LIBROS

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miércoles, 22 de abril de 2020

El candor del padre Brown. G. K. Chesterton. Castalia. 2020. Reseña







     El padre Brown es a G. K. Chesterton lo que Sherlock Holmes a Arthur Conan Doyle, Hércules Poirot a Ágatha Christie, Auguste Dupin a Edgar Alan Poe o Sam Spade a Dashiell Hammett. Sin embargo, el personaje creado por este escritor inglés (1874-1936) rompe bastantes de los tópicos del género negro  o policíaco. El sacerdote católico, de aspecto humilde, descuidado e inofensivo, siempre acompañado de su paraguas y de diversos objetos envueltos en papel de estraza, conoce como nadie el alma humana. Y resuelve los casos más complicados no con enrevesadas piruetas deductivas sino sugiriendo que la explicación irracional es en realidad la más racional. A pesar de su lógica devoción, siempre desecha las explicaciones sobrenaturales o espirituales para centrarse en lo natural y ordinario para resolver los casos más inverosímiles.

     Chesterton escribió alrededor de cincuenta relatos protagonizados por el padre Brown. Todos ellos fueron recogidos en cinco libros que se fueron publicando entre 1911 y 1935: El candor del padre Brown --el que nos ocupa, publicado por vez primera en 1911--, La sagacidad del padre Brown (1914), La incredulidad del padre Brown (1927), El secreto del padre Brown (1929) y El escándalo del padre Brown (1935). La primera de esas recopilaciones incluye los doce primeros relatos escritos por el autor, que se inspiró en un amigo personal para dar imagen y forma de actuación a su ficticio padre Brown. Un personaje que, a diferencia de los referidos en las primeras líneas de esta reseña, hace gala de una gran bondad que le impide juzgar y condenar al delincuente, sino que trata de salvarlo a su manera. Es lo que le ocurre con su inseparable Hércules Flambeau.  

     El amigo de Chesterton, el padre John O´Connor, párroco de Bradford (Yorkshire), influyó tanto en él que, además de inspirarle este peculiar personaje, hizo posible su conversión al catolicismo. Y ese es uno de los fuertes del personaje de ficción: pese a ser un párroco católico en tierras protestantes anglicanas, consigue que se imponga no su imagen --bajito, regordete, miope-- sino su sagacidad y su sentido del humor, natural y vital. Se muestra siempre muy humano y real, nada artificial. Sin duda, parece ingenuo y distraído, pero de repente atraviesa una especie de éxtasis intelectual que, junto a sus notables conocimientos de la ciencia de la psicología, lo lleva a aclarar las situaciones más intrincadas. Y, de paso, a ganarse el respeto de aquellos que al principio lo consideraban un simple intruso.

     Así explica este hecho Chesterton en el relato titulado El jardín secreto: hundió la cabeza entre las manos y se mantuvo en una rígida postura que denotaba la angustia de su pensamiento u oración, mientras que los otros tres sólo podían continuar observando este último prodigio durante aquellas doce extraordinarias horas. Cuando cayeron las manos del padre Brown, se vio un rostro bastante fresco y serio, como el de un niño. Y, en La forma anómala, Flambeau explica a otro personaje que el padre tiene a veces esta nube de misticismo encima, pero le advierto de que sólo se la he visto cuando rondaba cerca algo malvado. Flambeau confía tanto en el padre Brown que se va de vacaciones en un pequeño velero y en él solo lleva lo indispensable: latas de salmón, revólveres cargados, una botella de coñac y un sacerdote.   

     La narrativa de Chesterton supone un retrato costumbrista de los lugares y las personas de su época --el primer tercio del siglo XX--, con especial hincapié en sus formas de vida y sus comportamientos en los más diversos ámbitos de la vida. Describe con naturalidad toda clase de ambientes y contrasta los mundos criminal y religioso en profundidad. Dos mundos que, a menudo, no están tan distanciados. Así, en el primer relato de esta recopilación, La cruz azul, el padre Brown le dice a su inseparable Flambeau cuando éste todavía era un delincuente: ¿nunca se le ha ocurrido pensar que un hombre que casi no hace otra cosa que oír los pecados de los demás no puede dejar de estar al corriente del mal de la humanidad? Toda una declaración de intenciones desde el primer momento de la trama.

