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lunes, 24 de marzo de 2025

El mejor libro del mundo. Manuel Vilas. Destino. 2024. Reseña

 




    Pocos autores se exponen tanto en sus novelas como lo hace Manuel Vilas. Quienes hemos leído sus novelas, especialmente desde su celebérrima e inolvidable Ordesa, podemos afirmar que lo conocemos bastante bien. Aunque jamás hayamos estado ni siquiera cerca de él. Sus escritos son sinceros, humanos, a veces depresivos pero siempre mordaces, locuaces y alejados de la hipocresía. En una palabra, es un escritor valiente. Muy valiente. Si leer es un placer, leer a escritores como Vilas supone un placer doble. Porque sabe, como pocos, abrirse en canal para mostrarnos, sin adornos ni medias tintas, todo lo que lleva dentro. Lo bueno, por supuesto, pero también lo no tan bueno. Cuestión esta que hace que el lector empatice con él -y con sus obras- de principio a fin. Quizá sea esta la clave de su éxito literario. Bueno, esta y, claro está, su manera de plasmar sobre el papel sus formas de sentir, pensar y vivir la vida. Buena prueba de ello es su última novela, El mejor libro del mundo

    Vilas comenzó a escribir este libro en el momento de cumplir los sesenta. Edad en la que hay más certeza de pasado que de futuro. El paso del tiempo, la incertidumbre respecto al futuro, la muerte y la necesidad de perpetuarse -por ejemplo, escribiendo el mejor libro del mundo- son temas recurrentes a lo largo de una obra que podríamos calificar como claramente existencialista. Con continuas alusiones a autores que podríamos enmarcar dentro de esta corriente filosófica -e incluso en la denominada literatura del absurdo- como Kafka, Kierkegaard, Nietzsche, Camus o Sartre, explora, hasta sus últimas consecuencias, los recovecos del alma humana. Social y colectivamente y a nivel individual. Así, nos presenta a Mendigo Enamorado y a Carmelita Descalzo, dos supuestos antepasados suyos a través de los cuales explora el hambre. No solo un hambre físico sino también uno más emocional: soy el hambre de todos cuantos estuvieron en mi árbol genealógico, solo soy hambre dando vueltas por el mundo.

    En sus libros el autor se nos presenta como un eterno buscador de la belleza. En todos sus sentidos y en todos sus campos posibles: en la música, en el cine, en el arte, en la naturaleza, en la gastronomía o en los hoteles. El mejor libro del mundo está salpicado de gotas referentes a la permanente búsqueda de la belleza por parte de personajes conocidos -Lou Reed, The Who, The Rolling Stones, Édith Piaf, Sixto Rodríguez (el músico de origen mexicano que no consiguió el éxito que merecía: ser más grande incluso que Dylan o Springsteen), Sergio Leone, Jonathan Demme, Billy Wilder, Henry Fonda, Francis Ford Coppola o Luis Buñuel- de todo el mundo. Porque la belleza puede encontrarse en cualquier lugar. Puede mostrarse de diferentes maneras. Tanto que igual puede conmovernos como desgarrarnos. No en vano, incluso una dura derrota puede ser bella. Por supuesto, la belleza se manifiesta también a través de la literatura, especialmente en el caso de la poesía (Manrique, Góngora, Neruda, Lorca).    

    El libro desentraña la figura del escritor. Y lo hace desde lugares hasta ahora no tratados. Las delgadas líneas que separan el éxito del fracaso, el dinero del hambre o el horror del placer de tratar de escribir el mejor libro del mundo se dibujan a lo largo de las casi seiscientas páginas que lo componen. Todo un ejercicio literario contra la hipocresía y la falsedad que nos muestra la fragilidad, la vulnerabilidad, la volatilidad y el goce o el terror que sienten los escritores a la hora de escribir sus libros, presentarlos, acudir a ferias y demás actos promocionales y, en suma, de vender sus productos. Así, Vilas confiesa el deseo de suicidarse que siente cuando sus libros no venden, cuando acude poca gente a sus actos y firmas o cuando visita una librería y no encuentra sus obras bien expuestas. Y es que los escritores nos convertimos en inspectores de nuestros libros. Somos mendigos de nuestros libros, en ellos van nuestro honor y el significado de nuestras vidas.

    El único sentido de la vida de un escritor es escribir el mejor libro no del mundo sino del universo. Esta verdad inconfesable la llevan todos los escritores en el corazón, como una espina lacerante; todos mentirán, todos dirán que están contentos con sus lectores y sus libros, pero es mentira si no han escrito el mejor libro del mundo. Y para colmo de mi desgracia el mejor libro del mundo no existe. La locura de todos los días está allí: no se puede escribir el mejor libro del mundo porque la vida es el mejor libro del mundo, pero me da igual, yo sé que puedo lograrlo, puedo escribir el mejor libro del mundo esta misma noche. Esta afirmación encierra una gran y terrorífica verdad: la que lleva a muchos a sufrir el denominado síndrome del impostor, es decir, sentirse un escritor -o lo que sea- sin capacidades en comparación con los demás. Por ejemplo, cuando la cola de firma de libros de otro escritor es más larga que la de uno o cuando este o aquel venden más libros. ¡Qué angustia vivir así, verdad! En el fondo, ¡los escritores dan hasta pena!        

