LIBROS

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viernes, 22 de abril de 2016

Firmin. Sam Savage. Seix Barral. 2007. Reseña





     Sam Savage es un poeta y escritor estadounidense (Carolina del sur, 1940) que publicó su primera obra a los 65 años. Profesor de filosofía, antes de dar clases y de escribir fue también mecánico de bicicletas, carpintero, pescador de cangrejos y tipógrafo. Comenzó sus actividades literarias como editor de poesía en la revista Reflections allá por los años sesenta, época que le influyó sobre manera y en la que defendió a ultranza los derechos civiles. Vivió por una temporada en Alemania y en Francia, antes de regresar a su país natal. 

     De aspecto hippie, al más puro estilo --literariamente hablando-- de nuestro querido Valle-Inclán, Savage escribió y publicó en 2007 su obra más conocida: Firmin. Alternativo, pero de cabeza muy bien amueblada, critica en ella el loco mundo de los años sesenta. Porque la novela se ambienta en un hecho real: la destrucción de la plaza Scollay de Boston a manos de la especulación urbanística de la época y la aquiescencia de las distintas administraciones. Por tanto, Firmin se convierte en una ácida crítica social de una época complicada: Guerra Fría, movimiento hippie, caza de brujas, etc.

     No obstante, y ante todo, nos encontramos ante un homenaje a los buenos lectores; un alegato de las virtudes redentoras de la lectura; un viaje iniciático por el mundo de los libros. El texto está repleto --ya desde su mismo inicio-- de constantes y estimulantes guiños literarios (desde Steinbeck a Fitzgerald; desde Hemingway a Miller; desde Dostoievski a Tolstoi; desde Wilde a James) que llevan al lector a querer leer a esos autores y a las obras a las que se va haciendo referencia. Por todo ello, no veo mejor momento para reseñar este libro que hoy, víspera de Sant Jordi, Día del Libro.

     Firmin es una rata que narra su vida desde el punto de vista de los libros. Y es que vive por y para ellos. Porque, desde recién nacido --habla de sí mismo como una rata macho--, come libros. Su mamá, Flo, una rata borrachina a la que pronto perderá el rastro, tenía doce mamas y trece hijos. Y Firmin era el que nunca llegaba a poder succionar adecuadamente la leche materna. De ahí que deba comer papel. Sin embargo, su cercanía a él le salvará la vida. Porque, al estar hartito de papel, se dedicará a leer el contenido de las páginas de los libros que se han salvado de su ingesta.

     Víctima de la soledad, la marginación y la incomprensión --rata que veas leer, déjala correr, dicen sus propias hermanas--, alimenta su estómago y su cerebro a base de libros. Los entiende como una manera de entretenerse, aprender y escapar de la rutina de la vida. Así, nunca se aburre. Pero, ¿a qué se debe que tenga tantos libros a su alcance? Pues a que su madre dio a luz a sus trece hijos en el sótano de Pembroke  Books, una librería de segunda mano de la calle Cornhill, cercana a la plaza Scollay del Boston de los años sesenta. 

     Su vida transcurre entre libros la mayor parte del tiempo y Norman Shine, el propietario de la librería, desconoce por completo su existencia. Pero Firmin le admira y observa su modo de trabajar, de cuidar los libros y de tener siempre el adecuado para cada tipo de cliente, demostrando un portentoso conocimiento tanto de los libros que posee como de los clientes que acuden a él. La relación que se establece entre ambos, aunque sea solo en una dirección, es entrañable y llega a conmover. Hasta que ocurre un hecho irremediable que no debo aquí señalar y Firmin acaba herido y acogido en la casa de un vecino del mismo edificio, Jerry Magoon, un escritor bohemio y frustrado --¿quizá el propio Savage?-- que cuidará de él casi más que de sí mismo.

     Sin embargo, no todo son libros en la novela. Y no solo de ellos vive una rata, por muy culta y educada que esta sea. Así, Firmin debe buscarse otros alimentos, lo cual le lleva a merodear por el barrio y la plaza. Y uno de sus rincones preferidos, donde siempre encuentra algo que llevarse a la boca y además se lo pasa pipa, es el cine Rialto. Allí, entre sobras de palomitas, sándwiches y demás manjares, conoce también el arte del cine. Y admirará a los principales actores de la época, principalmente a Fred Astaire y a Ginger Rogers, cuyos bailes y canciones le embelesarán.

