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lunes, 6 de febrero de 2023

Malaventura. Fernando Navarro. Impedimenta. 2022. Reseña





    Fernando Navarro (Granada, 1980) debutó en el mundo literario el pasado año, de la mano de Impedimenta, con una novela o, más bien, un conjunto de relatos o cuentos --quince en total-- que se editaron bajo el sugerente título --muy acertado, por cierto-- de Malaventura. Hasta entonces, el guionista era conocido por sus críticas musicales en diversos medios --Radio 3, Cadena SER o MondoSonoro (ojo: no confundirlo con el también crítico musical y periodista de El País Fernando Navarro)-- y por sus colaboraciones cinematográficas con Álex de la Iglesia, Rodrigo Cortés, Jonás Trueba o Jaume Balagueró, entre otros. Fue nominado a los Premios Goya en un par de ocasiones --Verónica (Paco Plaza, 2018) y Orígenes secretos (David Galán Galindo, 2021)-- y entre su filmografía destacan Toro (2016), Cosmética del enemigo (2020) y Bajocero (2021). Es miembro del Writers Guild os America y ha impartido diversos talleres de Escritura Creativa en la Universidad de Siracusa y en Le Moyne College, ambos en Nueva York. 

    Malaventura tuvo una gran acogida y consiguió un gran éxito de inmediato, siendo galardonada con el Premio Setenil 2022, que convoca cada año el ayuntamiento de Molina de Segura (Murcia) para seguir promocionando los cuentos en nuestro país. Merced al libro, calificado como un acid western --un subgénero del western clásico que emergió en los años 1960 y 1970 que combinaba las ambiciones metafóricas de los aclamados films en blanco y negro con los excesos del spaghetti western y la perspectiva de la contracultura de los años 1960--, a Fernando Navarro se le ha llegado a comparar incluso con los novelistas Cormac McCarthy y Stephen King --por su estilo y ambientación--, los directores de cine Sergio Leone y Quentin Tarantino --por su temática y crudeza y por la constante aparición de sangre en cada uno de los cuentos o relatos--  y el dramaturgo Federico García Lorca --por su obsesión por el sur y por todo lo que tenga que ver con el flamenco--. Comparaciones al alcance de muy pocos, la verdad.   

    En los relatos que componen Malaventura hay varios elementos coincidentes que marcan el ambiente. La acción de todos ellos se desarrolla en el sur de España. En Andalucía, para más señas. Los pueblos de Granada, Almería, Córdoba, Málaga o Sevilla se convierten en escenarios de los cuentos. Unos cuentos en los que el gran protagonista es el espacio, el medio físico. Así, encontramos, además de los pueblos y las aldeas propiamente dichos, montañas, colinas, ríos, pantanos, cuevas y paisajes desérticos. Sobre todo, mucho desierto. Sin duda, el lugar idóneo para albergar las quince historias que componen el libro. Como complemento de todo ello, por un lado, la flora y la fauna características de las zonas en cuestión. Con todo lujo de detalles y descripciones, además. Y, por otro, el habla andaluza. Esa forma de hablar un castellano gracioso, con arte, consistente en acortar palabras y acentuarlas. La mezcla de todo ello, magistral por otra parte, consigue el efecto deseado: el lector se hace presente en los distintos ambientes y hasta aprende a hablar de la misma manera en que lo hacen los personajes.

    La muerte, para más inri violenta, está presente en todos los cuentos del libro. No obstante, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, los asesinos son personajes humanos --cuando son humanos, porque en unas pocas ocasiones, los que matan son animales, maleficios, maldiciones--. Personajes humanos y hasta tiernos, incluso, en algunas ocasiones --en diversas situaciones, hasta lloran--, que suelen matar por algún motivo justificado: amor, venganza, ajuste de cuentas, justicia. Se trata, eso sí, de personajes extremos: la creme de la creme de los paisajes rurales. El salvaje sur español --por equipararlo con su homónimo oeste americano-- llevado hasta las últimas consecuencias. Así, encontramos cazadores, quinquis, hechiceras, mercenarios, una mujer barbera, un bandolero legendario, forajidos, videntes, fantasmas, una inundación que lo arrasa todo, niños malditos, demonios, lobos, burros abandonados, etc. No es complicado adivinar, a tenor de todo ello, que la mayoría de los cuentos no van a tener un muy buen final.