    Las comparaciones, los celos, la envidia o la lucha de egos forman parte de la comedia. La comedia de la vida. Porque, pese a todo lo anterior, Vilas prefiere ver la vida como una comedia y no como un drama. Quizá porque, tal y como confiesa, es adicto a las drogas baratas que consigue a través de la Seguridad Social en cualquier farmacia. No en vano, durante algunas páginas del libro -no pocas- al lector le parece estar leyendo fragmentos del vademécum, lo que parece corroborar que el autor sabe de lo que habla. Ciertos vicios y manías de Vilas -algunas de ellas, inconfesables para casi todo el mundo- lo acompañan desde hace varias décadas. O tal vez no. Porque -y ahí radica la magia de la literatura- estamos ante una novela y no ante unas memorias. Así que, pese a su carácter autobiográfico, cometería un grave error cualquier lector que diera por cierto absolutamente todo lo escrito por el autor del libro. De este y de cualquier otro. Realidad y ficción, bien mezcladas, pueden producir unos efectos extraordinarios.

    Afirma Vilas que jamás escribirá una novela histórica. ¿Por qué razón? Pues porque le parece ser incapaz de acometer el lento, tedioso e ingente trabajo de documentarse sobre el tema en cuestión. Y es que cada escritor tiene un método. El del de Barbastro se basa en escribir lo que se le va ocurriendo en cada momento. Por eso escribe tan a menudo sobre su vida y la de sus familiares, inventando diversos aspectos -es de suponer- sobre la marcha. Vamos, algo parecido a la conocida como lluvia de ideas. Reconocer esto no supone ninguna humillación. En absoluto. Para el autor, la mayor humillación de la vida es morirse. Y la mayor de las libertades, quitarse la vida. ¡Vaya paradoja! Y sin embargo, para hacer algo así -suicidarse- se necesita ser muy valiente. La vida y la muerte, el sentido de la vida. Temas que han dado y darán para largos y a veces acalorados debates filosóficos. La filosofía de Vilas se basa, pues, en la belleza, la comedia y la verdad: la única verdad del mundo es el adiós. La ceremonia del adiós, qué gran título para el mejor libro del mundo.

    Sin embargo, si damos por cierto que el mejor libro del mundo no existe, la única manera de escribirlo es en el título. Así que, la gran verdad de todo esto es que, sin ninguna duda, El mejor libro del mundo es obra de Manuel Vilas, autor al que le deseo una larga vida, ya que, como él mismo afirma, el mayor éxito de la vida es la longevidad y la mayor humillación la muerte.    

        

lunes, 22 de mayo de 2023

Basilisco. Jon Bilbao. Impedimenta. 2020. Reseña

 





    Un año antes de lograr un gran éxito con Los extraños -libro reseñado en este mismo blog hace apenas seis meses- el autor asturiano afincado en Bilbao ya había presentado en Basilisco a sus personajes centrales, Jon y Katharina. Basilisco, que ganó el Premio de las Librerías Navarras y el Euskadi de Plata en categoría castellano en 2021, nos narra una serie de relatos en los que además de iniciar la historia de Jon y Katharina, se nos presentan personajes que nada tienen que ver con ellos: John Dunbar, apodado Basilisco, un trampero, veterano de la Guerra de Secesión y pistolero ocasional que murió un siglo atrás; la Araña, un personaje siniestro, casi inhumano, que lidera una banda de auténticos asesinos sin escrúpulos -y que será protagonista de la nueva obra de Jon Bilbao (Araña, 2023)-; o los miembros de una expedición paleontológica que no acaba del todo bien una tarea que en principio pretendía ser divulgativa.  

    Basilisco consta de ocho relatos autoconclusivos pero también interconectados que abarcan el presente de las vidas de Jon y Katharina y los sucesos acaecidos un siglo atrás en el Lejano Oeste en torno a las figuras de Basilisco y Araña. Una mezcla original y sugerente que alterna la actualidad, que bebe de la novela costumbrista contemporánea, y el western, al más puro estilo clásico (y no tan clásico: leer la reseña de Malaventura, de Fernando Navarro, también publicada por Impedimenta y reseñada en este blog a principios del presente año). Casualmente, en ambos contextos, la vida parece desmoronarse por momentos. Con una prosa perturbadora y de gran potencia visual y descriptiva, Jon Bilbao pone en jaque nuestra realidad combinando a la perfección lo clásico, la cultura popular y las responsabilidades y frustraciones propias de la edad mediana de un personaje que vive insatisfecho como ingeniero porque en realidad quiere ganarse la vida como escritor. Vayamos por partes.       

    John Dunbar tiene una vida singular. Aparece, de repente, tras muchos años desaparecido de la vida familiar, en casa de su hermano Matt, en Virginia City, en plena fiebre del oro. Su madre acaba de fallecer y ha sido enterrada con un anillo que puede sacar de la miseria a la familia. John, instigado por la esposa de su hermano, Mary Ellen, obliga a Matt, a quien considera un irresponsable por haber contraído semejantes deudas, a desenterrar el cadáver de su madre para extraerle el anillo. El objetivo es pagar las deudas acumuladas con el turbio prestamista LePage y que la familia de su hermano pueda seguir viviendo en la ciudad. Asegurado esto, John se va por donde vino y desaparece de nuevo, esta vez para siempre. Desde entonces, y hasta en la actualidad, en esa casa de Virginia City, quienes dirigen los negocios y la economía familiar son las mujeres. Pero, ¿adónde fue a parar John Dunbar tras este suceso?