     Flambeau y el padre Brown, tan distintos --en físico (Flambeau mide más de una ochenta), en forma de vestir (Flambeau es muy elegante) y en personalidad-- y tan semejantes --en cuanto a ingenio y a perspicacia-- a la vez, se convierten en uña y carne tras convencer el segundo al primero de que su saber hacer debería ser empleado con fines más puros y bondadosos. Quiero que abandone esta forma de vida. Aún le queda a usted juventud, dignidad y humor; no crea que le durarán con ese oficio. Los hombres pueden mantener cierto nivel de bondad, pero ningún hombre ha sido capaz de mantener un nivel de maldad. En efecto, el Flambeau delincuente muta en un nuevo Flambeau, que ayuda en todas sus investigaciones al padre Brown. Cambio solo posibilitado por el gran conocimiento del segundo sobre la psicología del mundo criminal.     

     En los doce relatos hay multitud de frases dignas de ser señaladas en esta reseña. No en vano, el padre Brown es, de todos los personajes creados por Chesterton, el más parecido al autor. Al menos, en su forma de pensar y de ver la vida. El delincuente es el artista creativo; el detective es solamente el crítico / Un delito es como cualquier obra de arte. Sea divina o diabólica, posee un distintivo indispensable: su fundamento es sencillo, por complicada que pueda ser su realización / La cualidad de un milagro es el misterio, pero su forma es sencilla / Nos han enseñado que si un hombre tiene realmente unos malos principios, será en parte por su culpa. Pero, con todo, podemos distinguir entre el hombre que ofende a su limpia conciencia y el hombre cuya conciencia está más o menos enturbiada con falsedades.

     Dejo para el final el humor de Chesterton. Un humor inteligente y tan sutil que puede llegar a pasar desapercibido en algunos momentos. Dejo aquí un par de fragmentos sobre este tema: tanto por oficio como por convicción, el padre Brown sabía mejor que casi todos nosotros que la muerte dignifica al hombre. Pero sintió incluso una punzada en el estómago cuando lo despertaron al amanecer para avisarle de que habían asesinado a Sir Aaron Armstrong. Resultaba un tanto absurda e impropia aquella violencia secreta en relación con una figura tan divertida y popular que podía llegar hasta el punto de resultar cómico. Sin embargo, más adelante, una vez conocido con mayor profundidad al asesinado, dice: si yo alguna vez asesinara a alguien le digo que podría ser a un optimista. A la gente le gusta la carcajada frecuente, pero no creo que le guste una sonrisa continua. La alegría sin humor es exasperante.

     Leed a Chesterton. Admirad el ingenio del padre Brown. Parecido pero a la vez diferente a Holmes, Poirot, Dupin y Spade. Y que viva la buena novela negra...       


       

jueves, 16 de abril de 2020

El infinito en un junco. Irene Vallejo. Siruela. 2019. Reseña





     Siruela es una editorial que apuesta más por la calidad de sus obras que por la cantidad a la hora de lanzar sus publicaciones anuales. Razón por la que de tanto en tanto nos regala alguna que otra joya digna de elogiar pero difícil de reseñar --como sucede con las obras de Italo Calvino, George Steiner o Fred Vargas--. Ya me pasó hace unos años con El mundo de Sofía, del filósofo noruego Jostein Gaarder. La historia se repite ahora con El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de la filóloga clásica zaragozana Irene Vallejo. Un recorrido a través de los siglos por todo lo que forma parte del mundo de los libros desde su época más arcaica hasta la actualidad --porque las referencias a libros, películas y series de los siglos XX y XXI son constantes a lo largo de la obra, lo cual conecta mucho más si cabe el mundo antiguo a nuestro día a día--. Desde los de piedra hasta los electrónicos.

     Comenta Vallejo en algunas entrevistas recientes sobre este ensayo que las bajas expectativas iniciales de la obra le dieron la libertad necesaria para asumirlo a su manera. Una forma de afrontar este tema que nos hace viajar desde la Alejandría fundada por Alejandro Magno hasta la Roma imperial pasando por las ciudades griegas con Atenas a la cabeza. Un viaje a través de todos los soportes utilizados en cada época para plasmar las palabras sobre piedra, arcilla, juncos, seda o papel. Treinta siglos de continuo esfuerzo para utilizar, transportar, almacenar y conservar de la mejor manera posible los pensamientos de cada personaje, lugar y época. Miles de personas, casi todas ellas anónimas, que durante siglos han hecho posible la realización, divulgación y protección de los conocimientos y las diversas formas de entretenimiento.

