LIBROS

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lunes, 26 de marzo de 2018

Rojo y negro. Henri Beyle Stendhal. Planeta. 1982. Reseña





     Pese a ser menos conocido que sus contemporáneos Víctor Hugo (Los miserables) y Alejandro Dumas (El conde de Montecristo), Henri Beyle --más conocido por su pseudónimo Stendhal-- veinte años mayor que los anteriormente aludidos, influyó en ellos, siendo considerado uno de los grandes precursores del realismo literario por su magistral descripción psicológica de los protagonistas de sus obras y su estilo, conciso y meridianamente mostrador de la realidad de su tiempo. Un tiempo convulso que vivió las consecuencias de la Revolución Francesa de 1789 y las luchas por el poder tras la muerte de Napoleón en 1821 en la isla atlántica de Santa Elena.

     De hecho, Rojo y negro, la obra cumbre del genial escritor de Grenoble, fue publicada en 1830. Tan solo nueve años después de la definitiva desaparición de Bonaparte. Personaje al que admiró y al que llegó a servir. En efecto, Stendhal conoció las tropas napoleónicas, en las cuales ingresó para participar en las campañas de Italia. Sin embargo, en 1802 abandonó el ejército, pasando a trabajar en la administración imperial en Alemania, Austria y Rusia. Sus dos grandes pasiones, además de la literatura, fueron las mujeres (se le conocieron decenas de amantes a lo largo de sus 59 años de vida) y la admiración por el arte (de su obra Roma, Nápoles y Florencia nace lo que se conoce como síndrome de Stendhal, una especie de éxtasis o mareo producido al contemplar en poco espacio y tiempo demasiada acumulación de arte y belleza).     

     Rojo y negro presenta la Francia de la Restauración de tal manera que nos sumerge de lleno en ella. Las luchas entre las distintas clases sociales que fueron emergiendo y sustituyéndose unas a otras en los años que precedieron a Luis Felipe de Orleans están presentes en cada una de sus casi quinientas páginas. Los protagonistas son egoístas y buscan satisfacer sus placeres. La combinación de una más que acertada ambientación histórica, de un magnífico estudio de la psicología de los personajes y de la descripción moral e intelectual de la Francia del siglo XIX componen un mosaico de una extraordinaria diversidad de colores. Una obra de arte literaria absolutamente recomendable. Aunque entre sus coetáneos solo Honorato de Balzac parece que supo verlo in situ

     Eso sí: pocos años después, su manera y sus formas literarias fueron absorbidas por los grandes escritores franceses y europeos, como los arriba citados Hugo y Dumas y el ruso León Tolstoi. No en vano, con el paso de los siglos --dos en concreto--, se considera que Stendhal es el escritor del XIX que mejor ha envejecido, por lo que se dice de él que es el creador de la novela moderna. Y su influencia en obras como Los miserables o El conde de Montecristo es innegable. Algo que, según los estudiosos, se observa mejor todavía en La cartuja de Parma (publicada en 1839), la otra gran obra del autor que nos ocupa en estas líneas.

     El título de la novela hace referencia a los colores del ejército (rojo) y del clero (negro). Julián Sorel, su gran protagonista, es hijo de un aserradero de un pueblo ficticio denominado Verrières. Lucha, pese a su juventud, por ascender de condición social. No duda en ser diplomático, utilizando su astucia y su valía intelectual --conoce de memoria cada página de la Biblia (en latín)--, para decir a los demás lo que quieren oír y hacer lo que quieren que haga. Todo por labrarse amigos hasta en el infierno. Lo cual, por contra, le generará también grandes enemigos. El cura del pueblo, Chélan, será su gran valedor en sus inicios. Así, le consigue un puesto como preceptor de los hijos del alcalde, Monsieur de Rénal. Más tarde, tras tener un affair con la esposa del alcalde, ingresará en el seminario de Besançon para iniciar su carrera eclesiástica. 

     En el seminario su valía provocará los celos de sus compañeros. Y el abate Pirard decidirá protegerlo primero y sacarlo de allí después, ofreciéndoselo como secretario al marqués de la Mole. Y, así, el pueblerino Sorel llega ni más ni menos que hasta a París. Pasa de un mundo burgués de provincias a otro aristocrático y capitalino. Pero pronto volverá a las andadas. Como el propio Stendhal, Julián es muy proclive a enamorar a las bellas damas. Y Matilde, la hija del marqués, será su siguiente amor. Un amor diferente al protagonizado con la señora de Rénal, con tira y afloja constantes y sin verdadera consistencia. Algo que hace pensar también en el título: un amor pasional y de corazón (rojo) y otro de intelecto y cabeza (negro).

