LIBROS

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jueves, 24 de diciembre de 2015

Hombres buenos. Arturo Pérez-Reverte. Alfaguara. 2015. Reseña





     Apenas una década antes de la Revolución Francesa dos miembros de la Real Academia Española de la Lengua fueron enviados por el director la misma, don Francisco de Paula Vega de Sella, y el resto de sus compañeros a París con el objetivo de comprar y llevar a su sede en Madrid los 28 volúmenes de la Enciclopedia de Diderot y D´Alembert. La aventura que emprendieron aquellos dos hombres buenos es la que recoge en esta magnífica novela el periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte. Una novela que, quizá, sea la que mejor retrate a su autor como escritor y como intelectual. Porque le encontramos serio, ácido y crítico con la España de finales del siglo XVIII. Una España, la de Carlos III, que se resistía a los cambios que venían desde una Francia que alumbró el fin del Antiguo Régimen.

     Dice el autor, y no le falta razón, que en España, en tiempos de oscuridad, siempre hubo hombres buenos que, orientados por la Razón, lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Y no faltaron quienes intentaban impedirlo. Ese es, precisamente, el punto de arranque de la novela. Porque el bibliotecario de la Academia, don Hermógenes Molina, y el almirante don Pedro Zárate son esos hombres buenos de los que él habla. Por contra, aparecen otros dos académicos que buscan impedir que la Enciclopedia llegue a Madrid: el periodista conservador (y poeta mediocre) Miguel de Higueruela y el filósofo radical Justo Sánchez Terrón.

     En ambos bandos -por llamarlos de alguna manera- hubo contrastes. Mientras don Hermes es un hombre educado, respetuoso y profundamente religioso que alaba las virtudes de lo español, don Pedro Zárate es claramente anticlerical y crítico con los impedimentos que la Iglesia católica pone a los avances del progreso. Y entre don Miguel y don Justo también encontramos las mismas diferencias, aunque desde posiciones mucho más radicalizadas y encontradas. Eso sí, los dos comparten los mismos deseos: que las Luces no pasen de los Pirineos. Exactamente lo contrario de lo que pretenden sus dos compañeros y el resto de académicos. La diferencia entre ellos la encontramos en que, a pesar de las distintas opiniones, don Hermes y don Pedro se acercan y traban una gran amistad durante el viaje, mientras que don Miguel y don Justo cada vez se llevan peor entre sí.

     Aparte de los problemas habituales en los viajes de gran distancia de la época otros dos se añadirán a la epopeya que vivirán los dos académicos: la difícil tarea de encontrar los 28 volúmenes de la primera edición -sin duda, la mejor y más fiable de todas las editadas hasta entonces-, adquirirla y traerla hasta España -recordemos que la obra formaba parte del Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica, tanto en Francia como en España, por lo que todo debía hacerse con la máxima cautela y, desde luego, de manera clandestina- y librarse de Pascual Raposo, un sicario contratado por Higueruela y Sánchez Terrón para evitar que su empresa tuviera éxito -algo evidentemente desconocido por parte de los dos grandes protagonistas pero que les situará en varias situaciones de difícil solución a lo largo de la historia.

     Como cabe esperar, todos los protagonistas están tratados con gran delicadeza y exactitud psicológica y física por parte del autor, incluido el abate Bringas, personaje de ficción inspirado en el abate Marchena, un personaje que resulta asqueroso pero que conmueve a la vez. Un ser adelantado a su época, intransigente y vividor, que acabó siendo protagonista real de la Revolución Francesa en su época de máximo terror robespierrano. Un tipo peligroso pero que se entregará por completo a la gesta que supone hacer llegar a esa España cerril de la que tiempo atrás debió huir una obra que adelantaba la sangre de los culpables que iba a ser derramada tan solo diez años después.

     Me detengo en el abate Bringas porque es el personaje que más ha despertado mi interés, tanto por sus ideas, como digo, adelantadas a su época, como por su radicalismo anticlerical y antinobiliario. Sus lúcidas ideas y divagaciones contrastan con sus expresiones directas y descarnadas, sangrientas y violentas, que hacen santiguarse al bueno de don Hermes y sonreír al almirante, don Pedro Zárate. Un personaje digno de admirar, pero también de temer. Como ocurre con el sicario Raposo: otro tipo peligroso que únicamente piensa en llevar a buen término una misión muy bien pagada. 