     Todo tipo de gente del libro tiene cabida en este viaje: narradores orales, escribas, sabios, copistas, miniaturistas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, espías, maestras, monjes y monjas, esclavos, bibliotecarios, etc. Todos los que a lo largo de la historia salvaron los libros de su desaparición se convierten en protagonistas de un libro indispensable para aquellos quienes, de una forma u otra, seguimos metidos en este bendito mundo de los libros, sea desde unas vertientes u otras. Porque, como escribe Vallejo, la invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. Debemos a los libros la supervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana.

     La Alejandría primigenia, con su Museo y su Biblioteca --que, gracias a Demetrio Falero y a Aristófanes de Bizancio, fue la más completa de la historia de la humanidad--, constituyó el gran centro científico de su época. El sueño de Alejandro Magno de juntar todos los libros de papiro (con el tiempo, también de pergamino) del mundo en Egipto fue seguido por la dinastía de los Ptolomeo, provocando la primera asimilación cultural, la helenista, algo solo comparado a la actual globalización mundial. Los jeroglíficos de la piedra Rosetta, las obras del amado y odiado Homero --La Ilíada y La Odisea, que nos presentan a Aquiles y Ulises, a Troya e Ítaca, al honor y la guerra y a la nostalgia y la aventura--, el progresivo abandono de la oralidad en pos de la escritura, el cambio supuesto por la aparición del alfabeto --que hizo cambiar de manos la escritura-- y la aparición de las primeras escuelas se nos presentan en el texto con todo tipo de testimonios muy interesantes.

     También hay espacio para las disputas entre Sócrates y Platón --oralidad versus escritura--, la filosofía del cambio de Heráclito, la primera gran colección de libros --que poseyó Aristóteles--, los comienzos de la poesía social --con Hesíodo y Los trabajos y los días--, del realismo lírico --Arquíloco--, del teatro --Los persas, de Esquilo--, las tragedias --Eurípides, Sófocles y de nuevo Esquilo--, las Historias de Heródoto y los primeros trabajos de catalogación de los libros --por los que Calímaco está considerado como el padre de los bibliotecarios--. Por supuesto, Irene Vallejo nos cuenta el brutal asesinato de Hipatia de Alejandría, hija del matemático Teón, las ansias de Antifonte por sanar gracias a la palabra, la destrucción por parte de los árabes de los libros de la biblioteca alejandrina, salvo los de Aristóteles, y el fin definitivo de la Gran Biblioteca, que a pesar de todo inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos.

     Cuenta la autora también --y su valentía es digna de agradecer en los tiempos que corren-- diversos aspectos de su vida personal. Como el bullying que sufrió en su etapa escolar. Una cruel situación de la que salió merced a la familia y al salvavidas de los libros --básicamente los de aventuras: Stevenson, London, Conrad o Ende--. Así, nos escribe que los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida. Y no le falta razón. Porque la lectura de su libro, en plena pandemia por el coronavirus, me ha ayudado a sobrellevar la situación mucho mejor. Otro aspecto que debo agradecerle. Como, sin duda, hicieron los romanos con el gran legado griego, del cual se apropiaron hasta asimilarlo por completo: por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero --y derrotado-- como un ingrediente esencial de su propia identidad. 

     Los romanos hicieron de la literatura un botín de guerra. Y los esclavos se convirtieron en protagonistas de la historia de los libros. Las copias se extendieron por toda la población, naciendo los librarius, a la vez copistas y libreros. Y, por fin, los libros se convirtieron en hijos de los árboles --los denominados códices, que ya son encuadernados y presentan lomo y tapa dura--. En las escuelas romanas se aprendían de memoria, a base de golpes y azotes, los textos más famosos, tanto griegos como latinos. Se construyeron bibliotecas privadas separadas para obras griegas --ya reseñadas-- y latinas --las de Catón el Viejo, Terencio, Ovidio, Marcial, Plauto, Suetonio, Petronio, Cicerón o el mismísimo César--. Se comenzó a escribir para lectores que leían por placer. De la mano de Asinio Polión se construyó la primera biblioteca pública de Roma. Se leyó incluso en la clandestinidad. Los primeros cristianos no tenían otra manera de leer los libros negados que a escondidas.  

     Salvando las distancias, los libros fueron pareciéndose cada vez más a los actuales. Lo cual incluye los índices: mapa del interior de los libros que se fueron convirtiendo en ordenados jardines de palabras para tranquilos paseantes. Incluso las mujeres comenzaron a plasmar por escrito sus inquietudes. Así, Sulpicia nos legó a través de su poesía el único testimonio de amor femenino no conyugal, algo que estaba penado con gran dureza. Un libro siempre es un mensaje, escribe Irene Vallejo en las páginas finales de su gran ensayo. Y, como dice una amiga mía, también especialista en el mundo antiguo, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo es simplemente un tesoro escrito en lenguaje de seda. Y no se me ocurren mejores palabras que estas para finalizar una reseña difícil de escribir y que intenta hacer justicia a esta gran obra.

