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miércoles, 20 de febrero de 2019

Green Book. Peter Farrelly. 2018. Crítica





     Películas sobre la historia del racismo en los EE. UU. hay muchas. Desde en blanco y negro hasta en color. Desde las que muestran épocas remotas hasta las que se centran en otras más actuales. Desde las que ofrecen crítica y denuncia de los hechos tratados hasta los que apenas pasan de puntillas sobre ellos. Desde obras de ficción hasta otras basadas en hechos reales. El film de Peter Farrelly --director, productor y guionista-- cuenta la historia supuestamente real --más adelante volveremos sobre ello-- del pianista de color Don Shirley, quien decidió embarcarse en los años sesenta en una gira musical por los peligrosos estados sureños de EE. UU. con un chófer muy peculiar, un rudo italo-norteamericano llamado Tony Lip.

     Nick Vallelonga, hijo de Tony Lip, participa en el guión de la película de forma activa, contando los recuerdos transmitidos por su padre. Lip, interpretado por Viggo Mortensen --Captain Fantastic, La carretera, Un método peligroso, Good, Una historia de violencia--, es un gran bebedor de cerveza y un empedernido comedor de pollo frito. Un hombre poco o nada delicado que, tras el cierre del local nocturno en el que trabaja como relaciones públicas, acepta acompañar al por él absolutamente desconocido pianista, al que da vida Mahershala Ali --Moonlight, Figuras ocultas, tercera temporada de True detective--, alguien que aparece en el film como un hombre solitario, escrupuloso con el orden y amante de las buenas formas.

     Entre ambos, por increíble que parezca en un principio, va creciendo una especie de amistad y respeto mutuo que irá estrechándose según vayan avanzando por los pueblos y carreteras de la norteamérica profunda. Por estos lugares irán surgiendo una serie de problemas de mayor o menor consideración, los cuales requieren de la fuerza bruta de Lip en unas ocasiones y de la pericia y el saber estar de Shirley en otras. Las interpretaciones de Mortensen y Ali son totalmente creíbles y el humor que en determinadas situaciones introduce el guión aleja la idea de drama de la mente de los espectadores. Parece obvio que la historia se podría haber presentado de forma diferente, sin estos edulcorantes, haciendo del film un drama sin contemplaciones.

     Acompañados en todo momento por el Green Book, una guía que indicaba los muy escasos establecimientos en donde se aceptaba a los afroamericanos en la década de los sesenta, habrán de hacer frente al racismo y a los prejuicios de los estados sureños. Así, se verán obligados a dejar de lado sus propios prejuicios --Lip se nos ha mostrado al principio de la cinta como racista y Shirley se sabe muy superior al chófer en cuanto a cultura, valores y economía-- para sobrevivir y seguir adelante con un viaje que marcaría sus respectivas vidas. Todo esto, como ha quedado dicho más arriba, supuestamente, puesto que, llegados a este punto, es momento de hablar de las polémicas en torno a esta película.

     Maurice Shirley, hermano de Don, ha calificado el film de una sinfonía de mentiras, negando tres aspectos principalmente: la estrecha amistad futura entre su hermano y Tony Lip, la soledad del pianista y el hecho de que no se mezclara con gente de su propia raza, incluida su familia. Además, según parece, el propio Don, antes de fallecer, se negó taxativamente a que su historia fuera llevada al cine. Aspecto que, de ser así, sería ampliamente criticable, dejando en mal lugar al guionista e hijo de Tony Lip, Nick Vallelonga. Algo que no debería ser usado por los detractores de la película como arma arrojadiza para desprestigiarla justo antes de la entrega de los Oscars, para los cuales Green Book tiene cinco candidaturas: mejor película, mejor guión, mejor montaje, mejor actor y mejor actor secundario.

     Polémicas al margen, Green Book es una más que interesante e ilustrativa película que se desarrolla en gasolineras, moteles, lujosas mansiones, cenas y demás fiestas solo para blancos, baños separados para blancos y negros e incluso locales de color en los que la sola presencia del pianista y su chófer-guardaespaldas ya es sospechosa de entrada. Y, sin artificios, la historia se desarrolla en torno a dos personajes interpretados a las mil maravillas por dos magníficos actores que dan credibilidad no solo a esos personajes sino al conjunto de la historia narrada. No en vano, ambos, como ha quedado dicho ya, lucharán por hacerse con la estatuilla de mejor actor y mejor actor de reparto en la gala de este próximo domingo.                  

