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lunes, 30 de septiembre de 2024

Los incomprendidos. Pedro Simón. Espasa. 2022. Reseña


 



    Tras el enorme éxito alcanzado un año atrás con Los ingratos, Premio Primavera de Novela 2021, el escritor y periodista madrileño Pedro Simón publicó su tercera novela, Los incomprendidos, a finales de 2022. Como en su predecesora, el autor nos narra una historia que llega y emociona al lector. Porque, como reconoce Javier, uno de los personajes y narradores de esta novela -junto a su hija Inés y su hermana Clara, que aparece como narradora epilogar-, las mejores historias no son las que hablan de los otros en sitios lejanos, sino las que hablan de ti. Aquí mismo. Ahora. Y hacen que se te iluminen los ojos y quieras conocer el final. Y no le falta razón. Porque las historias cercanas y corrientes, las que les pueden ocurrir a cualquiera de nosotros, suelen resultar a menudo las más atractivas. Aunque solo sea por ofrecer una mayor verosimilitud y, por tanto, también una mayor posibilidad de repetirse en nuestras propias carnes.   

    De los catorce capítulos que componen la novela, Javier, el padre, nos narra siete. Por su parte, Inés, la hija, narra seis de los restantes, quedando el epílogo para Clara, hermana de Javier y tía de Inés. Las mochilas que todos llevamos a cuestas, la culpa con la que cargamos, la incomprensión que sentimos más a menudo de lo deseado, la incomunicación, la soledad y la falta de diálogo dentro del núcleo familiar y los silencios más incómodos que existen en todos los hogares son los pilares de la historia de esta familia. Una familia que debe sobrevivir a un drama conocido desde el inicio, la muerte del hijo menor, Roberto, y a otros desconocidos en un principio pero que se irán presentando ante nuestros ojos de manera que al final los huecos de esta historia se van rellenando y permiten al lector recomponer el puzzle familiar de forma progresiva, hasta que la última de sus piezas encaja y todo cobra sentido. 

    A veces, cuando voy por la calle y veo a un adolescente hacerle un gesto airado a su madre, o cuando observo en el autobús cómo un padre trata de conversar con su hija y esa hija calla, me pregunto quiénes son en realidad los incomprendidos, narra Javier en la parte final de la novela. Somos esa generación errática que entonces dejaba el mejor sitio de la mesa para el padre y que ahora se lo deja al hijo. Eso somos, afirma unas páginas antes haciendo alusión a la crisis de solidaridad, valores y respeto en la que vivimos actualmente. Desnortados, en suma. Inés, por su parte, nos cuenta que la adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de los otros. Es suficiente con que te los imagines más felices y más guapos que tú y sin el nudo que sientes dentro. Algo que se completa con otra frase muy significativa que viene a decir algo así como que la adolescencia es parirse a uno mismo a los dieciséis o a los dieciocho.  

    Javier trabaja en una pequeña editorial que busca con ansia publicar la novela negra revelación del año. Nos habla de la que cree que va a serlo. Nos cuenta su trama, su desarrollo y su final. Y, además, narra la historia de su hija Inés desde su nacimiento hasta la actualidad -algo que le aconseja Diana, la psicóloga familiar a la que acuden todos sus miembros tras la muerte de Roberto- en un simulacro de novela escrita por él mismo. En ese sentido, Los incomprendidos podría ser calificada, además de como novela familiar, como metaliteratura. Y es que esas otras novelas paralelas o periféricas a las que se ha aludido tienen también conexiones con la realidad narrada por la novela central. Son, por tanto, una especie de explicaciones o anexos a la trama central. Una forma de aportar mayor información de una manera original y diferente a lo acostumbrado. Aunque, obviamente, tampoco sea ninguna gran novedad literaria.  

    La historia del matrimonio formado por Celia y Javier es la de tantos otros. Pareja que desea tener un hijo, lo intenta y lo vuelve a intentar, ve que no puede, se hace pruebas, observa que no hay ningún problema que impida poder tenerlo, decide adoptar y, de repente, ocurre el embarazo. Así es como, en cuestión de meses, el matrimonio da la bienvenida a su hogar a un hijo recién nacido, Roberto, y a una hija algo mayor, Inés. Una hija que ya arrastra una pesada carga. Una pesada carga proveniente de su familia natural que se acrecienta tras la trágica muerte en accidente de tráfico de su hermano. Una tragedia que separa a los miembros supervivientes de la familia. Hasta que la situación roza lo insostenible. Cada uno de ellos se considera culpable de la muerte de Roberto. La terapeuta, Diana, no logra recomponer las grietas aparecidas en el seno familiar. Trata por separado a cada uno de ellos, sin lograr retornar a esa feliz unión anterior al drama. 

    Javier e Inés, Inés y Javier nos narran, capítulo a capítulo, la historia del drama. Familiar y personal. Ambos tratan de comprenderse y de hacerse comprender. Pero les cuesta. Inés se refugia en su tía Clara. Una mujer trabajadora, luchadora, soltera, libre, con parejas esporádicas y sin hijos, que se encarga de levantar a Inés cada vez que esta parece desmoronarse. Y está a punto de hacerlo en varias ocasiones. No es agradable sentirse como un explosivo, afirma la propia Inés, que completa con la sensación que tiene de que, tras la muerte de su hermano, ella es lo único que les queda a sus padres. Una gran responsabilidad para ella, otra carga y otra culpa más, puesto que no tiene claro si sabrá estar a la altura. Algo que constata definitivamente con una frase desgarradora: confirmé lo muchísimo que mis padres lo querían a él. Hasta muerto, tenía algo de celos. Y me daba asco a mí misma por sentirlos. Tía Clara me miraba y creo que me adivinaba los pensamientos. Yo solo pedía en silencio que me siguieran queriendo, a pesar de todo. Si no tanto como a él, parecido

    Esa idea, la de poder leer el pensamiento, se repite a lo largo de la novela. Por ambas partes, además. Pero, sobre todo, por parte de Javier. Quisiera saber qué piensa su hija. Para hacer las cosas mejor. Para hacerle la vida más fácil. Aunque conocer sus pensamientos podría acabar de hundirlo a él. Tía Clara, en cambio, sí parece ser capaz de leer el pensamiento de su sobrina. Y se convierte en su tabla de salvación: con ella deja de hacerse pipí en la cama, con ella aprende a nadar, con ella aprende a confiar en alguien. Clara, además, también es la voz de la conciencia de su hermano y de su cuñada. La tormenta que resuena en las cabezas de los adultos. El nexo de unión de una familia que amenaza con separarse de por vida. Una familia cuyo uno de sus miembros (Inés) se ve como un círculo rodeado de cuadrados y piensa en la muerte. Y Javier se siente impotente: no hay peor sensación de fracaso que ver cómo se te ahoga una hija. Porque un hijo también es eso que a veces te mata o querrías matar, pero que te da la vida. 

    Inés, por contra, nos dice que si de niña creces cuando ves llorar a una madre, supongo que siendo un adulto te haces un poco más viejo cada vez que ves llorar a tu hija. Y es que, dentro de la soledad, la incomunicación y el horror de vivir juntos pero parecer unos extraños, en las historias que nos narran los protagonistas de Los incomprendidos, como ya sucediera en Los ingratos, también tienen cabida la esperanza y la ilusión. La ilusión de que los problemas siempre se pueden superar. Porque solo la muerte no tiene solución. Y hasta la muerte misma también puede acercar a quienes sobreviven a la tragedia. Aunque para ello hayan de viajar a lo más recóndito de sus almas. Aunque para ello hayan de mirarse en el espejo y decirse a la cara -en este caso, escribir sobre un papel- quiénes son y quiénes quieren ser a partir de ahora.            

    

martes, 14 de mayo de 2024

Baumgartner. Paul Auster. Seix Barral. 2024. Reseña

 




    Cuando en marzo de 2023 Siri Hustvedt anunció que su marido, Paul Auster, padecía cáncer el mundo de la literatura contuvo el aliento. A partir de ese momento, sobre todo debido a la falta de noticias sobre su estado de salud, nos temimos lo peor. Sin embargo, conociendo a Auster, sabíamos que su tenacidad le iba a hacer poder escribir como mínimo una obra más. Y así fue. Un año después del fatal anuncio, y solo unas pocas semanas antes de su fallecimiento, su editorial española de los últimos años, Seix Barral, publicó Baumgartner, su primera novela desde el tremendo éxito alcanzado con 4, 3, 2, 1 (2017). No sabíamos que tan solo un mes y unos pocos días después el autor de Newark (New Jersey), conocido también por obras como La trilogía de Nueva York (1985-6), El palacio de la luna (1989), El cuaderno rojo (1994), Brooklyn Follies (2006), Sunset Park (2010) o Diario de invierno (2012), nos dejaría huérfanos de su genio.

    Se ha dicho de esta obra que se trata del testamento literario de Auster. Me parece algo tan exagerado como injusto, además de falto de originalidad. Algo que queda muy bonito y rimbombante pero que no es cierto. Dicho testamento se esconde en cada página de cada una de sus obras, no solo en esta. Porque esta novela, su última novela, es fiel al estilo del conjunto de su obra: aparentemente sencillo pero que esconde en realidad una compleja arquitectura narrativa repleta de digresiones que parecen romper el hilo discursivo pero que completan información que más adelante será más importante de lo que parece, de una metaficción que esconde unas historias dentro de otras y de un cuestionamiento de la identidad que hace que el lector se devane los sesos pensando si la obra en cuestión habla de los personajes de la misma o si el autor está hablando en realidad de sí mismo. En cuanto a temática, también Baumgartner es fiel a la obra austeriana, que siempre trata sobre existencialismo, pérdida, amor, azar, soledad, etc.

