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lunes, 15 de marzo de 2021

Llévame a casa. Jesús Carrasco. Seix Barral. 2021. Reseña

 




    Cinco años ha tardado el autor de Olivenza (Badajoz) Jesús Carrasco (1972) en volver a la escena literaria. Tras un breve tiempo en el que llegó a plantearse dejar de escribir novelas y fue dejando en carpetas y cajones escritos por el momento olvidados al autor de Intemperie (Premio Libro del Año según el Gremio de Libreros de Madrid y el diario El País en 2013) y La tierra que pisamos (Premio de Literatura de la Unión Europea 2016), ambas reseñadas en este blog, le vino la inspiración a comienzos de 2019. En apenas cuatro semanas escribió la historia de Llévame a casa, sobre cuyo borrador original trabajó durante todo el año 2020, protagonizado por el inicio de la pandemia. En febrero de 2021 vio la luz de la mano de su editorial, Seix Barral. Cinco años es mucho tiempo, sí, pero cuando el lector ve que la espera ha valido la pena porque el resultado del trabajo ha dado unos frutos tan exquisitos como esta novela la espera se convierte en una simple anécdota y el libro en un disfrute que hace olvidar todo lo demás.


    Carrasco demostró ya con Intemperie --probablemente el mejor debut literario español en muchos años-- que es una artesano de las palabras. Su estilo se caracteriza por un lenguaje escueto, crudo, descarnado y a la vez repleto de lirismo y poesía, algo que hace soportable y hasta disfrutable el contenido de las duras historias que narra en sus libros. No son historias alegres, aunque tampoco excesivamente tristes. Es la vida misma la que pasa ante nuestros ojos. Una vida dura pero con matices positivos que nos la endulzan hasta en sus peores momentos y situaciones. Carrasco, que se considera a sí mismo deudor, entre otros, de Cormac McCarthy --La carretera-- y Richard Ford --Canadá--, ambas también reseñadas en este blog, equilibra sus textos con una mezcla de precisión y contención. Es decir, de descripciones milimétricas de los ambientes, sentimientos y pensamientos de sus personajes y de espacios en blanco que espera sean rellenados por el lector, que nunca puede pretender ser un lector pasivo.


    Asegura Carrasco que Llévame a casa es su novela más autobiográfica. Así, Juan Álvarez, su protagonista, vivió en Torrijos (Toledo), donde participó en carreras de medio fondo de cross en su juventud, y luego en Edimburgo, lugar en el que sobrevivió en un principio como trabajador hostelero. El propio Carrasco también pasó hace años por esas mismas situaciones. Además, también huyó de alguna manera del medio rural en busca de la ciudad. Y, como Juan, regresó de nuevo a sus orígenes años más tarde. Ambos, escritor y personaje, protagonizaron, pues, una especie de huida y de retorno. Cual hijos pródigos. Una vuelta a su pueblo, su barrio y su casa desde una de las capitales más bonitas del norte del continente europeo. Afirma el autor la gran cantidad de parques y espacios verdes de la ciudad escocesa, lo cual hace hincapié de nuevo en la suma importancia que para él tienen la naturaleza y los espacios naturales. Algo que ya observamos en sus anteriores novelas, especialmente en Intemperie


    Y es que la concepción literaria y humana de Jesús Carrasco acerca del mundo que nos rodea es esa: una eterna e indisoluble unión entre el hombre y la tierra, entre la carne y la arena, entre los huesos y el polvo del que venimos y al cual acabaremos regresando. Emociones que son compartidas también con una entidad superior a la cual pretende rendir homenaje en esta novela: la familia. En efecto, la familia puede unirse y desunirse, y volverse a unir otra vez. Ello requiere de la máxima implicación de cada uno de sus componentes, pues a lo largo de la vida se deben hacer frente a múltiples situaciones --muchas veces nada agradables--, pero el resultado siempre vale la pena. Y de ese agradecimiento que tiene hacia la familia Jesús Carrasco nace la novela que nos ocupa. De eso y de un mandato ético ineludible: cuidar del desvalido y del enfermo. En el caso de Juan, una madre viuda que padece una de las más terribles enfermedades de nuestro tiempo: alzheimer. Hecho que, paradójicamente, permitirá a Juan redimirse con su familia.