     Culturalmente hablando, la larga soledad de estos dos personajes durante su periplo sureño provocará que Tony Pit aprenda de la virtuosidad de Don al piano y a la hora de escribir sus sentimientos, así como de sus modales y sus valores, desterrando su anterior racismo, pues se da cuenta de que Don es un negro que no parece negro. Por contra, el pianista aprende de su acompañante la baja cultura de los afroamericanos, la gran importancia que tiene en su país la música de color, que él desconocía por completo, y que comer pollo frito y ensuciarse las manos no son algo de lo que avergonzarse. Es decir, ambos personajes se culturizan el uno al otro, se completan y se hacen mejores personas. Y eso, sea verídico o no, es digno de ser alabado.

     Porque, aunque en la película el viaje de nuestros protagonistas duró un par de meses, en realidad ocupó sus vidas durante un año y medio. Tiempo para que, efectivamente, surgiera una amistad. Mayor o menor, pero amistad al fin y al cabo. Porque nada acerca más a dos personas que la soledad, la lejanía respecto a sus familias y la dependencia la una de la otra a la hora de resolver situaciones delicadas. Y viajar de la mano de un libro en el que uno debe fijarse cada día para saber dónde podrá comer, cenar y dormir une más todavía. Por fortuna, ese libro ya no existe. Sin embargo, el racismo, los prejuicios y la intolerancia sí. Por ello, resulta conveniente refrescar de vez en cuando de dónde venimos y hacia adónde queremos ir. Y el visionado de Green Book puede servir perfectamente a dicha tarea.   

            

lunes, 25 de septiembre de 2017

Desgracia. J. M. Coetzee. Círculo de Lectores. 2000. Reseña





     El escritor sudafricano John Maxwell Coetzee (1940, Ciudad del Cabo) recibió el Premio Nobel de Literatura en 2003 por la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana. En su país natal se desarrollan la mayor parte de sus obras. Unas obras marcadas por el simbolismo, las metáforas --el autor juega con las palabras y los símbolos como si de un prestidigitador se tratara, pues siempre encuentra la expresión exacta para cada situación narrativa o ambiental-- y la crítica del apartheid y sus funestas consecuencias para los individuos y las sociedades. Desgracia, la novela que nos ocupa, recibió uno de los premios literarios en lengua inglesa más prestigiosos del mundo: el Premio Booker (1999). Galardón que, por cierto, ya le fue otorgado en 1983 por Vida y época de Michael K, novela que narra la historia de un superviviente de la guerra civil sudafricana.

     Influenciado por autores como Samuel Beckett, Ford Madox Ford, Fedor Dostoyevski, Daniel Defoe, Franz Kafka o Luigi Pirandello y por la realidad social contemporánea de una de las naciones africanas más castigadas por las cuestiones raciales durante todo el siglo XX, no es de extrañar, como ha quedado dicho más arriba, que Desgracia narre parte de esa problemática a través de sus 270 páginas. Sobre todo, a partir del segundo tercio de la novela. Antes de ello, la trama se recrea en el tipo de vida del protagonista masculino de la historia: David Lurie, académico experto en poesía romántica inglesa, dos veces divorciado, con una hija (Lucy) de su primer matrimonio. La existencia de David es anodina y se centra en su trabajo, que no le hace feliz ni le proporciona grandes satisfacciones, y en visitar cada jueves por la tarde a una prostituta con la que mitiga sus ansias sexuales.

     La raíz del problema que aborda la novela se desatará cuando la prostituta decida dejar de verlo después de cruzarse con él por la calle y comprobar que su cliente ha averiguado, aunque de forma fortuita,que tiene dos hijos. El ímpetu sexual del académico se trasladará a una de sus alumnas. Un encuentro casual en un parque cercano a la universidad con Melanie Isaacs, ese es el nombre de la jovencita, provocará que el protagonista tienda una red sobre ella. El objetivo: acostarse juntos y mantener con ella una relación temporal. Sin embargo, todo se torcerá demasiado pronto. Casi sin tiempo para que David pueda gozar de Melanie. Primero, al recibir el acoso del novio de la joven (Ryan); y segundo, al ser visitado por el padre  de esta. Al final, los acontecimientos se precipitan a gran velocidad y la joven, presionada por todo su círculo, acaba presentando una denuncia por acoso sexual contra su profesor.