     Demoledor resulta el contraste entre el Madrid de Carlos III y el París de la época; entre la mojigatería y el libertinaje, simbolizado en Madame Dancenis, personaje ficticio basado en Teresa Cabarrús; entre el atraso -moral, ideológico y filosófico- y la modernidad plena, de la mano de los enciclopedistas (a los que se suman Voltaire y Rousseau y también, en persona, Condorcet o Benjamin Franklin); entre la mente cerrada sobre sí misma y la abierta al mundo. Porque París en sí mismo es otro de los personajes de la novela: calles, plazas, carruajes, caballos, cafés, hoteles, boulevards, teatros, etc.  

     Y, como colofón a todo lo anterior, la técnica narrativa, que alterna pasajes de la historia del siglo XVIII con otros de la actualidad, incluyendo los motivos de escritura de la novela, el complejo y detallado proceso de documentación -visitas in situ, mapas, libros, grabados, cuadros, etc- y el proceso creativo de la historia contada. En realidad, el propio libro introduce una especie de anexo que, en lugar de aparecer al principio o al final del mismo, aparece diseminado entre las escenas y se encarga de enlazar las distintas partes del viaje y de la estancia de los académicos en París.

     En resumen, Hombres buenos -sin duda, una de las mejores novelas del año- es un conglomerado de historias, individuales y colectivas, que enseñan Historia y Filosofía, entretienen y muestran con todo detalle cómo eran el Madrid y el París del período pre revolucionario. Un gran libro que a buen seguro sabrán apreciar los amantes de la literatura en general y de las de aventuras e históricas en particular. 

        

lunes, 21 de diciembre de 2015

El Congreso tras el 20D





     La imagen de cabecera de este artículo ilustra a la perfección -así, sobre fondo negro, además- cómo queda el Congreso de los Diputados tras las elecciones del 20D. Como cabía esperar, no hay mayorías absolutas fácilmente alcanzables. A no ser que se de ese gran pacto nacional entre PP y PSOE, algo muy poco probable y que significaría el suicidio político de ambos, sobre todo en el caso socialista. Varias son las conclusiones que podemos sacar de los resultados electorales alcanzados en estos nuevos comicios generales.

     La primera: que el bipartidismo, herido de muerte, se resiste como gato panza arriba. Pese a que el PP ha alcanzado sus peores resultados desde 1989 (pierde 16 puntos, 63 escaños y más de tres millones y medio de votantes) y el PSOE ha bajado, por vez primera en nuestra todavía breve historia democrática, de los 100 escaños (perdiendo 7 puntos, 20 escaños y más de millón y medio de votantes) suman, entre ambos, más del 50% de los votos totales. Lo cual podría propiciar esa gran coalición nacional que diera mayoría absoluta (213 escaños) a esa unión sin duda anti natura y que tendría como consecuencia la formación de un gobierno que, además de indecente, sería también ruin, mezquino y deleznable.

     La segunda: se hace definitivamente urgente una reforma del sistema electoral en nuestro país. Un par de ejemplos claros y concisos ejemplifican tal afirmación: Unidad Popular-Izquierda Unida ha necesitado más de 450 mil votos para asegurarse un escaño, mientras que PP y PSOE lo han conseguido con tan solo 58 y 60 mil respectivamente; la diferencia entre PSOE y Podemos ha sido de tan solo 350 mil votos (menos de 1,5 puntos), lo que, sin embargo, ha supuesto un reparto de escaños muy desigual (90 por 69). 

     Podemos, con bastante más de 5 millones de votos, ha irrumpido con gran fuerza en el Parlamento, obteniendo más del 20,5% de los votos totales. Sin duda, un gran éxito para los de Pablo Iglesias, que se han quedado a menos de 1,5 puntos del PSOE y han aventajado a C´s en casi 7 puntos, lo que le convierte en el gran vencedor de la noche. O, al menos, en el partido que más cosas tenía que celebrar. Y todo ello pese a no culminar su ansiada remontada tras una campaña electoral digna de elogios y estudios. 

     El intento de algunos de crear un Podemos de derechas no ha terminado de cuajar del todo. La formación de Albert Rivera se ha quedado lejos de los resultados que la mayoría de encuestas le otorgaban. Aún así, se puede calificar de un buen resultado: 3,5 millones de votos, un 14% del total, para 40 escaños parlamentarios. Eso sí, cifras que no permiten ni de lejos formar gobierno con el PP: 40+123=163 escaños. Una campaña electoral con muchas contradicciones ha penalizado mucho, muchísimo al partido españolista catalán.