     Al mismo tiempo que la relación entre Julián y Matilde se va estrechando y distanciando por momentos, el marqués, que se muestra encantado en todo momento con Julián de la misma manera que anteriormente lo había estado el alcalde de Verrières, el señor de Rénal, consigue que su secretario sea nombrado teniente de húsares en Estrasburgo, convirtiéndose en el señor Julián de la Vernaye. No obstante, cuando todo parece ir bien en la vida de nuestro protagonista, que insiste en sus ambiciones de ascensión social, un inesperado giro lo colocará en el abismo. Un abismo que lo llevará ante un dilema vital, moral y ético en el que deberá elegir entre una vida miserable y una muerte digna.  
           
     La hipocresía (la clara contradicción entre las palabras de los personajes y sus actos y pensamientos); las luchas por el poder entre republicanos (seguidores de Napoleón) y católicos legitimistas (partidarios de restaurar a los Borbones); la necesidad de jugar a dos o tres bandas con tal de asegurarse el porvenir para conseguir la aprobación de quienes los rodean; y los celos amorosos (aparecen no uno sino varios triángulos amorosos a lo largo de la trama) hacen de este libro una obra maestra de indudable calidad y vigencia. Porque leer a Stendhal es leer historia, leer psicología, leer sobre relaciones personales y amorosas y, sobre todo, leer realidad. Por insoportable que esta sea...      
         


lunes, 12 de marzo de 2018

Frankenstein, de Mary W. Shelley, cumple dos siglos. Reseña





     Mary W. Shelley, hija de los famosos filósofos británicos William Godwin (dedicado al ámbito político) y Mary Wollstonecraft (reconocida feminista autora de la obra Vindicación de los derechos de la mujer), pasó el verano boreal de 1816 junto a su esposo, Percy Shelley, poeta romántico y también filósofo, en la villa que su buen amigo lord Byron tenía cerca de Ginebra. Allí, ante la imposibilidad de salir de la villa debido al fenómeno conocido como invierno volcánico --el hemisferio norte hubo de soportar un verano largo y frío debido a la erupción del volcán indonesio de Tambora --, su anfitrión, su médico personal, John Polidori, y los Shelley acordaron un reto para pasar el tiempo: escribir una historia de terror cada uno.   

     Solo Polidori cumplió el reto. Sin embargo, la única mujer del grupo puso los cimientos de lo que no mucho más tarde tomó cuerpo en forma de un relato que se convirtió en la primera novela moderna de ciencia ficción y en uno de los mayores exponentes de la novela gótica de terror. En ella narró la historia de un joven y ambicioso doctor suizo (Viktor Frankenstein) que, mediante los denominados experimentos galvánicos y la fuerza de la electricidad, es capaz de crear un nuevo ser a partir de diferentes fragmentos de cuerpos ya inertes. Una historia cuya publicación tuvo lugar hace exactamente doscientos años. Dos siglos que bien merecen una referencia en este blog.

     Publicada bajo el título original de Frankenstein o el moderno Prometeo, la novela aborda temas tan controvertidos como la moral científica, la creación y la destrucción de la vida, la naturaleza humana o la relación de los humanos con Dios. El hecho de que el doctor Frankenstein actúe como una especie de Dios, con el cual rivaliza, justifica su subtítulo, en referencia a ese Prometeo de la mitología griega que robó el fuego de los dioses para dárselo a los mortales. El hecho de que Zeus acabara castigándolo por ello también se relaciona directamente con esta obra, pues también Viktor Frankenstein acabará recibiendo el peor de los castigos divinos. 

     Antes de entrar de lleno en la reseña de la novela conviene hacer una recomendación a cualquier lector que todavía no la haya leído y tenga previsto hacerlo en el futuro: el cine no ha hecho justicia, en ninguna de sus múltiples versiones, a esta historia. Y no lo ha hecho por tres motivos. En primer lugar, porque el verdadero protagonista de Frankenstein no es el monstruo sino el doctor que le otorga la vida. En segundo lugar, porque no estamos ante un médico loco sino incauto y arriesgado. Y, en tercer lugar, porque la figura del monstruo del celuloide tampoco obedece a la original de Mary W. Shelley. Por tanto, el nuevo lector de la obra deberá realizar un ejercicio previo de limpieza de ideas e imágenes preconcebidas que pueden llevarle a engaños, inexactitudes y desilusiones. 

