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lunes, 4 de diciembre de 2023

El librero Vollard. Pierre Péju. Ediciones Témpora. 2004. Reseña

 




    Conocí la existencia de Pierre Péju y de su obra El librero Vollard a través de uno de esos libros que tanto gustan a los bibliófilos por el hecho de que hablan de otros libros. Hasta entonces desconocía por completo que el autor, nacido en Lyon en 1946, es filósofo y ensayista además de novelista. Ha escrito más de una docena de obras, entre las que destacan varias novelas y ensayos sobre temas tan diversos como la interpretación de cuentos y el romanticismo alemán. Enseña filosofía en la Escuela de Francia y es director del Colegio Internacional de Filosofía de París. El librero Vollard, su obra más conocida, la más aclamada por la crítica, que le valió uno de los premios literarios más prestigiosos de su país, el Prix du Livre Inter en 2003, se convirtió en un fenómeno de ventas en su país hace dos décadas de la mano de Ediciones Gallimard. En 2004 Ediciones Témpora decidió traducirla --trabajo a cargo de Cristina Zelich-- y publicarlo en lengua castellana. 

    Como era de prever, la novela es un homenaje a los libreros, a los libros y a la literatura en general. Construida de forma sencilla --tres partes diferenciadas que engloban quince capítulos-- y utilizando a menudo la prosa poética, narra las vidas de unos personajes, tres principales y otros secundarios, que se caracterizan por una infancia repleta de dificultades y de una adultez de una soledad absoluta. Tan absoluta que, de una u otra forma, todos ellos rozan la alienación e incluso la enajenación. Más abajo volveremos a tratar los temas de la infancia complicada y la soledad. De momento, me quiero detener en algo que concierne al texto en sí. A cómo el autor nos presenta la historia. Al modo en que nos la hace sentir mientras la leemos. La manera que tiene Péju de narrar la forma que tienen sus personajes de convivir en un mundo que a menudo les es ajeno llega a conmover, a  emocionar, a sobrecoger. A desgarrar.

    La historia nos presenta a Eva, una niña de diez años, que sale corriendo del colegio ante una nueva tardanza de su madre, Teresa, que no trabaja pero necesita huir cada día de su monótona vida, buscando una fuerte dosis de olvido solitario, un gran trago de indiferencia pura. Casi siempre llega tarde a recoger a su hija, que finalmente se cansa y, asustada, corre sin mirar hacia atrás. Ni hacia los lados. Hasta que la camioneta de Étienne Vollard, cargada de libros --los lee, los compra, los vende, y vive con ellos--, choca contra ella y la atropella. A Vollard, macizo, grande, voluminoso, no le gusta conducir, pero para el transporte de libros antiguos, de libros de ocasión que a veces va a comprar lejos, en otra ciudad, está obligado a utilizar su camioneta. Después de tratar de asimilar que deberá aprender a vivir con la idea de que ha atropellado, y quizá matado, a una niña, va al hospital para ver cómo se encuentra la pequeña. Y casi no se separa de ella. 

    Teresa lleva diez años haciéndose a la idea de que es madre de una niña. Mientras su hija está en la escuela ella conduce durante horas o coge trenes para perderse en ciudades, calles o centros comerciales, sentirse anónima y libre, evadirse de una realidad solitaria que no puede aceptar. Madre soltera, reflexiona sobre que cuando Eva era un bebé, conseguir hacer lo que debe hacer una verdadera madre era casi más fácil. Ahora es una hermosa chiquilla. Crece rápido. Pronto, por suerte, podrá quedarse sola, arreglárselas. Y Teresa lucha con fuerza contra el deseo envenenado de no regresar jamás. De huirY le espeta a Vollard, quien se esfuerza pero no logra entenderla, que estuve terriblemente sola. Únicamente las mujeres solas con un bebé pueden comprender. La presencia de un hijo hace que la soledad se vuelva dura como una piedra. Por eso, solo ansía que Eva crezca para poder dejarla vivir su vida y poder ella misma vivir la suya.

    Vollard, que recuerda por su memoria prodigiosa, su vasto conocimiento de obras y autores y su gran amor a los libros al famoso Mendel de Stefan Zweig, siempre ha leído compulsivamente. Desde una infancia y una adolescencia de soledad y maltratos escolares en la que la lectura fue su único refugio. Una época de su vida descrita con bastante detalle en la segunda parte de la novela, en la que se destaca su aspecto físico --todos se ríen de él y le llaman gordinflón--, su extraordinaria memoria --que despierta a la vez celos y fascinación-- y su inquietante y misteriosa aureola de soledad. Hasta que, con los años, esa pasión se convirtió, además, en su sustento. El Verbo Ser es su librería de libros viejos y de ocasión. Un refugio ya no infantil ni adolescente, sino adulto. Una adultez también solitaria, retirada, aislada del mundo. Ajena a él. Como el Meursault de Camus en El extranjero. Como el Cauldfield de Salinger en El guardián entre el centeno. Como el Maxley de Williams en Solo la noche. 

    Y, sin embargo, y a diferencia de los casos expuestos justo arriba, Vollard se muestra empático y humano. Al menos con la pequeña --aquel pequeño cuerpo inerte encarnaba una soledad espantosa que reconocía como el inverso exacto de su propia soledad--. Porque Eva sobrevive, despierta del coma que padecía y muestra signos de recuperación. Camina, bebe y come. Incluso abandona el hospital. Y es trasladada a un centro especializado en la parte alta de la ciudad, cerca de las montañas. Vollard no se separa de ella. Primero, en el hospital, donde, siguiendo las indicaciones y recomendaciones de doctores y enfermeras, y ante la pasividad y despreocupación de una indolente e impotente Teresa, contribuye al despertar de la niña a base de recitarle cuentos de memoria. Más tarde, en el centro, desde donde la lleva de excursión al monte y al río. Soledad de soledades: un hombre solitario ocupándose de una niña solitaria desatendida y dejada de lado por su madre solitaria.