    Seymour Tecumseh Baumgartner, personaje central que da título a la novela, es un septuagenario profesor de Filosofía que, nueve años después de perder a su esposa, Anna, el gran amor de su vida, sigue sumido en el dolor y la soledad. Está cerca de jubilarse y, mientras trabaja en un nuevo libro filosófico, repasa los numerosos manuscritos de su esposa, escritora y traductora, y trata de recordar los hechos vividos junto a ella. Aunque tras su muerte le rindió una especie de homenaje reuniendo sus ochenta y ocho mejores poemas en un único volumen bajo el título de Lexicón, con notable éxito de crítica y ventas, por cierto, ahora piensa en publicar los más de cien restantes. Vive una cadena perpetua de soledad y trata de no perder la memoria, sabedor de que el simple hecho de olvidar subirse la cremallera del pantalón después de ir a orinar es el comienzo del fin de un hombre. Algo que, por desgracia, a él ya le sucede con cierta frecuencia.

    La novela abarca aproximadamente un año y medio de la vida de Baumgartner. Unos dieciocho meses -desde abril de un año sin especificar hasta septiembre del año siguiente- que ocupan los cinco únicos y largos capítulos -unos más que otros- de la obra (261 páginas en total, las mismas que escribe el protagonista en su obra filosófica, Misterios de la rueda). La narración comienza con un ritmo endiablado y de forma casi cómica, contando una serie de catastróficas desdichas del protagonista, que empieza a perder memoria y reflejos. Poco a poco el ritmo va bajando e introduce los muchos y variados pensamientos del protagonista. Además, en diversos fragmentos se reviven momentos de su vida anterior. Con Anna y con sus familiares, tanto los de la rama Baumgartner como los de la rama Auster -sí, de nuevo, como tantas veces a lo largo de su carrera literaria, parece que el autor habla de sí mismo y de su familia-, que se remonta a la Ucrania del siglo anterior. 

    La pérdida, la desposesión y la identidad, temas recurrentes en la obra de Auster se ponen de manifiesto también en Baumgartner. Por ejemplo, en este párrafo en el que se nos habla de Ivano-Frankivsk, la ciudad de origen del abuelo materno del protagonista: una ciudad polaca se había convertido en en una ciudad de los Habsburgo, una ciudad de los Habsburgo se convirtió en una ciudad austrohúngara, una ciudad austrohúngara pasó a ser rusa durante los dos primeros años de la Primera Guerra Mundial, luego austrohúngara, después ucraniana durante un breve espacio de tiempo al término de la guerra, luego polaca, después soviética (de septiembre de 1939 a julio de 1941), luego fue una localidad controlada por los alemanes (hasta julio de 1944), después por los soviéticos y ahora, a raíz del derrumbe de la Unión Soviética en 1991, es una ciudad ucraniana. Con tantas idas y venidas, como para no cuestionarse uno la identidad.

    Una identidad que a veces solo puede reconstruirse a base de recuerdos personales. Y cuando estos se acompañan de los recuerdos de tu compañera de vida la composición de lugar se hace más evidente si cabe. Así le ocurre al protagonista mientras relee los escritos de Anna, en los que su mujer narra los comienzos de la relación, el matrimonio y diversos fragmentos de una vida en común que el destino -o más bien el azar, si hablamos con más propiedad del estilo austeriano- quiso que no tuviera descendencia en forma de hijos. Un azar que, como resaltó más notablemente el propio Auster en 4, 3, 2, 1, determina la vida de las personas. Como la de la propia Anna, cuyo primer amor, Frankie Boyle, murió en la guerra. Y, como consecuencia de ello, también determinó la vida de Baumgartner, cuya existencia en este mundo no habría sido la misma si Anna no hubiera sido su mujer sino la de Frankie. Ni que decir cabe que todas estas cuestiones dan para que el lector piense, y mucho, sobre la vida.

    Dos mujeres más tienen cabida en las páginas de la novela póstuma de Auster. Por un lado, Judith, una mujer con la que el protagonista mantiene una relación. El narrador habla de las semejanzas y diferencias entre esta y Anna, así como del tipo de relación existente entre ella y Baumgartner, quien, pese al duelo, el dolor y el amor que todavía siente hacia Anna, busca seguir adelante sin renunciar a la libertad y al amor. Con muchas dudas, sí. Pero también sin miedo. Porque vivir con miedo a perder es negarse a vivir. Y es que la pérdida no debe atarnos a la depresión. La otra mujer importante en la vida presente del protagonista es Beatrix Coen, una joven estudiante que contacta con él para realizar su tesis doctoral sobre la obra, conocida y no conocida, de Anna. Baumgartner y ella planean una estancia de la joven en casa del anciano para que esta pueda leer los manuscritos de su mujer, lo que ilusiona sobremanera a un Baumgartner que, por fin, piensa hacer todo lo posible para que la obra de su esposa sea conocida y divulgada.

    Baumgartner no es, como ha quedado dicho más arriba, ningún testamento literario. Es, más bien, un canto a la reflexión, a la pérdida, al amor, al azar, a la memoria, a las ganas de seguir viviendo. Reflexiona sobre el significado del amor en cada etapa de la vida de las personas y sobre cómo estas afrontan el duelo, la pérdida y el transcurrir del tiempo. Un tiempo que no volverá jamás y que, lejos de abrumarnos y desanimarnos, debe alumbrar en nosotros el deseo de vivir con todas las ganas. Todo ello, narrado por uno de los mayores escritores contemporáneos, a la edad de 77 años y conocedor de que su tiempo se acabará pronto, constituye un testamento no literario sino absolutamente vital. Testamento vital que haríamos muy bien en incorporar a nuestra razón de ser en esta tierra. Servidor no puede dejar de admirar a quienes, sabiendo que su tiempo se acaba, en lugar de desesperarse buscan dejar un legado, una despedida, un agradecimiento final en forma de novela, disco, película, etc. Bravo por Leonard Cohen, por David Bowie, por Freddie Mercury y por Paul Auster (a pesar de ese final abierto a interpretaciones que deja al lector más noqueado si cabe).         

    

lunes, 4 de diciembre de 2023

El librero Vollard. Pierre Péju. Ediciones Témpora. 2004. Reseña

 




    Conocí la existencia de Pierre Péju y de su obra El librero Vollard a través de uno de esos libros que tanto gustan a los bibliófilos por el hecho de que hablan de otros libros. Hasta entonces desconocía por completo que el autor, nacido en Lyon en 1946, es filósofo y ensayista además de novelista. Ha escrito más de una docena de obras, entre las que destacan varias novelas y ensayos sobre temas tan diversos como la interpretación de cuentos y el romanticismo alemán. Enseña filosofía en la Escuela de Francia y es director del Colegio Internacional de Filosofía de París. El librero Vollard, su obra más conocida, la más aclamada por la crítica, que le valió uno de los premios literarios más prestigiosos de su país, el Prix du Livre Inter en 2003, se convirtió en un fenómeno de ventas en su país hace dos décadas de la mano de Ediciones Gallimard. En 2004 Ediciones Témpora decidió traducirla --trabajo a cargo de Cristina Zelich-- y publicarlo en lengua castellana. 

    Como era de prever, la novela es un homenaje a los libreros, a los libros y a la literatura en general. Construida de forma sencilla --tres partes diferenciadas que engloban quince capítulos-- y utilizando a menudo la prosa poética, narra las vidas de unos personajes, tres principales y otros secundarios, que se caracterizan por una infancia repleta de dificultades y de una adultez de una soledad absoluta. Tan absoluta que, de una u otra forma, todos ellos rozan la alienación e incluso la enajenación. Más abajo volveremos a tratar los temas de la infancia complicada y la soledad. De momento, me quiero detener en algo que concierne al texto en sí. A cómo el autor nos presenta la historia. Al modo en que nos la hace sentir mientras la leemos. La manera que tiene Péju de narrar la forma que tienen sus personajes de convivir en un mundo que a menudo les es ajeno llega a conmover, a  emocionar, a sobrecoger. A desgarrar.

    La historia nos presenta a Eva, una niña de diez años, que sale corriendo del colegio ante una nueva tardanza de su madre, Teresa, que no trabaja pero necesita huir cada día de su monótona vida, buscando una fuerte dosis de olvido solitario, un gran trago de indiferencia pura. Casi siempre llega tarde a recoger a su hija, que finalmente se cansa y, asustada, corre sin mirar hacia atrás. Ni hacia los lados. Hasta que la camioneta de Étienne Vollard, cargada de libros --los lee, los compra, los vende, y vive con ellos--, choca contra ella y la atropella. A Vollard, macizo, grande, voluminoso, no le gusta conducir, pero para el transporte de libros antiguos, de libros de ocasión que a veces va a comprar lejos, en otra ciudad, está obligado a utilizar su camioneta. Después de tratar de asimilar que deberá aprender a vivir con la idea de que ha atropellado, y quizá matado, a una niña, va al hospital para ver cómo se encuentra la pequeña. Y casi no se separa de ella. 

    Teresa lleva diez años haciéndose a la idea de que es madre de una niña. Mientras su hija está en la escuela ella conduce durante horas o coge trenes para perderse en ciudades, calles o centros comerciales, sentirse anónima y libre, evadirse de una realidad solitaria que no puede aceptar. Madre soltera, reflexiona sobre que cuando Eva era un bebé, conseguir hacer lo que debe hacer una verdadera madre era casi más fácil. Ahora es una hermosa chiquilla. Crece rápido. Pronto, por suerte, podrá quedarse sola, arreglárselas. Y Teresa lucha con fuerza contra el deseo envenenado de no regresar jamás. De huirY le espeta a Vollard, quien se esfuerza pero no logra entenderla, que estuve terriblemente sola. Únicamente las mujeres solas con un bebé pueden comprender. La presencia de un hijo hace que la soledad se vuelva dura como una piedra. Por eso, solo ansía que Eva crezca para poder dejarla vivir su vida y poder ella misma vivir la suya.

    Vollard, que recuerda por su memoria prodigiosa, su vasto conocimiento de obras y autores y su gran amor a los libros al famoso Mendel de Stefan Zweig, siempre ha leído compulsivamente. Desde una infancia y una adolescencia de soledad y maltratos escolares en la que la lectura fue su único refugio. Una época de su vida descrita con bastante detalle en la segunda parte de la novela, en la que se destaca su aspecto físico --todos se ríen de él y le llaman gordinflón--, su extraordinaria memoria --que despierta a la vez celos y fascinación-- y su inquietante y misteriosa aureola de soledad. Hasta que, con los años, esa pasión se convirtió, además, en su sustento. El Verbo Ser es su librería de libros viejos y de ocasión. Un refugio ya no infantil ni adolescente, sino adulto. Una adultez también solitaria, retirada, aislada del mundo. Ajena a él. Como el Meursault de Camus en El extranjero. Como el Cauldfield de Salinger en El guardián entre el centeno. Como el Maxley de Williams en Solo la noche. 