     Además, el doctor no da a conocer en ningún momento las particularidades de su proceso creativo, pues no desea que nadie pueda volver a cometer semejante insensatez. Está absolutamente arrepentido de lo que ha hecho a causa de sus ansias de conocer los secretos del cielo y la tierra, así como la misteriosa alma del hombre, y tan solo se centra en salvar a su familia y en tratar de destruir al ser demoníaco, a el engendro, a la criatura o al horrendo huésped. Porque en ningún momento se dirige al monstruo con el apelativo de Frankenstein, nombre con el que la cultura popular conoce a la criatura creada por el médico. Otro elemento más a tener en cuenta sobre la novela.

     Para mí, más allá de la originalidad de la historia y la caracterización de cada uno de sus protagonistas, lo mejor de la novela quizás sea el triple narrador omnisciente que nos descubre los hechos de la trama. A saber: el monstruo narra al doctor sus propias experiencias en los capítulos centrales de la misma; a su vez, Viktor Frankenstein le cuenta al marinero Robert Walton tanto las vivencias de la criatura como las suyas mismas; y el marinero lo cuenta todo a través de su diario personal y de las cartas que va escribiendo a su hermana Margaret. La secuencia es, pues, la siguiente: 1) diario de Walton, 2) la historia de Viktor, 3) las peripecias del monstruo, 4) continúa la historia de Viktor y 5) fin del diario de Walton.

    A lo largo de sus páginas Mary W. Shelley pone en boca de sus personajes varias expresiones, frases y párrafos enteros dignos de mención. De todos ellos, me quedo con estos dos. El primero hace referencia a una reflexión de Viktor que dice así: Nada causa tanto abatimiento al espíritu como un prolongado cúmulo de desgracias en el tiempo, pues todo ello conlleva a una depresión casi crónica y a un estado de aflicción continuo. Nunca se vislumbra la esperanza, pues el sentirte predestinado a cumplir con tu desdicha en la vida te priva de forma irremediable de experimentar la alegría que conociste en el pasado.

     La segunda la pronuncia la criatura, y reza así: Mi trabajo ha finalizado. No me hace falta vuestra vida ni la de ningún otro hombre para completar lo que es necesario completar. La única vida que preciso es la mía, porque cuando perezca será una liberación para mí (...), reuniré el material que adornará mi pira funeraria, y en ella convertiré este cuerpo horrendo y deforme en cenizas. Y en polvo, para que nadie vuelva a ser testigo de un horror fatal, pues es lo único que inspiro. Y espero de corazón que no se vuelva a producir un hecho similar (...) pues es lo mejor que puede pasar.

     Se cumplen, pues, doscientos años del nacimiento del monstruo más humano de la historia de la literatura. Un monstruo triste, con un físico sobrehumano, extraordinariamente inteligente pero a la vez, y por ello, consciente de su enorme e inevitable desgracia: resultar abominable a ojos humanos y ser incapaz de encontrar su sitio en la naturaleza y en el mundo. Los lectores que todavía no lo conozcan harán bien en acercarse a su historia y a la del doctor que lo creó. Porque, en el fondo, tal vez no sean tan diferentes entre sí...                   
                          

     

lunes, 5 de marzo de 2018

La vigilante del Louvre. Lara Siscar. Plaza & Janés. 2015. Reseña





     En 1866 el pintor francés Gustave Courbet, iniciador del realismo pictórico, realizó una pintura al óleo sobre lienzo en base al cuerpo desnudo de una joven modelo irlandesa que respondía al nombre de Joanna Hifferman, amante de James Whistler, discípulo del genial pintor galo. La obra, El origen del mundo, pasó a la historia del arte como una de las más escandalosas, controvertidas y polémicas. Tuvo varios propietarios a lo largo de los siglos XIX y XX --desde un rico egipcio hasta el conocido psicoanalista Jacques Lacan, pasando por un barón húngaro, la Wehrmacht alemana o el Ejército Rojo-- hasta que finalmente fue adquirido por el Estado francés y expuesto en el Museo de Orsay (París).

     Hasta aquí la parte real que sirve de base a la historia de ficción con la que Lara Siscar (1977) debutó en el mundo literario en 2015. No es la primera vez que un cuadro real (o ficticio) sirve como punto de partida a una obra literaria. Podríamos poner múltiples ejemplos que prefiero ahorrarme en estas líneas. La cuestión es que los enigmas del mundo del arte son tantos y tan interesantes que a menudo resulta imposible no sucumbir ante ellos. Eso debió pensar la conocida televisiva del Grao de Gandia, presentadora de varios programas de los servicios informativos de TVE y actualmente conductora del espacio Asuntos públicos en el canal 24 horas. 