    La novela transcurre entre las quejas de una Teresa que reconoce que era una niña sola que tiene una niña, con ese permanente deseo de ir a otro lugar, de buscar otra cosa, de huir, y que, ahora que Eva está tan enferma estará siempre con ella, para siempre pegada a ella, por tanto, con la desesperada imposibilidad de marcharse a ningún otro lugar, y, por contra, un Étienne que, por momentos, piensa que Eva se convertía en el hijo que no había tenido, que no tendría jamás, de ninguna mujer. Me necesita como yo necesito ese vapor del nacimiento que flota en torno a él. En efecto, Eva se convertía también en el niño que Vollard había sido, el que hubiese podido ser, en un inaccesible pasado. En este sentido, Teresa y Étienne se transforman en dos solitarios contrapuestos. Ella, una solitaria que se evade de sus responsabilidades como madre. Él, un solitario que, quizá movido también por la culpa, asume muchas más responsabilidades de las que debería. Dos caras opuestas del mismo problema.

    El librero Vollard no tiene grandes expectativas. Sin grandes alardes, con las palabras justas pero necesarias, se limita a contar, a narrar, a describir las distintas formas que tienen las personas de afrontar la soledad y de tratar de vivir con ella. De las maneras que tienen de llenar esas carencias afectivas con libros, viajes, paseos, asistencia a grandes almacenes, etc. De lo muchísimo que marcan las infancias difíciles. De la imposibilidad de ser adultos completos en determinados casos. De lo fácil que es hablar de los demás sin conocer las circunstancias de su pasado. Incluso de su presente. De la impotencia que se puede sentir cuando, pese a ser un virtuoso de las palabras, de conocer el enorme poder que estas poseen, no se alcanza a asimilar las problemáticas que se nos van presentando en la vida cotidiana. Una novela magnífica, en definitiva, que me recuerda, por su simplicidad, además de a las ya reseñadas con anterioridad, a La elegancia del erizo, la famosa novela de la también autora francesa Muriel Barbery. Y es que en ambas novelas hay mucho de filosofía.               


lunes, 22 de mayo de 2023

Basilisco. Jon Bilbao. Impedimenta. 2020. Reseña

 





    Un año antes de lograr un gran éxito con Los extraños -libro reseñado en este mismo blog hace apenas seis meses- el autor asturiano afincado en Bilbao ya había presentado en Basilisco a sus personajes centrales, Jon y Katharina. Basilisco, que ganó el Premio de las Librerías Navarras y el Euskadi de Plata en categoría castellano en 2021, nos narra una serie de relatos en los que además de iniciar la historia de Jon y Katharina, se nos presentan personajes que nada tienen que ver con ellos: John Dunbar, apodado Basilisco, un trampero, veterano de la Guerra de Secesión y pistolero ocasional que murió un siglo atrás; la Araña, un personaje siniestro, casi inhumano, que lidera una banda de auténticos asesinos sin escrúpulos -y que será protagonista de la nueva obra de Jon Bilbao (Araña, 2023)-; o los miembros de una expedición paleontológica que no acaba del todo bien una tarea que en principio pretendía ser divulgativa.  

    Basilisco consta de ocho relatos autoconclusivos pero también interconectados que abarcan el presente de las vidas de Jon y Katharina y los sucesos acaecidos un siglo atrás en el Lejano Oeste en torno a las figuras de Basilisco y Araña. Una mezcla original y sugerente que alterna la actualidad, que bebe de la novela costumbrista contemporánea, y el western, al más puro estilo clásico (y no tan clásico: leer la reseña de Malaventura, de Fernando Navarro, también publicada por Impedimenta y reseñada en este blog a principios del presente año). Casualmente, en ambos contextos, la vida parece desmoronarse por momentos. Con una prosa perturbadora y de gran potencia visual y descriptiva, Jon Bilbao pone en jaque nuestra realidad combinando a la perfección lo clásico, la cultura popular y las responsabilidades y frustraciones propias de la edad mediana de un personaje que vive insatisfecho como ingeniero porque en realidad quiere ganarse la vida como escritor. Vayamos por partes.       

    John Dunbar tiene una vida singular. Aparece, de repente, tras muchos años desaparecido de la vida familiar, en casa de su hermano Matt, en Virginia City, en plena fiebre del oro. Su madre acaba de fallecer y ha sido enterrada con un anillo que puede sacar de la miseria a la familia. John, instigado por la esposa de su hermano, Mary Ellen, obliga a Matt, a quien considera un irresponsable por haber contraído semejantes deudas, a desenterrar el cadáver de su madre para extraerle el anillo. El objetivo es pagar las deudas acumuladas con el turbio prestamista LePage y que la familia de su hermano pueda seguir viviendo en la ciudad. Asegurado esto, John se va por donde vino y desaparece de nuevo, esta vez para siempre. Desde entonces, y hasta en la actualidad, en esa casa de Virginia City, quienes dirigen los negocios y la economía familiar son las mujeres. Pero, ¿adónde fue a parar John Dunbar tras este suceso?

    Estuvo viviendo solo en la cueva de Waterpocket Fold, en Utah, antes de deambular por las regiones circundantes. Hasta que el capitán Drummond lo contrata para guiar a una expedición hasta la misma cueva para tratar de encontrar a una criatura con cuerpo de pez, aletas poderosas y una cabeza con largas fauces dentadas, similar a la de un caimán. La criatura tenía las dimensiones de una ballena. El dibujante Patrick Clement cuenta en su diario las vicisitudes atravesadas por los miembros de la expedición, que habrá de enfrentarse a un grupo de fanáticos mormones que han ocupado la cueva y sus alrededores. La aventura no acabará nada bien. Sin embargo, lo peor está por llegar. El grupo de asesinos comandados por la Araña los persigue durante kilómetros y días. Y sus intenciones no son en absoluto amigables. Mientras la expedición se dirige hacia Colorado la Araña hará frente al teniente Agassiz y al sargento Kittredge, quienes a su vez la persiguen por sus crímenes. 