    Estuvo viviendo solo en la cueva de Waterpocket Fold, en Utah, antes de deambular por las regiones circundantes. Hasta que el capitán Drummond lo contrata para guiar a una expedición hasta la misma cueva para tratar de encontrar a una criatura con cuerpo de pez, aletas poderosas y una cabeza con largas fauces dentadas, similar a la de un caimán. La criatura tenía las dimensiones de una ballena. El dibujante Patrick Clement cuenta en su diario las vicisitudes atravesadas por los miembros de la expedición, que habrá de enfrentarse a un grupo de fanáticos mormones que han ocupado la cueva y sus alrededores. La aventura no acabará nada bien. Sin embargo, lo peor está por llegar. El grupo de asesinos comandados por la Araña los persigue durante kilómetros y días. Y sus intenciones no son en absoluto amigables. Mientras la expedición se dirige hacia Colorado la Araña hará frente al teniente Agassiz y al sargento Kittredge, quienes a su vez la persiguen por sus crímenes. 

    Cuando, al fin, la Araña y Dunbar están cara a cara, esta le dice que yo limpio la frontera. Soy el alcohol y la sal, el hilo que sutura y la venda que protege. Veo tu confusión. Qué curo, qué elimino, te estás preguntando. A los que son como tú, que venís con el deseo de convertiros en otros, como si en algún rincón oscuro y estéril de las tripas llevarais la semilla de alguien mejor, y pensarais que solo en estas tierras puede germinar. Todos vosotros sois árboles crecidos y enfermos que hay que talar, reducir a astillas, quemar, y luego esparcir la ceniza... Cómo me he equivocado. Qué mal me he conducido. Creía que estaba limpiando el oeste y he acabado siendo parte de lo que lo emponzoña: líder de una banda criminal violenta, sin origen, pauta, honor ni moral. Un antagonista ideal. Tú, John Dunbar, que ardes en tu rabia sin nunca consumirte, eres el Basilisco. Y el trampero entiende entonces el porqué de su vida en soledad. La pasada y la futura. Porque en soledad debe vivir lo que le quede de vida.

    Y, ¿qué hay de Jon, el protagonista del presente de la narración de los textos? Pues recuerda que durante su estancia en San Francisco miré a Katharina y supe que estaba enamorado. Hasta entonces había creído estarlo, pero de pronto me di cuenta de que mis sentimientos, pese a ser sinceros, no habían sido más que prolegómenos del amor verdadero. Supe que quería estar con aquella chica para siempre. Unos años después, viviendo juntos en Bilbao, reciben la visita del ex de Katharina, que va a exponer sus fotografías cósmicas en la ciudad. Jon decide no acompañarlos en la comida acordada sino salir con su hijo a volar su avión de juguete y hacer una visita a Octavio, su viejo profesor de literatura en el instituto. Duda sobre si Katharina estará cuando ellos regresen a casa. Aunque no la ve capaz de dejarlo de esa manera, el matrimonio no atraviesa su mejor momento. En otro relato, asiste a la descomposición final del matrimonio de sus padres. Su madre su muda a otra casa del pueblo, y recrimina a Jon no haber estado ahí cuando ella y su padre lo necesitaban. Tú solo te acuerdas de nosotros cuando necesitas una pequeña ayuda económica, ¿verdad? No, no vuelvas a decirme lo de los críos. Mucha gente tiene dos hijos y trabaja y, de vez en cuando, tiene un detalle con sus padres.

    Hacia el final del libro, en el último de los relatos, es su matrimonio el que parece zozobrar tras una fuerte discusión con su esposa. Se va de Bilbao y se instala en la casa familiar de Ribadesella. Solo. Sin Katharina y sus hijos. Apenas los llama por teléfono. Y su hijo lo llama para recriminárselo y decirle que lo echa de menos. He vuelto porque, cuando vivía aquí, Katharina y los niños aún no existían. Así que es otra forma de borrarlos. Desde luego, su todavía esposa es mucha más madura que él. Algo que queda más patente si cabe a raíz de este pensamiento: no estoy preparado para afrontar las decisiones y labores que esta casa exige, pese a lo que me gusta y significa para mí. Empiezo a aceptar que acabaré vendiéndola. Y, como John Dunbar, se aísla de todo el mundo. Y comienza a cavar la cueva que hay en su propiedad. E imagina que la cueva no es un desaguadero del monte, sino el nido de una araña gigante que se enterró en vida para invernar durante años. 