    Y, sin embargo, y a diferencia de los casos expuestos justo arriba, Vollard se muestra empático y humano. Al menos con la pequeña --aquel pequeño cuerpo inerte encarnaba una soledad espantosa que reconocía como el inverso exacto de su propia soledad--. Porque Eva sobrevive, despierta del coma que padecía y muestra signos de recuperación. Camina, bebe y come. Incluso abandona el hospital. Y es trasladada a un centro especializado en la parte alta de la ciudad, cerca de las montañas. Vollard no se separa de ella. Primero, en el hospital, donde, siguiendo las indicaciones y recomendaciones de doctores y enfermeras, y ante la pasividad y despreocupación de una indolente e impotente Teresa, contribuye al despertar de la niña a base de recitarle cuentos de memoria. Más tarde, en el centro, desde donde la lleva de excursión al monte y al río. Soledad de soledades: un hombre solitario ocupándose de una niña solitaria desatendida y dejada de lado por su madre solitaria.

    La novela transcurre entre las quejas de una Teresa que reconoce que era una niña sola que tiene una niña, con ese permanente deseo de ir a otro lugar, de buscar otra cosa, de huir, y que, ahora que Eva está tan enferma estará siempre con ella, para siempre pegada a ella, por tanto, con la desesperada imposibilidad de marcharse a ningún otro lugar, y, por contra, un Étienne que, por momentos, piensa que Eva se convertía en el hijo que no había tenido, que no tendría jamás, de ninguna mujer. Me necesita como yo necesito ese vapor del nacimiento que flota en torno a él. En efecto, Eva se convertía también en el niño que Vollard había sido, el que hubiese podido ser, en un inaccesible pasado. En este sentido, Teresa y Étienne se transforman en dos solitarios contrapuestos. Ella, una solitaria que se evade de sus responsabilidades como madre. Él, un solitario que, quizá movido también por la culpa, asume muchas más responsabilidades de las que debería. Dos caras opuestas del mismo problema.

    El librero Vollard no tiene grandes expectativas. Sin grandes alardes, con las palabras justas pero necesarias, se limita a contar, a narrar, a describir las distintas formas que tienen las personas de afrontar la soledad y de tratar de vivir con ella. De las maneras que tienen de llenar esas carencias afectivas con libros, viajes, paseos, asistencia a grandes almacenes, etc. De lo muchísimo que marcan las infancias difíciles. De la imposibilidad de ser adultos completos en determinados casos. De lo fácil que es hablar de los demás sin conocer las circunstancias de su pasado. Incluso de su presente. De la impotencia que se puede sentir cuando, pese a ser un virtuoso de las palabras, de conocer el enorme poder que estas poseen, no se alcanza a asimilar las problemáticas que se nos van presentando en la vida cotidiana. Una novela magnífica, en definitiva, que me recuerda, por su simplicidad, además de a las ya reseñadas con anterioridad, a La elegancia del erizo, la famosa novela de la también autora francesa Muriel Barbery. Y es que en ambas novelas hay mucho de filosofía.               


miércoles, 18 de diciembre de 2019

El lobo estepario. Hermann Hesse. Edhasa. 2017. Reseña





     Edhasa Literaria reeditó en 2017, noventa años después de su publicación original (1927), uno de los clásicos más singulares del siglo pasado: El lobo estepario, del escritor alemán Hermann Hesse. Por aquel entonces ya habían sido publicadas sus otras dos obras más reconocidas, Demian (1919) y Siddhartha (1922), ambas reseñadas en este blog. En 1946 recibió el Premio Nobel de Literatura. La novela, de gran contenido filosófico, combina el género autobiográfico --el protagonista de la historia, Harry Haller, es un alter ego del propio autor, cuyas iniciales coinciden además-- y la fantasía --a través de lo que el narrador denomina teatro mágico--. La parte autobiográfica ocupa los dos primeros tercios de la novela. La fantasía, la parte final. 

     El libro refleja la gran crisis espiritual sufrida por el autor en la década de 1920. Mientras seguía luchando por sentirse humano, apreció que crecía en él una serie de aspectos lobunos que lo apartaban del resto de sus congéneres y lo arrastraba hacia una espiral de agresividad y violencia, conduciéndolo a parecerse cada vez más a alguien huraño y desarraigado. Como buen alemán y seguidor de Goethe --a lo largo de la historia de Hesse aparece en numerosas ocasiones la figura del también escritor alemán, autor de Fausto--, la dualidad de Fausto y Mefistófeles se hace presente en El lobo estepario. No es de extrañar esta influencia, pues la tradición alemana de Fausto se remonta al siglo XVI.

     Dicha tradición nos habla de la existencia de un erudito, Johan Georg Faust, que acabó haciendo un pacto con el diablo para intercambiar su alma a cambio de conocimientos ilimitados y placeres mundanos que le sirvieran para terminar con una vida que consideraba insatisfecha a pesar de su éxito. Esta historia ha sido recogida no solo por Goethe y Hesse. También, a lo largo de los años, por autores como Robert Louis Stevenson --El extraño caso del doctor Jekyll y mr. Hyde, en 1886--, Oscar Wilde --El retrato de Dorian Gray, en 1891--, Gastón Leroux --El fantasma de la ópera, en 1910--, Klaus Mann --Mephisto, en 1936-- o Thomas Mann --Doktor Faustus, en 1947--. Además, también hay una gran cantidad de obras musicales y cinematográficas sobre el mito dual de Fausto.

     Tras una década (la de 1910) horrible en la vida de Hesse --muerte de su padre, grave enfermedad de su hijo Martin, esquizofrenia de su primera esposa, desarrollo de la Gran Guerra y enfrentamientos con la opinión pública germana por el virulento ataque del autor al creciente nacionalismo alemán--, trató de rehacerse casándose de nuevo y obteniendo la nacionalidad suiza. El matrimonio, sin embargo, fracasó rápidamente y se desató la crisis que dio origen a El lobo estepario. Se aisló en su piso alquilado y constató su imposibilidad para relacionarse con el mundo exterior, teniendo cada vez mayores y más graves pensamientos suicidas. Como el protagonista de la novela, Harry Haller, obsesionado con la idea de rebanarse el cuello con su cuchilla de afeitar.

     La independencia, la libertad y la soledad son tres de los temas principales que trata la novela. Haller, anti belicista hasta la médula, es criticado por la prensa por sus ideas, consideradas anti patrióticas. Se aísla y ve nacer y crecer al lobo que lleva dentro y que se va apoderando de él. Hasta que una noche toca fondo y decide que la única solución es cortarse el cuello al llegar a casa. Asustado, deambula por las calles de la ciudad con tal de demorar al máximo el momento de su muerte. Aborrece a los humanos y al mundo entero. Pero, por contra, se siente mal consigo mismo por no encajar en ese mundo. Todo parece estar abocado a un desenlace trágico para él. Hasta que en un tugurio conoce a Hermine, una mujer en cuyas manos, de repente, deja su futuro. 

     A través de Hermine --posiblemente otro alter ego del propio Hesse, pues Hermine es el femenino de Hermann--, conocerá a María, una bella y complaciente mujer. Ambas, Hermine y María, se convertirán en los botes salvavidas de Harry. Los bailes y las conversaciones con la primera y el sexo y el romanticismo con la segunda constituirán el comienzo de una especie de reconciliación del protagonista con el mundo. Algo que el lector no acaba de creerse, pues parece que los cimientos de esa nueva existencia están hundidos en barro y, por tanto, se pueden venir abajo en cualquier momento. La realidad de Harry se va disolviendo en una serie de hechos que parecen más cercanos a la ensoñación. Hasta meterse de lleno en la fantasía de la mano del teatro mágico final. 

     Un teatro mágico en el que entra a través de Pablo, un saxofonista que parece encarnar los valores más contrarios a los de Harry. El músico no es nada intelectual, ni serio, ni reflexivo. Solo un apuesto vividor que parece servirse de las mujeres para dar rienda suelta a sus placeres. El teatro de Pablo es un largo pasillo que tiene forma de herradura. Multitud de puertas abren espacios interiores donde se representan escenas. Harry entra en cinco de ellas, y revive diversos pasajes de su vida. Realidad y ensoñación se entremezclan, en clara influencia del mundo de los sueños inspirador del psicoanálisis. Cabe recordar que el autor había estado en tratamiento psicoanalítico durante los años anteriores, llegando a conocer en persona a Carl Gustav Jung. 

     Aunque en la novela hay multitud de frases para recordar, creo conveniente destacar aquí solo un par de ellas. Ambas son pronunciadas por Pablo, y dicen así: 1) el vencimiento del tiempo, la liberación de la realidad o como quiera usted llamar a su anhelo --sin duda, rebanarse el cuello con su cuchilla de afeitar--, no es otra cosa que el deseo de desembarazarse de su personalidad. Es la prisión donde usted se encuentra encerrado; y 2) se puede contar con usted para cualquier representación estúpida y carente de humor, para todo lo que sea patético y carezca de ingenio, generoso señor. Quiere usted que le corten la cabeza, que lo ajusticien, pedazo de energúmeno. Quiere morir, so cobarde, pero no vivir. Pero, ¡al diablo!, lo que hará precisamente será vivir. 

     El lobo estepario es un viaje filosófico-psicoanalítico por el interior de un alma dolida con un mundo en el que no encaja. Un alma que se distancia de un mundo falso e hipócrita, pero que se odia a sí misma precisamente por no encajar en él. Es un claro ejemplo de que la auto indulgencia ayuda poco o nada a superar una situación dolorosa. Al contrario, en lugar de encerrarse en uno mismo, lo que se debe hacer es, aunque le cueste horrores a uno, abrirse y conocer otras almas. Y Haller, finalmente, piensa que llegaría un momento en que sabría jugar mejor con las figuras. Llegaría a aprender a reír alguna vez. Pablo me esperaba. Y me esperaba Mozart. Así, pese a la oscuridad general de la obra de Hesse, constatamos que siempre hay luz al final del túnel. Por largo que este sea...                               