     De la mano de Norman y Jerry --los dos humanos a los que llega a admirar y a amar-- y del cine y de los libros Firmin desentraña --y, en algunos casos, destierra-- los tópicos acerca del mundo literario, recuerda obras, autores y personajes imprescindibles de la historia de la literatura, anima a cualquier lector a acercarse a todos ellos y, además, nos invita a mirar a las ratas con ojos diferentes. Porque quizá, solo quizá, a partir de la lectura de esta novela más de uno deje de pronunciar la manida frase malditos roedores... 

                 

viernes, 15 de abril de 2016

Altamira. Huhg Hudson. 2016. Crítica





     Hace un par de semanas se estrenó Altamira, la nueva película del malagueño Antonio Banderas en la cual encarna a Marcelino Sanz de Sautuola, hombre proveniente de una familia aristócrata cántabra y, lo más interesante para la Historia en general y esta historia en concreto, arqueólogo aficionado, que descubrió, junto a su hija María, de nueve años, la cueva y las pinturas rupestres más importantes de Europa. Fue en 1879. Y ese descubrimiento, que debería haber constituido un hito histórico de primer orden mundial, amenazó con destrozar la hasta entonces tranquila vida de los Sautuola. 

     Pese a que la taquilla le ha dado la espalda --ha recaudado mucho menos de lo esperado en un principio a pesar de contar con uno de los actores más mediáticos de nuestro cine-- la película cumple a la perfección con el doble cometido de enseñar historia y a la vez entretener. Altamira está considerada como la Capilla Sixtina del arte rupestre por contener en su bóveda pinturas de bisontes datadas en 20.000 a. C. No obstante, su descubrimiento se vio envuelto en varias polémicas, las cuales son tratadas en la película con gran rigurosidad.

     La cinta, dirigida por Hugh Hudson (Carros de fuego (1981), Greystoke, la leyenda de Tarzán (1984) o Los secretos de la inocencia (1999)), cuenta con unas magníficas fotografía (José Luis Alcaine), música (Mark Knopfler y Evelyn Glennie) y efectos visuales (las imágenes de los bisontes cobrando vida a partir de las pinturas son dignas de mención, sin duda). Y la ambientación, en Santillana del Mar y la costa cántabra, transportan al espectador a aquella Cantabria de fines del siglo XIX que, al igual que el resto del país, pugnaba por dejar atrás el atraso para tomar el camino del (a veces) mal llamado progreso.

     Son básicamente dos las polémicas desatadas por el descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira. Ambas, tratadas minuciosamente en el film. Por un lado, el eterno dilema --en aquella época-- entre razón y fe; entre ciencia e Iglesia; entre evolución y creación. Los ataques recibidos por Sautuola por parte de la Iglesia Católica fueron muchos y muy duros, incluso llegando a tratarle de herético por sostener que las pinturas eran anteriores a Adán y Eva. Algo inaceptable para una Iglesia retrógrada, inflexible y carente por completo de valores y de buenos modos. Impecable el papel interpretado por Rupert Everett, autoridad eclesiástica local que acusa a Sautuola de atacar las verdades bíblicas.  

     La segunda polémica viene desde el mundo de la ciencia y la controvertida relación que desde hace tanto tiempo ha habido entre España y Francia. A fines del siglo XIX el mundo científico y prehistórico estaba liderado por Émile Cartailhac, respetado arqueólogo francés que no aceptó como reales las pinturas de Altamira. Su nacionalismo y su colonialismo científico le llevaron a acusar de falsificador a su descubridor, que cayó en el descrédito más absoluto. De nada sirvió su conocida rectificación tras similares hallazgos en su país natal. Sautuola no vivió para ver públicamente recompensadas su entrega y dedicación. 

     Pero, Historia al margen, la película trata también la historia familiar de los Sautuola. En ese sentido, cabe resaltar la magnífica relación paterno-filial entre los personajes de Banderas y Allegra Allen, que encarna a María. La dedicación del primero y la adoración mutua entre ellos es uno de los fuertes de la cinta. Hasta el punto de que la niña sigue tan a pies juntillas las explicaciones de su padre que imagina a los bisontes y hasta llega a darles vida. Y sus ojos nos miran tan fijamente desde la pantalla que también nosotros los sentimos como plenamente reales.  