    Llévame a casa es una novela familiar que refleja con brillantez la distinta manera de ver la vida de dos generaciones sucesivas: la de los padres de Juan e Isabel, su hermana, que lucharon por transmitir una herencia y un legado a sus hijos, y la de estos, que necesitan tomar distancias físicas y humanas buscando su propio lugar en el mundo. En efecto, los padres hubieran querido que sus hijos hubieran seguido con el negocio familiar y hubieran labrado sus tierras; pero Juan e Isabel acaban poniendo tierra de por medio (él en Edimburgo, ella en Barcelona) para poder vivir sus propias vidas. Para ser independientes, en todos los sentidos. El conflicto estalla cuando Juan se desentiende de la enfermedad de su padre, que muere de cáncer. Isabel, que sí ha estado con sus padres en los momentos finales y más críticos, pone los puntos sobre las íes a Juan cuando este vuelve al pueblo para el entierro de su padre. Su intención es regresar a Edimburgo a la semana siguiente, pero deberá cambiar de planes por aquello de que las desgracias nunca vienen solas


    Curiosamente, ese cambio de planes, maldito en un inicio por Juan, acabará iluminando su vida y la del resto de su familia viva. Porque, como escribe Carrasco, de todas las responsabilidades que asume el ser humano, la de tener hijos es, probablemente, la mayor y más decisiva. Darle a alguien la vida y hacer que esta prospere es algo que involucra al ser humano en su totalidad. En cambio, rara vez se habla de la responsabilidad de ser hijos y de las consecuencias de asumirla. Pues bien, Llévame a casa sí habla de ella. Y con una claridad de ideas y unos valores humanos que asombran y tocan la fibra sensible del lector. Un lector incapaz de dejar el libro sobre la mesa ni para ir al baño. Y es que la estructura de la obra, a base de capítulos cortos o píldoras de no más de seis o siete páginas, con pequeñas pero intensas dosis de información y sensibilidad, atrapan de principio a fin. Especialmente porque varios de sus protagonistas deben tomar decisiones fundamentales para sus vidas y las de sus familiares.


    Una discusión entre Juan y su padre hacen que Juan decida marcharse lejos de Torrijos. Cuatro años después, es precisamente la muerte de su padre la que lo hace regresar. Su hermana Isabel ha estado llamándolo durante semanas para informarle sobre la gravedad de la situación, pero él se ha negado a volver para ver a su padre. Y es Isabel la que ahora está enfadada con él. Pero antes o después tendrán que hablar y solucionar las cosas. Sobre todo porque hay un problema peor todavía: la soledad de una madre enferma. Y la vergüenza que su hermana le hace sentir respecto a su más reciente comportamiento familiar --egoísmo, absoluta indolencia y nula empatía-- le hará bien en el futuro más inmediato. Porque su hermana, con una vida propia mucho más intensa que la suya --con marido, hijos y un trabajo de enorme responsabilidad--, ha debido posponer en el tiempo algo muy importante para el presente y futuro de su propia familia. Y Juan se verá obligado a redimirse y a apaciguar su relación con su ella, la única familia que sabe tendrá en unos pocos años.


    Existen libros que son buenos por las historias que narran. Otros que, pese a no contar historias muy interesantes u originales, emocionan por cómo están escritos. Y luego están las obras maestras: aquellas que atan al lector a sus páginas por tratar un tema de interés y estar narrados de forma sublime. El caso que nos ocupa se acerca mucho, muchísimo a estos últimos. Y la verdad es que si hemos de reconocer que La tierra que pisamos, sin ser una mala novela en absoluto, significó un paso atrás después de un debut tan espectacular como el de Intemperie, queda claro que Llévame a casa como mínimo ha devuelto a su autor al punto de partida: sus libros calan y es un escritor muy a seguir en los próximos años. Y si hemos de esperar cinco años más, pues lo haremos. Porque, sin duda, estamos ante uno de los grandes. Y a estos jamás debemos pedirles intereses de demora.                             


 

jueves, 19 de marzo de 2020

El San José más triste de nuestras vidas



     Hoy es día 19 de marzo. Día de San José y del Padre. Os escribo desde Gandia (Valencia). En estos momentos servidor debería estar comiendo con la familia, felicitando a mi padre y siendo felicitado por mi hijo. Llevo nueve días en cuarentena, siete sin ver a mi padre y seis separado de mi hijo. Hablo con mis padres entre tres y cuatro veces al día. Con mi hijo, lo mismo, pero por videoconferencia. No se escucha música por la calle y no hay ningún monumento plantado en ninguna plaza o esquina. Desde luego, no ha habido mascletà a mediodía ni se quemará ninguna falla esta noche. No soy un gran amante de las fiestas falleras, he de reconocerlo. Los años que puedo me evado de la ciudad para huir del mundanal ruido. Pero esta vez echo de menos el ambiente festivo. La vida da muchas vueltas. Todo esto que estamos viviendo es tan surrealista.