  

sábado, 30 de noviembre de 2019

The Wall, de Pink Floyd. El único muro que jamás deberíamos derribar cumple cuarenta años





     Hoy, 30 de noviembre de 2019, se cumplen cuarenta años de la publicación en Reino Unido y Europa --en EE. UU. se lanzó el 8 de diciembre-- de uno de los mejores discos de la banda británica Pink Floyd y también de la historia del rock. Fecha que bien merece unas líneas como conmemoración-homenaje a semejante hito musical. Porque seis años antes de abandonar el grupo e iniciar un largo litigio contra sus ex compañeros y una dilatada carrera en solitario, Roger Waters nos legó en forma de disco doble --26 temas-- una especie de autobiografía musical y personal que ha pasado a la historia por méritos propios. Y lo hizo narrándonos la historia de Pink --alter ego y anti héroe del propio Waters--, un músico ficticio de éxito que se aísla progresivamente del mundanal ruido a causa de una serie de traumas que lo amenazan. El título del disco, por supuesto, fue The Wall.

     La banda, formada por aquel entonces por Roger Waters, David Gilmour, Nick Mason y Rick Wright, quien la abandonó justo tras el lanzamiento de este trabajo para regresar una década más tarde, comenzó a tramar el disco tras el incidente de Montreal, Canadá, en el que Waters acabó escupiendo a un fan de la primera fila que se estaba comportando como un energúmeno. El artista fantaseó entonces con la idea de construir un muro entre el escenario y el público. A esa primera piedra del muro se fueron añadiendo otras: el horror de la guerra --el padre de Waters murió en combate durante la II Guerra Mundial--, el fracaso sentimental --Waters se había separado tres años antes de su esposa y novia de toda la vida, Judy Trim--, la locura --Syd Barrett, miembro fundacional del grupo, hubo de abandonarlo por serios problemas mentales, siendo sustituido por Gilmour--, la sobre protección materna, la violencia policial o la rígida educación infantil. 

     La primera canción del primer disco --el lanzamiento original estaba constituido por dos vinilos--, In the flesh?, da comienzo al show, y ese fue precisamente el nombre de prueba del tema. Le sigue The thin ice, que hace referencia a las grandes consecuencias que trae la guerra sobre muchos huérfanos. Another brick in the wall se divide en tres partes, las cuales constituyen tres de los temas básicos del álbum. La primera de ellas describe la multitud de traumas que fuerzan al protagonista, Pink, a ir añadiendo piedras al muro. La segunda es la pieza más conocida del disco, y trata sobre las estrictas normas establecidas en las escuelas durante los años cincuenta. Según Waters, los centros se ocupaban más de mantener la férrea disciplina que de la transmisión de los conocimientos. Así, la letra llega a hablar de la existencia de una cadena de montaje a través de la cual se va alienando progresivamente a los alumnos. La tercera parte habla de un muro ya casi terminado de construir. Pink se queda atrapado tras él, víctima del engaño de su esposa y de su propia enfermedad mental a causa de su aislamiento del mundo.

     The happiest days of our lives aparece en el disco entre las dos primeras partes de Another brick in the wall y atribuye la violencia de los profesores a los traumas que ellos mismos padecen en su vida cotidiana. Mother habla de la culpabilidad de la madre de Pink --controladora, manipuladora y absorbente-- respecto a la construcción de un muro tan alto. Goodbye blue sky abría la cara B del primer LP. La presencia de aviones bombarderos terminan con la inocencia de los niños, las grandes víctimas de las guerras. Le siguen Empty spaces y Young lust. Un Pink ya adulto sale de gira y va de aeropuerto en aeropuerto, sin ver a su esposa durante meses. Descubre su infidelidad, y su degeneración crece más rápidamente todavía, lo que causa que la construcción del muro se acelere. One of my turns y Don´t leave me now nos hablan de una relación sexual en un hotel entre Pink y una fan, un acto de despecho que acaba en violencia y soledad. Goodbye cruel world pone fin al primer LP. Un tremendo estado de desesperación hunde a Pink hasta el punto de llegar a pensar en el suicidio.

     El segundo disco comienza con Hey you, tema en el que el muro está recién terminado y Pink se pregunta si ha hecho bien en aislarse tras él y si todavía es posible reconectarse al mundo del que se ha retirado. La desolación va in crescendo en Is there anybody out there? y Nobody home, canciones en las que la soledad se apodera tanto de Pink como de su casa vacía. Vera supone un instante de nostalgia y recuerdo --Vera Lynn fue una cantante británica de moda durante la II Guerra Mundial, quizá del agrado del padre de Waters--. Bring the boys back home vuelve a llevarnos al tema de la barbarie de las guerras. Comfortably numb es la pieza que cierra la cara A del segundo LP. Está considerada, junto a la segunda parte de Another brick in the wall, como los dos grandes temas del disco. Hace referencia a un hecho real vivido por Waters en junio de 1977, cuando unos fuertes dolores abdominales que luego fueron diagnosticados como hepatits estuvieron a punto de provocar la suspensión de un show en Philadelphia. Un médico le pinchó un relajante muscular que lo dejó cómodamente adormecido --título de la canción en castellano-- para que pudiera tocar.

     The show must go on da inicio a la cara B del segundo disco. Busca sonidos a lo Beach Boys --Bruce Johnston hizo los coros-- y Queen --que haría un tema de idéntico título doce años después--. In the flesh habla de un Pink que, alucinado por las drogas, viste un disfraz de dictador fascista para cantar ante las masas. Run like hell --otro de los temás icónicos del disco y de la banda-- ahonda en la idea del fascismo. En ella, Pink pide a su audiencia arrasar los barrios vecinos, repletos de minorías de negros, judíos y homosexuales. Su locura llega al máximo en Waiting for the worms, canción en la que los gusanos controlan la mente de un Pink ya sin remedio. Un Pink que piensa en encender las duchas y prender los hornos. En el tema Stop, por fin se cansa de su disfraz de fascista y detiene su alucinación. Se declara culpable de la construcción del odioso muro y se somete a su propio juicio en The trial, donde suben al estrado la madre, la esposa y el maestro. El juez decide el derribo del muro y obligar a Pink a socializar y a volver a vivir de acuerdo a la lógica humana. Outside the wall cierra la ópera para que Pink, una vez derrumbado el muro, pueda abandonar la soledad y la depresión. 

     The wall, pues, no es un LP convencional, sino que tiene un hilo conductor --la desgracia de Pink-- a través del cual se nos cuenta una historia. Por tanto, estamos ante un trabajo conceptual de gran complejidad lírica y musical que ha tenido un hondo calado en la escena musical durante estos cuarenta años. Una obra tremendamente arriesgada y, desde luego, muy ambiciosa solo al alcance de un gran genio como Roger Waters. Si a este le unimos además a Gilmour, Mason y Wright, amén de las aportaciones de Bruce Johnston (Beach Boys), Jeff Porcaro (Toto), James Guthrie (Judas Priest), Bob Ezrin (músico y productor de algunos de los trabajos de Lou Reed, Alice Cooper, Kiss o Peter Gabriel) y la Orquesta de Nueva York y los coros de la Ópera de Nueva York, tenemos un caldo de cultivo óptimo para crear uno de los mejores discos de la historia del rock. Un trabajo que incluso trasciende al propio rock para convertirse en una excelente ópera.

     The wall fue el disco doble más vendido de la historia, aunque no voy a perderme en las mareantes cifras de los millones de discos vendidos, discos de oro y de platino, etc. Simplemente, acabaré este recordatorio anotando que el proyecto fue culminado tres años después (1982), cuando el director británico Alan Parker (El expreso de medianoche, Fama, The commitments, Evita o Las cenizas de Ángela) llevó a  la gran pantalla, bajo guión del propio Roger Waters, la historia de Pink y su metafórico muro. La película, considerada de culto, contó con Bob Geldof (líder y vocalista de The Boomtown Rats y organizador del Live Aid y del Live8) como Pink. Se dan la mano en el film el simbolismo, el surrealismo, el gore, la violencia, las situaciones sexuales y unas espectaculares secuencias de animación a cargo de Gerald Scarfe. Todo para ilustrar con imágenes un trabajo ya de por sí redondo. Quizás sea un muy buen día para escuchar el disco y ver la película. Cuarenta años son muchos --o pocos, según se mire--, pero el caso es que The wall sigue de plena actualidad y vigencia. A buen seguro, es el único muro que jamás deberíamos derribar.              

              

lunes, 4 de noviembre de 2019

La isla del aire. Alejandro Palomas. Ediciones Martínez Roca. 2005. Reseña





     El filólogo, traductor y escritor barcelonés (1967) Alejandro Palomas --Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2016 por Un hijo y Premio Nadal 2018 por Un amor-- publicó en 2005 La isla del aire, novela en la que profundiza en la condición femenina a través de cinco mujeres de una misma familia. Mujeres que arrastran un pasado --y un presente-- que constituye una carga demasiado pesada como para poder seguir con sus vidas de manera conveniente. Esas cargas, a veces individuales, a veces familiares, forman parte de la columna vertebral de la novela. Y van apareciendo de forma paulatina, según lo creen conveniente las cinco mujeres, que son narradoras por igual de la historia.

     La novela nos muestra la vida de estas mujeres durante un único fin de semana. Apenas dos días. Mencía es la abuela, la matriarca de la familia. El lunes van a operarla del brazo, y descansa en casa de su hija Lía junto a su nieta Bea, también convaleciente de un herpes en la espalda que la lleva por la calle de la amargura. Mencía parece conocer los detalles más oscuros y a priori inaccesibles de las vidas de sus hijas y nietas. Algunos los conoce de primera mano --y hasta es responsable de ellos--, otros los intuye, haciendo bueno el dicho aquel que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pese a su avanzada edad --noventa años--, tiene unos momentos de lucidez que causan estragos en la familia. En algunas ocasiones, provoca risas. En otras, llantos.