    Cuando, al fin, la Araña y Dunbar están cara a cara, esta le dice que yo limpio la frontera. Soy el alcohol y la sal, el hilo que sutura y la venda que protege. Veo tu confusión. Qué curo, qué elimino, te estás preguntando. A los que son como tú, que venís con el deseo de convertiros en otros, como si en algún rincón oscuro y estéril de las tripas llevarais la semilla de alguien mejor, y pensarais que solo en estas tierras puede germinar. Todos vosotros sois árboles crecidos y enfermos que hay que talar, reducir a astillas, quemar, y luego esparcir la ceniza... Cómo me he equivocado. Qué mal me he conducido. Creía que estaba limpiando el oeste y he acabado siendo parte de lo que lo emponzoña: líder de una banda criminal violenta, sin origen, pauta, honor ni moral. Un antagonista ideal. Tú, John Dunbar, que ardes en tu rabia sin nunca consumirte, eres el Basilisco. Y el trampero entiende entonces el porqué de su vida en soledad. La pasada y la futura. Porque en soledad debe vivir lo que le quede de vida.

    Y, ¿qué hay de Jon, el protagonista del presente de la narración de los textos? Pues recuerda que durante su estancia en San Francisco miré a Katharina y supe que estaba enamorado. Hasta entonces había creído estarlo, pero de pronto me di cuenta de que mis sentimientos, pese a ser sinceros, no habían sido más que prolegómenos del amor verdadero. Supe que quería estar con aquella chica para siempre. Unos años después, viviendo juntos en Bilbao, reciben la visita del ex de Katharina, que va a exponer sus fotografías cósmicas en la ciudad. Jon decide no acompañarlos en la comida acordada sino salir con su hijo a volar su avión de juguete y hacer una visita a Octavio, su viejo profesor de literatura en el instituto. Duda sobre si Katharina estará cuando ellos regresen a casa. Aunque no la ve capaz de dejarlo de esa manera, el matrimonio no atraviesa su mejor momento. En otro relato, asiste a la descomposición final del matrimonio de sus padres. Su madre su muda a otra casa del pueblo, y recrimina a Jon no haber estado ahí cuando ella y su padre lo necesitaban. Tú solo te acuerdas de nosotros cuando necesitas una pequeña ayuda económica, ¿verdad? No, no vuelvas a decirme lo de los críos. Mucha gente tiene dos hijos y trabaja y, de vez en cuando, tiene un detalle con sus padres.

    Hacia el final del libro, en el último de los relatos, es su matrimonio el que parece zozobrar tras una fuerte discusión con su esposa. Se va de Bilbao y se instala en la casa familiar de Ribadesella. Solo. Sin Katharina y sus hijos. Apenas los llama por teléfono. Y su hijo lo llama para recriminárselo y decirle que lo echa de menos. He vuelto porque, cuando vivía aquí, Katharina y los niños aún no existían. Así que es otra forma de borrarlos. Desde luego, su todavía esposa es mucha más madura que él. Algo que queda más patente si cabe a raíz de este pensamiento: no estoy preparado para afrontar las decisiones y labores que esta casa exige, pese a lo que me gusta y significa para mí. Empiezo a aceptar que acabaré vendiéndola. Y, como John Dunbar, se aísla de todo el mundo. Y comienza a cavar la cueva que hay en su propiedad. E imagina que la cueva no es un desaguadero del monte, sino el nido de una araña gigante que se enterró en vida para invernar durante años. 

    Pero, ¿qué tienen en común John Dunbar, el protagonista y narrador Jon y el escritor Jon Bilbao? Pues su amor por los libros. El protagonista del Lejano Oeste John Dunbar siempre lleva un libro consigo. Donde quiera que vaya. Aunque ya lo haya leído varias veces. El protagonista del presente, Jon -a quien no cuesta en absoluto reconocer como un Jon Bilbao ficticio pero muy semejante al real-, lee e, infeliz como ingeniero, ansía vivir por y para la literatura. Y Jon Bilbao, el escritor que fue ingeniero, sí que ha conseguido vivir de ello. Así, el escritor elabora una serie de relatos en los que, a buen seguro, narra pasajes de su propia vida y, a la vez, hace ficción en torno a sus propias fantasías, personales y literarias -como hace también en el relato La playa del naufragio, cuyo irresponsable protagonista también es un escritor de no demasiado éxito de ventas-. Explicado así puede resultar algo incomprensible, ya lo sé. Pero, una vez leídos los textos que componen sus libros, finalmente todas las piezas del puzzle encajan a la perfección. Pasado y presente, ficción y realidad, forman un conglomerado de relatos que tienen vida propia por sí mismos. Y que, además, establecen una conexión con los otros para pintarnos un cuadro que cuesta no examinar, reflexionar sobre él y disfrutarlo. Sobre todo, disfrutarlo.  

                            


lunes, 20 de marzo de 2023

Nadie en esta tierra. Víctor del Árbol. Destino. 2023. Reseña

 





    Cuando todo está perdido solo quedan dos caminos: hacer el bien o hacer el mal. Intentar irse con la cabeza alta y la conciencia tranquila o arrasar con todo y con todos. Este es uno de los puntos de partida de la nueva novela de Víctor del Árbol. Una novela policiaca de las que atrapan al lector hasta introducirlo en sus páginas y no dejarlo marchar hasta terminada la última de sus frases. Con personajes de los que a uno lo marcan. Como el protagonista principal, Julián Leal, un inspector de policía que se debate entre la vida y la muerte a causa de un cáncer que no parece tener ya solución y que acaba de ser expedientado por dar una paliza casi mortal a un miembro de la alta sociedad barcelonesa. Y, por si todo ello fuera poco, tras una breve visita a su pueblo natal de la costa de Galicia comienzan a aparecer cadáveres de personas que tuvieron mucho que ver con él treinta años atrás. Y, claro, el principal sospechoso de los crímenes es él. Todos los dedos lo señalan y ya ni su compañera Virginia parece fiarse de él.

