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lunes, 16 de mayo de 2016

Y Springsteen tomó el Camp Nou (14-05-2016)





     Han pasado casi 48 horas desde la mágica noche --y van siendo ya innumerables-- que Springsteen regaló a las casi setenta mil almas entregadas a él y a la E Street Band en un Camp Nou que fue un clamor durante las tres horas y media de show. En la mente de los asistentes, entre los que afortunadamente me incluyo, se agolpan tantos sentimientos y recuerdos que resulta prácticamente imposible escribir una crónica de todo lo que allí aconteció en una noche histórica.

     Bruce es para millones de personas en todo el mundo como un familiar muy especial que vive muy lejos y solo viene a vernos de vez en cuando. Como la familia es tan amplia, casi nunca viene a nuestra ciudad, por lo que hemos de tomar un avión, tren, autobús o nuestro propio coche para poder ir a visitarlo durante unas horas. Centenares o miles de kilómetros para pasar con él una noche que, aparte de agradable, resulta siempre única e irrepetible. Porque Bruce no ha hecho jamás dos conciertos iguales. Porque, consciente de que muchos de los que una noche cualquiera van a verle quizá no repitan, piensa que deben guardar para siempre esa noche en su memoria, por lo que no duda en hacer de cada concierto algo especial e imborrable.
   
     Lo peculiar y lo que hace de él quien es a día de hoy es que, a diferencia de la gran mayoría de artistas de todo tipo, le encantan los baños de masas no para engrandecer su ego, sino para hacer mucho más grande a cada una de las individualidades que forman esas masas. Porque el Boss es una arma de destrucción masiva que aniquila las depresiones e impurezas de las almas de quienes van a sus conciertos. De ellos sale uno revitalizado en el plano espiritual y anímico. Que no físico. Porque un fan entregado a la causa, que canta, grita, hace palmas y da saltos durante tantas horas seguidas sale del recinto como si le hubiera pasado por encima un camión. Y tarda incluso días en recuperarse de tan gran esfuerzo. Y quienes soléis ir a verlo de vez en cuando sabéis que no exagero un ápice. Sé perfectamente de lo que hablo.

     Y, llegado a este punto, he de hacerle un reproche a Bruce. No sé si alguien se lo habrá hecho ya, aunque no creo que sea yo el primero. Alguien debe decirle a este señor que sus conciertos deberían durar un par de horas. Como los de los Rolling Stones, U2, Coldplay o ACDC, por ejemplo. Porque él, que sin duda ha hallado la pócima secreta de la eterna juventud, no envejece, peros sus seguidores sí. Él aguanta sus tres horas y media de show como si nada, pero nosotros no. Nos cansamos mucho y cada vez nos cuesta más retornar a la normalidad. Él, que tanto respeta a cada uno de sus fans, debería pensar también en su salud. No en la suya, por supuesto, sino en la nuestra.

     No es saludable que, tras casi tres horas de concierto, estos tíos toquen seguidas Born in the USA, Born to run, Dancing in the dark y Tenth Avenue freeze-out. Menos todavía que, a renglón seguido, y cuando parece que todo ha terminado por fin, se arranquen con unos impresionantes e interminables Shout, Bobby Jean y Twist and shout. Porque servidor, cuando media hora antes tocaron The rising, se sentía ya con ganas de un Demolition (suponiendo que tuviera una canción con semejante título, a buen seguro la habría tocado también).

     Dicho esto --en tono irónico, o quizá no tanto--, el concierto, que incluyó hasta 36 canciones de todas las épocas del artista y la banda, tuvo momentos que permanecerán en las retinas y en los oídos de todos nosotros: desde las notas más rockeras --Badlands, My love will not let you down, I wanna be with you, Ramrod, Prove it all night o Because the night-- hasta las indispensables baladas --I wanna marry you, The river, Pointblank, The price you pay, Drive all night o Thunder road--, pasando por los ya clásicos himnos generacionales --No surrender, Hungry heart, Out in the street o The promised land--. 