     Sin embargo, lo que de verdad nos tiene en vilo durante la hora y media de duración del film es la relación entre el matrimonio. Porque Conchita (Golshifteh Farahani (Éxodo: dioses y reyes o Red de mentiras)), la esposa de Sautuola, es tan dulce como devota, y según se introduce su esposo en su intento por dar a conocer su hallazgo a la comunidad científica internacional observamos cómo se va resquebrajando la relación entre los cónyuges. Sobre todo cuando su marido es acusado de falsificador y decide cerrar la cueva. Marcelino y Conchita pugnan por sus respectivas verdades y, a la vez, por salvar su matrimonio. Ellos encarnan a la perfección esa dicotomía entre razón y fe, entre ciencia y religión.

     Altamira no es la octava maravilla del mundo del cine. Tampoco la película del año ni la que más pueda recaudar. Ni falta que le hace. Cumple con sus pretensiones de mostranos un pedacito de la historia de nuestros antepasados --los del siglo XIX y los del Paleolítico--, retrata convincentemente la intrincada sociedad de la época en que está ambientada y nos enseña que el amor puede tener algo de redentor y que en ocasiones puede con todo. Incluso con la razón, la fe, la ciencia, la Iglesia y los fracasos.


                   

miércoles, 13 de abril de 2016

El tambor de hojalata. Günter Grass. Alfaguara. 1999. Reseña





     Hace un año, tal día como hoy, falleció el escritor alemán Günter Grass, Premio Nobel de Literatura y Príncipe de Asturias de las Letras en 1999. Nacido en la Ciudad Libre de Danzig (actualmente denominada Gdansk, Polonia) en 1927, al igual que Oscar, el memorable protagonista de la que, sin duda, fue su mejor novela, el autor hubo de vivir desde su infancia algunos de los momentos más dramáticos pero también interesantes del siglo XX: el ascenso del nazismo, su llegada al poder y su estrepitoso derrumbe, una posguerra extremadamente dura y la partición alemana. Momentos, todos ellos, dignos de conocer. Y de ser dados a conocer por parte de alguien que los vivió en primera persona.

     Resulta imposible conocer a Grass y a su personaje Oscar sin conocer las circunstancias de esa Ciudad Libre de Danzig. No es el objeto de esta reseña extenderme sobre el tema, pero sí conviene decir que la Sociedad de Naciones, mediante el Tratado de Versalles (1919), impuso a Alemania la pérdida de esta pequeña pero importante región --desde el punto de vista estratégico y económico, pues su puerto era la única salida al mar de Polonia--, que quedó bajo protectorado diplomático-económico polaco. No es de extrañar, pues, que la Segunda Guerra Mundial comenzara precisamente con la invasión nazi de la ciudad-Estado autónoma, que volvió a ser incorporada a Alemania en septiembre de 1939 para ser transferida definitivamente a Polonia tras el hundimiento de Hitler y el fin de la guerra.

     El tambor de hojalata fue publicada en 1959. Narra los treinta años de vida de un enano llamado Oscar Matzerath que, desde el sanatorio psiquiátrico en el que vive recluido pero muy a gusto desde hace casi dos años, nos cuenta --en primera y tercera persona, pues su personalidad se desdobla en cada una de sus narraciones-- su vida, la de su familia, le evolución de la ciudad y la de su propia enfermedad. Con un cuerpo de niño de tres años muestra, sin embargo, una lucidez que le convierte en objeto de burla por parte de algunos pero en un personaje entrañable para otros. Oscar es, por tanto, una especie de ángel-demonio, niño-adulto, lúcido-loco. La realidad y lo sobrenatural se funden en una narración que, pese a ser complicada de seguir en algunos momentos, ata al lector a sus páginas.

     En efecto, la obra ha sido considerada como de difícil lectura y seguimiento. Sin duda, su carácter único en cuanto a estilo narrativo le otorga ese grado de dificultad pero, en cambio, su intensidad, el carácter aventurero de la vida de su protagonista y ese contexto duro pero real le confieren también un toque especial que ha hecho de El tambor de hojalata un imprescindible clásico universal del siglo XX, de obligada lectura por parte de aquellos lectores vivaces que se precien de serlo. Estamos, pues, ante una novela para la que no todo el mundo está preparado. Aunque bien vale un esfuerzo.

