mayores artes, el tema de la eutanasia y el fin de nuestra existencia. Y lo hace a través de una comunidad, la propia, que afronta este último paso hacia la muerte de forma colectiva, sin pudores ni falsos tabúes. Una forma nueva y diferente de ver el tema de la muerte que contrasta con lo arcaico de su forma de vida. Además, la autora no toma partido en favor ni en contra del asunto. Simplemente narra la historia. Sin más.

     La propia isla de Cerdeña es tratada por Murgia como una hija de alma, separada de Italia, su madre de alma, pero conservando con ella sus vínculos de italianidad. Y el contraste entre lo arcaico y lo moderno se hace si cabe más evidente en los breves capítulos en que María Listru se desplaza a vivir y trabajar a Turín. Se trata de una huida, un distanciamiento respecto de Bonaria Urrai, su madre adoptiva, tras conocer el motivo real de sus extrañas salidas nocturnas, del enorme respeto que todo el mundo le profesa, de los ojos temerosos de quienes con ella se cruzan por las calles del pueblo. María, no conforme con la otra dedicación de su madre - que trabaja, además, como modista -, huye de ella y busca comenzar una nueva vida. Una huida que, paradójicamente, acabará trayéndola de vuelta al pueblo y al lado de Bonaria.

     La vejez y la infancia (el paulatino conocimiento de los entresijos de la vida) también se contraponen en la novela. Bonaria Urrai, modista, solitaria, seca y estricta, pero bieintencionada y de marcado régimen ético - el cual le lleva a no aceptar todos los casos que se le presentan - es viuda. Su marido desapareció en la guerra, aunque según algunos vecinos realmente la abandonó y se hizo desaparecer. María Listru es la cuarta hija de una familia humilde que no se podía permitir una cuarta hija. Al lado de su tía - madre de alma - vive de manera humilde aunque no le falta de nada. Su amistad con algunos jóvenes del pueblo le hará conocer una especie de amor primario (Nicola) que no desarrollará plenamente hasta su estancia en Turín (Piergiorgio).                        

     Y entre Nicola y Piergiorgio y sus respectivos mundos se establece una nueva contraposición en la que María hará también de bisagra. Nicola es el clásico arquetipo masculino: viril, fuerte, trabajador, defensor (hasta la muerte si hace falta) de cada metro de su propiedad y decisor último de su destino tras sufrir un desgraciado accidente. Piergiorgio, por contra, es un adolescente de ciudad que vive encerrado en sí mismo, atemorizado, tras sufrir una violación. La relación de María con Nicola será el motivo de su huida a Turín. Y su relación con Piergiorgio ocasionará su retorno a Soreni.

     La acabadora es una novela impactante, turbadora, conmovedora y reflexiva sobre la vida, la muerte y la forma de llevar una y otra. Un testamento vital de una comunidad que vive el tema de la muerte con la mayor naturalidad posible. Una historia de amor, piedad y misericordia. Un libro que nos enseña costumbres provenientes de tiempos inmemoriales que nos harán pensar sobre nuestro presente y nuestro futuro. Sobre nuestra vida y nuestra muerte.

     Y, como reflexión final, nos anima a no juzgar con tanta facilidad a los demás y a escuchar de manera diferente aquella máxima que afirma que de esta agua no beberé. Por todo ello, como en su día hizo Olga conmigo, no dudo en recomendar a quien lea esta reseña una novela que creo que no dejará a nadie indiferente. Una joyita de 190 páginas, de las que se saborea de principio a fin...