     Lía es hija --de Mencía-- y madre --de Helena, Inés y Bea--, y vive como puede tras un año sin saber nada de su hija Helena, perdida en el mar a causa de una tormenta mientras navegaba con una embarcación cerca de la isla. Todos los indicios apuntan a que su hija mayor murió el día de la tormenta, pero en el fondo su madre sigue esperando un regreso que cada día se antoja menos probable. Flavia es la otra hija de Mencía, con la que vive habitualmente. Tienen una relación de amor-odio, sobre todo por parte de la hija hacia su madre, a causa de un secreto del pasado que será desvelado al lector en su momento. Como su madre y su sobrina Bea, Flavia también tiene problemas de salud debido a la fractura de su pierna. Esa es la causa de que Mencía esté en casa de Lía.

     Bea es la nieta pequeña de Mencía e hija de Lía. Escribe notas en un diario para ser escuchada. Su herpes la tiene postrada en la cama casi todas las horas del día. Mencía y ella se hacen compañía y charlan sobre temas muy diversos. La abuela trata de averiguar el motivo por el que su nieta no está siendo cuidada por su marido, ausente demasiado tiempo para tener justificación. Bea no quiere abrir su corazón a la abuela por dos motivos: para no tener que admitir una realidad demasiado dolorosa para ella y para no preocupar a la anciana. No obstante, su abuela sabe muy bien qué teclas tocar para salirse con la suya y conocer cada detalle de las vidas de sus hijas y nietas. Y, aunque Bea es dura, sabe que antes o después conseguirá sus propósitos.

     Inés es la nieta mediana de Mencía. La segunda hija de Lía. Infelizmente casada, como sus hermanas y tías, está enamorada de Sandra, una compañera de trabajo. Lleva en secreto la relación con ella mientras intenta que su marido no la descubra. En efecto, los secretos familiares parecen ser demasiados para que no estallen en cualquier momento. La sombra de Mencía en las vidas de sus hijas y nietas es demasiado alargada. Y la trágica pérdida de Helena --en realidad, la sexta protagonista de la historia pese a su ausencia--, sin duda la mujer más clarividente del clan, algo pitonisa, pintora y bohemia, pone definitivamente en jaque la resistencia psicológica del resto de mujeres de su familia.

     El lenguaje narrativo, casi poético en numerosas ocasiones, de Palomas da un toque mucho más íntimo si cabe a las frases y reflexiones de cada una de las protagonistas. Todas ellas confluyen ese domingo en la isla del aire por expreso deseo de Mencía justo en el aniversario de la desaparición de su nieta Helena. El dedo acusador del faro inspira temor a las mujeres. Y las cinco han de rendir alguna cuenta, a las demás y/o a sí mismas. Así, la visita a la isla y al faro, se convierte en una especie de confesionario en algunos momentos y de cruce de acusaciones en otros. La mayoría de cuestiones estallan y se solucionan --en los casos en los que cabe dicha posibilidad--  y finalmente todo queda en calma, como el mar.

     A lo largo de las ciento ochenta páginas de la novela hay muchas frases, a veces páginas enteras, dignas de subrayarse. De todas ellas, la que mejor resume la historia es esta reflexión de Flavia: Nos miramos. Madres a hijas, hermana a hermana, tía a sobrinas, nietas a abuela. Solas. Extraña palabra. Tan circular, tan cerrada en curva peligrosa y de mala visión. Cinco letras que jugamos a repartir entre nosotras. A suertes. La ese incrustada en los huesos sin músculo de Inés, flanqueada por sus sueños y su escasa realidad. La o para el infinito valor de Mencía y sus cartas siempre marcadas. La l para que Lía se desborde por fin, arrollándonos a todas con la vida que le queda. La a para Bea y sus falsos desamparos, y la última ese para que serpentee entre todos los plurales que me conforman y pueda aprender de una puta vez a imaginar en singular, a imaginarme entera. Para que pueda dejar de soñar con los que ya no están. Para que pueda empezar a soñar también despierta. 

     Es cierto, la palabra que acompaña en todo momento la narración de las vidas de cada una de las cinco mujeres que componen la familia es, sin duda, soledad. Sin embargo, es una soledad compartida con las demás. Y Mencía se resiste a ello. ¿Solas? Enfermas sí. Desquiciadas también. Y rotas. Solas no. Al menos hasta que yo muera, niñas. No quiero volver a oíros eso nunca más. A ninguna. Nunca. Porque no es menos cierto el hecho de que estas cinco mujeres, supervivientes todas ellas, se hacen compañía. Y probablemente en eso consiste también el hecho de ser familia. Y un encuentro como el que describe La isla del aire, un domingo cualquiera, bien puede ser un motivo para la alegría.
   

               

jueves, 18 de abril de 2019

Trampantojo. Marina Lomar. Ediciones Babylon. 2019. Reseña





     Marina Lomar, Doctora en Cultura y Literatura Francófona, profesora en la Universitat Jaume I de Castellón y articulista, ensayista y autora de relatos, ha dado el salto a la novela este 2019 de la mano de Ediciones Babylon (Ontinyent) con su primer trabajo como narradora, Trampantojo. Una novela en la que, como su título indica, nada ni nadie es lo que parece. Una historia de superación personal y de hacer frente a la soledad a la que, en definitiva, nos vemos abocados en determinados momentos de nuestra existencia. En el mundo actual, en efecto, casi todo el mundo vuelca sus intenciones a tratar de aparentar lo que no es y en ocultar la realidad de sus vidas. Sobre todo en unas redes sociales que, muy a menudo, más que unir socialmente crean mundos paralelos en los que dominan las apariencias. 

     Un Café Literario --claro guiño a Bibliocafé--, regentado por Andrea y Carla, es el nexo de unión de las historias personales de cuatro mujeres --las dos referidas y sus amigas Paula y Elda-- que ocupan las 180 páginas de la novela. Andrea es la protagonista principal. Divorciada de Paco, vive con su hija Gisela y su nueva pareja, Andrés. La relación entre hija y padrastro no es nada buena, lo cual redunda en la familia recién creada. Andrea se empeña en hacer ver a sus amigas (y también a sí misma) que es feliz, pero no lo es. Andrés es un mujeriego y Andrea, aunque quiere creer que no está siendo engañada, tampoco puede poner la mano en el fuego por su pareja. La relación entre ellos parece resquebrajarse por momentos y Gisela disfruta de ello.

     Carla, su socia en el Café Literario, y una década mayor que Andrea y Paula, ha estado durante años cuidando de su esposo, Evaristo, gravemente enfermo. Tampoco era una relación sana la suya, y la muerte de su marido se le presenta como una oportunidad para iniciar una nueva vida. Parece anquilosada, amargada y aburrida, pero vive una tórrida aventura sexual muy peculiar con un extraño hombre que esconde su verdadera identidad tras un bigote postizo y una gabardina. Por supuesto, Carla guarda su secreto a los ojos de sus amigas. Hasta que Andrea observa cosas extrañas y la realidad cae por su propio peso y es ya tan evidente que ha de hacer frente a su situación y confiar en ellas a pesar de los pesares.

     Paula también está en los cuarenta. Es pintora, da clases en academias y busca en los chats a alguien con quien acabar con su soledad --para mí, la soledad y el miedo a padecerla es uno de los hilos conductores de la trama de la novela--. Junto a Andrea, acude al Centro Benéfico a un curso de cocina afrodisíaca que imparte Mara, una belleza de persona que pronto hará amistad con ellas y se sumará al grupo de protagonistas. El gerente del mismo, Álvaro, el típico galán que se encapricha de Andrea y cree que puede seducirla con facilidad, contribuye a que la imagen de los hombres en general no salga muy bien parada en este conjunto de historias. Suerte que Graham, profesor de Gisela, mantiene alto el pabellón masculino.  

     Elda es la más jóven de las protagonistas. Tiene treinta años, echa de menos a una antigua pareja con la que no tuvo un final feliz, es una buena traductora de textos y busca pareja hasta debajo de las piedras. Curiosamente, siempre se fija en hombres casados o con pareja. Relaciones imposibles o casi imposibles que no la conducen por el buen camino. Hasta que establece una relación, también extra familiar, que amenaza seriamente la estabilidad de la joven. Y del mundo tal y como está construido en esa etapa de su vida. Como ha quedado dicho más arriba, de nuevo el miedo a la soledad es capaz de crear estragos en la vida de las personas. Algo solo superado por la infidelidad como aspecto generador de sufrimiento humano.

     Las escenas desarrolladas en la Albufera de Valencia, el Oceanográfico, el Bioparc y ese Café Literario que bien podría llamarse Bibliocafé nos sitúan la historia en la capital valenciana. Además, las cinco partes en que divide la historia transcurren entre un indeterminado mes de octubre de un año y el julio siguiente. Los diálogos son directos y correctos, dando en ocasiones la información necesaria que no aparece en la narración. Una narración, por cierto, que en ocasiones está cerca de la prosa poética y que explica las sentimientos y las sensaciones de las protagonistas con una gran sensibilidad. Y es que a veces la poesía puede salvarnos de los golpes más fuertes. Algo que la autora parece conocer y saber transmitir con maestría.

     El diario de Gisela, hija de Andrea, con el que se inicia la novela, mantiene a través de la lectura de Andrea un aura de misterio que dura hasta sus últimas páginas. ¿Es real todo lo descrito en él? ¿Es una invención? Andrea se debate, junto a sus amigas, en torno a un par de encrucijadas de difícil resolución: creer o no lo leído en ese diario y determinar si es ético o no leer unos escritos privados. El lector puede ir estableciendo sus criterios en relación a estos temas e ir montando las piezas del rompecabezas en que se convierte la información que va apareciendo en el diario. Eso sí, debe estar muy atento a cada detalle, pues a menudo algún aspecto puede parecer poco importante y acabar estallándole en la cara más adelante.

     Trampantojo es una novela ágil, bien estructurada y montada, narrada de forma detallista y real a través de unos personajes que lo son a causa de sus bondades y sus defectos, sus fortalezas y sus debilidades. Una novela de soledades compartidas y de sentimientos y emociones cotidianos que podrían corresponder a las vidas de todos los lectores. Una novela de gran profundidad psicológica que nos hace reflexionar sobre nuestras propias vidas. Porque qué fácil resulta siempre ver la paja en el ojo ajeno, y cuánto nos cuesta juzgarnos a nosotros mismos. Quizá por ello recurramos a ese trampantojo particular del que tan bien nos habla Marina en esta novela de debut que hace presagiar otras y más exitosas todavía.                    