    Casi todo el mundo piensa que Julián ha elegido la segunda opción en la disyuntiva inicial, es decir, hacer el mal y arrasar con todo y con todos antes de irse de este mundo. Casi todos, menos el verdadero asesino, un sicario mexicano que se dirige en primera persona tanto al lector como a los personajes de la novela. Un sicario convertido en otro narrador más de la historia. Un narrador siempre con las palabras justas y las justificaciones apropiadas. Hecho este que hace que si la forma de narrar de Víctor del Árbol siempre ha sido fresca y original, en este caso lo sea más si cabe. Porque al lector le impacta que de vez en cuando el narrador sea ese asesino implacable y metódico que parece estar siempre en los lugares y momentos adecuados. Un criminal de vocación que actúa por encargo y que parece invisible, sobre todo porque nadie lo mira. Nada como aprovechar que los ojos estén puestos en otra persona que nada debe. Porque, como suele suceder en ocasiones, las cosas no siempre son lo que parecen.

    El caso es que Julián debe hacer de tripas corazón y, sobreponiéndose a su cada vez más deteriorado estado de salud y a un sentimiento de soledad realmente descorazonador, trata de rendir cuentas con su pasado y su presente. Gracias a sus acciones, al narrador omnisciente y a ese otro narrador ocasional con forma de asesino las piezas de los puzles de las historias pasada -la de la Galicia de hace treinta años- y presente -la de la Barcelona actual- comienzan a ir encajando de manera pausada, sin prisa pero sin pausa. De una manera precisa, como si de un prestidigitador se tratara. Porque así son las novelas de del Árbol: puzles de mil y una piezas que van encajando de forma admirable hasta mostrarnos unas historias que resulta imposible no admirar. Historias cuyos pasados y presentes se explican entre sí, se justifican, se necesitan. Todo ello para mantener en vilo a un lector ávido de saber qué pasó, qué está pasando y qué pasará.

    Uno de los temas recurrentes en los libros de Víctor del Árbol es el de las infancias robadas. A nada ni a nadie parece aborrecer más este autor que a los ladrones de infancias. Y, por desgracia, hay demasiadas maneras de robarle la infancia a un niño. Que se lo digan a varios de los protagonistas de las anteriores novelas de del Árbol. Que se lo digan también, por ejemplo, a Julián Leal. Y a un niño que aparece en esta novela y cuya historia personal está detrás de las últimas acciones del protagonista principal de Nadie en esta tierra. Un protagonista que, aunque cada vez menos lo crean, ha elegido la primera opción, o sea, hacer el bien e irse con la conciencia tranquila y la cabeza alta. Por él, por su padre, por ese niño del que acabo de hablar y de su compañera Virginia. No en vano, Julián no solo lucha por salvar su vida y demostrar su inocencia. También debe tratar de salvar a quienes más quiere. Demasiadas cosas como para no luchar hasta la extenuación para no sucumbir en el intento.

    Antes he aludido a los personajes de Nadie en esta tierra. Uno de los puntos fuertes de las novelas de Víctor es la caracterización psicológica de cada uno de ellos. El autor conoce a la perfección a cada uno de sus personajes. Y nos los describe de igual manera. Son personajes profundos, con sus grietas y sus fortalezas. Con sus mochilas -siempre pesadas- del pasado. Con sus ansias, sus desvelos, sus sueños cumplidos o rotos -como en este caso, en ocasiones incluso convertidos en pesadillas-. Así, resulta imposible no empatizar con Virginia, compañera de Julián, casada con uno de los mejores amigos de este, que lo está pasando mal en su matrimonio. O con Clara, amiga reciente de Julián y periodista de investigación que sin querer se mete en un lío del que es muy difícil que salga indemne. O con Francisco, su padre, quien, como Julián, también elige la primera opción a la hora de abandonar esta tierra. O con Chinchilla, que se hace el fuerte y el valiente cuando en realidad tiene motivos para ser todo lo contrario.

    La vieja dicotomía campo-ciudad también está presente en Nadie en esta tierra. El pueblecito de la costa gallega, con un único bar, una única iglesia y una aparente única ocupación -agricultura y ganadería- en el que todo el mundo se conoce y parece tener viejas rencillas por dilucidar se contrapone a la gran ciudad que es la capital catalana. Una Barcelona que, aparte de la bonita fachada que todos conocemos, también contiene otra ciudad, casi subterránea, que mejor no conocer pero que, sin embargo, existe. Unos bajos fondos repletos de corrupción, economía sumergida, infancias robadas, oscuros deseos y pocos escrúpulos -aspectos de los que tampoco se libran en el pueblo gallego, por cierto-. Porque, más allá del escenario, de la situación, de las circunstancias, la condición humana es la que es. Y, por suerte, siempre habrá gente de bien que se enfrente a aquella que solo piensa en sus intereses personales, sean más o menos espurios.
          
    Durante buena parte de las páginas de la novela el sentimiento predominante en el lector es el de la impotencia. Ante los hechos del pasado de la vida de Julián Leal y ante la sucesión de desgracias, asesinatos y demás sucesos que van complicando también el presente y el poco futuro que parece quedarle al protagonista. Además, también permanece la inquietud ante ese otro narrador, el asesino, quien se nos presenta así: no tengo un nombre que vosotros podáis conocer y eso debería tranquilizaros; lo que no se nombra no existe y, a fin de cuentas, una voz sin nombre es un eco sin presencia, de modo que podéis decidir que soy fruto de la imaginación o algo parecido a un fantasma, alguien que estuvo y ya no está. Probablemente algunos sintáis la tentación de convertirme en un monstruo de cuento, uno de esos personajes que utilizáis para asustar a vuestros hijos y hacer que os obedezcan cuando los mandáis a dormir, el hombre del saco. Pero lo cierto es que no soy un monstruo que vive en el bosque ni soy una presencia en la niebla de vuestras pesadillas; soy humano, lo atestiguan mis cicatrices, y vivo entre vosotros. Sencillamente, las personas como yo existen y aunque cerréis los ojos y os tapéis los oídos, no voy a desaparecer. Será mejor que lo aceptéis.