     La vigilante del Louvre es la historia entrecruzada de tres mujeres del siglo XXI --cuatro, en realidad, aunque la cuarta vivió en el XIX, como veremos más tarde-- que, como buenamente pueden, deben hacer frente a situaciones personales más o menos dramáticas. Tres mujeres normales que se convierten en heroínas anónimas de nuestro tiempo en un mundo que, le pese a quien le pese, sigue siendo eminentemente machista. Tres mujeres tan parecidas en algunos aspectos --solo unos pocos-- y, sin embargo, tan diferentes en otros --la mayoría--. Sus nombres: Diana, Claudette e Isabelle. Tres mujeres condenadas a encontrarse pese a la inmensidad del París de nuestro tiempo. 

     Diana es la vigilante del Louvre. Casada y madre de un hijo pequeño, Jean, narra su vida a los cuadros que cuelgan de las paredes del museo. Su vida es anodina, rutinaria, aburrida. Incluso en el trabajo. Porque cuando le toca vigilar una sala concurrida debe hacerse cargo de la defensa y la protección de obras como La Gioconda, la Victoria de Samotracia o la Venus de Milo. Y cuando su cuadrante la destina a salas más tranquilas no sabe entretenerse de otra manera que leyendo novelas que la transporten a otros mundos (El librero de París y la princesa rusa, de Mary Ann Clark Bremer, o Los miserables, de Victor Hugo). Su marido y ella siguen juntos solo por el bien de Jean. O eso creen y se hacen creer ambos.

     Siscar cita a lo largo de la novela a varios autores literarios. Entre ellos, Irene Nemirovsky: El amor que nace del miedo a la soledad es tan triste y poderoso como la muerte. Frase que sirve tanto para Diana como para Claudette. No obstante, la vida de rutinas y lecturas de Diana está a punto de virar su rumbo. Y todo a raíz de una exposición temporal que pondrá ante sus ojos El origen del mundo, la obra que la obsesionará y cambiará no solo su vida sino también las de Claudette e Isabelle. Claudette es una enigmática y joven rubia que va despertando pasiones allá por donde se pasea. Acompañada de su inseparable violonchelo, acude cada día a la sala en que se expone la pintura de Courbet. Está cansada de Bruno, su marido, al que quiere pero al cual engaña con diversos hombres. 

     Isabelle es una hermosa joven de cabello rojo intenso que también está obsesionada con el mismo cuadro. Cree ser tataranieta de Joanna Hifferman, a cuyo diario se aferra como si le fuera la vida en ello. Siguiendo sus pasos, ha trabajado en multitud de ocasiones como modelo de retratos. Y prepara una tesis doctoral sobre la obra de Courbet, en la cual piensa centrarse precisamente en El origen del mundo. Económicamente, de las protagonistas de la novela, es la que más apuros ha pasado desde siempre. Tanto que ha llegado a tener que prostituirse para llegar a fin de mes y costearse sus estudios para procurarse un futuro mejor. Mucho mejor.

     La cuarta protagonista del libro, la que vivió en el siglo XIX, es Joanna, la tatarabuela de Isabelle. Los fragmentos de su diario que va estudiando la futura doctora son fragmentos reales del mismo. Un documento especialmente interesante para los estudiosos del arte. Pero también para los que no lo son. Porque hay aspectos humanos en dichos escritos que nos pueden hacer pensar, y mucho, sobre nuestras propias vidas. Al igual que las vicisitudes por las que atraviesan nuestras otras tres protagonistas. Condenadas a encontrarse. Condenadas a tomar decisiones. Condenadas a reflexionar hasta llegar a la conclusión de que este mundo no está agotado.  

     En definitiva, estamos ante una novela de ficción sobre una base de realidad artística que cumple a la perfección con los dos requisitos básicos de toda obra: entretener (con las historias de las tres protagonistas del París actual, por cierto, también protagonista secundario del libro) y enseñar (porque de ella aprendemos diversos aspectos de la historia del arte del siglo XIX, Courbet, los inicios del realismo y El origen del mundo). Una novela de debut que, con un lenguaje sutil que nos envuelve como en una tela de araña que nos ata a sus páginas, nos narra la revolución silenciosa de tres mujeres que podrían servir de ejemplo a muchas lectoras en situación similar a las suyas. Porque no: este mundo no está agotado. Para ninguna. Para nadie.