    Pero, ¿qué tienen en común John Dunbar, el protagonista y narrador Jon y el escritor Jon Bilbao? Pues su amor por los libros. El protagonista del Lejano Oeste John Dunbar siempre lleva un libro consigo. Donde quiera que vaya. Aunque ya lo haya leído varias veces. El protagonista del presente, Jon -a quien no cuesta en absoluto reconocer como un Jon Bilbao ficticio pero muy semejante al real-, lee e, infeliz como ingeniero, ansía vivir por y para la literatura. Y Jon Bilbao, el escritor que fue ingeniero, sí que ha conseguido vivir de ello. Así, el escritor elabora una serie de relatos en los que, a buen seguro, narra pasajes de su propia vida y, a la vez, hace ficción en torno a sus propias fantasías, personales y literarias -como hace también en el relato La playa del naufragio, cuyo irresponsable protagonista también es un escritor de no demasiado éxito de ventas-. Explicado así puede resultar algo incomprensible, ya lo sé. Pero, una vez leídos los textos que componen sus libros, finalmente todas las piezas del puzzle encajan a la perfección. Pasado y presente, ficción y realidad, forman un conglomerado de relatos que tienen vida propia por sí mismos. Y que, además, establecen una conexión con los otros para pintarnos un cuadro que cuesta no examinar, reflexionar sobre él y disfrutarlo. Sobre todo, disfrutarlo.  

                            


lunes, 23 de mayo de 2022

El peligro de estar cuerda. Rosa Montero. Seix Barral. 2022. Reseña




 

    La escritora y periodista madrileña Rosa Montero ha demostrado no pocas veces que es una especie de detective; una investigadora de temas. Lo hizo, por ejemplo, en su maravilloso libro La ridícula idea de no volver a verte (2013). Y lo ha vuelto a hacer, más exhaustivamente si cabe, en su recién publicada obra, El peligro de estar cuerda. El sugerente título, extraído de una poesía de Emily Dickinson, nos atrapa para hacer que acompañemos a la autora de este ensayo en sus pesquisas sobre la estrechísima relación entre la genialidad y la locura. Unas pesquisas que, como reconoce la escritora, comenzaron hace ya muchos años. Desde que se dio cuenta de que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. Aunque, por suerte, añade que una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro. Y para sustentar dicha afirmación se apoya en diversos textos de psiquiatras, neurólogos, psicoanalistas y filósofos de todas las épocas.

    Todo ello, ilustrado además por sus propias experiencias personales y laborales y por las vidas y obras de una gran multitud de escritores y artistas. Desde Shakespeare y Cervantes hasta Nabokov y Zweig; desde Nietzsche y Camus hasta Bukowski y Carrère; desde Salgari y Proust hasta Strindberg y Pessoa. Eso sí, como buena feminista y siempre rescatadora de la memoria y el talento de las mujeres olvidadas, se centra en la ya citada Emily Dickinson, Doris Lessing, Ursula K. Le Guin, Virginia Woolf, Sylvia Plath o Janet Frame. Todos ellos y todas ellas, autores y autoras que vivieron al borde de la locura. Una locura contra la que lucharon, básicamente, escribiendo sus respectivas obras literarias. Unos genios que, muchas veces incomprendidos --como suele suceder--, acabaron sus días antes de tiempo y/o de manera abrupta. Drogas, alcohol, enfermedades mentales, existencias insoportables de no ser por la escritura, suicidios, etc.

      La investigación de Montero para componer esta obra-puzzle recorre episodios de su infancia marcados por una desbocada imaginación y diversos momentos de su vida que le hicieron dudar sobre su cordura. Su texto parte del proceso creativo --suyo y de otros autores-- para llegar a explorar el sentido de la vida. Y, para ello, comparte con sus lectores curiosidades científicas y literarias asombrosas y hasta escalofriantes para tratar de entender cómo funciona la mente creativa --y también la locura--. Y es que la línea que separa ambos conceptos es, visto lo visto y leído o leído, muy pero que muy fina. Por momentos, la lectura de El peligro de estar cuerda nos parece hacer zozobrar. Sin embargo, finalmente nos da esperanza. Nos afirma en la creencia de que ser diferente es un valor nada desdeñable. Y, a tenor del título, también en la de que el verdadero peligro es estar cuerdo. Porque la literatura es tan bruja que convierte la oscuridad en belleza.

    Según la propia Rosa Montero, este libro trata de la relación entre la creatividad y cierta extravagancia. De si la creación tiene algo que ver con la alucinación. O de si ser artista te hace más proclive al desequilibrio mental, como se ha sospechado desde el principio de los tiempos. Como argumentaron en su momento autores como Séneca o Diderot, por ejemplo. O como demuestran con sus estudios investigadores como Nancy Andreasen --los escritores tienen hasta cuatro veces más de posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones que la gente no creativa-- y Jamison y Schildkraut --entre el 40 y el 50% de los literatos y artistas creativos sufren algún trastorno de ánimo--. La misma autora reconoce haber pasado por tres periodos de crisis de pánico y por tres tramos diferentes de terapia psicoanalítica: decidí cursar la carrera de Psicología para intentar entender qué me pasaba.