     Así las cosas, alcanzar los 176 escaños que dan una mayoría absoluta en el Congreso se antoja prácticamente imposible. Máxime cuando el PP sí ha obtenido la mayoría absoluta en el Senado, lo que complica mucho más las cosas en el caso de que las izquierdas consiguieran acercarse a esa cifra mágica. Y, para acabar de completar este complicado puzzle, es absolutamente imposible llegar a ella sin contar con los nacionalistas vascos (PNV y EH Bildu) y los independentistas catalanes (ERC y Democràcia i Llibertat).

     A tenor de todo lo anterior se vislumbra en el panorama inmediato una nueva convocatoria de elecciones anticipadas. Algo que solo se podría evitar mediante una serie de acuerdos anti natura y de carambolas casi imposibles: la ya referida alianza PP-PSOE; un acuerdo multi partito de izquierdas con apoyo nacionalista e independentista; o, ya puestos, un gobierno de amplia minoría del PP de Rajoy solo posible con la abstención del PSOE de Pedro Sánchez.

     Y, al margen de lo remarcado anteriormente, este 20D hemos asistido a la constatación de dos hechos que se veían venir durante los últimos dos años: por un lado, la desaparición del Congreso de la ex formación de Rosa Díez, UPyD -superada incluso por PACMA-, y el hundimiento de una Izquierda Unida casi condenada a muerte pese a la gran valía política y personal de su candidato, Alberto Garzón; y, por otro, un ansioso deseo de cambios urgentes por una parte muy importante de los ciudadanos de este país. Quizá sea este el gran consuelo de la noche. Un motivo para la esperanza y la sonrisa. Porque, si bien el Congreso ha quedado prácticamente ingobernable, la inestabilidad permitirá, como menos, que se acaben los plasmas, las corruptelas y las indecencias.           

lunes, 14 de diciembre de 2015

También hubo amor en el gueto. Marek Edelman. Galaxia Guternberg. 2013. Reseña





     Marek Edelman falleció en octubre de 2009. Con él despareció también el último de los supervivientes del gueto de Varsovia. Desde entonces, no hay -ni habrá-, nuevos testimonios de lo que allí ocurrió. A lo largo de más de sesenta años fue objeto de multitud de entrevistas. Entrevistas en las que jamás le preguntaron por una cuestión que para él fue básica pero injustamente olvidada. Por eso trató de dejar en este libro una serie de historias sobre el amor en el gueto. Porque, en palabras suyas, era el amor el que ayudaba a resistir entre aquellos muros infames. 

     Junto a Mordejai Anilevich, Antek Zukierman y el resto de los militantes de la ZOB -Organización Judía de Lucha- Edelman fue uno de los cabecillas de la rebelión del gueto varsoviano en 1943. Sobrevivió y pudo participar también en el Alzamiento de Varsovia en 1944. Sin embargo, hasta la escritura de este libro no había abordado nunca un tema que merece toda nuestra atención: las relaciones amorosas entre los muros. Y eso que es sabido que en el gueto se establecieron relaciones, incluso entre los propios miembros de la ZOB. Véanse los casos de Anilevich y Mira Fuchrer o de Zukierman y Zivia Lubetkin.

     Por descontado, el título de este libro -que no novela- es muy llamativo. No obstante, el capítulo que hace referencia a El amor en el gueto ocupa escasamente 12 de las 150 páginas del mismo. En las cuales describe, muy brevemente -quizá demasiado-, toda clase de relaciones y situaciones. Muchas de las cuales nos dejan un nudo en el estómago. Y es que hubo gente que vivió o murió por seguir a su amado/a. El amor, por suerte en algunos casos y por desgracia en otros, decidió entre la vida y la muerte. Porque, como se suele decir, en las situaciones extremas podemos encontrar lo mejor y lo peor de las personas. 

     En estas páginas encontramos toda clase de historias amorosas: parejas desgraciadas, separadas por las circunstancias; amantes que lo dejaron todo por seguir a sus parejas; hijos e hijas que prefirieron morir a vivir si para ello debían abandonar a sus padres; padres que decidieron morir para salvar a sus hijos; aventuras entre personas del mismo sexo; otras entre mujeres mucho mayores que sus amantes; y viceversa. Y todo ello en un ambiente en el que muchos, paradójicamente, encontraron lo que antes, en situación de libertad, siempre habían anhelado.