     El propio profesor reconoce haber mantenido esa relación con Melanie --una relación que en algunos aspectos recuerda vagamente a la mítica Lolita de Nabokov--, además de haber excusado sus faltas de asistencia a las clases y de haberle calificado como apta una prueba a la que no había asistido. La investigación puesta en marcha por la universidad, la denuncia de Melanie y la indolencia y falta de interés de David por defender sus intereses y su puesto de trabajo provocarán un escándalo de tales dimensiones que terminará por hacerle dimitir y dejar la universidad. Sintiéndose el foco de atención mediático en su ciudad y en su barrio, optará por huir. Y así es como decide visitar a su hija Lucy, que vive sola en una granja de la Sudáfrica profunda. Un lugar casi deshabitado que se mueve por una serie de leyes no escritas que pueden llegar a ser incluso mucho más crueles que las de la jungla que compone la urbe.

     Sobre todo, con aquellos que no se adaptan al lugar y a esas leyes. Unas leyes que engloban también unos comportamientos humanos muy difíciles de entender para quienes llegan desde cualquier otro lugar. Así, de la mano de David y de la propia Lucy, sobreviene la verdadera desgracia que narra la novela. Por un lado, David trata de olvidar su casi-carnívoro deseo sexual. Algo fácil de conseguir en un lugar como la provincia del Cabo Oriental, donde la mujer más cercana está a varios kilómetros de la granja de su hija. No obstante, por otra parte, deberá plantearse su propia condición, como ser humano y también como padre. Y es que, si David es terco y cabezota, su hija demostrará serlo todavía más. Mucho más. Y en su obstinación por mantener su granja y su modus vivendi llegará a poner en grave riesgo su propia supervivencia. Una supervivencia que pende de un hilo demasiado fino para soportar una carga que parece aumentar.

     Y, curiosamente, mientras la verdadera desgracia se cierne sobre padre e hija, David consigue, poco a poco, hacerse a la vida en la granja. Ayuda con las tierras y sus labores, alimenta a los perros que cría su hija, acude cada sábado al mercado de Grahamstown para vender los productos cultivados por Lucy, colabora con el matrimonio Shaw en su clínica veterinaria y hasta se va habituando a vivir allí. Sin embargo, su relación con Lucy pasará por momentos delicados. Las diferencias no solo de sexo, de edad y de cultura sino también de formas de ver y de afrontar la vida conllevarán rifirrafes entre ellos. Hasta tal extremo que David deberá decidir entre quedarse y proteger a una hija que no desea su protección o volver a su casa y tratar de rehacer su vida pese a haber perdido su trabajo de toda la vida. Decisión complicada que le cuesta tomar.

     En el último tercio de la novela David visita a los padres de Melanie para explicarles lo sucedido con su hija. Sorpresivamente, es recibido y perdonado por ellos y retorna a su casa de Ciudad del Cabo. Comprueba que la desgracia lo persigue allá adonde va, pues su casa ha sido saqueada durante su ausencia. Vaga por la ciudad, recoge sus pertenencias de su antiguo despacho en la universidad y acude a una representación teatral en la que actúa Melanie. Su novio lo encuentra entre las butacas y vuelve a echarlo de allí con amenazas. Constatando que su vida en esa ciudad ya no tiene sentido, decide volver a la granja de su hija. La granja se convierte, así, en su último refugio. Un refugio peligroso en el que en cualquier momento él y su hija pueden ver amenazadas sus vidas. David se resigna y trata de vivir de la mejor manera posible. Pero la convivencia con Lucy se antoja cada vez más complicada.

     Pese a que la novela consta de 270 páginas, la rápida sucesión de acontecimientos, la introspección y una narración directa, sencilla, casi sin descripciones y a menudo más insinuadora que efectivamente mostradora, nos conducen a una especie de montaña rusa de emociones, de sentimientos, de toma de decisiones, de actos más o menos preconcebidos. Desde luego, la historia nos captura, nos conmociona, nos zarandea, nos hace tomar partido, nos cabrea. En varias ocasiones no entendemos la actitud de sus protagonistas. Nos gustaría incluso darles un cachete para hacerlos reaccionar. Sin embargo, los personajes son tan cercanos que en otros momentos sí les entendemos. Porque no son perfectos. Tienen sus defectos, sus dudas, sus frustraciones. Y quizá sea eso lo mejor de la novela, lo que la hace tan descarnada y a la vez tan bella (literariamente hablando): que la realidad siempre supera a la ficción.