     Tampoco me voy a extender en la polémica abierta desde siempre sobre la figura de Grass y su pertenencia al ejército nazi. Es cierto que a los 17 años de edad entró a formar parte de las Waffen-SS y llegó a ser auxiliar de artillería en la Luftwaffe. También que cayó herido y capturado en Marienbad, donde fue hospitalizado como herido y prisionero de guerra. No obstante, como él mismo lamentó siempre, su generación completa cayó ante el encanto de la seducción del poder nazi. ¿Debemos juzgar a alguien que a los 17 años sucumbe ante tales encantos? Cada cual saque sus propias consecuencias al respecto. Eso sí, la escritura de una obra como la que nos ocupa quizás le sirva como redención o sea digno de nuestro perdón.

     El tambor de hojalata es una novela de aventuras maravillosamente escrita que recuerda en diversos pasajes al Quijote de Miguel de Cervantes. Oscar es una especie de Quijote --medio cuerdo-medio loco-- que decide dejar de crecer a los tres años porque no acepta una sociedad --la que ha tocado vivir-- enferma. Y la fusión de elementos reales y fantásticos puede llevarnos incluso a calificar a la obra como precursora del realismo mágico más tarde tan magníficamente desarrollado por otros genios literarios como Gabriel García Márquez o Isabel Allende. En definitiva, estamos ante una de las obras más justificablemente aclamadas del siglo XX. Y por méritos propios.

     Grass y Oscar se entremezclan en la narración hasta hacerse indisolubles. Y entrañables. Tras rechazar el mundo adulto y decidir dejar de crecer el pequeño se refugia en el tambor de hojalata que le ha regalado su madre. Oscar y su tambor serán uno durante un cuarto de siglo. La obra se divide en tres libros: el primero abarca desde su nacimiento hasta antes del inicio de la guerra; el segundo narra los años del conflicto; el tercero se centra en su huida a Düsseldorf nada más acabar la guerra. Todo ello se acompaña de breves páginas en las que el Oscar de treinta años, recluido en el sanatorio, recibe visitas de familiares y amigos.

     Y nos queda la poesía. Porque Grass, al más puro estilo de Goethe, es todo un poeta. El tambor de hojalata, la música y el arte pueden combatir a la guerra, al odio y al racismo. La voz vitricida de Oscar planta cara a la noche de los cristales rotos. Y toda la novela, en conjunto, ataca y critica al régimen nazi y a la sociedad alemana de la época. Por tanto, el valor de El tambor de hojalata no es solo literario sino también histórico y hasta filosófico --Oscar busca durante toda su vida quién es, de dónde viene y el lugar hacia el que dirigirse--. Y su significado, por tanto, le otorga una vigencia que le hará perdurar para siempre como una obra cumbre y capital de la literatura alemana, europea y universal.  

                                  

lunes, 4 de abril de 2016

El peso de los muertos. Víctor del Árbol. Castalia. 2006. Reseña





     Que 2016 iba a ser el año de Víctor del Árbol quedó claro cuando le fue concedido el Premio Nadal el pasado mes de enero. Tras la edición y gran éxito de ventas y de críticas de La víspera de casi todo llega, en las próximas semanas, la reedición de su primera novela, El peso de los muertos. Cumplido el contrato editorial de diez años con Castalia, la obra queda libre para ser lanzada de nuevo (sin cambiar ni una sola letra, según se ha avanzado). Y el momento dulce que vive su autor hace prever otro gran éxito en su ya bastante aclamada carrera literaria. Estamos hablando de una primera novela, con todo lo que ello conlleva, pero que en su día --2006-- ya fue reconocida con el VIII Premio Tiflos convocado por la ONCE. 

     Es evidente que la maduración personal y literaria alcanzada por este barcelonés de origen extremeño durante esta última década hace que la obra, leída hoy en día, resulte algo lejana de la maestría adquirida con los años, las novelas y los éxitos. Sin embargo, veo muy acertada la decisión de no variar la obra original, pues permite ver la evolución del autor y, además, constatar que El peso de los muertos ya mostraba pinceladas de lo que estaba por llegar. Entre ellas, la mezcla de géneros literarios --histórico y policíaco-- y la alternancia en la estructura narrativa de épocas, lugares y personajes en cada uno de sus capítulos. Sin duda, uno de los puntos fuertes de Del Árbol.