     El resto de las páginas del libro describen la adolescencia y juventud de nuestro protagonista: su familia, sus escuelas, amistades, conocidos y relaciones sociales. Todo ello en el seno de una sociedad que se debatía entre el amor y el odio entre judíos y católicos y, ya comenzada la guerra, entre la vida y la muerte, especialmente de los primeros. Edelman rescata de su memoria jirones y aspectos sueltos de sucesos que le forjaron a convertirse en miembro de varios partidos políticos judíos y de varias organizaciones, entre las que destacó su militancia activa en la ZOB.

     Además, el libro describe, casi topográficamente, el entramado de calles, plazas, escuelas, hospitales, comercios, edificios públicos y otros lugares de interés que, lamentablemente, desaparecieron tras la invasión y ocupación alemana. Y retrata y homenajea a algunos de sus compañeros en la tarea común de luchar contra la opresión germana. Conocedor de que era el último superviviente del gueto quiso salvar del olvido a muchas de las víctimas, con sus nombres y apellidos, porque, como él mismo afirmó, seguramente nadie más va a evocarlas y es necesario que de ellas quede alguna huella. 

     De entre los múltiples párrafos del libro, me quedo con uno que dice así: el Holocausto no es verdad que fuera un asunto de esos cien o doscientos mil alemanes que tomaron parte personalmente en el exterminio. No, fue un asunto de Europa y de la civilización europea, que crearon las fábricas de la muerte. El Holocausto es un derrota de la civilización. Y por desgracia esa derrota no se acabó en 1945. Tanto es así que, muchas de las cosas que suceden a día de hoy vienen de la conciencia construida desde entonces: desde el desprecio de la vida humana. Y, por supuesto, del miedo.

     No obstante, el último párrafo del libro deja una ventana abierta  a la esperanza: la juventud puede vencer al miedo. Dice así: en este último cuarto de siglo la juventud ha demostrado ya varias veces que puede hacerlo (fin de la guerra de Vietnam, Francia 1968 y Alemania (caída del muro de Berlín)). Algo ha cambiado a partir de esa rebelión de la juventud. Nosotros ya somos una generación perdida. Lo único que queda por hacer es enseñar a la juventud que lo primero es la vida y que sólo después viene la comodidad.                      


viernes, 11 de diciembre de 2015

El puente de los espías. Steven Spielberg. 2015. Crítica





     La semana pasada se estrenó en España la esperada película El puente de los espías, basada en hechos reales y dirigida por Steven Spielberg. Una obra digna del mejor John Le Carré. A estas alturas no hace falta dedicar una sola línea para presentar ni al director, Spielberg, ni al protagonista principal del film, Tom Hanks. Tampoco a los guionistas, los hermanos Joel y Ethan Coen, apoyados aquí por Matt Charman (Suite francesa, 2014). Basta con decir que cuando unen esfuerzos semejantes guionistas, un director capaz de hacer posible lo imposible y un actor que siempre resulta creíble, en cualquier papel y circunstancia, el resultado ha de ser una obra maestra.

     En 1957 el abogado neoyorkino experto en seguros James Donovan (Tom Hanks) recibió el encargo de defender a un espía comunista, Rudolf Abel, interpretado por el actor teatral británico Mark Rylance (que repetirá en 2016 con Spielberg en Mi amigo el gigante y que ya participó en Caza al asesino junto a Sean Penn y Javier Bardem). Enfrentándose a su propia empresa, al juez y a un país en plena caza de brujas comunista durante la Guerra Fría -aspecto este muy bien tratado en la película-, Donovan consiguió que Abel no fuera condenado a muerte sino a cadena perpetua. Algo que tendría consecuencias tres años después, cuando los soviéticos atraparon al piloto estadounidense Francis Gary Powers (Austin Stowell). 

     Donovan, que ya había demostrado su integridad, sangre fría y saber hacer en la defensa de Abel, fue llamado por la CIA para viajar, en misión secreta, al convulso y peligroso Berlín oriental con el objetivo de negociar la liberación del piloto y su canje por el espía comunista. Pese a los evidentes riesgos que conllevaba dicha misión aceptó al considerar que era lo justo y lo correcto en aquellas circunstancias. Es de suponer que debió pensar que con ello mataría tres pájaros de un tiro: liberaría al piloto, llevaría de vuelta a casa a Abel -con quien había trabado una relación más que correcta- y lavaría su imagen ante su nación (aspecto este que, creo, fue el menos influyente de los tres citados).

     No obstante, la situación se complicó todavía más al conocerse la noticia de que un estudiante de económicas norteamericano que se encontraba en Berlín escribiendo una tesis sobre la economía en el mundo comunista había sido capturado por los alemanes orientales. Donovan, contradiciendo de nuevo a la CIA -a la que no le interesaba en absoluto la suerte que pudiera correr el estudiante- y poniendo en riesgo la misión y su propia integridad física, no dudó en tratar de conseguir también la liberación del joven. Lo cual le colocó en situaciones todavía más complicadas. 