     Porque los libros nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros dirigentes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar --y mermar-- el erario público para cuidar a los enfermos, los ancianos y los débiles. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido. Qué merecido homenaje, a todas esas personas anónimas que han contribuido a lo largo de la historia a conservar todos estos conocimientos --incluso dando por ello su propia vida en algunos de los casos-- para un futuro que es nuestro actual presente, ha realizado Irene Vallejo en esta gran obra.  Una obra que hay que leer por obligación y, sobre todo, por placer lector.                    


domingo, 12 de abril de 2020

El error definitivo contra el humanismo





     A veces el hecho de escribir supone un acto de rebeldía no exenta de valentía. He de confesar que durante las últimas cuatro semanas vivo en un estado de constante paradoja. Esta maldita pandemia que nos ha tocado vivir nos está dejando algunas decisiones gubernamentales cuanto menos discutibles. Unas cuantas de ellas han sido objeto de crítica por parte de quien escribe estas líneas. Para mi sorpresa, me he encontrado con que gente de derechas me ha dado la razón --en muchos casos, obviamente, por cuestiones partidistas; en algunos pocos más, por verdadera convicción-- mientras que determinadas personas de izquierdas se han cebado conmigo, llegándome a llamar capitán a posteriori, cuñado, ignorante, negativo y otras cosas más que no transcribo aquí por vergüenza ajena. 

     Sobre las referidas personas de derechas no voy a añadir nada más pues considero que es a todas luces innecesario. Sobre las de izquierdas, sí me veo en la obligación moral de decirles que los insultos no hablan mal de quienes los reciben sino de quienes los escupen desde su boca, lo cual los convierte --no a los insultados sino a los insultantes-- en algo demasiado cercano a aquello contra lo que se supone que tanto unos como otros siempre hemos luchado: la intolerancia y la intransigencia. Es decir, contra la falta de respeto hacia quien opina diferente. Descalificativos aparte, desde determinados sectores de la izquierda se arguye que no es momento de hacer política. Algo que, por descontado, comparto absolutamente. Porque es cierto: no es momento de hablar de política cuando tenemos en nuestro país miles y miles de muertos.

     España es en la actualidad el país del mundo con más fallecidos --algunos más de 350-- por millón de habitantes. Para algunos se trata de simple mala suerte, para otros de un castigo divino. Para mí es un hecho muy significativo: nada ocurre por casualidad sino porque algunas cosas no se han hecho bien. Se han cometido algunos errores y los estamos pagando muy caro. Sin embargo, el que se está a punto de cometer en las próximas horas no será uno más, sino que puede ser el error definitivo. Desoyendo las alertas de la OMS sobre el riesgo mortal de un precipitado abandono del confinamiento total, desatendiendo las voces del propio gabinete de expertos del gobierno e ignorando a varios de los ministros --los de Podemos y algunos del PSOE--, nuestros máximos dirigentes van a enviar mañana mismo a sus puestos de trabajo a personas no pertenecientes a los denominados sectores de primera necesidad o esenciales.

     Lo van a hacer, además, sin las pertinentes pruebas previas que deberían determinar si esas personas están o no contagiadas. Sin saber, en definitiva, si suponen un riesgo para la salud. La suya propia --pues se podrían contagiar si no lo están ya-- y la nacional --en caso de estarlo, podrían contagiar a su vez a sus compañeros y a los familiares de estos--. A estas alturas de la cuestión todo el mundo comparte la opinión de que es absolutamente necesario realizar pruebas masivas que permitan aislar a los contagiados de los sanos para impedir un rebrote de los contagios y, por ende, de los muertos. Sin embargo, visto lo visto, buena parte del gobierno de Sánchez parece opinar lo contrario. Ojalá me tenga que tragar mis propias palabras --creedme: me haría muy feliz--, pero auguro que en los próximos días o semanas habrá un nuevo crecimiento en el número de contagios.