     Hoy es el día de San José más triste de la vida de muchos. También para mí. El consuelo, y eso debe ser lo más importante ahora, es saber que se está haciendo lo correcto. Sabemos que con esta cuarentena estamos protegiendo a los nuestros. Es una responsabilidad muy grande para todos. A algunos esta situación les viene demasiado grande. Lo estamos viendo a diario. No hace falta poner ejemplos. Sería una tarea interminable. Ya llegará el momento de pedir cuentas a los irresponsables que, por obra u omisión, han hecho que esta situación se alargue tanto en el tiempo y se agrave. Ahora, durante el mes que aproximadamente ha de durar este encierro, hemos de protegernos y proteger a muestras familias a toda costa.

     Cuando escribo estas líneas las cifras son estremecedoras: 18 mil contagiados y más de 800 muertos en España a causa del coronavirus, con un índice de mortalidad del 4,5% del total de los contagiados. Con todo, lo peor es conocer los datos de Italia --lo que está ocurriendo allí hoy es lo que ocurrirá seguramente en España dentro de una semana--, con 36 mil contagios, 3 mil muertos y un índice de mortalidad del 8,33% del total de los contagiados. Resulta, pues, aterrador pensar que las cifras actuales, siendo horribles, no se acercan ni de lejos a las que alcanzaremos en los próximos días. Todo esto ratifica que nuestro aislamiento es necesario para frenar la curva de contagios, lo que conllevará también la del número de víctimas mortales. Responsabilidad, individual y colectiva, es la palabra que debe guiarnos en estos momentos.

     Dentro de cuatro, seis u ocho semanas --es imposible ahora mismo determinar la evolución del número de contagiados--, cuando todo esto haya terminado, la vida no debería ser igual para nadie. Especialmente para los familiares de los fallecidos. Porque hemos de ser conscientes de que tras las cifras hay nombres y apellidos. Padres, hijas, nietos, abuelas, primos, sobrinas, etc. Ahora solo son números, pero en cualquier momento pondremos rostro a algunos de ellos. Dejarán de ser cifras y se convertirán en personas de carne y hueso. Víctimas de este maldito virus que vimos llegar pero al que no hicimos caso hasta que nos contagió --y, en algunos casos, mató--. Y no hay nada más triste que perder a un familiar y no poder darle el último adiós ni acompañarlo en su entierro.

     Tampoco deberían ser los mismos los afortunados. Los que no hayan perdido a ningún familiar, amigo o conocido. Deberían alcanzar la capacidad de agradecer lo mucho que todos tenemos. Imaginemos la terrible situación en los miles de campos de refugiados repartidos por el mundo, cuyos habitantes mal viven en tiendas de campaña que jamás los protegerán de nada; la de los presos, hacinados en las cárceles de todo el planeta; los sin techo, que no pueden hacer cuarentena porque no tienen casa en la que aislarse de ningún virus. Esa gente no debería seguir siendo víctima de un capitalismo salvaje que, ojalá, salte por los aires debido a la crisis económica que ya se nos viene encima. Sería un mal menor, sin duda, si con ello alcanzamos un mundo más igualitario para todos. 

     Toda crisis tiene sus héroes y heroínas. Esta, por supuesto, no es una excepción. El personal sanitario, que debe trabajar y exponerse al contagio al no contar con los equipos necesarios para realizar sus tareas con un mínimo de seguridad; los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que tampoco cuentan con mascarillas y guantes suficientes para todos sus miembros; los reponedores y cajeros de los supermercados, farmacias, panaderías y fruterías, que improvisan sobre la marcha para no dejar de atender a la ciudadanía cueste lo que cueste. A todos ellos y ellas van dedicados los aplausos que desde los balcones les brindamos cada día a las ocho de la tarde. Estaría bien, además, que sus conciudadanos apoyaran sus legítimas huelgas y votaran a partidos que apuestan por lo público.

     Y, más allá de esta crisis, no debemos olvidar que tenemos otra mucho más urgente por afrontar entre todos. Han bastado cinco, ocho o diez días de confinamiento en unos pocos países para comprobar que la contaminación mundial ha caído durante tan corto espacio de tiempo. Sin duda, el ser humano es, a día de hoy, un peligro más que evidente para el medio ambiente. Pero, no nos equivoquemos: no nos estamos cargando el planeta. Lo que nos estamos llevando por delante son las condiciones necesarias para la vida de los humanos en él. El planeta cambiará, y continuará vivo más allá de nuestra desaparición de él. Porque, de seguir así, de no afrontar de una vez por todas el problema del cambio climático, no necesitaremos ningún meteorito para extinguirnos. Nos bastaremos nosotros solos. 