   

lunes, 21 de enero de 2019

Pan. Knut Hamsun. Anagrama. 2006. Reseña





     Pan es una de las obras más conocidas del escritor noruego Knut Hamsun, Premio Nobel de Literatura en 1920. Escrita en 1894, la novela es todo un canto a la mágica naturaleza del norte de Noruega, lugar en el que se crió el joven Hamsun, donde el monótono murmullo de los árboles y piedras que tan familiares me resultan me supera, me lleno de una extraña gratitud, todo entra en comunión conmigo, se funde conmigo, amo todo. Aunque mis únicos amigos eran el bosque y la gran soledad. Y es que Thomas Glahn, el joven teniente protagonista de la historia, capaz de leer las almas de las personas que me rodean, se guía, en su solitaria vida cotidiana, por la marea, por la hierba, que se acuesta a una hora determinada, y por el canto de los pájaros y por las flores.

     En efecto, Glahn vive de y por la naturaleza. Así, afirma que el uno de junio ya estarían vedadas la perdiz blanca y la liebre, entonces pescaría y viviría de pescado. Y cada vez se le dan peor las relaciones sociales --había perdido la costumbre de tratar con la gente y de vez en cuando tuteaba a las señoritas--, por lo que comete errores que lo avergüenzan. Especialmente cuando bebe, algo a lo que tampoco es dado. Su forma de vida ermitaña y de unión panteísta con el cosmos --Pan es el dios de los bosques, y de ahí el título de la obra-- es una de las constantes de la historia desarrollada por Hamsun. La otra, sus relaciones con los demás humanos, sobre todo con las mujeres: Edvarda, su gran amor, a la que trata de enamorar por todos los medios, y Eva, con quien se entretiene mientras tanto.

     El propio Glahn es quien narra en primera persona el verano vivido dos años atrás en el poblado de Sirilund, en Nordland. En él conocerá a Edvarda, hija malcriada, independiente y caprichosa del cacique del pueblo. Entre ellos se establecerá una relación en la que será ella la que irá marcando el ritmo y el camino a seguir en cada momento. Su proximidad o su separación respecto al teniente retirado harán que este vaya enfureciendo más y más. Lo cual lo llevará a ahogar sus penas con la hija del herrero, Eva, a la cual utilizará a su antojo, exactamente igual que hace con él Edvarda. Glahn pasa a convertirse en un pelele, algo que se niega a aceptar pese a tomar conciencia de que es la realidad. Una realidad demasiado dura de aceptar por un hombre tan orgulloso como él.

     Piso terreno desconocido, y no siempre sé cómo responder a las atenciones, a veces hablo sin coherencia o permanezco mudo, y eso me apena, escribe el teniente. Y, refiriéndose a Edvarda, continúa: si ella llegara a ser mía, me convertiría en una buena persona. La serviría incansablemente, como nadie. Celoso, en un momento de indiferencia de su amada, sin embargo, llega a dispararse en el pie. Porque, poco a poco, descubre que el doctor del pueblo tiene razón: Edvarda es bastante fantasiosa, tiene una imaginación muy viva, está esperando a su príncipe... pero intente influir sobre ella y entonces ella se burlará de todos sus esfuerzos. Y eso es, milimétricamente, lo que ocurre durante la historia narrada.

     Si Edvarda es irracional y calculadora a la vez, soberbia, obstinada y orgullosa, Eva es todo lo contrario. Una pieza muy fácil de conquistar por un hombre como él. Y Glahn, tan orgulloso y obstinado como Edvarda, verá en Eva a alguien en quien ahogar las penas infringidas por su amada inalcanzable. Hasta que, al fin, sabedor de que jamás será suya, de repente, la ira me invadió y me puse a suspirar. Ya no me quedaba honor, como máximo había gozado de la gracia de Edvarda una semana, se había acabado hacía tiempo y no actuaba conforme a ello. A partir de ahora mi corazón le gritaría: ¡eres polvo, aire, tierra en el camino, Dios sea mi testigo! Y será la pobre Eva, entregada a él por completo, quien pague por ello.

     A través de los treinta y ocho capítulos que completan el relato del teniente Glahn se ven incrementadas sus dotes para vivir en plena naturaleza, apartado de la gente de Sirilund, y menguadas, por ende, sus capacidades para convivir con sus pobladores. El hombre feliz y en paz consigo mismo de las primeras páginas del relato se va convirtiendo en un amargado peligroso, capaz de herirse a sí mismo y de matar de un disparo a su perro. ¿Todo por despecho, por desamor? Probablemente no, porque del protagonista no sabemos absolutamente nada de su vida anterior. Solo conocemos sus obras del verano narrado. Cada vez nos cae peor. Y vamos presagiando que algo va a acabar mal en toda esta historia.      

     Contradiciéndose a sí mismo, mostrándonos el mar de dudas en el que vive incluso dos años después de los hechos narrados, escribe en su relato: ya no pienso en ella. ¿Por qué no iba a haberla olvidado del todo después de tanto tiempo? Soy un hombre de honor. Y si alguien me pregunta si tengo alguna pena, me apresuro a contestar que no, que no tengo pena alguna... Y despide sus escritos así: he escrito esto para pasar el rato y me he divertido cuanto he podido. No me aflige pena alguna, sólo añoro otro lugar, no sé cuál, pero algún lugar lejano, África, tal vez, o la India, porque pertenezco a los bosques y a la soledad. Algo que, en cambio, sí corrobora lo que se nos ha contado desde las primeras páginas.

     Pan es una gran novela. Pese a su longitud --escasas ciento sesenta páginas--, logra captar por completo la atención del lector. La naturaleza en general, y la humana en particular, son su centro, su corazón. Hamsun se consagró con ella --junto a Hambre, su obra predecesora-- como el magnífico escritor que fue, hasta el punto de que Thomas Mann, Henry Miller, Franz Kafka o Isaac Bashevis Singer lo reconocieron como su particular padre literario y maestro indiscutible de la literatura moderna. Y Thomas Glahn, el neurótico protagonista de sus páginas, capaz de fascinar y horripilar por igual a las mujeres, personaje huraño y soberbio donde los haya, se descuartiza y se abre en canal ante nosotros sin ningún tipo de pudor para mostrarnos cómo de salvajes podemos llegar a ser las personas. 

      

lunes, 24 de diciembre de 2018

Los perros negros. Ian McEwan. Anagrama. 1993. Reseña





     Hace veinticinco años el escritor británico Ian McEwan --mundialmente conocido por Expiación, Chesil beach, La ley del menor o Cáscara de nuez-- publicó Los perros negros, una novela en la que se enfrentan la razón y la espiritualidad, las ideas y los sentimientos, la ciencia y la intuición. Magistralmente escrita, como todas las obras de este autor, la historia es narrada en primera persona por Jeremy, un adulto que quedó huérfano a los ocho años de edad y al que siempre fascinaron los padres de sus amigos. Así, desde su adolescencia, cuando estos discutían con sus progenitores, él tomaba el papel de los jóvenes para convertirse en el buen hijo que todos los padres desearían tener. Y así hasta mantener una gran relación con los padres de su esposa, Jenny Tremaine. Su objetivo, ahora, es escribir las biografías de sus suegros.

     Así explica Jeremy sus sensaciones respecto a sus suegros: Racionalista y mística, comisario y yogui, el que se afilia (al Partido Comunista) y la que se abstiene, Bernard y June, los Tremaine, son los extremos. La seguridad del escepticismo de Bernard y su invencible ateísmo me hacían recelar; era demasiado arrogante, demasiadas cosas quedaban excluidas, negadas. En las conversaciones con June me encontraba pensando como Bernard; me sentía sofocado por sus expresiones de fe y vagamente molesto por la suposición implícita de todos los creyentes de que ellos son buenos porque creen, de que la fe es virtud y, por extensión, el descreimiento es indigno o, en el mejor de los casos, lamentable. Unas diferencias de pensamiento tan enormes que finalmente los llevaría a tomar la decisión de vivir la vida por separado pero sin separarse legalmente.

     La relación entre los padres de Jenny comenzó en plena Segunda Guerra Mundial. Y Jeremy reconstruye sus vidas, juntos y por separado, a la vez que nos describe un país y un continente rotos por una guerra cruel e injusta. Pero June se está muriendo y le comenta a su yerno que cuando me dijeron que estaba muy enferma la soledad comenzó a parecerme mi mayor fracaso. Un enorme error. Construir una buena vida, ¿qué sentido tiene hacerlo sola? La verdad es que nos queremos, que nunca hemos dejado de querernos, que estamos obsesionados. Y no fuimos capaces de hacer nada con ello. No pudimos construir una vida. Todo ello a pesar de una fortísima atracción sexual: a los pocos días de conocer a Bernard no quería una boda ni una cocina. No podía hablar con mis amigas francamente. Se habrían escandalizado. Deseaba urgentemente tener relaciones sexuales con él y estaba aterrorizada.

     El tema del comunismo y de la lucha contra el fascismo --esos perros negros que sabemos que volverán-- juega un papel central en la novela. Aunque Bernard reconoce que June tenía una gran capacidad de comunicación con el pueblo, su mujer abandonó muy pronto la militancia. Fue mejor comunista que yo, pero pronto llegaron su desapego del Partido y el comienzo de los disparates que llenaron su vida desde entonces. Es decir, la firme creencia en la existencia de Dios. Algo que su esposo no podía admitir de ninguna manera. Porque, según él, June creaba mitos y modelos y luego hacía que los hechos se ajustaran a ellos. Sin embargo, sobre los mismos hechos, su esposa tiene ideas muy diferentes.  