    Un estudio sueco afirma que los escritores tienen un 50% más de posibilidades de suicidarse que la población general, señala Montero en las primeras páginas de la obra. Ejemplos hay muchos a lo largo de la Historia. Son datos como para echar a correr. Y, sin embargo, la mejor manera de combatir la locura y la enfermedad mental, contra todo pronóstico, es precisamente escribir. Escribir sobre ella. Y que te publiquen y te comprendan. Porque como no te publiquen o sí lo hagan pero no te comprendan, entonces sí la cosa se pone mal de verdad. Porque el núcleo abrasador de lo que llamamos locura es, sobre todo, estar solo. Montero cree que lo que hace diferentes a los escritores de los demás humanos es su capacidad para disociarse: vivir varias vidas aparte de la suya propia. Y ello es así porque a menudo resulta muy complicado vivir una única existencia. Así, llega a la conclusión de que la gran mayoría de los narradores han perdido de manera violenta el mundo de la infancia. Disociación versus trauma. O madurar prematuramente para poder sobrevivir. Crear es no llorar más lo perdido que se sabe irrecuperable. 

    En relación a la soledad y a la depresión y a la enfermedad mental afirma Montero --o más bien toma prestada la afirmación de Claire Legendre-- que hay dos armas para combatirlas: la escritura creativa y amar y ser amado. Creo que no le falta razón. Y si se unen las dos, mejor que mejor. Así, cita a Héctor Abad --creo que me enamoro así, tan súbita y desesperadamente, solo como una forma de tener gasolina interior para poder escribir-- y a Emmanuel Carrère --si estoy escribiendo un libro a veces son, junto con el sexo, los más grandes momentos de mi vida, esos en los que me digo que vale la pena vivir--. Y si todo eso falla, siempre se puede recurrir al suicidio. Porque, como escribió Nietzsche, el pensamiento del suicidio es un poderoso medio de consuelo: con él se logra soportar más de una mala noche. Pero no, no es que Montero incite al suicidio. Todo lo contrario: aguanta, aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará. Aguanta si quiera un día más. Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás.    

    Los expertos sostienen que la creatividad no nace de la locura, sino que ambas condiciones muestran puntos de contacto, coincidencias. Somos una especie de primos, como los seres humanos y los grandes simios. Todos vamos a morir, por supuesto. Y Montero quita hierro al tema de la muerte --no debemos tener miedo a morir--. Y también al del suicidio --tendemos a considerar que la existencia entera del fallecido ha sido una tragedia, cuando no es verdad; el suicidio es el resultado de una enfermedad (nada diferente a sufrir un infarto, por ejemplo) y no creo que debamos añadir un tormento de culpabilidades fantasmales a la pura y sagrada pena de la desaparición del ser querido--. Así, nos invita a crear historias citando, por ejemplo, a Bukowski: cuando mi esqueleto descanse en el ataúd, si es que tengo uno, no habrá nada que me arrebate las magníficas noches que me he pasado frente a la máquina de escribir.      

    Me encantan los libros de escritores que hablan de sí mismos y de otros escritores y de sus obras. Siempre se aprende mucho, sobre ellos y sobre la vida. Y de una manera mucho más amena que leyendo manuales al uso. Sobre todo cuando el texto desborda pasión. Como es el caso de este libro. Y es que nos deja gran variedad de enseñanzas, reflexiones y frases para subrayar y/o copiar. Tanto de la propia autora como de los escritores citados según los temas que se tratan. En el apéndice de El peligro de estar cuerda aparece una entrevista de Rosa Montero a una ya casi anciana Doris Lessing. La Premio Nobel, en un momento de la entrevista, afirma que una vez pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir: me pongo de muy mal humor. La escritura te da una especie de equilibrio. Supongo que el mismo equilibrio que siente el autor al escribir lo experimenta también el lector al leer la obra. Así que: larga vida a la creatividad y al equilibrio. Y ojalá siempre el mayor peligro sea estar cuerdo. 


miércoles, 23 de junio de 2021

Mientras escribo. Stephen King. Plaza & Janés. 2001. Reseña




 

    En el verano de 2000 Stephen King estuvo a punto de morir a causa de un atropello mientras daba su paseo diario por los alrededores de su casa de Maine. Se hallaba a medias de la escritura de este ensayo sobre el oficio de escritor. Había escrito sobre su juventud y su temprano interés por la escritura y había dado buena cuenta de la mayoría de las herramientas que él cree básicas y necesarias para convertirse en un buen escritor. Así, a Mientras escribo le faltaba solo la parte final, que debía hablar de las distintas versiones de un libro y las engorrosas pero inevitables correcciones finales. El terrible accidente que casi le cuesta la vida le hizo añadir un nuevo capítulo, una especie de postdata, que fue titulado con un simple pero muy significativo Vivir. El libro, sin duda muy diferente a lo que él siempre había escrito y siguió escribiendo tras recuperarse de las lesiones sufridas aquel verano, constituye un clarificador, útil y revelador testimonio de cómo debe trabajar un escritor que de verdad quiere dedicarse a ese oficio.


    Mientras escribo consta de tres cortos prólogos que, de entrada, lanzan tres mensajes directos y necesarios: nunca me preguntan nada sobre el lenguaje, debemos omitir palabras innecesarias y escribir es humano y corregir divino. Es decir, que King da máxima importancia a la necesidad de poseer un buen vocabulario, ir directo al grano y corregir y depurar el texto antes de darlo por definitivamente terminado. A continuación, durante unas cien páginas, el autor nos presenta su currículum vítae, un relato sobre su niñez, adolescencia y juventud en el que nos muestra su pasión por la literatura a través de vívidos recuerdos de unos años en los que sus lecturas y escrituras --si uno no tiene tiempo para leer, no tendrá el tiempo ni las herramientas necesarias para escribir, afirma con contundencia-- lo llevaron a culminar su primera y ya exitosa novela, Carrie. Una perspectiva, pues, amena y divertida sobre la necesaria formación del escritor.


