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miércoles, 28 de noviembre de 2018

Los santos inocentes. Miguel Delibes. Planeta. 1981. Reseña





     En 1981 el genio vallisoletano Miguel Delibes publicó la que, con el tiempo, se convirtió en su obra más aclamada. Los santos inocentes es una novela corta pero compleja, muy compleja, en cuanto a trama y temática. Porque solo está al alcance de unos pocos escritores condensar en unas pocas páginas (aproximadamente 150) una serie de temas tan variados como ricos. Así, esta historia se convirtió en una crónica de la España profunda (más concretamente, de la Extremadura profunda) en pleno franquismo. Algo que también supo hacer --y muy bien-- Mario Camus en 1984 en su versión cinematográfica, que les valió a Paco Rabal y a Alfredo Landa el premio ex aequo en Cannes.  

     En la novela se plasman a la perfección hasta ocho temáticas que darían para, como mínimo, una novela cada una. A saber: la opresión de los señores --al más puro estilo medieval--; el desprecio y la falta de atención respecto a sus criados por parte de los señoritos; las continuas humillaciones a las que se veían sometidos los sirvientes; el analfabetismo generalizado de las clases bajas; la resignación de buena parte de estas --que aceptaban ser consideradas poco menos que como animales--; la caza --práctica a la que, por descontado, solo podían acceder las clases pudientes--; el estorbo que suponía la presencia en la familia de un deficiente mental --en este caso, Azarías--; y el papel de la mujer en la sociedad --reducida al ámbito doméstico, pero sin voz ni palabra en el propio hogar.  

     Como ha quedado dicho más arriba, entrelazar todas estas temáticas en tan poco espacio está solo al alcance de un genio de la talla de Delibes. Y es que, además de sus grandes dotes como novelista, debemos sumar su amplio bagaje cultural, plasmado en sus obras a través del conocimiento de la flora y la fauna, del mundo rural y del mundo de la caza. Todos estos aspectos hicieron del vallisoletano uno de los grandes escritores españoles del siglo XX. Buena prueba de ello son los numerosos galardones que recibió en vida --entre ellos, el Nadal, el Nacional de Narrativa, el Nacional de las Letras Españolas, el Cervantes o el Príncipe de Asturias--, aunque no le fuera otorgado nunca el Nobel de Literatura.

     En Los santos inocentes nos narra la historia de una familia de campesinos extremeños de los años sesenta. El matrimonio formado por Régula y Paco el Bajo y sus cuatro hijos, Rogelio, Quirce, Nieves y Charito (la Niña Chica, deficiente mental que no sale de la cuna), ha de hacerse cargo del hermano de Régula, Azarías, también deficiente mental, despedido por su señorito al alcanzar los sesenta años de edad y no poder servirle como antaño. Toda la familia debe obedecer a sus señores mientras es sometida a todo tipo de humillaciones y vejaciones. Los padres, Régula y Paco el Bajo, solo sueñan con poder dar una educación a sus hijos que les sirva para llevar una vida mejor en el futuro.

     La vida en el cortijo es rutinaria hasta el aburrimiento, el miedo a que los señoritos puedan enfadarse y tomar medidas contra sus sirvientes por cualquier tontería siempre está presente y cada día resulta más insoportable seguir viviendo en unas condiciones tan duras y ajenas a la libertad humana. Incluso para el inocente Azarías, cuya única distracción --cuidar de su milana bonita, una pequeña grajilla que ha criado desde casi su mismo nacimiento-- le es arrebatada por el señorito Iván, un hombre egoísta y sin ningún tipo de escrúpulos para el que es mucho más importante la caza del día que la salud de su mejor sirviente. 

     La obra es una denuncia moral contra el mundo del latifundio, su inherente injusticia social y las consecuencias que todo ello tiene sobre la vida de unos individuos que viven subyugados, casi más como animales que como humanos, y sin posibilidad de alcanzar una vida nueva. Así, el lector llega a sentir una gran empatía por los personajes sencillos, puros, humanos e inocentes --especialmente Paco el Bajo y el deficiente Azarías-- y una enorme antipatía por los acomodados, pretenciosos y orgullosos señores. Un componente, el de los valores, muy presente en la mayoría de las obras de Delibes. No en vano, una de sus pretensiones literarias siempre fue ese aspecto moralizante de sus escritos.

     La narrativa de la obra es amena, ágil y adictiva. Apenas encontramos en el texto puntos y aparte. Las líneas se siguen a una velocidad de vértigo, lo que le otorga una rapidez de lectura muy elevada. Sus seis capítulos o libros, de una extensión de unas 25 páginas cada uno, presentan a los personajes y los hechos que nos llevarán hasta un final inesperado pero a la vez deseado por el lector. Los dos primeros libros son sobre todo descriptivos, mientras que los dos últimos se centran en los hechos que constituyen la trama de la novela. El narrador es externo, omnisciente y en tercera persona, y el estilo, básicamente oral, hace juicios de valor de los personajes.