     El Berlín de los sesenta, atravesado por el muro de la infamia, aparece como un personaje más de la acción. Inhóspito en pleno invierno, con muros y alambres de espino por doquier y con presencia militar en cada esquina se nos antoja un muy mal lugar para viajar. Y menos con una misión tan apasionante como peligrosa. Tom Hanks actúa como acostumbra: de manera absolutamente genial, natural y convincente. Y Mark Rylance, al que servidor desconocía hasta la fecha, supone toda una sorpresa, pues no le va a la zaga nunca. Frío pero humano, encarna el papel de espía a la perfección, poniendo en evidencia al 007 de turno. 

     Lo que más ha llamado mi atención es la distinta manera de mirar la realidad que supuso la Guerra Fría en los años sesenta. Spielberg no nos habla de malos y buenos, como la mayoría de películas que tratan el tema, sino de hombres responsables -algunos (Donovan o Abel) más que otros (la CIA, el FBI, la justicia y la propia sociedad estadounidenses no salen muy bien paradas en este film)-, íntegros y servidores de su patria y, ante todo, de su propio código moral. Porque en El puente de los espías Spielberg, más que nunca, profundiza en la humanidad del héroe. Todo ello, envuelto en un ambiente y un ritmo que consiguen que una película de 140 minutos no se haga larga. Todo lo contrario.

     Siempre he pensado que para que una película sea muy buena necesita de un guión perfecto. Y lo mejor de este es que no parece estar escrito por los hermanos Coen. El ritmo no es endiablado, el ambiente no es negro y agobiante, no hay sangre por todas partes, no aparecen los típicos villanos y héroes, no hay ansias de venganza por ninguna parte. Y, como he dicho antes, ni los americanos son ángeles ni los comunistas demonios. Estamos, más bien, ante un film en el que, ¡por fin!, la sensatez y el sentido común están muy por encima de los prejuicios sin hondura ni fundamento. En el que la humanidad de los personajes domina a los estereotipos.

     Si quien lea esta reseña no tiene planes para este finde -o para cualquier tarde medio libre de entre semana- hará bien en ver esta película. Y quien los tenga, no se arrepentirá de cancelarlos para disfrutar del cine en estado puro. Sin alardes, sin estridencias, pero con una gran humanidad. Y, lo más importante, sin buenos ni malos y sin estereotipos. Pero con valores, rectitud y gran honestidad. Al cine -y a la sociedad- actual le hacía falta una película como esta.     

           

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La ley del menor. Ian McEwan. Anagrama. 2015. Reseña





     Me fascina la enorme facilidad con la que determinados autores son capaces de contar varias historias diferentes dentro de una misma novela sin que ninguna de ellas te haga desconectar un poco respecto a la que, por el motivo que sea, te atrae más. Ian McEwan es uno de esos autores a los que me refiero. Si hace un mes ya me atrapó con Chesil Beach, ahora ya no pienso oponer la más mínima resistencia a leer cada una de sus obras que vaya cayendo en mis manos en el futuro. La ley del menor mejora, todavía más, la percepción que de él alcancé tras leer la anterior obra. Quizás no llega a la altura literaria de John Williams, mi autor extranjero preferido, pero creo que es uno de los que más se le acercan. Sin duda.

     Una de las claves de que McEwan me guste es, aparte de su indudable audacia a la hora de escribir, que plantea en sus obras temas que, ya de entrada, nos golpean y nos predisponen a leerla. En este caso, la protagonista de la novela, la jueza Fiona Maye, debe decidir sobre la vida de Adam Henry, un menor - le faltan tres meses para cumplir los dieciocho- que se opone a una transfusión de sangre que podría curar su leucemia. El motivo: es Testigo de Jehová. El dilema moral que se le plantea a Fiona es de órdago: respetar las creencias religiosas de Adam o mantener su seguridad personal por encima de sus creencias. La verdad: no quisiera verme nunca en una situación así.

     He comentado al principio que McEwan es un artista a la hora de enlazar las diferentes historias que componen sus novelas. Pues bien. Para completar el difícil cuadro que debe afrontar la jueza, su marido le acaba de presentar una propuesta: dado que ambos rondan los sesenta años de edad y llevan más de siete semanas sin mantener relaciones sexuales -algo que parece no importar a su mujer, pero sí a él- ha decidido mantener una relación pasional con una joven de veintiocho, de profesión estadística y de nombre Melanie, antes de que sea demasiado tarde.