    Tebeos, cómics, cuentos. Así comenzó a leer y a escribir Stephen King. Copiaba cuentos, hasta que su madre le sugirió que escribiera uno él. Lo hizo, y le siguieron otros muchos cuentos. Y luego relatos y más relatos. Muchos de ellos fueron siendo publicados por revistas literarias de la época --de esas que ya prácticamente no existen--, hasta que se le ocurrió un tema para una novela. Parece que las buenas ideas narrativas surjan de la nada, planeando hasta aterrizar en la cabeza del escritor; de repente se juntan dos ideas que no habían tenido ningún contacto y procrean algo nuevo. El trabajo del narrador no es encontrarlas, sino reconocerlas cuando aparezcan, escribe. Piensa King que la labor del escritor es, pues, desenterrar, como si de un arqueólogo se tratara, los fósiles que con el tiempo se convertirán en historias. Del cine sacó algunas ideas para escribir algunos de sus primeros relatos. Además, escribió en periódicos y diarios. Incluso cubriendo eventos deportivos locales.


    Pero todo el mundo ha de sobrevivir. Y hacerlo de lo que uno escribe requiere, como mínimo, mucho tiempo. Así, el bueno de Stephen trabajó en una fábrica textil y en una lavandería. Lugares que, además, inspiraron también algunos de sus primeros relatos. Además, aconsejado por su madre, obtuvo el título de maestro y, cuando consiguió una plaza, se dedicó a la docencia de lengua inglesa hasta que pudo vivir únicamente de su producción narrativa. Pero, aparte de la literatura, lo que cambió su vida para siempre fue una beca de colaboración en una biblioteca universitaria. Allí conoció a Tabitha Spruce, su futura esposa y también su lectora cero y su gran sostén durante los últimos cincuenta años --porque escribir es una labor solitaria, y conviene tener a alguien que crea en ti--. El matrimonio compaginó sus respectivos trabajos, la creación de una familia (con tres hijos en total) y la escritura (también ella ha escrito varios libros, aunque no tantos como su esposo). El autor utilizaba las noches, los fines de semana y las vacaciones para dar rienda suelta a su imaginación en forma de relatos. Hasta que llegó la novela que lo cambió todo: Carrie


    No obstante, la vida del famoso escritor no debe ser calificada como sencilla. Además de los problemas económicos que debió afrontar hasta el momento de poder vivir de los beneficios de sus libros, cabe destacar otros problemas mucho más peligrosos: el alcoholismo --había firmado El resplandor sin darme cuenta de estar escribiendo sobre mí mismo-- y la drogadicción --tengo una novela, Cujo, que apenas recuerdo haber escrito--, de los cuales salió gracias, nuevamente, a Tabby. Este capítulo del libro antecede a uno muy breve que lleva por título ¿Qué es escribir?, a lo cual responde King con una palabra, telepatía, aspecto que explica luego así: el ejercicio de comunicación mental entre el escritor y el lector tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia. Se han tocado nuestras mentes. Hemos protagonizado un acto de telepatía. Telepatía de verdad. El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta desesperación, pero no hay que abordar la página en blanco a la ligera.


    La parte central del ensayo, que ocupa más de ciento cincuenta páginas, se compone de dos capítulos. El primero se titula Caja de herramientas, y hace referencia a todo aquello que necesita un autor a la hora de abordar su obra con las mayores garantías de éxito. Es decir, recomendaciones --¡Ojo! Estamos ante un ensayo de gran valor, pero tampoco ante la Biblia de todos los escritores, por lo que cualquiera de todas estas recomendaciones pueden ser seguidas o no--. A saber: vocabulario --de todo tipo--, lenguaje --directo e indirecto--, estilo, desechar la timidez, gramática, frases simples, evitar usar la voz pasiva, despreciar la mayoría de los adverbios --sobre todo los acabados en mente: escribir adverbios es humano, pero escribir "dijo" (en lugar de graznó, jadeó, espetó o gritó) es divino--, saber utilizar los párrafos expositivos --frase y tema en el encabezado y breve explicación en las líneas siguientes--, el ritmo y la fluidez como métodos de seducción del lector, y una advertencia: para escribir bien hay que practicar, hay que escribir mucho.          


    Escribir es el segundo de los capítulos centrales. El más largo y también el verdadero objeto y motivación del ensayo. Se trata de dieciséis apartados que hacen referencia a la necesidad de leer muchísimo, tanto mala como buena literatura --de ambas se aprende mucho, más incluso de la primera: leer es el centro creativo de la vida del escritor--, de escribir mucho --aunque buena parte de la producción acabe no viendo la luz, la práctica hace al monje--, utilizar para escribir un rincón sereno, tranquilo, modesto, pero siempre con la puerta cerrada --y con un único día de descanso semanal, pues se perdería la urgencia o inmediatez del relato--, combinar fabulación y verosimilitud, ser franco y valeroso, utilizar la intuición personal, dar mayor preferencia a la situación concreta que al esquema argumental --si se hace al revés, el resultado quedará forzado--, mantener el mayor suspense posible, visualizar las descripciones antes de llevarlas al papel --no abusar de las descripciones físicas, destacando solo lo primordial--, dar siempre prioridad a la acción, ser original --utilizando símiles y metáforas-- e intentar que el texto resultante sea fresco y sencillo.