     El texto corre todo seguido, sin guiones ni cursiva ni comillas en los diálogos, que aparecen, además, sin verbos introductorios o aclaratorios. Todo ello, en pos de acelerar el ritmo narrativo y la rapidez de lectura. Los personajes se hacen escuchar, mostrándosenos mucho más cercanos. Algo que hace que la historia llegue al lector con una viveza y una frescura mucho mayores. Escribir de esta manera, haciendo además entendible --y no empalagosa-- la lectura, es algo extraordinariamente difícil de lograr. A no ser que el escritor sea Delibes. Todo un artista, un mago de las palabras, del léxico y de los sentimientos.                                         


lunes, 11 de enero de 2016

Bowie, Starman y las estrellas negras





     El pasado viernes David Bowie cumplió 69 años. Y con motivo de su cumpleaños vio la luz su último trabajo discográfico, Blackstar, el cual quien os escribe tenía previsto reseñar esta misma semana. No he tenido tiempo. Apenas 48 horas después nos ha dejado. No hace todavía tres horas que he conocido la fatal noticia y he de confesar que no he podido evitar derramar unas lágrimas mientras pensaba que debía escribir algo en su memoria. Y, debéis creerme, no me es fácil hacerlo en estos momentos. Hay días en que uno desearía no levantarse de la cama. Y hoy es uno de ellos.

     Descubrí a Bowie demasiado tarde. Nací en 1975, una semana después de que el hombre de las mil caras publicara su noveno disco, Young Americans. Por aquel entonces, ya había parido joyas como Space Oddity, The Man Who Sold The World, Changes, Life On Mars?, Starman, Ziggy Stardust, Rock And Roll Suicide, Rebel Rebel o Young Americans. En esos sus primeros nueve años de carrera musical ya había dejado patente que era un transgresor. No solo en lo puramente musical sino también en lo estético. Pocos artistas han sido capaces de cuidar tanto su imagen y la de sus discos y vídeo-clips. Pero eso solo lo entendí unos años más tarde. 

     Como todo el mundo, crecí conociéndolo, viéndolo en la tele y escuchando algunas de sus canciones (Heroes, Scary Monsters, Ashes To Ashes o China Girl). Pero, claro, servidor era demasiado joven como para comprender las dimensiones de este genio. Me parecía un tío raro raro, que siempre iba vestido de cualquier manera y que hacía música igual de extraña. Hasta que un día, en 1995, con 20 años y otros diez discos a las espaldas del genio Bowie -y temas igualmente míticos como Sound And Vision, Let´s Dance o Day-In, Day-Out-, saqué de la biblioteca un recopilatorio suyo titulado David Bowie-The Singles Collection (1993).    

     A lo largo de su existencia hay tan solo unos pocos discos que pueden cambiar la vida de las personas. El que os acabo de mencionar es uno de los que cambiaron la mía. Porque, en mi fuero interno, ese tío raro que tenía un ojo de cada color y que vestía de cualquier manera se convertiría con el tiempo en uno de los músicos más influyentes y menos valorados de la historia de la música. Poco a poco comencé a amar su música, su indudable gusto por la estética y sus mil y una caras. Las mil caras del Camaleón, del duque blanco, como se le solía conocer también.

     En los últimos 20 años decayó su ritmo productivo. Quizás, incluso, también parte de su calidad musical. Aún así, nos fue dejando otras piezas inolvidables, como Heathen, Sunday, Reality, New Killer Star, The Next Day, The Star (Are Out Tonight) o Black Star. Lo que nadie podrá dudar jamás es que este adelantado a su tiempo -como en su día también lo fueron Freddie Mercury, Queen, Pink Floyd o Lou Reed, entre otros- vivió no de la música sino por la música y que cuidó siempre el más mínimo detalle musical y estético. Sus vídeo-clips, como ya ha he referido más arriba, son dignos de ser disfrutados y estudiados.

     A lo largo de sus cuarenta años en el mundo artístico cultivó diferentes estilos musicales: folk psicodélico, glam rock, soul, funk y música electrónica. Y en todas ellas innovó, fue vanguardista y creó caminos que luego otros han seguido o seguirán. Pero, además, fue también actor de teatro, televisión y cine. Entre otras películas, apareció en El hombre que vino de las estrellas -donde encarnó a un extraterrestre de un planeta en vías de extinción-, Feliz Navidad, Mr Lawrence -donde dio vida a un prisionero de guerra en un campo de internamiento japonés-, Dentro del Laberinto -donde se hizo archi-conocido al interpretar el papel de rey de los goblins- o El truco final -en la que dio vida al famoso físico Nikola Tesla-.

     Bowie vivió por la música. Fue multiinstrumentista: tocaba la guitarra, el piano, los sintetizadores, el saxofón, la armónica, el xilófono, la viola, el violonchelo, la batería y algún que otro instrumento más. Y grabó Blackstar, su último disco, publicado tan solo 48 horas antes de dejarnos, enfermo de un cáncer terminal que solo conocían su familia y su círculo más cercano. Fue su particular regalo de despedida. Un legado que, como el resto de su obra, será eterno. Porque su música quedará por siempre en nuestros oídos y en nuestros corazones. Porque Bowie, como tantos otros, nunca morirá. Simplemente nos ha dejado para ir a ver a su amigo Starman, quien le estaba esperando en el cielo... 

     Así que, ya sabéis, no creáis lo que hoy publican las malas lenguas: Bowie no ha muerto. Porque, como él mismo nos cantó siempre en Space Oddity, estoy feliz, espero que vosotros también... estoy flotando de una manera muy peculiar... y hoy las estrellas tienen un aspecto muy distinto...