     Y le comenta a su yerno que las noticias que no queríamos oír estaban llegando con cuentagotas. Los juicios y las purgas de los años treinta, la colectivización forzosa, la censura, las mentiras, las deportaciones masivas, los campos de trabajo, la persecución, el genocidio. Finalmente las contradicciones son demasiado para ti y renuncias. Pero siempre lo haces más tarde de lo que debieras. Lo dejé en el 56, estuve a punto de dejarlo en el 53 y debería haberlo dejado en el 48. Pero te vas quedando porque piensas que las ideas son buenas pero que la gente que está al mando es inadecuada y que eso cambiará. Te dices que la mayor parte de lo que oyes son calumnias de la Guerra Fría. ¿Y cómo puedes estar tan equivocado, cómo puede equivocarse tanta gente inteligente, valiente y bien intencionada?

     Tras la ruptura con el Partido y con su esposo, June se recluyó en Francia, abandonando el mundo en busca de una vida de meditación espiritual. Y Jeremy puede llegar a entenderla tras acompañar a su esposa Jenny al campo de exterminio de Majdanek. Me hundí en una admiración invertida, dice. En un desolado asombro. Soñar esa empresa, planear esos campos, construirlos y tomarse tanto trabajo para abastecerlos, dirigirlos y mantenerlos, y transportar desde las ciudades y los pueblos su combustible humano. Qué energía, qué dedicación. ¿Cómo podía uno llamarlo un error? La soledad, en efecto, es otro de los temas importantes de la novela. La soledad del huérfano (Jeremy). La soledad de los separados que todavía aman (June y Bernard). La soledad de un niño maltratado por sus padres (un niño francés) para quien la desdicha era sencillamente la condición del mundo.

     En plena Guerra Fría, Bernard no puede dejar de preguntarse qué posible bien podría venir de una Europa cubierta de aquel polvo, de aquellas esporas, cuando olvidar sería inhumano y peligroso, y recordar, una tortura constante. Porque las guerras, y sobre todo la Segunda Guerra Mundial, son mucho más que datos y estadísticas. Son verdaderas catástrofes. Son pérdidas solitarias e individuales, camas no compartidas y recuerdos angustiados. Y jamás se les hace justicia en los titulares de prensa, las conferencias y la historia. Como tampoco se le hace a los niños que crecen entre un padre y una madre que no querían vivir juntos ni separarse definitivamente. Jenny, esposa de Jeremy, es una de esas criaturas que viven en lugares distintos (Inglaterra y Francia).

     Porque June, convencida de la existencia del mal y de Dios y segura de que ambos eran incompatibles con el comunismo, descubrió que no podía persuadir a Bernard ni dejarle ir. Y él, a su vez, la amaba pero le enfurecía su vida encerrada en sí misma y vacía de responsabilidad social. Quizá sea esta la frase que mejor resume la imposibilidad de vivir juntos pese al amor correspondido pero a la vez insostenible. Y la diferente interpretación de ambos del incidente sufrido por June con aquellos dos perros negros en Francia es el ejemplo más palmario de ello. Para ella, dada a intuir cosas y a interpretarlas a su manera, un perro negro era una depresión personal, pero dos eran ya una depresión cultural, el peor humor de la civilización. Y lo más espeluznante de todo ello es la profecía de que regresarán para perseguirnos, en algún lugar de Europa, en otro tiempo. Lo clavó June. Lo clavó Jeremy. Y lo clavo, hace veinticinco años, Ian McEwan...                               


lunes, 15 de octubre de 2018

Autorretrato sin mí. Fernando Aramburu. Tusquets Editores. 2018. Reseña





     Todavía bajo los efectos de Patria (2016) --dos años consecutivos presente en los puestos cabeceros de todas las listas de ventas de libros de este país, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Dulce Chacón y Premio Francisco Umbral, entre otros varios--, Tusquets Editores lanza la nueva obra de Fernando Aramburu. Un trabajo que no es novela ni tampoco ensayo, sino una recopilación de hechos, recuerdos y pensamientos del escritor vasco afincado en Hannover. Un libro personal y arriesgado, especialmente tras el éxito de una de las mejores novelas españolas de los últimos años. Porque, quien espere algo similar a la exitosa Patria, puede sentirse decepcionado. Autorretrato sin mí nada tiene que ver con ella. Pero es una obra bella, bellísima, donde las haya.

     Aramburu, amante de la poesía desde su juventud --algo que queda patente a lo largo de este nuevo trabajo--, nos presenta una serie de prosas, la mayoría de ellas poéticas o rozando la poesía, en las que nos habla de sí mismo, pero también de nosotros, pues en no pocas nos vemos reflejados. El mundo que describe es el nuestro. Nuestro país, nuestra sociedad, nuestra naturaleza. Nuestra vida. Siempre con las palabras justas, yendo directo al grano y dejándonos a menudo sentencias que nos muestran aspectos en los que probablemente jamás habíamos caído hasta ahora. Iluminándonos. Haciéndonos reflexionar sobre todo ello.

     A lo largo de sus ciento ochenta páginas Autorretrato sin mí plasma en diferentes escenas las relaciones familiares del escritor. De su padre nos cuenta que lo añora --no estas ahí, donde solías, en la silla de siempre, y casi se me escapa preguntarte cómo estás, inducido por una obstinada resistencia a aceptar tu muerte... ¿No habrá, padre, un techo que proteja de tu muerte?--, que no lo juzga y que le perdona sus problemas con el alcohol porque trabajaba largas horas en la fábrica y era bondadoso, incapaz de violencia. Por eso lo quise; por eso él es en mi recuerdo, ahora que desdichadamente no puedo decírselo, el héroe modélico que no era.

     Sobre su madre escribe que en su abrazo encuentra el calor más antiguo de mi vida y que te debo una decidida propensión a la perseverancia, la voluntad acaso maniática de terminar cualquier trabajo emprendido, y lo que más he admirado siempre en ti: esa capacidad de cuarzo que tienes para mantener a raya la tristeza. De su esposa afirma que ningún muro lingüístico truncó el designio común de compartir, más allá de la atracción física, el agua y los panes del ser entero. Desde entonces miro por sus ojos, ella mira por los míos, y no hay dolor que le duela sin que a mí me duela ni hay risa en sus labios que no me doble de alegría. 

     El autor añora a su hija Cecilia, que ya no toca el piano de la sala de la casa familiar porque dio la niña en mujer como da el sábado en domingo... y se fue a conocer de cerca su destino. Un destino que, transformado en un médico inepto, estuvo a punto de arrebatarle a su otra hija, Isabel, a causa de unas meninges dañadas que dejaron menguadas sus capacidades intelectuales. Problema este que, acrecentado por la incomprensión de la sociedad, permitió sin embargo a Aramburu humanizarse y humanizar a la pequeña. Te lo debo a ti, Isabel, a cuyo lado, sin que te dieras cuenta, aprendí la compasión.  

     El amor juega un papel importante en la vida de las personas. También en la de Aramburu. Ama a su San Sebastián natal, recordando la escena de su partida en tren. Ama a los amigos y sus abrazos. Ama el mar, la vida, la intimidad y la soledad. Porque, sin soledad (confortable), esfuerzo y tenacidad, no habría alcanzado jamás la libertad adquirida a través de su aprendizaje literario. Porque, evidentemente, ama a los libros. Una pasión firme y duradera que le viene de una juventud ya perdida en la que nació un fervor incurable por la poesía y la lengua gracias a la disciplina impuesta por los frailes de su colegio --quienes confundían la educación con el adiestramiento--, en medio de cuyas explicaciones comenzó a leer a hurtadillas textos breves, poemillas y fábulas que aparecen en los manuales

     Así comenzó a amar a García Lorca, a Bécquer, a Góngora, a Aleixandre. Y, de ahí, a la narrativa. A Camus, por ejemplo --quien murió justamente el día en que Aramburu cumplió su primer año de vida--, de quien aprendió a amar al hombre por encima de la idea. Fruto de todo ello, de la rebeldía y la irreverencia cultural, nació, años más tarde (1978), el Grupo Cloc, donde la risa --antídoto del dogmatismo-- era lo principal, además de la palabra que da envoltura y ocasión a la belleza. Es decir, que parece claro que el objetivo era buscarles el lado poético a las cosas. Porque, sin duda, una de las necesidades más humanas es no abandonar nunca a nuestra imaginación, a nuestro niño interior.    

     Confiesa el autor que se reserva siempre unas horas de serenidad para disfrutar de la lectura, del olor literario del papel. Una manzana, un libro y la sensación de no ser un ser definitivo. De que todo está en constante cambio. Y de que la muerte a todos nos espera en cualquier momento. Algo que él mismo estuvo a punto de comprobar en primera persona --aprendió en soledad el arte tranquilo de morir, a despedirse de los demás, de los árboles, de los pájaros, las paredes, los libros, las estrellas de forma silenciosa-- hasta que supo que todo se trataba de un error de diagnóstico médico. Por suerte para él y para todos sus lectores.

     Autorretrato sin mí es, pues, la historia del escritor, pero también la de la mayoría de nosotros. Un relato que no se lee del tirón, sino a pequeños sorbos, pues no es una novela, y que, viniendo de la mano de un autor en plena madurez, personal y literaria, debe ser leída con emoción y agradecimiento a la vida, a la lengua y a la literatura. Porque, ¿qué sería de la vida sin esos ratitos de soledad confortable y sin esos libros inolvidables (como el que nos ocupa) cuyo simple recuerdo nos provocará en un futuro más o menos lejano un hondo sentimiento de nostalgia?            

          

miércoles, 3 de octubre de 2018

La muerte de Ivan Ilich. León Tolstoi. Servilibro Ediciones. 2012. Reseña





     Huérfano de madre a los dos años y de padre a los nueve, León Tolstoi (1828-1910) perteneció a la más antigua nobleza rusa. Se crió con su tía paterna en Kazan, donde estudió lenguas y leyes. Conocido mundialmente por Guerra y paz (1869), que describe minuciosamente la sociedad rusa durante la invasión napoleónica, y Anna Karenina (1877), una de las mejores novelas psicológicas de la historia de la literatura, en la que aparecen contrastadas la vida de la ciudad y la del campo, abandonó la vida fácil que le tocaba por sangre y se comprometió con la mejora de las condiciones de vida de los campesinos, con la no violencia y con la abolición de la propiedad privada, influyendo de manera notoria en el desarrollo del movimiento anarquista.