     Como es de comprender, una propuesta así planteada es difícil de aceptar. Máxime cuando lo que busca Jack no es separarse o divorciarse sino simplemente informar a su mujer de una decisión que no tiene nada que ver con el amor que por ella dice mantener todavía, sino con el hecho de estar viendo pasar ante sí el último tren de pasión y lujuria desenfrenada. Un tren que no quiere perder. Aunque tampoco quiere perder a su mujer. Otro dilema complicado que debe resolverse. Otro que -creo- nadie debería querer enfrentar jamás en su vida.

     Fiona debe convivir a diario con sus compañeros de profesión, abogados, fiscales, vistas y demás juicios. Y, además, decidir sobre la vida de Adam y, lo que es más importante pero parece afectarle menos, sobre la suya propia. Sin hijos -nunca encontró el momento oportuno mientras subía peldaño tras peldaño en la escalera que la llevó hasta su magistratura como Defensora del Menor y, cuando quiso darse cuenta y ya ocupaba un gran cargo, era demasiado tarde para ser madre, algo que le comía las entrañas día a día-, se imagina ya anciana, sola y aburrida. Y con muchos miedos. Porque McEwan demuestra ser un genio a la hora de describir los miedos de las personas. Y sus novelas llevan a una carga psicológica enorme que muy pocos autores son capaces de explicar con la maestría con la que lo hace él.

     Fiona debe atender a la eterna pugna entre la razón y la fe; entre el derecho humano a decidir sobre su propia muerte y la obligación del Estado y de su sistema sanitario de procurar a sus ciudadanos el derecho a la vida. ¿Es suficiente una creencia religiosa para decidir morir? ¿Debe el Estado intervenir? ¿Y si, encima, el protagonista es un menor de edad que, legalmente, no puede decidir sobre un asunto tan dramático? Para terminar de poner en un serio aprieto a la jueza, Adam es un chico inteligente, mucho más de lo normal para su edad, escribe unas poesías sublimes y tiene facilidad para aprender en muy poco tiempo a tocar el violín. ¿Debe Fiona dejarle morir? Finalmente -¡ojo!: ¡la siguiente frase contiene un spoiler y no debe ser leída antes que la novela!-, decide denegar la solicitud del chico y sus padres y ordena la transfusión inmediata, amparada en la sección I (a) de la Ley del Menor de 1989, que dice así: Cuando un tribunal se pronuncia sobre cualquier cuestión relativa a la educación de un niño el bienestar del menor será la consideración primordial del juez.

     McEwan explica las posturas encontradas respecto al futuro de Adam de tal manera que el lector, pese a tener una idea previa de lo que decidiría si llegara el caso de enfrentarse a algo así, llega a dudar de si su razonamiento es el más apropiado. Porque Adam sabe que va a morir y, sin embargo, se niega a esa transfusión. Y llega a llamar a Fiona entrometida. ¡Y el lector le entiende! Y llega a desear la muerte de Adam, pese a ser un chico entrañable y con un futuro por delante que todos quisiéramos para nuestros propios hijos. Y eso es, precisamente -la conjunción de posiciones irreconciliables pero igualmente comprensibles y aceptables-, lo que entusiasma de este autor. ¡Y la sentencia que escribe Fiona sobre este caso es de lectura obligatoria!

     De nuevo, la música juega un papel importante en la novela. A Jack le encantan el jazz y el blues. A Fiona, la música clásica. Incluso toca el piano muy bien. Algo parecido ocurría en Chesil Beach. McEwan introduce la música en sus historias. Supongo que piensa que esta le sirve para abrir a sus personajes, para explicar aspectos interesantes de su personalidad. Y yo lo comparto totalmente. Por eso en Almas Suspendidas, mi segunda novela, hay tanta música. Aunque, dependiendo de la temática, no siempre su inclusión es oportuna.

     La ley del menor conmueve, sorprende, intriga, indigna y hace reflexionar sobre los dos temas principales que trata: la eutanasia y las relaciones matrimoniales y extra matrimoniales. Se lee de una sentada -o dos- y deleita y agobia a la vez. Porque el disfrute que se alcanza con su lectura anticipa la angustia del momento de su finalización. Es esa clase de novelas que el lector devora pero que, a la vez, no quisiera que acabara nunca. ¡De lectura obligatoriamente recomendada!