    Pero, con todo, lo peor no es que existan seres como este asesino a sueldo que asegura tener sentimientos pero otro punto de vista diferente al común de los mortales. Lo peor, como digo, es que existen otros seres mucho más peligrosos, lobos con piel de corderos, criminales con apariencia de personas importantes incapaces de cometer según qué delitos atroces. Por ejemplo, los ladrones de infancias de los que ya he escrito más arriba. Sin duda, uno de los puntos más fuertes de las novelas de Víctor del Árbol es la gran capacidad que tiene el autor para mezclar realidad y ficción para mostrarnos el mundo tal cual es. Con sus partes más bonitas y también con aquello que de tan oscuro que es preferimos dejar de lado para poder seguir viviendo nuestras vidas. Y, sin embargo, como en el caso del asesino de Nadie en esta tierra, no por dejarlas de lado estas dejan de existir. La novela, además de original, imprevisible e inquietante, es también adictiva. De esas que cuesta cerrar al llegar a la última página.          
 

lunes, 17 de octubre de 2022

La familia. Sara Mesa. Anagrama. 2022. Reseña

 




    De la misma manera en que las aguas de un río siempre buscan su camino, por intrincado que este sea, para llegar al mar, llegando a causar en no pocas ocasiones grandes desastres, los miembros de una familia siempre consiguen desligarse de las ataduras de un padre manipulador e inquisitorial, por más que se vista de santurrón, para ser finalmente libres. Porque, como dice la autora madrileña Sara Mesa, los santurrones son muy peligrosos, por narcisistas y demagógicos. Y de ello nos habla en su última obra, La familia, recientemente publicada por Anagrama. Una sucesión de escenas desordenadas en el tiempo que recorre varias décadas de la vida de los miembros de una familia de clase media española de un tiempo pasado no fechado pero más o menos reconocible. Una familia compuesta por Padre, Madre, Martina, Rosa, Damián y Aquilino. Un núcleo en el que el padre pretende que no haya secretos. En el que, sin embargo, todos los tienen. Y, precisamente él, el primero.

    A poco que cada lector lo piense durante unos instantes, todos conocemos a uno o varios de esos santurrones --familiares, vecinos, conocidos-- que van de salvapatrias o de salvamundos y que no hacen más que desgraciar la vida --o, como mínimo, se la hacen más complicada-- de quienes los rodean. Especialmente, claro, sus propios familiares. Santurrón que, además, suele venir acompañado, como en la novela que nos ocupa, de una esposa dominada y frustrada que ve como, por triste añadidura, pinta poco o nada en el proceso de educación de unos hijos que solo pueden atenerse a lo que su padre les diga en cada situación. En La familia, ese Padre llega a obligar a una de sus hijas a tirar a la basura su diario personal. ¿La razón? Muy simple y a la vez compleja: que ese diario tiene candado y una sola llave. Y, como ha quedado ya señalado, en esta familia no hay secretos. Son nocivos. Se usan para tapar asuntos feos. Es mejor no tener nada que ocultar, ir con la cabeza bien alta y no esconderse.

    El talibanismo familiar de Padre llega al extremo de obligar a todos sus miembros a pasar la tarde juntos en la sala de estar, mínimo de seis a ocho, para ahorrar electricidad --los recursos son limitados y deben usarse con mesura-- y compartir tiempo y espacio. Y Martina, la última en llegar a la familia --es adoptada: quienes antes eran sus tíos y primos ahora son sus padres y hermanos--, y también la menos acostumbrada a ese tipo de cosas, se pregunta: si Padre era un abogado tan importante, con tanto trabajo como decía tener, ¿cómo es que no iba a la oficina por las tardes? ¿Por qué no tenían televisor, como todo el mundo? ¿Por qué no podían salir a jugar a la calle con los demás niños? Y, ¿qué consigue con todo ello Padre? Pues que todos, absolutamente todos, finjan ante él. Damián hacía como que estudiaba en lugar de leer tebeos, Rosa leía en lugar de jugar al fútbol, Madre cosía en lugar de rezar y Martina estudiaba ajedrez en lugar de escribir en su diario. Solo Padre y Aquilino, el menor, capaz de pasar horas y horas dibujando sin decir palabra, estaban en su salsa. 

    Una novela coral como esta solo puede funcionar si cada personaje está muy bien caracterizado. Y Sara Mesa lo consigue, manifestando de nuevo que es una gran retratista. Física y, sobre todo, psicológica y hasta social. Así, uno de los retratos básicos es el del matrimonio compuesto por Padre (Damián) y Madre (Laura). Máxime cuando Mesa trata el período de cuatro años --al que denomina Resistencia o Guerra-- en el que Laura trató de rebelarse ante su marido. Una rebelión que acabó con una claudicación definitiva que tendrá consecuencias para los hijos ya nacidos y los todavía por nacer. Discutían, gritaban, se habrían despedazado mutuamente si no estuviesen tan cansados de odiarse. Él la acusaba de ingrata, todo el día trabajando para ella, para el Proyecto --así es como él denomina a la familia--, y esa era su única manera de agradecerlo, la baba de la rabia cada tarde, al volver él a casa. Ella no respondía a sus acusaciones, se dedicaba a minarlo, a exasperarlo con todo aquello que lo sacaba de quicio, diciendo tacos y frases hechas y rezando el rosario, más que con fe, con resentimiento. 