     Sus ideas tuvieron profundo impacto en personalidades tan reconocidas como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Bernard Shaw o Rainer Maria Rilke. Escribió obras moralizantes, como la que nos ocupa, La muerte de Ivan Ilich, rechazó las instituciones y creencias de la Iglesia rusa, lo que supuso su excomunión, y fijó como ideal de la vida la pobreza voluntaria y el trabajo manual. Además, abrió una escuela para niños en la que ejerció de profesor, autor y editor de sus libros de texto, y aplicó una pedagogía libertaria fruto de sus anteriores viajes por Francia, Alemania y Suiza, anticipando la educación progresista moderna. 

     En 1886 escribió La muerte de Ivan Ilich, novela corta que critica la sociedad rusa burocrática de su época a través de los últimos meses de vida de un juez que, al presentir la llegada de su fin a causa de una enfermedad que debilita progresivamente su riñón, reflexiona sobre su existencia y repasa cada una de las etapas de su vida. El juez piensa que es como si hubiera caminado descendiendo por una cuesta mientras pensaba que estaba subiendo. La vida se me escapaba bajo los pies. Porque, pese a sus ascensos en la judicatura y en la vida social de la ciudad, se dirigía en realidad hacia un precipicio. Y, cuando se le pasaba por la cabeza la idea de que aquello (su horrorosa enfermedad) le ocurría por no haber vivido como debiera, se aferraba a la rectitud que había mantenido toda su vida.

     Así, desde el inicio de la enfermedad su vida había transcurrido entre dos estados de ánimo contrarios: la desesperación y la espera espantosa de la muerte y la esperanza y la observación escrupulosa de cómo se comportaba su cuerpo. Sin embargo, pasado el tiempo, toma conciencia clara de su desmejoría, desvaneciéndose toda esperanza de salir del trance con vida. Postrado en su sofá, llega a la cruel conclusión de que toda tu existencia ha sido y es mentira, nada más que un engaño que te ha ocultado la vida y la muerte verdaderas. El rencor y sus dolores físicos convierten sus últimos días de vida en una insoportable pesadilla.

     Se pregunta por qué le ocurre algo así a él. Por qué la vida le depara un final tan terrible. Y su tormento personal es tal que toma conciencia de estar atormentando también a su esposa e hijos, por lo que el odio que siente ante la hipocresía de estos se mezcla con un sentimiento que le lleva también a compadecerlos. De esta manera, sus pensamientos se convierten en una auténtica montaña rusa de sensaciones de la que finalmente desea escapar. E Ivan Ilich decide que tienen piedad de mí; es menester hacer algo para que no sufran, librarlos de ello y librarme yo mismo de estos padecimientos. Y se abandona definitivamente en brazos de la muerte.

     La novela tiene como grandes temas la cercanía de una muerte segura, la falsa esperanza de poder seguir con vida pese a la enfermedad, las mentiras (¿tal vez piadosas?) de unos familiares y médicos que no son capaces de contar la verdad a un moribundo, la hipocresía de una sociedad que abandona a una persona en su peor momento y la soledad de alguien que sabe que va a morir y no encuentra absolutamente a nadie que lo acompañe de verdad en tan duro trance. Por tanto, la psicología --y también, por qué no decirlo, la sociología-- juegan, pues, un papel determinante en el desarrollo de cada uno de los protagonistas de la trama.

     Su esposa, Praskovya Fyodorovna, al principio hace como que no pasa nada. Más tarde, echa la culpa de su enfermedad a su marido. Y, finalmente, se compadece de él. Su hija está más pendiente de su noviazgo y futuro compromiso matrimonial con un joven juez que del estado de salud de su padre. Su hijo, estudiante de leyes, tampoco parece estar muy afectado por la situación. Y sus compañeros de magistratura, un par de ellos, amigos personales de Ivan desde hace años, ocupan el tiempo en tratar de adivinar quién ocupará su cargo tras su muerte y en jugar a las cartas de forma avergonzantemente despreocupada. 

     Así las cosas, la única persona que realmente se preocupa y ocupa de él es Gerasim, el ayudante de su asistente. Será él quien acompañe al juez, le escuche, le dé conversación, le asista y le haga, en definitiva, menos desasosegada la cruel espera de la muerte. Y es que, a veces, de quien menos cabe esperar es quien finalmente más nos ofrece. Especialmente en situaciones tan comprometidas como la que desarrolla la novela. Una novela sobre la vida vacía, la muerte, la hipocresía, la mentira y la soledad. Una historia que se lee en unas tres o cuatro horas pero que deja huella en el lector. Mucha huella. Y profunda.                  

          

lunes, 3 de septiembre de 2018

Siddhartha. Hermann Hesse. Plaza & Janés. 1994. Reseña





     Escrita y publicada por primera vez en lengua alemana en 1922, en pleno período de entreguerras, Siddhartha fue nuevamente lanzada al mercado editorial, esta vez en lenguas inglesa y castellana, en 1950. Fue en la década de los sesenta, sobre todo tras la muerte de su autor, cuando alcanzó la notoriedad que todavía a día de hoy la hace una de las obras cumbres del que fuera Premio Nobel de Literatura en 1946. La novela fue escrita en la Casa Camuzzi (en el cantón suizo del Tesino), donde Hermann Hesse pasó los últimos cuarenta años de su vida. Los más productivos de su polifacética carrera literaria.

     De sobra conocidas son las tendencias suicidas de Hesse, las cuales también se ponen de manifiesto en un pasaje muy concreto de esta novela, así como su constante búsqueda por conocer quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. También su larga relación con el mundo del psicoanálisis --llegó a ser amigo personal de Carl Gustav Jung (y la correspondencia entre ambos es digna de ser revisada y estudiada por los entendidos de las materias literaria y psicoanalítica)--, aspecto presente a lo largo de la mayoría de las páginas de Siddhartha. La paz, la soledad, el sufrimiento y la búsqueda del YO perfecto son los grandes temas de la novela.

     La primera parte de la obra --cuatro capítulos-- están dedicados al autor francés Romain Rolland. Así, le escribe Hesse: Desde el otoño de 1914, en que yo también sentí de pronto la profunda crisis de la vida espiritual que había estallado poco antes y ambos nos dimos la mano desde orillas remotas, con la fe puesta en la misma necesidad de crear contactos supranacionales, he tenido el deseo de ofrecerle algún signo exterior de mi estima que fuera a la vez una muestra de mi quehacer creativo y le permitiera echar una mirada sobre mi propio ideario. Y esta es, ni más ni menos, la base de Siddhartha. Las ansias de paz, comunicación y entendimiento en tiempos de sinrazón (los de la I Guerra Mundial).

     De Rolland proviene la filosofía hinduista del Vedanta que Hermann Hesse hizo un poco suya en esta genial obra. A él debemos, pues, este apasionante viaje en busca de la verdad. Un largo y exótico periplo en pos de la armonía universal y de superar la soledad y el sufrimiento. Una emocionante lección vital de espiritualidad que aborda las cuestiones básicas de la vida. Y una historia que deja atrás el vacío de nuestra cultura occidental actual. Una novela en la que la belleza poética y la fuerza lírica del relato nos inspiran a buscar, también nosotros, esa verdad única que gobierna el universo. Una verdad que nos enseñe un modo más humano de entender la vida y nuestros propios sentimientos.

     En las páginas de Siddhartha se alternan pasajes narrativos y de meditación; escenas de espiritualidad y sensualidad; momentos de cordura y de casi locura. Narrada en tercera persona, nos muestra, de forma introspectiva --casi psicoanalítica en múltiples ocasiones--, los sentimientos y tribulaciones interiores de su protagonista. Un protagonista --su nombre significa en hindú aquel que alcanzó sus objetivos o todo deseo ha sido satisfecho-- en constante búsqueda de la perfección. Todo un homenaje a Buda, conocido originalmente, antes de su renunciación, como Príncipe Siddhartha Gautama, y luego ya simplemente como Buda Gautama.

     Nuestro protagonista se encuentra en su peculiar camino por el mundo con una serie de personajes de los que irá aprendiendo diversos aspectos de la vida humana. Abandona a su padre y decide iniciar su propio trayecto a través de la vida. Le acompaña Govinda, su amigo desde la infancia, su seguidor fiel, con el cual se propone seguir a unos samanas (ascetas) y peregrinar junto a ellos. Su encuentro con Gotama (Buda) hace que sus caminos se bifurquen, pues Govinda prefiere quedarse con El Sublime para hacerse su seguidor, mientras que Siddhartha sigue su camino. Y, así, llega a una ciudad y conoce a Kamala, quien lo hace despertar a una nueva vida.

     Una nueva vida en la que conocerá los placeres del amor y la sensualidad de la mano de una mujer de la cual no se enamora --ni siquiera de su belleza, inteligencia y riqueza--, como tampoco ella de él. A través de Kamala entrará en relación con Kamaswami, un poderoso comerciante de la ciudad dedicado de forma mundana a atesorar riqueza tras riqueza. De la mano de Kamala y de Kamaswami conocerá la banalidad de la vida, además de sus riquezas y sus placeres. También a lo que denomina hombres niños, hombres que en relidad considera poco maduros o simplemente infantiles por su forma de vida. Una forma de vida que, sin embargo, llegará a hacer propia durante unos años. Hasta que despierta de forma definitiva.

     Y, de la noche a la mañana, lo abandona absolutamente todo --sus placeres carnales, sus riquezas, sus ropajes-- y huye de la ciudad. De nuevo, tras esos años de mundanidad, regresa a su búsqueda original. Y conocerá al verdadero maestro que jamás pensó encontrar: Vasudeva es un simple barquero que se ocupa de cruzar a las personas de una parte a otra de un río. Sencillo, bondadoso y paciente, logrará finalmente que Siddhartha alcance esa paz y tranquilidad que había anhelado durante toda su vida. Un claro ejemplo de que jamás debemos prejuzgar a las personas. Y también de que nunca sabemos de quién vamos a aprender más en la vida. 

     Hesse no se detiene en ningún momento en descripciones de lugares y personajes. Más bien, concede todo el interés de la acción a las personajes y a sus palabras, gestos y actos. Los estados anímicos de cada protagonista llenan las páginas de sus novelas. Y, de todas ellas, Siddhartha puede que sea la mejor. O no...