    La importancia del diálogo en las novelas es un aspecto obvio que no elude King. La observación y la sinceridad son claves para ser un buen escritor de diálogos. Estos deben mostrar más que contar. Los personajes deben hablar con libertad y contar la verdad. Lo cual transmite una mayor proximidad a la realidad: mi trabajo es procurar que los personajes tengan un comportamiento que sea a la vez útil para la historia y verosímil a la luz de lo que sabemos de ellos. Además, el escritor debe utilizar todos los recursos disponibles: trucos, artilugios, formas tradicionales y otras más modernas, experimentar y probarlo todo. Para eso están las segundas versiones y las correcciones finales, para pulir, añadir y eliminar aquello que no resulte convincente. También para clarificar el tema y desarrollar posibles simbolismos --si estos no quedan suficientemente claros en el texto original--. Y, por supuesto, para subsanar errores de ortografía, incoherencias y lagunas argumentales. Es en este momento cuando adquiere gran importancia el lector cero o ideal. Sus opiniones subjetivas deben ser tenidas en cuenta, aunque a veces acaben en discusiones


    Como ha quedado escrito al inicio de la reseña, en el último capítulo --Postdata: Vivir--, Stephen King narra cómo fue el referido accidente, las heridas resultantes, las diversas y sucesivas operaciones que padeció y la larga rehabilitación a la que debió enfrentarse hasta recuperar su vida normal y poder volver a sentarse a escribir y terminar este ensayo. Una auténtica fe de vida y toda una declaración de intenciones que finaliza así: escribir no es cuestión de ganar dinero, hacerse famoso, ligar mucho ni hacer amistades. En último término, se trata de enriquecer las vidas de las personas que leen lo que haces, y al mismo tiempo enriquecer la tuya. En definitiva, Mientras escribo es un libro que todo escritor o aprendiz de escritor debería leer. No como un manual, obvio --repito: no es ni debe ser tomado como una Biblia del escritor--, pero sí como un conjunto de recomendaciones de parte de uno de los grandes novelistas de los siglos XX y XXI. Si todos estos consejos le sirven a él, ¿por qué algunos de ellos no van a servirnos también a los demás?          



    

lunes, 1 de marzo de 2021

El huerto de Emerson. Luis Landero. Tusquets Editores. 2021. Reseña

 




    Muchos de mis libros preferidos son aquellos en los que sus autores nos hablan de sus propias vidas y de cómo se fue cociendo en ellos el caldo de cultivo que los acabó convirtiendo en escritores. No, no hablo de autobiografías en el sentido estricto de la palabra. Hablo de la manera en la que reconstruyen pequeños momentos de su existencia a partir de recuerdos de hechos, palabras o situaciones absolutamente normales. No hablo de narrar los grandes acontecimientos de la vida de los escritores, sino de esas pequeñas historias cotidianas que uno guarda en algún recóndito lugar de su memoria. Hay muchos libros como los que comento. Tanto de autores españoles como de extranjeros. Uno de los que más me gusta es Luis Landero, probablemente el mejor escritor español contemporáneo. Alejado de los focos mediáticos, el escritor extremeño afincado en Madrid ha escrito varias novelas formidables. Y también un par de magníficos libros como los que he descrito al principio: El balcón en invierno y El huerto de Emerson.


    El primero de los quince capítulos que componen El huerto de Emerson lleva por titulo Tiempo de vendimia. Y en sus primeros párrafos justifica la obra con sorprendentes sinceridad y autenticidad. Reconoce que ansía escribir pero no tiene ideas con las que llenar su nuevo cuaderno. Así que se abandona a la memoria. Porque Landero cree y defiende que los recuerdos del pasado mueven a la inspiración. Y afirma lo que sigue: No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad. Siempre he encontrado en mi pasado la chispa de la imaginación para idear personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. La sinceridad sorprende al lector. ¿Un autor que afirma que escribe sin ideas, a lo que sale en ese momento de su memoria? ¿Sin planificar? ¿Increíble, verdad? Más increíble todavía que lo suelte ya en el primer párrafo. 


    Y entonces, en el segundo párrafo, sentencia: Pero ocurre que yo he contado ya casi todo mi pasado. Casi toda mi vida está ya vendimiada. Vendimié mi infancia y mi adolescencia, fui enamorado y guitarrista, y esos años también los vendimié, vendimié mi estancia en París, a mi padre lo he vendimiado qué sé yo las veces, y a las bellas muchachas de mi pueblo y mi barrio, y mi vida de profesor y de escritor y de lector, y muchas cosas más, porque a veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca. En esa vendimia han entrado también, cómo no, los libros que he leído y he incorporado al torrente de mi sangre, y que, ya leídos, son libros vividos, y que por tanto forman parte de mis experiencias personales e intransferibles. Y así es como, en tan solo un par de minutos --los que se tardan en leer esos dos primeros párrafos--, un autor sin ideas ata al lector a sus páginas. Con autenticidad, con originalidad y siempre, siempre, siempre con la verdad por delante, con la verdad como bandera.