     Cuando finalice esta terrible pandemia no debemos conformarnos con haber superado esta difícil situación. Todo nuestro esfuerzo será un parche estéril si no somos capaces de unirnos todos de nuevo, tal y como estamos haciendo ahora mismo contra el coronavirus, y demandar a los gobiernos que dejen de supeditar sus acciones a los intereses económicos de unos pocos y pasen a defender a todos los seres humanos del planeta (incluidos, claro está, los poderosos). Porque, de la misma manera que el coronavirus no entiende de razas, países o ideologías, tampoco lo hará un medio ambiente hostil respecto a los humanos. Matemos al virus, por supuesto, pero matemos también al cambio climático. Hagamos de este planeta un lugar en el que cada ser humano tenga el mismo derecho a vivir y a ser feliz.

     Hoy es 19 de marzo, día de San José y del Padre. El más triste de nuestras vidas. Pero, al final del largo y oscuro túnel de esta cuarentena, se atisba una luz. Hagamos que sea la luz de la esperanza. Lavaos las manos y ¡¡¡limpiad el planeta!!!
                    

            

sábado, 29 de febrero de 2020

Alegría. Manuel Vilas. Planeta. 2019. Reseña





     Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría. Con estas palabras comienza Alegría, la nueva novela de Manuel Vilas. Finalista del Premio Planeta 2019, recoge las vivencias, anhelos, carencias, pensamientos y sentimientos del escritor de Barbastro. Escrita entre mediados del 2018 y mediados del 2019, narra momentos de la gira de presentaciones, firmas de libros y demás actos en torno al lanzamiento de su éxito literario Ordesa, designada como novela del año en este mismo blog en 2018.

     En Alegría nos reencontramos con viejos conocidos de su obra antecesora. Sus padres, Bach y Wagner, sus hijos, Bra (Brahms) y Valdi (Vivaldi) y su tío Rachma (Rachmaninov). Además, aparecen personajes nuevos como Haydn, un viejo amigo de la edad de su padre, y Mo (Mozart), su segunda esposa. De nuevo, siempre nombres musicales que, sin embargo, serán reemplazados en las páginas finales por otros que tienen que ver más con temas cinéfilos. Así, Bach pasa a ser Cary Grant, Wagner es Ava Gardner, Bra es Marlon Brando, Valdi es Montgomery Clift y Mo se convierte en Katherine Hepburn. ¿Por qué ese cambio? Porque, según el actor, la alegría conlleva la belleza. Y la belleza, como la alegría, se puede encontrar en cualquier lugar y en cualquier manifestación artística.

     Y de entre todos esos músicos y actores, emerge la figura de Arnold Schonberg/Nosferatu, el músico dodecafonista que se convierte aquí en el antagonista de un Vilas que cree que solo puede derrotarlo a base de benzodiacepinas y ansiolíticos. Encarna Arnold los momentos de angustia, soledad, melancolía, depresión y pensamientos suicidas que va atravesando el autor en el desarrollo de su vida cotidiana. Arnold siempre esta ahí, acechando tras las cortinas, hablando a Vilas: Arnold me regala sus flechas más raras. Arnold me mete en la cabeza las ecuaciones morales más oscuras. Arnold me va destruyendo milímetro a milímetro y de una manera artística. Es un estado de frustración permanente, abstracta, metafísica.    

     La vida puede ser maravillosa. O puede convertirse en un auténtico drama. Sobre todo, cuando una persona cae en el desmerecimiento. Vilas dice no merecer un reloj caro, un coche bonito, una cena cara, una habitación de hotel de lujo o una simple bicicleta BH. Cuando disfruta de esa alegría, de esa belleza, se siente culpable. Y, claro, aparece Arnold para hacerlo descender directamente desde el cielo hasta el infierno. Vilas vuelve a tomar los ansiolíticos y las benzodiacepinas y a invocar el retorno de los fantasmas de Bach/Cary Grant y Wagner/Ava Gardner. Y se desencadena la madre de todas las batallas: la que libran la melancolía contra la alegría; la depresión contra la belleza; la muerte contra la vida.    