    Al inicio de la reseña he escrito que el título del libro me parecía muy acertado. Más si cabe si nos atenemos a la definición que hace la RAE del término malaventura: desventura, desgracia, infortunio. Y es que los quince relatos que lo componen son otros tantos hechos trágicos que nos llevan a conocer las profundidades más recónditas del alma humana. También de construcciones, también humanas, más o menos elaboradas tales como supersticiones, miedos, maleficios, maldiciones y demás predisposiciones a las tragedias. Muy inspiradora resulta, en este sentido, la alternancia de fantasmas, asesinatos tarantinianos, pasajes de surrealismo mágico cañí, romanceros gitanos posmodernos, guiños a Marcial Lafuente Estefanía y hasta de desiertos distópicos. Alternancia, mezcla, simbiosis de elementos muy distantes en el espacio y en el tiempo que contribuyen a crear un artefacto --en este caso, un libro-- original. Porque original, y muy muy muy complicado, debe resultar componer un abanico semejante. Y de mérito, desde luego, lo tiene todo.

    Como quiera que es imposible contar aquí algo sobre los quince relatos --ni falta que hace tampoco--, me voy a centrar en los tres que más me han llamado la atención. El primero de ellos lleva por título La Jacoba, que leía el futuro y narra la historia de amor imposible entre una vidente, la Jacoba, y un forajido, el Grabiel. Lo he elegido porque contiene unos párrafos que describen muy bien el ambiente de casi todos los cuentos. Dicen así: al principio, las mismas preguntas: amoríos y chuminás. Una que llega enamoriscá y quiere saber si el otro pues eso. Esas cosas de la vida. Lo que llaman las cosquillicas del cuerpo... Luego, temas de lindes y de jorfes, claro: que si cortijos a medio repartir entre hermanos que no pueden ni verse, que si mi primico el mayor me debe cinco pellejos de aguardiente y quiero sabé si me los va a pagá. La Jacoba llegaba donde no llegaban los curas. Apañaba lo que no apañaban los guardias civiles. Lo que no puede apañar la buena de la Jacoba es el trágico final que se cierne al final de su historia con Grabiel.

    El segundo relato que ha llamado mi atención se titula Un burrico y cuenta la historia de un pueblo vacío, arrasado por la muerte, y de una fonda donde ha acaecido una misteriosa matanza de la que el único testigo es un animalico peludo y bueno amarrao a la puerta. El párrafo más ilustrativo dice lo que sigue aquí: Y es que la muerte misma puede parecer un mendigo desarrapao con la chamarra llena de polvo y sangre seca en un labio que parece partido y un par de dientes rotos que hacen al mellao sonreír poco. Podría ser un espectro si se pudiera volver de la muerte. Podría ser un demonio si existiera el infierno. Nada de eso existe. Solo existe la muerteY va a arrasar este pueblo de mentirosos y de cobardes y de cagaos y de hijos de puta y no va a dudar en llevarse por delante a las viejas enlutás por mu viejas sabias que sean ya que han permitido lo que han permitido y han consentío a sus maridos las barbaridades que han consentío; y no va a temblar a la hora de matar a niños y a mujeres jóvenes y a alguna preñá si se tercia porque para eso ha sido llamada.

    El último relato que quiero destacar, Bisonte, es una historia de fantasmas que visitan de forma inesperada a Silverio, un guardia civil violento al que quieren ajustar cuentas. Silverio, que vive en profunda soledad desde hace ya demasiados años, recibe la visita de el Mellizo, quien, muerto en prisión, quiere meterle el miedo en el cuerpo por maltratador y putero. A continuación, se le aparece al guardia civil un moro al que mató por cuatro melones. Más tarde, acude también a su casa el fantasma del Teodoro, a quien reventó el careto a palos antes de dispararle en la boca. Finalmente, lo agarra por la espalda una vieja novia de juventud, de ojos azules, a la cual maltrató hasta hacerla huir a toda prisa aprovechando su ausencia de casa. Ejemplos, los tres expuestos, del estilo de escritura de Fernando Navarro en su debut. Un estilo directo, crudo, sangriento, sin perdón y también sin escrúpulos. Una novela, Malaventura, de iniciación y muerte que ha deslumbrado por méritos propios. Habrá que seguir con mucha atención los próximos pasos de su carrera literaria. 