     Otros momentos emotivos de la noche fueron la interpretación del mítico Purple rain del recientemente fallecido Prince --con un magnífico solo de guitarra de Nils Lofgren y la emocionada voz de Bruce--, que abrió los bises; las tradicionales peticiones, con Glory days y I´m going down a la cabeza; y el apoteósico final, con las ya mencionadas versiones de los Beatles. Todo ello, sin olvidar las canciones del álbum The river, con protagonismo, además de las ya reseñadas, de The ties that bind, Sherry darling, Jackson cage o Two hearts, interpretadas seguidas en las primeras posiciones del set list.

     El Barça, que acababa de ganar la Liga de fútbol, no pudo celebrarlo en su estadio. Lo cual no significa que no hubiera en él una gran fiesta. Es más, para los seguidores culés del Boss, sin duda, fue la fiesta perfecta. Y, por supuesto, a los no culés no nos importó unirnos a ella. En absoluto. Y es que el Boss es capaz de unir a culés, pericos, merengues y atléticos. La fuerza del rock and roll hermana a gente a priori irreconciliable. La de Springsteen, más si cabe. La imagen del Boss saludando desde la escalerilla de salida del escenario, guitarra alzada en mano incluida, justo antes de desaparecer, me hace realizar una petición a quien corresponda: por favor, que no sea la última vez que podamos ver a este tan querido familiar... ¡Vuelve pronto, tío Bruce!



                     

lunes, 9 de mayo de 2016

La Torre de los Siete Jorobados. Emilio Carrere. Valdemar. 2015. Reseña





     Hace casi un siglo, en 1920, un periodista y escritor madrileño, Emilio Carrere, desconocido por la mayoría de lectores, escribió un relato sobrenatural titulado La Torre de los Siete Jorobados que el año pasado fue reeditado por Valdemar. La narración, que sigue la línea del mejor Edgar Alan Poe en lo fantástico y de Walter Scott en lo aventurero, se ha convertido en un clásico del género gótico. En parte, gracias a la película homónima, dirigida por Edgar Neville en 1944. En las siguientes líneas expondré detalles de la obra e historias poco conocidas --o totalmente desconocidas-- respecto al autor y las circunstancias que ocasionaron la escritura de la novela tal y como es conocida en la actualidad.

     Huérfano de madre al mes de su nacimiento y abandonado en primera instancia por su padre, Carrere fue criado por su abuela hasta que esta enfermó y su padre volvió a ocuparse de él. Estas circunstancias marcarían para siempre el carácter de un niño que hubo de vivir a base de imaginación y fantasía para superar una realidad tan difícil de aceptar a tan temprana edad. Bajo la influencia de los poetas malditos franceses (Verlaine, Rimbaud y compañía), se dedicó a la vida bohemia --gracias a la jugosa herencia recibida a la muerte de su padre--, frecuentando cafés nocturnos y casas de mala reputación social. Experto en temas de ocultismo, viajes astrales y todo lo referido a lo sobrenatural, su obra supuso en su momento una ruptura con lo que era tradicional en la literatura española de principios de siglo XX.

     La Torre de los Siete Jorobados fue su obra más reconocida. Y también la más polémica. Pero no solo por su temática, en un contexto nada dado a este tipo de excentricidades, sino porque, según diversos estudios, como el de Jesús Palacios, autor del prólogo de esta misma edición, no toda la obra sería de su autoría. Palacios asegura que Carrere habría escrito los primeros y los últimos capítulos, dejando plantado a su editor a medio trabajo. El editor, encantado con lo leído, decidió buscar a otro autor que se encargara de terminar el trabajo. Y todo apunta a que ese autor fue Jesús de Aragón, coetáneo de Carrere y también experto en obras de aventura y fantasía. Según Palacios, De Aragón estudió milimétricamente la obra de Carrere y no solo terminó La Torre de los Siete Jorobados sino que aprovechó las enseñanzas recibidas de su estudio para su propio provecho, pues escribió otras novelas similares que tuvieron cierto éxito en la época.