    Quien mejor detecta las problemas familiares y, por tanto, mejor puede describir a sus miembros es alguien externo a ella. Un personaje que no conviva con ella habitualmente y que no esté influido de ningún modo. En La familia ese personaje es el tío Óscar. Notaba palpables diferencias entre el modo de actuar de los otros sobrinos y el de Martina, aunque entre los primeros también había variaciones. Damián, el mayor, era el más influenciable, siempre buscaba agradar y nunca lo conseguía, mientras que Rosa, a menudo enfurruñada, cabezota y hostil, solo quería que la dejaran en paz. Aquilino, el pequeño, era con diferencia el más gracioso y el más desvergonzado, también el más listo, había aprendido a moverse con soltura en aguas tan difíciles. Pese a todo, los tres estaban marcados por una profunda y remota ignorancia, por la carencia de un conocimiento cabal de la vida más allá de esos muros. Era increíble que ni siquiera el colegio les ofreciera suficiente contraste. Vamos, que a uno no le cuesta comparar lo que ocurre entre esos muros con la famosa caverna del mito de Platón.

    Al margen del tío Óscar, también nos sirven para conocer bien los entresijos de la familia personajes secundarios pero no desdeñables como las vecinas de arriba, Clara y su madre; Yolanda, la compañera de piso de Rosa; Mario, su vecino alcohólico; o Paqui, su antigua compañera universitaria. Cada uno de ellos nos muestran cosas diferentes o reafirman las ya expuestas. Con sus testimonios las piezas del puzzle familiar van encajando poco a poco. Los catorce capítulos de la novela nos desgranan pasajes, hechos, situaciones, conversaciones de distintas épocas y lugares. Todo ello para que nada quede sin explicar debidamente. Para mostrarnos una realidad que parecía haber estado sepultada ante tantos buenos propósitos y tantas buenas palabras. Como las que pronuncia Laura ante Óscar para esconder sus propias miserias: Damián dona parte de su sueldo a algunas causas. Es generoso con su dinero y también con su tiempo. Ha estado difundiendo la filosofía de Gandhi en los colegios, dando charlas por la tarde a los alumnos y los padres. Ha organizado colectas, seminarios... 

    Los hijos de Damián y Laura intuyen que algo ocurre entre su tío Óscar y sus padres. Sus visitas, que los niños deseaban en secreto, resultaban también duras y tensas. Por un lado, les parecía gracioso y ocurrente, por otro sabían que era un foco seguro de conflicto --con su conversación en teoría inocente, sus preguntas como dardos y sus comentarios excéntricos acorralaba a Padre sin pretenderlo--: cuando se marchaba, Padre y Madre discutían horas, días, semanas, y el tema era siempre él. Y eso que desconocen por completo todo lo ocurrido tras la muerte de la madre de Martina. El tío Óscar siempre había pensado que su hermana habría preferido que su hija se criara con ellos. Pero su cuñado Damián se las arregló para convencer a su esposa y a ellos mismos de que Martina estará mejor con los primos que sola, ...nosotros ya tenemos experiencia cuidando niños, ...yo estoy siempre en casa, pero vosotros viajáis continuamente, ...le hace falta una reeducación completa. 

    La familia es un paso más en la carrera de Sara Mesa. Un paso que confirma que la autora tiene ese algo necesario para desnudar los comportamientos humanos, detectar sus heridas de tiempo atrás, describir con pelos y señales las mochilas que todos llevamos a cuestas, y retratar todo lo bueno y lo malo (sobre todo lo malo) que conforma a cada ser humano y sus circunstancias. El resultado es una historia de aislamiento, soledad acompañada, opresión, desasosiego y hasta enfado del lector con todo cuanto acontece en las páginas de la novela. Una novela corta que se hace más corta todavía a medida que uno avanza hacia el final. Una historia que, salvando las distancias, le recuerda a servidor otras obras contemporáneas nacionales como La buena letra, de Rafael Chirbes, y Lluvia fina, de Luis Landero --ambas reseñadas en este mismo blog--, dado que gota a gota, suceso a suceso, palabra tras palabra se va llenando el interior de esa mochila cuyo peso cada vez se hace más y más insoportable.           

    

lunes, 6 de septiembre de 2021

El hijo del padre. Víctor del Árbol. Destino. 2021. Reseña

 




    La maldad, la desgracia y las maldiciones juegan un papel muy importante en la trama de la última novela de Víctor del Árbol. Como comenta, en varias ocasiones además, Alma Virtudes a lo largo del transcurso de las acciones que componen la historia de El hijo del padre, los hombres de su familia están infectados con el virus de la infelicidad y la autodestrucción. No importaba la generación, ni el momento, al final esa maldición se manifestaba y era una lengua de fuego que abrasaba cuanto tenía alrededor. Justos y pecadores. Todos acababan pagando esa rabia insensata, esa ira contra una vida que nunca era como debería ser. Y Diego Martín, el protagonista principal de la novela, reconoce que su abuela tenía toda la razón. Él, que durante años había tratado de ser diferente a sus progenitores, que había levantado puentes levadizos para que la infelicidad no le alcanzase, vislumbra al fin, apesadumbrado, que era como su padre, como su abuelo. De los que se marchaban, de los que huían.


     El conjunto de historias familiares con las que el escritor catalán teje la trama de su nueva novela arranca en el presente de 2010. Diego ha secuestrado a Martin Pearce, el enfermero de su hermana Liria, ingresada en un psiquiátrico desde hace varios años, lo ha metido en el maletero de su coche y ha conducido más de mil kilómetros hasta la Casa Grande, donde lo ha torturado durante tres días y finalmente  lo ha matado disparándole dos veces en la cabeza. Ahora, él mismo está también ingresado, como su hermana, en una unidad de psiquiatría. Muchas preguntas inquietan al lector desde las primeras páginas. ¿Quién es Martin Pearce y qué ha hecho para que Diego haya acabado de esa manera tan maquiavélica con su vida? ¿Por qué ha conducido más de mil kilómetros? ¿Qué es la Casa Grande y por qué es allí donde mata al enfermero? ¿Por qué está encerrada en un psiquiátrico su hermana Liria? ¿Cómo un padre de familia, esposo y respetado profesor universitario como Diego ha sido capaz de cometer semejante crimen?