     De nuevo nos encontramos con una novela original y valiente, marcada por el mismo caos narrativo de Ordesa. Desnudarse a uno mismo, y también al resto de la familia, en las páginas de un libro requiere, si se pretende ser honesto y humilde, no dejar de lado las debilidades propias y ajenas. Es decir, hacerlo sin complejos ni ataduras. Además, un año de la vida de cualquier persona conlleva reencuentros, separaciones y nuevas amistades. Más aún si durante ese año se viaja tanto por tantas ciudades de la geografía española, europea y americana. Como no podía ser de otra manera, entre 2018 y 2019 Vilas se reencontró con primos desaparecidos, amigos propios y familiares casi olvidados --o no-- y un sinfín de lectores que le dieron las gracias por su magnífica novela.

     Afirma Vilas que detecto a la gente que sufre de manera inmediata. Es un don. Enseguida se nota el sufrimiento. No es ninguna peste. No es malo. No es ofensivo. No es ni siquiera triste. No es una maldición. Es simplemente conciencia y cortesía. Cuando un ser humano no puede conectar, unir el pasado que vivió con el presente que vive, se vuelve melancólico, se agrieta su mirada, pero también madura su vida de otra forma, y esa madurez vale la pena. De manera desgarrada, de manera única, allí voy yo, invocando a mis seres queridos, intentando ser feliz. Y sé que lo estoy intentando porque he cambiado. Se sabe si una persona está intentando ser feliz si la vemos cambiar. Y la lectura de unas novelas como Ordesa y Alegría ayudan a los lectores. Unos lectores siempre agradecidos al autor.

     Resulta imposible que un buen escritor no realice en sus escritos guiños a otros escritores anteriores o contemporáneos. Vilas no es una excepción. Así, nos habla de su perro Brod, que recibió su nombre en recuerdo de Max Brod, que pasó a la historia por ser el amigo absoluto, el amigo que mejor comprendió y adoró a Franz Kafka. También hace referencia a Teresa de Jesús en unas páginas en las que, de forma desgarradora, afirma no querer dejar morir del todo a sus padres. Y, finalmente, aparece Marcel Proust --célebre autor de la obra En busca del tiempo perdido y de la frase: mi religión es el pasado--, del cual Vilas hace suya la idea de que es imposible vivir sin creer en algo a través de estas líneas: una religión fundada en el pasado, fundada en el culto a tu padre y a tu madre, y en todo cuanto está en un tiempo anterior a este instante, en donde los seres amados no se mueren.   

     Para dar por concluida esta reseña he de transcribir una serie de frases que considero no deben ser obviadas bajo ningún concepto: La condición de padre es la del mendigo del amor. Quiero besar el tiempo en que estoy con mi hijo, mientras el tiempo aún esté con nosotros. Yo compuse un momento así con mi padre, solo que el momento con mi padre ya no lo hallo en ningún sitio, por eso me aferro al momento que estoy viviendo con Valdi, porque desde allí invoco la venida de mi padre. Puede morir la vida, pero no el misterio, que ahora está en mis hijos. Los seres humanos olvidan el misterio. Por eso sus vidas caen, se hunden, se entristecen, se adulteran. Como escritor, mi responsabilidad moral es recordar la existencia del misterio. Descubrí algo, que las palabras enamoran y sirven para no estar solos. Y descubrí que todos los lectores con quienes he hablado este último año amaban a sus padres y a sus madres. Eso fue maravilloso. 

     Maravilloso ha sido leer estas dos grandes novelas. Por eso, mi obligación moral como lector es recomendarlas a todo el mundo. También dar las gracias a Manuel Vilas por tanto misterio, tanta belleza y tanta alegría.                      

            

viernes, 25 de mayo de 2018

Ordesa. Manuel Vilas. Alfaguara. 2018. Reseña





     Muchas de las más grandes novelas de todos los tiempos nacen de los momentos más complicados de la vida de sus autores. Ejemplos de ello podemos encontrar un sinfín a poco que naveguemos por los libros o por internet. Claramente, estamos ante un nuevo caso. Por lo de mal momento y también por lo de gran novela. Porque Ordesa, de Manuel Vilas, nace en un momento crucial de la vida de su autor: su divorcio y la muerte de su madre (que cierra el círculo iniciado unos años atrás con la pérdida de su padre). Vilas (Barbastro, 1962) hace un ejercicio de introspección, individual, familiar y hasta nacional, para transportarnos, sin ningún tipo de orden cronológico, a los años 60, 70 y 80 de esta España nuestra. 