                    

martes, 8 de marzo de 2022

El frío. Marta Sanz. Caballo de Troya. 2012. Reseña

 




    El frío fue la primera novela de Marta Sanz. Se publicó en 1995 dentro de la colección Punto de Partida de la editorial Debate. En 2012, Caballo de Troya, un sello de Random House Mondadori, la reeditó tras el lanzamiento de su exitosa novela negra Black, black, black. Se trata de una historia corta --137 páginas-- pero intensa. Una historia de ida y vuelta, de trenes, de autobuses, de sanatorio, de manicomio. De locura. De asesinato. Porque a veces es necesario matar un amor para poder desprenderse de él y poder seguir viviendo. Una novela fría desde la propia portada: un halógeno frío. También desde una escritura severa, sobria y, por supuesto, fría. Como queriendo marcar distancia respecto a la historia narrada. Respecto a ese amor convertido en desamor, en odio como modo de salvación. Como modo de superar el dolor provocado por una herida casi de muerte.

    Es una de esas novelas que resultan muy complicadas de reseñar. Todo un desafío para quien se atreve a intentarlo. En este caso, servidor. ¿Por qué esa complejidad? Pues básicamente porque combina partes más ambiguas, que narran acciones con gran sutileza, casi sin apretar el lápiz sobre el papel, con otras mucho más directas, concretas, que amenazan con perforarlo y hasta destruirlo. Un estilo que, bien pensado, es el más acertado para contar la historia de una pasión convertida en odio. De un amor que, como el famoso espía de John Le Carré, surgió del frío. Del frío de un hombre, Miguel, protagonista masculino de la historia, capaz de tratar a su pareja, narradora de la cual conocemos mucho pero sin embargo desconocemos el nombre, de una manera que poco --o nada, más bien-- tiene que ver con el amor. Con el amor bien entendido, claro.

    Desde hace años, estoy cargando con tu parte y la mía, no creas que no me doy cuenta, le recrimina a Miguel la narradora tras uno de los muchos desplantes que debe soportar. La protagonista esconde sus sentimientos ante los demás. Actúa raspándome los labios para no estallar entre desconocidos. Nadie sabe que todo se rompió, hay que concentrar la angustia hacia adentro, no justificarme ante ninguno. No soy débil. Pero hacerlo así no oculta la dura realidad: que sí lo es. Y ella es la primera en saberlo. Me encerraré en la habitación, me taparé la cabeza con las sábanas, gritando contra el colchón, haré humedades y charcos con el sudor del miedo. Me has enseñado bien: aguantaré sola la pena que me doy. Recuerda su niñez, se ve a sí misma de niña, celosa de sus intimidades y pensamientos, y se recrimina que a ti te lo enseñó todo. Tonta, ya no era la misma. 

    Y, ¿qué sabemos de Miguel? Pues que en el presente está encerrado en un sanatorio, donde los hombres se transforman en insectos martirizados por niños que arrancan a los grillos las patas delanteras, y está atendido por Blanca, una enfermera que lo mismo lo mima como lo maltrata. ¿Cuestión del karma, quizás? Sabemos, por Blanca, que Miguel siempre está en un estado de melancolía y dejadez. Y que le cuesta mucho trabajo que se tome las pastillas. Y también sabemos --o intuimos-- que en el pasado le ha sido infiel a la protagonista, quien lo describe así: entre ese olor de ella que yo llevo prendido: me basta con acercar el dorso de la mano a mi nariz. Y, a la vez, se recrimina a sí misma: te acariciaría el pelo y el perfil de la mandíbula. No me movería ni un centímetro para no despertarte. 