    Me encanta esa manera de ver la literatura. La que defiende la idea de que un escritor no es un simple creador --que, sin duda, lo es-- sino un arqueólogo que debe desenterrar una historia que ya existe en su interior, como defiende Stephen King, o, como afirma Landero, un vendimiador que recoge la cosecha de algo que ya sembró en su pasado. Como el mejor botín ganado en buena guerra. El autor de, entre otras joyas, Lluvia fina o La vida negociable deja que fluya el lenguaje, sin obligación ni maltrato, y se considera a la vez pastor y sirviente de las palabras. Por eso mismo, sus libros no son buenos solo por las historias que cuenta --muchas de ellas, además, originales y veraces-- sino, sobre todo, por cómo las cuenta. Por cómo enamora --literariamente o incluso más allá en determinadas ocasiones-- al lector con un estilo literario impecable y un simple pero efectivo uso del lenguaje. Y cuando hablo de lenguaje simple no me refiero a que sea sencillo sino a que sea desnudo, no a que no sea exuberante ni opulento sino a que sea pulcro y exacto, es decir, al alcance de cualquier buen lector que se precie de serlo.


    Los quince capítulos del libro nos trasladan al pasado de su autor. Desde su niñez en Alburquerque (Badajoz) hasta su presente como lector, profesor y escritor, pasando por los años de su llegada a Madrid, su estancia en París, sus diversos empleos de juventud para poderse pagar los estudios de Filología y los libros y los autores que permitieron su incesante crecimiento personal y literario. Algunos de esos capítulos resultan imperdibles para los grandes lectores y también para los que aspiran a ser algún día un buen escritor. Porque en las líneas de este libro encontramos lecciones de vida y lecciones literarias de primer nivel. Y las descripciones que realiza Landero de ambientes, situaciones, contextos, personajes y sentimientos nos muestran una literatura esplendorosa y a todo color, lo que permite ver e ir mucho más allá de las palabras escritas. Unas palabras que rezuman humor y poesía, evocación y encanto. Y, gracias a todo ello, nos sentimos como los niños de la portada del libro: como si nos leyeran cuentos ante el fuego.


    Tan pronto se nos habla de mujeres hiperactivas que sostienen la economía familiar como del montaje de un boliche o colmado en medio de la nada. Igual se nos narra la historia de un hombre callado que de repente revela un secreto asombroso que la de un enigmático cortejo nocturno de unos novios un tanto cándidos. Y sobre todas esas historias podemos leer una serie de brillantes reflexiones sobre la escritura y la creación literaria que nos cautiva de manera irremediable. Algo solo al alcance de un escritor de la talla de un Landero que no necesita tener ideas para mantener en vilo a sus lectores. Un Landero que nos habla desde sus tres facetas: escritor, profesor y lector. Así, sobre el hecho de ser escritor, nos sorprende con una afirmación como esta: Soy un hombre sin oficio. Escribir, contar, es algo demasiado difuso e inestable para llamarlo oficio o profesión. Y la completa con otra en relación a ser profesor: apenas soy un anfitrión que está aquí para hacer las presentaciones entre vosotros y los escritores, serán ellos los que os enseñen literatura, y si ellos no lo consiguen no lo conseguirá nadie.


    No tuvo prisas por publicar Landero. Su primera obra en ver la luz fue Juegos de la edad tardía. Cuando en 1990 recibió el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa por dicha novela, ya tenía cuarenta y un años. Un buen ejemplo de que las cosas llegan cuando han de llegar. Y de que, hasta entonces, cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar --de  nuevo, el concepto de vendimiar--. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean. Tenemos que afanarnos en nuestro mundo, es decir, en nuestro huerto y en nuestras lechugas. Del huerto de Emerson y de El tiempo recobrado, de Marcel Proust, nacen, pues, las ideas de vendimiar y de descubrir las historias que ya preexisten en nosotros.


    Las conversaciones y las lecturas compartidas en torno al fuego, soñar la vida en lugar de vivirla, la cultura del esfuerzo o los aprendizajes perdurables de la niñez son otras de las ideas en torno a las cuales Landero da forma a su nueva obra. Sin duda, un homenaje que el autor extremeño quiere rendir al escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson, cuya obra Ensayos escogidos, de la colección Australcomo el propio autor asegura, cambió para siempre mi visión del mundo y de mí mismo. Fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes, o no del todo, sino que parece un recién nacido a una nueva vida, como si en efecto hubiera sufrido una sutil pero esencial metamorfosis. Leí aquel libro varias veces seguidas en un estado febril de asombro y de infinita gratitud. Pues bien, entiéndase la presente reseña como otro homenaje, en este caso de mi parte hacia el propio Landero. Un autor del que Fernando Aramburu afirma querer leer hasta su lista de la compra. Lógico. Porque es el mejor vendimiador del universo literario. ¡Leed a Landero!