     Servidor, que, he de confesar, suele tomar diversas notas de los libros que va leyendo para poder utilizar algún fragmento a modo de ilustración de las reseñas que escribe, se ha encontrado en este caso concreto con una enorme dificultad: las notas son tantas y tan variadas y los fragmentos están tan magistralmente escritos que he decidido no utilizar ninguno de ellos en estas líneas. ¿Por qué? Pues porque me resulta imposible e incluso injusto destacar unos sobre otros. Y este hecho, precisamente este hecho, es el que a uno le lleva a poder afirmar, sin ningún tipo de exageración, que está ante una gran novela. Ante un gran escritor.

     Vilas demuestra en su última obra una gran valentía, una sorprendente originalidad y una ejemplar capacidad para asumir riesgos. Es valiente porque cuenta a sus lectores aspectos tan íntimos de su vida y de la de sus familiares. Es original porque lo hace, además, sin complejos ni ataduras. Sin pudor. Y asume riesgos por todo lo anterior y porque desnudarse ante los demás, culpas incluidas, sobre todo en estos tiempos que corren, lo hacen a uno (supuestamente) más débil. Y, paradójicamente, esa supuesta debilidad es lo que hace tan fuerte y contundente el texto resultante. Tanto que el lector hace su historia suya, quedando noqueado y enfrascado en sus páginas. Algo que no había visto hasta ahora más que en el caso de Marta Sanz y su obra Clavícula.

     La novela es un sentido homenaje a los padres del autor. Homenaje que se hace visible ya con el título. Porque el valle pirenaico oscense de Ordesa, con los 3.355 metros de altitud del Monte Perdido como gran testigo, declarado Parque Nacional en 1918, era el lugar más apreciado por su padre. Por eso recuerda Vilas unas vacaciones familiares que comenzaron con el pinchazo de una rueda del coche de su progenitor. Y por eso, una vez fallecidos sus padres y consumado su divorcio, trata de recordar aquel momento feliz de su infancia regresando, esta vez con sus hijos, a ese mismo lugar. Sin embargo, la incomprensión y la falta de comunicación, que nos persigue a todos, generación tras generación, no le permiten disfrutar como entonces.

     Los conflictos generacionales, los malentendidos, la culpa --por no ir a los entierros de los familiares, por incinerar a los seres queridos o por no preguntar a tiempo sobre aspectos personales y familiares, por poner solo algunos ejemplos--, el amor entre padres e hijos --no siempre suficientemente demostrado con hechos y/o palabras--, las infidelidades, la pobreza, el alcoholismo y la crisis de unos valores que llevan camino de desaparecer formar parte de las 157 píldoras (de como máximo cinco páginas) de que consta Ordesa. Píldoras que, pese a no mostrar conexiones entre sí en la mayoría de los casos por narrar escenas muy diferentes y de distintas épocas, sí conectan con un lector que se ve sobrepasado por una realidad siempre aplastante pero luminosa.

     La novela es singular en sí misma. No obstante, las singularidades más llamativas, al menos para mí, son el hecho de que aparezcan fotos reales de algunos de los personajes y el de que casi todos ellos reciben por parte del autor un tratamiento musical. Así, Vilas llama a su padre Juan Sebastián (por Bach); a su madre, Wagner; a sus hijos, Brahms y Vivaldi (o simplemente Bra y Valdi); a sus tíos, Rachma o Monteverdi; a su tía, María Callas. Por cierto, el autor se lamenta de que haya tan pocas músicas conocidas en la historia. Y, además, recuerda constantemente a su madre en la cocina, reconociendo la poca ayuda recibida por parte de esta de su marido y de sus hijos. El eterno machismo ibérico, claro, que continua haciendo de las suyas. 

     Escribe el propio Vilas en las primeras páginas de Ordesa que heredó de su madre el caos narrativo. Es decir, ese estilo literario que le lleva a narrar las cosas sin la precisión adecuada. Sin orden pero con desasosiego. No con el ánimo de manipular los hechos desarrollados. Con miedo a equivocarse, más bien. A salir mal parado de la realidad. Y escribe, también, que se considera idéntico a su padre en el sentido de que tanto aquel como él nunca tuvieron ni tendrán fama y dinero; ni su progenitor los alcanzó como vendedor textil ni él como escritor. Y en esto, lo siento, he de llevarle la contraria. Porque Ordesa está vendiendo miles de ejemplares y Vilas es cada día más conocido (y reconocido). Y menos pobre.