     La novela nos habla de cómo cada uno de nosotros construye su propia memoria, personal e histórica, según nos conviene. Tema, por otra parte, recurrente en la obra de nuestro autor. Y su valentía está presente ya desde el principio de la obra. Porque vivir en Barcelona, ser mosso de esquadra y escribir una primera novela contextualizada en la Barcelona de los últimos días de vida de Franco (noviembre de 1975) y que denuncie los excesos policiales --violaciones de todo tipo, denuncias falsas, asesinatos injustificados y demás prácticas difíciles de compartir-- de manera tan rigurosa y cruda hace necesario que quien se atreva a escribirla tenga un gran coraje y unos altos valores, tanto personales como profesionales. 

     El peso de los muertos es una novela negra que ya huye de los clásicos asesinos en serie y de heridas y amputaciones narradas con todo lujo de detalles. En ella no hay ketchup sino realismo puro y duro. Porque cualquiera puede convertirse en asesino. Nadie es del todo inocente ni tampoco culpable. Todo tiene sus causas y sus consecuencias. Y en la Barcelona de noviembre de 1975 ocurrieron demasiadas cosas. Muchas de ellas, dignas de ser contadas. Y esto es precisamente lo que hace Del Árbol en una novela que, pese a ser de ficción, cuenta con una extraordinaria documentación histórica y con referencias a algunos personajes reales que la hacen más cercana al lector y, por tanto, creíble.

     Pero para poder comprender lo que ocurre en el presente de 1975 el autor se toma la licencia de viajar hasta 1945, donde encontramos las causas pasadas de ese presente que al principio se nos hace casi inalcanzable pero que, gracias a las justas dosis de información que vamos recibiendo en cada capítulo, al fin llegamos a conocer --algo también clásico en los libros de Víctor del Árbol--. De esta manera, serán los sucesos de la posguerra y del comienzo del régimen dictatorial los que marquen los de los últimos días del franquismo. 

     No obstante, nada de lo escrito más arriba sería factible sin otro de los puntos fuertes de la obra de este autor: la fuerza, cercanía y credibilidad de unos personajes, retratados minuciosamente, que siempre tienen algo que perdonarse y que buscan soltar lastre de su pasado. Un pasado que les pesa, les impide vivir con normalidad y no les deja escapar jamás, aunque sea a base de pesadillas que recrean sus propios fantasmas. Varios de ellos están marcados por la tragedia, pues han asesinado o han perdido dramáticamente a alguien en el pasado. De ahí un título más que acertado.

     Lucía es una mujer atractiva y enigmática cuyo matrimonio está a las puertas del fracaso. Guarda un secreto que ni su marido, Andrés, conoce. Un secreto que la hace volver a Barcelona treinta años después de su apresurada huida. El moro Ulises, un repulsivo torturador de la brigada político-social, anteriormente héroe de la guerra de África, también esconde algo en su conciencia que cree que nadie más conoce. Octavio Cruz, amigo de juventud de Lucía, es un abogado de la capital catalana incapaz de demostrar su amor a nadie. El fantasma del doctor Nahum Márquez, muerto por garrote vil treinta años antes, amenaza con no dejar en paz a nadie hasta que se haga justicia. Pero, ¿qué clase de justicia?

     En definitiva, El peso de los muertos es una lucha entre dos mundos: el de los vivos y el de los muertos; el de los recuerdos reales y el de los inventados; el de la justicia y el de la injusticia; el de un régimen opresor que agoniza y el de otro emergente que ansía la libertad perdida; el de la responsabilidad y el del esconderse a toda costa; el del amor verdadero y el del sexo y la depravación; el de la verdad y el de la mentira. Una gran historia en la que, como dice uno de sus protagonistas, lo probable y lo increíble son cabos de la misma cuerda: si los juntas, resulta lo inevitable. Una novela escrita no por un mosso de esquadra que quería ser escritor sino por un escritor que iba a dejar de ser mosso de esquadra...