    Como en todas las novelas de Víctor del Árbol el autor nos hace recorrer intrincados círculos concéntricos repletos de píldoras informativas, enormes puzzles casi imposibles de resolver y escondidos rincones de las memorias de sus personajes para ir rellenando poco a poco los huecos que nos permiten ir vislumbrando la resolución de cada uno de los enigmas que nos propone desde las primeras páginas. Y lo hace de forma paulatina, contando partes inconexas de las historias, situándonos en lugares tan diferentes como la Siberia de los gulags estalinistas, el norte de África español de época franquista, la Barcelona de la primera década del siglo XX o el Pueblo. Un pueblo sin nombre, situado en la provincia de Badajoz, dominado desde tiempos inmemoriales por la familia Patriota. Asentados en la Casa Grande, los Patriota se erigirán en los archi enemigos de los Martín, la familia de Simón, Antonio y Diego. Tres hombres, abuelo, hijo y nieto, que no podrán ya huir de la desgracia.


    Y si el presente de la historia nos sitúa en la Barcelona y el Pueblo de 2010, el pasado más remoto nos hace retroceder en el tiempo hasta el Pueblo de 1936, justo al momento del golpe militar y del inicio de la Guerra Civil. Las diferencias políticas y económicas y un acercamiento amoroso entre un miembro de cada una de las familias reseñadas desembocará en el comienzo de la desgracia de la familia menos poderosa, la de los Martín. Simón, abuelo de Diego, deberá huir de España y acabará en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Y terminará, por rocambolescas vicisitudes de la vida y de la mala suerte, en un gulag de Siberia. Desde 1936 la vida familiar de los Martín ya no será la misma. Ni siquiera dos generaciones después. Tampoco en el otro extremo del país. Porque el lugar no es lo más importante. Nunca. Sobre todo cuando uno tiene cuentas pendientes con demasiada gente. Incluso con uno mismo.


    El miedo --un hombre sin miedo dejaría de ser humano, escribe el propio Diego en su diario durante su estancia en el psiquiátrico--, los traumas y las huidas hacia adelante --de Simón, de su hijo Antonio y de su nieto Diego--, las malas decisiones --¡quien esté libre de pecado que tire la primera piedra!--, el sentimiento de culpabilidad --¡qué difícil resulta a veces perdonarse a uno mismo!-- y la maldad --propia y ajena--, son los principales ejes sobre los que giran las numerosas sub tramas de El hijo del padre. También la desesperanza y la imposibilidad de seguir haciendo frente a la vida debiendo sostener el insoportable peso de la mochila del pasado --el pasado vive en ti pero tú no perteneces al pasado, escribe no obstante Diego en el mismo diario--. Frase lapidaria escrita para el futuro familiar que quizás debería haberse aplicado a sí mismo con mucha anterioridad. Y es que a veces se necesita toda una vida (o incluso varias) para aprender ciertas cosas.


    Las cuatrocientas páginas de que consta la novela se dividen en cuatro partes y en cuarenta y seis capítulos más una introducción y un epílogo. Las cuatro partes --Tierra de barro, Kalinka, Hasta que llueva en el desierto y Liria-- hacen referencia a aspectos y lugares importantes de las diferentes historias como son el Pueblo, Siberia, el Sáhara Oriental y Liria, la hermana enferma de Diego. En efecto, pese a que los distintos capítulos se centran en lugares y épocas diferentes las distintas partes hacen referencia más concreta a esos momentos exactos de la trama. Una forma de ordenar los sucesos más acorde a la cronología lineal con que tuvieron lugar. La parte más extensa es la que hace referencia a las desventuras de Simón en la Siberia de la Segunda Guerra Mundial, mientras que la más corta nos explica la historia que tiene que ver con los años pasados por Antonio en África durante la ocupación española del Sáhara. Tierra de barro hace referencia al Pueblo, básicamente en los hechos acaecidos en él durante el siglo XX, y Liria se ocupa a grandes rasgos de los hechos más actuales en el tiempo.


    El hijo del padre nos habla de cómo a menudo nuestras vidas nos llevan a acercarnos a aquello que odiamos, a aquello que quisiéramos dejar atrás para siempre. O quizás de cómo precisamente somos nosotros mismos los causantes directos de que ello suceda así y no de otra manera. Porque en realidad la línea que divide ambos conceptos --causa y efecto-- es mucho más delgada de lo que quisiéramos. También de que a veces las cosas y las personas no son o somos como parecen o parecemos. Y de que puede darse la situación de descubrir la verdad --si es que esta en realidad existe-- de la peor manera posible. Y, por supuesto, de que llega un momento de nuestra vida en que debemos dejar de ver los sucesos de nuestra niñez con la mirada del niño que fuimos para verla con nuevos ojos, los de la adultez de aquellos que fueron nuestros progenitores. Pero, sobre todo, nos habla de que escondernos en nuestras propias mentiras --o en las de los demás-- no suele tener consecuencias positivas. Ni para nosotros ni para quienes nos rodean.