     Sea como sea, ni el editor ni Carrere ni de Aragón reconocieron jamás la verdad sobre la escritura de esta novela. Lo cual hace todavía más misteriosa la concepción de una obra ya de por sí intrigante. Y es que en La Torre de los Siete Jorobados encontramos asesinatos misteriosos, aparecidos, fantasmas, luchas en el medio astral entre voluntades opuestas, una banda de extraños jorobados delincuentes, sabios locos casi de atar y hasta una ciudad desconocida en el Madrid de principios de siglo XX. Todo ello, fruto de una imaginación --o, según parece, dos imaginaciones-- sin fin. 

     El protagonista principal de la historia es Basilio, una especie de alter ego del propio Carrere que, como él, frecuenta lugares extraños y vive una vida bohemia y despreocupada. El doctor Catafalco, un ser al que solo él ve, le persigue por la ciudad y sus tugurios hasta conseguir que Basilio le prometa que esclarecerá su extraño asesinato, sucedido una década atrás. Y ahí comienza lo emocionante de la novela: investigaciones, otras apariciones, jorobados, peligros y gran cantidad de entuertos que solucionar.

     A Basilio le acompañarán en sus pesquisas un periodista y un investigador privado, cada uno de ellos con sus rarezas, manías y majaderías. Hasta el punto de que el lector llega a sonreír en diversos pasajes no exentos de cierto humor, más o menos refinado. No obstante, también llegará a sentir opresión en el corazón, sobre todo en las escenas desarrolladas en las largas y oscuras galerías subterráneas que parecen no tener fin ni (lo más inquietante de todo) salida a la superficie. Lo cual se completa con las persecuciones y tiroteos con la banda de jorobados, dispuestos a no dejar que sus secretos sean descubiertos.

     En la novela asistimos a ritos satánicos e iniciáticos, a conjuras casi medievales, a robos, secuestros y asesinatos imposibles de resolver y a escalofriantes apariciones. Es decir, que contiene todos los ingredientes necesarios para atrapar al lector hasta la última página. Es muy de agradecer que editoriales como Valdemar apuesten por recuperar estos clásicos que, pese a estar prácticamente olvidados, todavía hacen las delicias de los amantes del género fantástico y de aventuras. 

                 

lunes, 2 de mayo de 2016

La mediadora. Jesús Sánchez Adalid. Ediciones Martínez Roca. 2015. Reseña





     Jesús Sánchez Adalid me ha sorprendido con un cambio de registro absolutamente inesperado. Cuando me enteré, allá por el mes de marzo del pasado 2015, de que había ganado el VI Premio Abogados de Novela con una obra tan alejada a lo que nos tiene tan bien acostumbrados me quedé boquiabierto. No por nada: simplemente por ese giro tan repentino e impredecible. Porque que es un gran escritor es algo fuera de toda duda. Que sus novelas históricas son todo un éxito -y muy merecido, por cierto-, es de dominio público. Y que el autor es cura y abogado y que ejerció incluso como juez -aspectos, quizás, menos conocidos por el amplio público- lo instruían de sobra para abordar una obra como esta. Lo que servidor no esperaba era que se atreviera a abandonar por un tiempo su brillante carrera como novelista histórico para adentrarse en temas tan delicados. Y actuales.

     La novela introduce un aspecto jurídico que puede ser desconocido por la mayoría de la gente: la figura del mediador como herramienta de resolución de conflictos familiares: separaciones, divorcios, rupturas de parejas de hecho, custodia de hijos, decisiones sobre la patria potestad, modificación de medidas, liquidación del régimen económico matrimonial, ejecución de resoluciones judiciales, etc. Un mecanismo alternativo de resolución pacífica de los conflictos que para nada busca suplantar al sistema judicial sino, más bien, ayudarlo. Y todo, sobre la que debe ser de manera inexcusable la base del proceso: el restablecimiento de la comunicación entre los litigantes. Lo cual, obviamente, debe ser algo voluntario por ambas partes.