     Pero volvamos a la idea anterior de que no es momento de hacer política. Hace tan solo ocho días escribí un texto carta-homenaje-despedida a Luis Eduardo Aute. Le califiqué como el Da Vinci español del siglo XX y parte del XXI. Hablé de él como uno de los grandes humanistas españoles de los últimos tiempos. El humanismo fue un movimiento intelectual y filosófico que se desarrolló en Europa durante el Renacimiento. Básicamente se ocupó de colocar al hombre en el centro de todas las cosas, defendiendo las cualidades propias de la naturaleza humana y tratando de dar un sentido racional a la vida. Por desgracia, el humanismo como tal parece quedar cada vez más alejado en el tiempo. Sobre todo porque estamos obcecados en matar esa naturaleza humana en pos de un capitalismo salvaje que a este paso acabará también con nosotros como especie propiamente dicha.

     Estamos, sin duda, en manos de una cleptocorporatocracia --término que acuñó precisamente Luis Eduardo Aute en una de sus grandes canciones de la última década, titulada Feo mundo inmundo, que apareció en su álbum El niño que miraba el mar (2012)-- en la que la CEOE y el IBEX 35 dirigen nuestra sociedad independientemente de qué partido o partidos nos gobiernen. Un capitalismo salvaje en el que se salvaguarda antes un billete de quinientos euros que la vida de una persona. Es decir, que antepone la economía a la vida humana. Todo lo contrario de lo que defendía aquel humanismo que ponía al hombre --y a su vida-- por encima de cualquier otra cosa. En efecto, tienen razón todos aquellos que afirman que no es momento de hablar de política. Es momento de hablar de humanismo.

     Por descontado, tampoco es momento de ideologías ni de colores. No es momento de izquierdas ni de derechas. Tampoco de rojos, azules, morados, verdes o naranjas. Porque, cuando lo que está en juego es la vida de miles de personas, la única ideología que debe primar es el humanismo. No olvidemos que tras esas cifras de miles y miles de muertos hay rostros, nombres y apellidos. Hay padres, madres, abuelos, abuelas, tíos, tías, primos, primas, hijos e hijas. Hay, en suma, personas. Vidas. Así que, a los que me habéis acusado de restar en lugar de sumar por el simple hecho de criticar decisiones del gobierno que pienso que han sido erróneas, os propongo que sumemos todos juntos --vosotros también, ejerciendo el noble derecho a la autocrítica-- y haciendo ver al gobierno que la vida es lo más preciado que tenemos. Defendamos, pues, antes la vida, aunque sea la de una anciana de noventa años, que un billete, aunque sea de quinientos euros.

     Hagamos ver a nuestros gobernantes que de una crisis económica se sale --a base de tiempo y esfuerzo común, remando todos juntos y, si hace falta --que la hará--, pidiendo a los bancos que devuelvan hasta el último céntimo del rescate del que se beneficiaron en la última crisis, esa de la que muchos de los ciudadanos todavía no nos habíamos recuperado cuando llegó esta pandemia--. Hagamos ver a nuestros gobernantes que la generación que se nos está yendo estos días, de la manera más cruel posible, fue precisamente la que levantó a este país después de una guerra civil y de una crisis mundial de dimensiones gigantescas. Y, sobre todo, hagamos ver a nuestros gobernantes que de donde es imposible salir es de la tumba. Esa a la que van a empujar a miles de ciudadanos si toman la irresponsable decisión de enviar mañana a trabajar a personas que no saben si están o no contagiadas. Porque será el error definitivo contra el humanismo...

        

  

sábado, 4 de abril de 2020

Querido Eduardo: jamás morirá la BELLEZA...





   

     Querido Eduardo:

     Todo el mundo dice que has muerto. Qué gran mentira. No saben lo que tú siempre has sabido: que jamás morirá la BELLEZA. Claro está que lo de que has muerto no lo dicen con mala intención. Para los comunes mortales resulta muy complicado asimilar que algo pueda ser eterno. Así de simple. Sin embargo, tú siempre practicaste que el arte, en cualquiera de sus múltiples facetas, es por naturaleza inmortal. Por más años o siglos que puedan llegar a pasar. Y así viviste tu vida: en permanente búsqueda de la belleza. En la música, en las letras de tus canciones, en tus poesías, en tus pinturas y esculturas, en los guiones de tus películas y en sus imágenes. Hasta cuando dedicabas un disco o un libro tuyo a cualquiera de tus seguidores le añadías a esa dedicatoria algún dibujo o caricatura.