    Porque, durante el tiempo que duró la relación, lo importante era que tú te encontraras a gusto, que yo me hiciera imprescindible, que estuviese dentro de tus deseos y poderlos preparar de antemano. Yo no tenía otra cosa que hacer. Solo ser mejor que tu madre, mejor que tu hermana, mejor que la mejor de tus amigas, la amante más solícita y predispuesta. Con la simple certeza de que te acurrucarías en mí, confiado, para dormir hasta que mis muslos fueran dos piezas de escarcha. ¿A que me hubieras frotado los tobillos hasta que la sangre volviera a ponerse en circulación?, ¿verdad que me hubieras dado un masaje para que el calor retornara a mis extremidades? Mentira. Lo cual muestra bien a las claras que la relación nunca fue un fifty-fifty, sino una subordinación, un claro ejemplo de servilismo por parte de ella hacia Miguel.     

    Luego vinieron los insultos, los malos tratos psicológicos, el dejarla mal en público a base de gritos y aspavientos, las infidelidades, los reproches, etc. Y la narradora vuelve a verse desde fuera para recordar: y ella se pregunta cuándo podrá volver a casa, cuándo se lo ibas a permitir. La cabeza arde. Podría gritar más que tú e insultarte y echarte en cara tantas cosas. Pero le da miedo. O no, no es eso, realmente, no quiere hacerlo, no quiere al reprocharte, caerse al precipicio. Después de tanto creer. Más tarde me echaste de tu cama. Y la vida de la protagonista se convierte en un callejón sin salida, carente de autoestima y amor propio y sobrada de una perturbadora obstinación en salvar lo insalvable. De preferir mirar hacia otro lado para crear una realidad paralela para no ver la realidad verdadera. En una sinrazón. En una locura. Como siempre, yo volví contigo y, además, contenta.  

    Y en el autobús de regreso a su casa, la narradora vive una experiencia común llevada al máximo desatino cuando una pareja joven se besa en sus asientos. Cree explotar y desearía recriminarles, intimidar, censurar con el aplauso del resto de los pasajeros, idiotas que tanto me hubiesen molestado si este trayecto fuera otro. Es decir, si los jóvenes fueran los que en su día fueron ella misma y Miguel --las mismas buenas razones que siempre imaginé que los demás pensaban para mí. Sin atreverse a decírmelas, pero con todo el peso de una culpa grande y muda. Insultos de transeúntes al mirar, cuando andaba por la calle con el cuello mordido y tú me llevabas cogida por la cintura--. Iros a un parque, pequeños imitadores. Meteos detrás de un árbol y coged reúma, a ver si perdéis las bragas entre los espinos y se os llena la garganta del barrillo que se forma en los jardines con el meado de los perros.   

    El frío es, pues, una novela intensa, descorazonadora pero a la vez esperanzadora. A veces conviene asegurarse de haber llegado a tocar fondo, de haber sido consumido por las llamas, para ascender, resurgir, cual ave fénix, a una nueva vida, a una nueva existencia, a una nueva manera de ver el mundo y a una nueva forma de estar en él y formar parte de él. Y, como ya he escrito al principio, es esa conjunción entre ambigüedad y sutileza, por un lado, y concreción y dirección, por otra, lo que la hace todavía más interesante. Más llamativa. Más absorbente. Porque es una de esas historias que cuesta dejar. De las que quieres saber más. Y Marta Sanz sabe mantener el misterio sobre muchos aspectos, principalmente en lo que respecta a la resolución de la misma. El frío, por tanto, constituye un muy buen debut literario, y ya deja muestras de la gran escritora en la que con el tiempo se ha ido convirtiendo la escritora madrileña.   

   

lunes, 24 de abril de 2017

Mimoun. Rafael Chirbes. Anagrama. 1988. Reseña





     Rafael Chirbes tardó dos años (1985-7) en escribir el centenar de páginas que componen su primera novela publicada --que no escrita, pues se habla de hasta cuatro obras anteriores que todavía a día de hoy siguen inéditas, ocultas, perdidas--, a la que puso por título Mimoun, palabra árabe que significa algo así como el creyente o el que tiene fe. Sin embargo, en la novela, Mimoun es el nombre de un pequeño poblado marroquí inventado por el propio autor. Un lugar nada exótico sino más bien hostil, perturbador y amenazador en todas las épocas del año.