     La mediación familiar es algo todavía novedoso en el sistema judicial español. No le faltan detractores y defensores. Pero, como queda claro en la novela, cuenta con las enormes ventajas de ser ejercida por grandes profesionales que tienen los pies en el suelo y que dan a conocer a las partes las ventajas de una solución pacífica y consensuada. En un mundo como el actual, en el que todos conocemos casos como el de Mavi y Agustín, protagonistas del libro junto a Marga, la mediadora, se hace necesario contar con este tipo de gestión de conflictos.

     Mavi y Agustín formaban un matrimonio nada convencional: ella, ex jueza reconvertida en exitosa escritora de bestsellers de misterio, vive la mitad del tiempo en Madrid, donde afirma poder documentarse y concentrarse de manera conveniente para la escritura de sus novelas; él, aparejador venido a menos a causa de la crisis del ladrillo y amo de casa, pues se hace cargo de la misma y de las dos hijas del matrimonio, vive en Cáceres. La cuestión es que Mavi, que se mueve en círculos sociales mucho más amplios, conoce a otro hombre en Madrid y se enamora de él, decidiendo poner fin a un matrimonio que ha durado más de un cuarto de siglo. 

     Agustín -que sigue perdidamente enamorado de Mavi- se queda, de un plumazo, sin casa, sin su estudio de aparejador (situado en una de las habitaciones del domicilio matrimonial), sin hijas y con la obligación de pasar a su hija pequeña una pensión de manutención de 300 euros mensuales. Sin trabajo y debiendo pagar el alquiler de su nuevo lugar de residencia y la pensión de su pequeña se desespera al verse objeto de una gran injusticia. Una injusticia que le provoca mayor indignación al comprobar que los jueces no atienden a sus sucesivas reclamaciones. Su abogado, en vista de su situación personal y judicial, decide poner el caso en manos de Marga, mediadora familiar que da título a la novela.

     Desde sus primeras páginas la historia de Agustín y Mavi atrapa al lector. Con un lenguaje claro y conciso, cercano y a la vez alejado a lo habitual en Sánchez Adalid, este nos desgrana los acontecimientos que han llevado al matrimonio a una situación sin salida. La primera parte -Voy detrás de ti- describe la humillación e indignación de Agustín y el estado de las cosas. En la segunda -Cuando todo cambia- se centra en la vida de Mavi en Madrid y en esa nueva relación que pone fin a su matrimonio. La tercera -La vida- narra la historia en común de la pareja, así como el último viaje juntos a Grecia. La cuarta y última parte -El tiempo ganado- hace referencia a la resolución de la historia, algo que, por razones obvias, no contaré aquí.

     Uno de los fuertes de este autor es que maneja perfectamente la psicología de los personajes de sus novelas. Aspecto que cobra mayor importancia si cabe en una historia como esta. Agustín, Mavi y Marga se nos presentan de una manera que es imposible no verse reflejado en ellos. Con sus virtudes y defectos, son tan humanos y cercanos que nos hacen sentir lo mismo que ellos en cada una de las escenas. Sus incertidumbres, sus desconciertos, sus fracasos y sus pequeños ataques de locura son también los nuestros durante las 270 páginas de la novela. Y ello se debe, sin duda, a la buena mano del autor a la hora de presentarnos a sus personajes.

       La historia de La mediadora es la de un cada vez mayor número de matrimonios rotos, hundidos y fracasados. También la de una sociedad y toda una generación que probablemente no estaba preparada para afrontar tantos y tan profundos cambios. Y, ante todo, la mirada lúcida y esperanzadora de un autor que además es abogado y párroco. Como él bien dice en su nota final, esta historia se la debe a quienes me han contado, generosamente, sus propias experiencias vitales. Debe ser un lujo tener un confesor así. Porque Sánchez Adalid ha demostrado de nuevo que, además de saber escuchar a sus feligreses, escribe como los ángeles.