     Debo reconocerte que hoy estoy muy triste. Como común mortal que soy, he llorado al conocer la noticia de que te habías ido. Ché, qué mal, he pensado. No obstante, el mejor reconocimiento y homenaje que se te puede hacer en un día como el de hoy es precisamente tratar de ver la vida como tú la viste. Por eso, aunque es un momento muy duro, durísimo, para mí, te escribo estas letras. Porque, precisamente hoy, es momento de celebrar. De alegrarse por el hecho de haberte conocido en persona, aunque fuera a base de pequeños momentos repartidos durante los últimos años. Es un día para amar la vida por encima de todo. La vida es belleza, y la belleza es eterna. Tú, por tanto, eres eterno, Eduardo. ¿Qué mejor motivo se puede celebrar?  

     Me vas a permitir que diga algo que, conociendo tu enorme humildad --volveré a ella en unas pocas líneas--, te haría sonrojar. No lo pienso yo solamente. Eres, para mucha gente, entre la que lógicamente me incluyo, un referente, una especie de Da Vinci español del siglo XX (y parte del XXI). Leonardo fue un genio. Y tú, querido Eduardo, también. Has sido cantautor, poeta, pintor, escultor, director de cine, guionista y crítico. Pocos humanistas como tú ha habido en este país en los últimos tiempos. Vitalista, enamorado, enamorador --nunca fuiste guapo, cierto, pero siempre fuiste extraordinariamente bello--, irónico, despiadado y afectuoso según con quién, cachondo --mental y sexual--. Siempre lúcido. En todos los campos. En todas las artes.

     Volviendo a tu humildad, otro de los aspectos que te hicieron así de grande. Guardaré como un tesoro para siempre --plastificada desde entonces y a buen recaudo-- aquella carta, escrita de tu puño y letra, con la que me diste las gracias --¡tú a mí!-- por pedirte permiso para utilizar las letras de un par de canciones tuyas --Abrázame y Mojándolo todo-- en la que fue mi segunda novela, Almas Suspendidas. Una novela musical en la que también aparecen letras de Pedro Guerra, Tontxu, Andrés Suárez, Luis Ramiro, Manolo Tarancón y Alfredo González --todos ellos te lloran hoy y celebran haberte conocido--. Habla por sí solo el hecho de que tú me agradecieras así que pensara en ti como uno de los componentes de aquella novela con banda sonora. 

     En esa novela te tomé prestada también la ciudad de Albanta, una creación tuya --más bien de uno de tus hijos--, al más puro estilo Gabriel García Márquez en Macondo, que aproveché para ilustrar las imperfecciones del mundo. Ese Feo mundo inmundo que, cleptocorporatocráticos incluidos, tan bien supiste reflejar en tus canciones y poesías. El caso es que tu gesto y tus atenciones hacia mí en aquel próximo y a la vez lejano 2012 provocaron que mi Querencia por ti fuera progresivamente in crescendo. Hasta hoy, día en el que, por fin, has iniciado un viaje eterno a través del cual conocerás, si no lo has hecho ya a estas horas, qué hay en el otro lado de la luna. Allí, entre luces y sombras, cantarás aquel Tríptico con el que rendiste tu particular homenaje a nuestros más insignes pintores.

     Mientras tú has conseguido ser invisible, nosotros, los comunes mortales, quedamos hoy un poco huérfanos de ti, preguntándonos qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido. Tú, que siempre predicaste el amor carnal, el sexual, ese en el que acabas mojándolo todo, que cantaste a un imán de mujer y que susurrabas aquello de que no sé de donde vengo ni a dónde voy, pero quiero que sepas que solo sé quién soy cuando estoy dentro de ti, que insinuabas que cada vez que me amas es un milagro, ahora debes conformarte con el amor más casto y puro, aquel en el que, desprendidos del goce, cuando dos cuerpos son alma se hace la carne poesía. Un amor en el que lo principal es decirse abrázame

     Aunque la tristeza es lógica hoy, porque es un sinvivir la vida sin ti, como ya he dicho antes, también es momento de sentir el arrebato de vivir, de bailar slowly with you tonight, aunque enamorarme de ti me lo tengas prohibido, de cantar un desgarrador al alba a capella, de gritar al viento todas las Aleluyas habidas y por haber y de celebrar que, pase lo que pase, siempre queda la música. Porque, sin duda, para ti amar era el verbo más bello y te iba la vida en ello. Por eso, a pesar de los pesares, todos tenemos claro, querido Eduardo, que los que no te hayan seguido a lo largo de tu carrera --no obstante tu partida, todavía están a tiempo-- no rozaron ni un instante la belleza. Porque fuiste, eres y serás siempre un artista en busca y captura de la belleza. Y jamás morirá la BELLEZA...