    Víctor del Árbol posee muchas cualidades literarias. La mayor de ellas, en mi opinión, es la gran capacidad que tiene para transmitir los pensamientos, las frustraciones, las luchas internas y el dolor que sienten sus personajes. Desde esa abuela impotente ante tanta tragedia como es Alma Virtudes hasta la progresiva transformación de Diego en un criminal sin escrúpulos. Resulta tan dramático (a nivel de trama) como admirable (literariamente hablando) observar cómo un hijo de la emigración, un hombre que se ha hecho a sí mismo renunciando a sus orígenes y familiares va sucumbiendo a esa incapacidad de liberarse de un pasado que le persigue en el tiempo y en el espacio. Lo que pasó entre él y su padre, entre su familia y la Patriota nos es mostrado sin prisa pero sin pausa de una manera tal que el lector cree vivir in situ las diversas situaciones narradas. Y sufre. Y disfruta. ¿Cómo se puede calificar un libro que hace sentir a los lectores sentimientos tan enfrentados a la vez? ¿Qué tienen esos libros que al ser terminados de leer dejan al lector en silencio durante minutos? Es difícil de explicar, la verdad. Así que mejor leed El hijo del padre y comprobadlo por vosotros mismos.


viernes, 24 de febrero de 2017

La tristeza del samurái. Víctor del Árbol. Editorial Alrevés. 2011. Reseña





     Cada novela que leo de Víctor del Árbol me sorprende de una u otra manera. Pese a que todas --con esta he completado sus hasta ahora cinco publicaciones en castellano-- tienen más o menos las mismas estructuras, en las que encontramos varias épocas y escenarios diferentes cuyas respectivas tramas llegan a converger a partir de un nexo común que al principio obviamente se nos escapa --ahí está precisamente la gracia del asunto--, son los personajes quienes nos mantienen en vilo. Me explico: son ellos quienes labran sus propios destinos, para bien en unos casos o para mal en otros.

     En efecto, una de las características que mejor define la literatura del escritor extremeño-barcelonés es su alucinante facilidad para diseccionar no solo la psicología de cada uno de sus personajes sino también sus gestos, sus vicios y sus pensamientos. Y también sus sufrimientos. Porque todos, absolutamente todos son seres que padecen y arrastran alguna pesada carga provinente del pasado individual o familiar. Mochilas de rencores, traumas e incluso enfermedades mentales --según los casos-- que antes o después van a pasarles factura, de un modo u otro; que van a impedirles llevar una vida medianamente sana y feliz.

     Las cinco obras de del Árbol son thillers (con gran componente histórico --la memoria histórica es un tema que interesa mucho a este escritor--) en absoluto carentes de calidad literaria. Y es que siempre podemos encontrar la palabra o la frase exactamente necesaria para la situación que se está narrando en sus páginas. Algo poco usual en un mundo, el literario, en el cual la mayoría de autores buscan que sus escritos lleguen a convertirse en best sellers, siguiendo los cánones marcados por la moda. Cuestión que resta innovación y calidad a las obras. No es el caso de Víctor del Árbol. Aunque con el paso de los años haya conseguido ser también un autor best seller.

     La tristeza del samurái, su segunda novela publicada, nos sumerge en dos etapas apasionantes de la historia reciente de nuestro país. Por un lado, los primeros años de la posguerra civil. Por otro, los meses inmediatamente anteriores al golpe de Estado de Tejero, del que se acaban de cumplir 36 años --la casualidad, de existir, ha querido que servidor terminara la lectura de esta obra precisamente la noche del 23F--. Dos momentos (la Guerra Civil y el golpe de Estado) que, de haber concluido de otra manera, nos habrían dejado un panorama muy diferente del actual. Mejor o peor, pero sin duda diferente.

     En la novela las culpas, las traiciones y los dolores de los personajes de la Extremadura de 1941 han sido heredadas por sus hijos, los protagonistas de la acción que transcurre en la Barcelona de 1981. Algunos de ellos --los más jóvenes-- han nacido culpables y  marcados por un pasado en el que todavía no existían. Otros, los más mayores, tratan de sobrevivir a pesar de sus pasados. La venganza, el ansia de la destrucción, la lucha por el poder y el amor como única vía de salvación son algunos de sus modos de vida. Pero, para poder seguir con ella, han de cerrar el círculo. Y cada uno lo hará a su manera. Como quiera o como pueda. En mi modesta opinión, la diferente forma de afrontar la situación de cada personaje es lo realmente atractivo de esta historia. Porque el pasado no se puede cambiar, pero el futuro está en nuestras manos.

     Además, como afirma del Árbol, de todas las historias la mejor es la que nos explica a nosotros. Y es cierto: porque en todas sus obras, en algún personaje o en alguna situación concreta, nos podemos ver reflejados de una forma tal que puede llegar a erizarnos el vello. Algo de nuestro interior se despierta en sus novelas. Cobardía, valentía, resolución, duda, clarividencia, capacidad de sufrimiento... Todos sentimos algo de todo ello mientras leemos alguna de las historias que nos presenta este autor. Y La tristeza del samurái es un buen ejemplo de ello.

     Por si todo lo anterior fuera poco, en todas las novelas de este escritor encontramos frases antológicas que conviene recordar. Como esta: Algún día tendría que explicarle por qué las cosas habían sucedido de aquel modo, y cómo funcionan las complejas relaciones de los adultos. Trataría de hacerle entender la absurda realidad en la que los sentimientos no valen nada frente a las razones de otra índole. Que el poder, la venganza y el odio son más fuertes que cualquier otra cosa, y que los hombres son capaces de matar a quien aman y de besar a quien odian si ello es necesario para cumplir sus ambiciones.

     O como esta: Todo el empeño y toda la sangre vertida en aquella contienda no habían servido de nada. Apenas hacía cinco años de la muerte de Franco, y volvían a florecer los malos vicios, como las malas hierbas. España era de nuevo un secarral con vocación de desierto, habitado por pobres bestias nihilistas. Solo los animales amansados durante décadas eran capaces de dejarse llevar de manera tan dócil al matadero, capaces de creer, deseosos incluso de engullir, cualquier cosa que les viniera dicha por los ungidos en el poder. Cualquier cosa, con tal de darle un poco de fe a su lánguida existencia, pero incapaces de coger el toro por los cuernos.

     Poesía al margen --del Árbol escribe poesía pero muy equivocadamente no se atreve a publicarla porque piensa que no tiene la suficiente calidad--, los párrafos expuestos justo arriba nos muestran crudamente que el pasado y el mal nunca desaparecen, y que los vicios y las malas actitudes hacia la vida en general y hacia la política en particular cuestan mucho de cambiar.