     Algo absolutamente merecido. Y me alegro. Porque escribir con valentía y originalidad y ser capaz de asumir el riesgo de contar su verdad --con sus luces y, sobre todo, con sus sombras-- está al alcance de muy pocas personas. Y hacerlo, además, siempre con las palabras y las frases justas en un estilo que muy a menudo se hace poético eleva todavía más la calidad literaria. Y si unimos las verdades de la vida y las de la literatura solo puede resultar una novela que debe pasar a la historia de la literatura española. Al menos, eso es lo que servidor desea (y espera). Porque Ordesa es, junto a Patria, de Fernando Aramburu, la gran novela española de los últimos años. ¡Leedla! ¡Ya!                 

      

jueves, 23 de abril de 2015

Como una novela. Daniel Pennac. Anagrama. 1992. Reseña





     Hoy no es un día cualquiera. No es uno más. Porque hoy es el Día del Libro. El día de Sant Jordi. El de la rosa y el libro. Un día para reivindicar el placer de la lectura por encima de todo dogma intelectual o educativo. Por eso, precisamente hoy, quiero hablaros de una obra que, en su día, me reconcilió con la lectura. Me refiero a un ensayo de un autor al que muchos conoceréis. Se trata de Daniel Pennac, un escritor y profesor de instituto francés nacido en Marruecos. Comenzó escribiendo cuentos y libros infantiles antes de alcanzar un gran éxito con novelas negras y ensayos educativo-pedagógicos. Su Mal de escuela (2007), Premio Renaudot ese mismo año, y Como una novela (1992), obra que me dispongo a presentaros, son sus dos aportaciones más reconocidas. 

     Como he comentado, Como una novela me reconcilió con el gozo de los libros. En efecto, yo fui uno de esa amplia mayoría de adolescentes que aborrecen cada día la lectura por culpa de las malditas obligaciones académicas. Unas obligaciones que acaban con el placer y nos llevan al tedio, al aburrimiento y a la dejadez. Y es que pretender que un niño de 15 años lea El Quijote es un atentado contra lo que se supone que este acto pretende, es decir, fomentar el hábito lector en los adolescentes. Este es el punto de partida de Daniel Pennac en esta obra.

     Estamos ante un libro insólito que estimula la lectura. Y lo hace ayudando al lector a perder el miedo a la lectura, consiguiendo embarcarle en una aventura personal de libre elección que le llevará al disfrute. Decía Kafka en su diario que jamás haremos entender a un muchacho que, por la noche, está metido de lleno en una historia cautivadora que debe interrumpir su lectura e ir a acostarse. Y es que todos, niños y adultos, necesitamos nuestra ración diaria de ficción. Así, la obligación de leer no nos viene impuesta por nadie más que por nosotros mismos. Porque, como bien dice Pennac, el verbo leer no soporta el imperativo. Porque la lectura es placer.  

     Y en el fomento de ese gozo en la mente adolescente (o adulta) tienen tanta importancia la escuela como los padres. La escuela porque ha de retornar a la palabra, dejando de lado análisis, resúmenes, trabajos y fichas de comprensión lectora que en poco o nada ayudan a nuestra tarea. Y los padres porque leer cuentos en voz alta cada noche a nuestros hijos es regalarles la palabra, introducirles en un universo de diversión del que no querrán huir jamás. ¿Cuántos padres castigan a sus hijos que no leen el libro impuesto en el colegio a no ver la televisión? ¡Error! Así lo único que se consigue es elevar a la TV a la dignidad de recompensa y rebajar a la lectura al papel de tarea. Y leer no es un deber, ¡sino un derecho!

     Como una novela es un monólogo alegre, entusiasta y desenfadado, fruto de que quien lo escribe, sin duda, siente y cree a pies juntillas en lo que escribe. Pese a tratarse de un ensayo, se lee como una novela. De ahí su título. Corto, de prosa directa y sencilla, muy bien estructurado y destilando un gran sentido común, convierte lo que en principio se presenta como un ensayo sobre el amor por la lectura en otro sobre pedagogía, aprendizaje y enseñanza de la lectura. Porque queda por entender que los libros no han sido escritos para que mi hijo, mi hija, la juventud, los comente, sino para que, si el corazón se lo dice, los lean. Nuestro saber, nuestra escolaridad, nuestra carrera, nuestra vida social son una cosa. Nuestra intimidad de lector y nuestra cultura otra.

     Y, como leer no es una obligación ni un deber sino un derecho y una libertad, Pennac presenta un decálogo de los derechos fundamentales del lector. A saber: 1-el derecho a no leer; 2-el derecho a saltarnos las páginas; 3-el derecho a no terminar un libro; 4-el derecho a releer; 5-el derecho a leer cualquier cosa; 6-el derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual); 7-el derecho a leer en cualquier sitio; 8-el derecho a hojear; 9-el derecho a leer en voz alta; 10-el derecho a callarnos. Huelga decir que esta manera de afrontar el mundo de la lectura es capaz de desinhibir a cualquier temeroso de los libros.