     En todas las novelas de Chirbes podemos encontrar ciertos aspectos autobiográficos en algunos de sus personajes. Y Manuel, el protagonista de esta historia, no es una excepción. Aunque trabaja en Fez, prefiere huir de una gran ciudad para refugiarse en un lugar algo apartado como es Mimoun. Aunque ello lo obligue a hacer kilómetros cada día de trabajo. Además, Manuel es escritor, y tiene una historia en la cabeza que le parece magnífica. Lástima que en Marruecos en lugar de inspirarse vaya perdiendo interés por aquella obra que tan llamativa le parecía en Madrid.

     Manuel se muestra como un personaje indolente, frío, casi inexpresivo, al más puro estilo del Meursault de El extranjero, de Camus, o del Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, de Salinger. Y, no obstante, el modelo que reconoció tomar Chirbes a la hora de escribir y narrar la novela reseñada fue el de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Un tono más que apropiado para contar la historia de un desconcertado profesor de español que busca un paraíso y se pierde en un laberinto decrépito y claustrofóbico que lo arrojará a las manos de la soledad y el alcohol.

     Preocupación formal y verdad literaria se dan la mano en la narración de Manuel, testigo subjetivo que no solo critica el Marruecos de la época sino también a aquella España que casi lo ha expulsado. No en vano, Chirbes ya colocó el dedo en la llaga en su primera obra conocida. Algo en lo que siempre destacaría. La duda, el empantanamiento y el desconcierto de Manuel son los de toda una generación. Y ese Mimoun que tan exótico parece en un inicio dará paso al odio y a la sensación de que no hay huida posible. Manuel cada vez escribirá menos, beberá más y perderá más el tiempo. Y nada hay peor para un escritor que tener la sensación de estar perdiendo el tiempo.

     Algo parecido debió ocurrirle al propio Chirbes. Dos años para un centenar de páginas no es demasiado a primera vista. Sin embargo, el resultado valió la pena. Me sentía como si fuera una burbuja que flotase en el mar de la noche y pensé que, cuando aquella burbuja se viera obligada a reventar, iba a convertirse en nada, nos dice Manuel. Un personaje que se nos muestra como un muerto en vida, preso en un sin fin de pesadillas nocturnas que amenazan definitivamente su mente. Inmerso en una vida de amarga provisionalidad, de excesos, suciedad, sexo y destructivas orgías carentes por completo de placer pero repletas de vicio improductivo.

     En efecto, Manuel caerá en una especie de estado de total promiscuidad, tanto sexual como social. Y la culpa pondrá a prueba sus nervios y su capacidad para seguir con su vida. Comprendí que había regresado no para atender a Francisco, sino para ponerme bajo su vigilancia y que él pudiese castigarme, nos cuenta tras un intento de falso suicidio de su amigo. Y no es extraño ese sentimiento, pues así ve nuestro protagonista ese Mimoun que él mismo había elegido como lugar para vivir: El aislamiento de la gente (de Mimoun) era como el de esos árboles inmensos y solitarios cuyas raíces se buscan bajo la tierra.   

     Esa soledad tan magníficamente ejemplificada en los árboles (y sus raíces) de Mimoun explica en buena parte su incesante búsqueda del sexo y del amor. Un amor homosexual que también lo atrapará, tal y como veríamos nuevamente en la última obra de Chirbes, publicada pocos meses después de su muerte. Como si con ello hubiera de cerrar un círculo entre esta obra y París-Austerlitz. Manuel bebe una cerveza que es poco más que una mezcla de agua y jabón. Y debe de soportar que Francisco le diga cosas tan hirientes como esta: Tú nunca llegarás a escribir: solo te interesan las vistas panorámicas. 

     Por lo visto, desde el principio, el estilo de Chirbes estuvo bien definido: contenido, más sugerente que indicativo, crítico, duro, insobornable y no adscrito a ningún canon literario (pese a que en ocasiones, como en el ejemplo que nos ocupa, sí beba más o menos directamente de algún escritor o de alguna obra anterior tomada como modelo narrativo). En Mimoun encontramos, pues, el germen de todo lo que vendría después. Una sucesión de joyas necesarias, obligatorias --si es que en literatura se puede obligar a alguien a algo--, recomendables y altamente disfrutables. ¡Vaya debut literario!