     Pennac desgrana tópicos y típicas excusas argüidas por los no lectores para explicar el por qué de su actitud acerca de la lectura. La que más me llamó en su día la atención - citar más alargaría demasiado la reseña - es la referente a la falta de tiempo. El autor responde así: el tiempo de leer es tiempo robado, y el problema no es si tengo tiempo o no, sino si me regalo o no ese tiempo. Nunca un enamorado deja de encontrar tiempo para amar. Lo dicho anteriormente: de gran sentido común. 

     Esta reseña es mi pequeña y humilde contribución a este Día del Libro. Si eres de los que aman la lectura, espero que hayas disfrutado de ella. Aunque lo harás mucho más leyendo o releyendo Como una novela. Si, por el contrario, eres de los que siempre encuentran excusas para no leer, tienes dos opciones: seguir sin leer y perderte el gustazo que supone hacerlo o darte una nueva oportunidad desde la libertad de elección personal. Tú elijes. 



martes, 8 de febrero de 2011

De nuestros padres, de nuestros hijos y de nosotros mismos

     Todo el mundo recibe una educación de parte de sus padres. Nuestros padres nos educaron a nosotros y nosotros educamos o educaremos a nuestros hijos. Los valores, sean buenos o malos, se suelen transmitir de generación en generación. Normalmente se educa según lo que se conoce. Incluso aun siendo conscientes de que no es la mejor forma de hacerlo. “Mis padres me educaron así, por tanto no pasa nada si yo educo a mi hijo así también”, piensa mucha gente.

     Pero si algo está claro es que NINGÚN PADRE BUSCA HACERLE NINGÚN MAL A SU HIJO CONSCIENTEMENTE. Cuando los valores transmitidos son positivos no hay ningún problema. El hijo crece “como Dios manda”. Pero es diferente cuando esos valores no son tan positivos. El hijo desvía el camino que debería seguir normalmente.

     Evidentemente, cada persona es un mundo. Algunos prefieren educar a sus hijos como buenas personas, honestas e incapaces de hacer el mal; otros como futuros acaudalados materialistas, algo que deberán conseguir sea como sea. Algunos intentan convencer a sus hijos de que en la vida hay que elegir entre dos cosas que te gustan, pues normalmente no se puede conseguir todo; otros los acostumbran desde pequeñitos a tenerlo todo, sin saber si en el futuro éstos podrán seguir teniéndolo todo o no… Allá cada cual con su moral y sus valores.

     Como dije antes, estos valores se suelen transmitir de generación en generación. De ahí que muchos nietos sean como sus abuelos. Pero esto, afortunadamente, NO SIEMPRE ES ASÍ. La cadena se puede romper. Todo se puede cambiar. Y ello es posible a algo maravilloso. Cada uno de nosotros tiene las riendas de su vida. Solo hace falta querer dirigirlas, de verdad, hacia donde nosotros queremos llegar. Y esto no solo cambiará nuestras vidas, sino también las de nuestros hijos. A lo que voy.
    
     La educación recibida nos marca de forma irremediable. Pero todo tiene un pero. Nosotros, en cualquier momento de nuestra vida, podemos elegir otra forma de vida. Podemos tomar un camino diferente al marcado en nuestra niñez. Conozco a mucha gente que echa a sus padres la culpa de ser como es. Tienen razón. Pero solo en parte. Nosotros, en edad adulta, podemos y debemos tomar las riendas de nuestra vida.

     Nuestros padres, solo por el hecho de habernos dado la vida, merecen TODO NUESTRO RESPETO (salvo muy contadas y reservadas excepciones). Nuestra vida es nuestra y culparlos a ellos de nuestras desgracias no nos hará más felices, sino desgraciados y, además, deshonrados con nuestros padres. NADIE ES PERFECTO, ni falta que hace.

     Debemos COGER EL TORO POR LOS CUERNOS y VIVIR. Pero, ante todo, vivir sin rencor ni falta de respeto ni culpando a nadie de nuestros defectos. Nunca es tarde para empezar a vivir nuestra vida. Será mucho mejor para nosotros y para nuestros hijos. Nos lo agradecerán algún día. Y si no almenos tendremos la conciencia tranquila por haberlo intentado.

     Honrad a vuestros padres y educad (de verdad) a vuestros hijos. Pero, ante todo, VIVID VUESTRA VIDA!