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viernes, 1 de junio de 2018

Se llamaba Manuel. Víctor Fernández Correas. Ediciones Versátil. 2018. Reseña





     El escritor extremeño afincado en Getafe Víctor Fernández Correas ha despejado dudas con su última novela. Si ya había dado muestras de su carácter polifacético con sus dos primeras obras --La conspiración de Yuste, en la que narró los últimos meses de vida del emperador Carlos V, y La tribu maldita, donde incluso hizo hablar a los hombres de Atapuerca--, con Se llamaba Manuel, novela que aborda temas diferentes que iré desarrollando de forma paulatina a lo largo de esta reseña, termina por demostrarlo de una manera clara y meridiana. Tercera novela publicada --que no escrita--, y ninguna de ellas tiene nada que ver con las demás. Algo que no está al alcance de cualquier escritor. Motivo, sin duda, para felicitar a este autor.

     Se llamaba Manuel se podría calificar como thriller por cuanto mantiene el suspense en todo momento en cada una de sus tramas y sub tramas. Sin embargo, también presenta rasgos de la novela costumbrista e incluso de la histórica. Costumbrista por la constante aparición de los artistas y las canciones de moda en el Madrid de los años 1952-3 (Antonio Machín, Gloria Lasso, Jorge Sepúlveda, Osvaldo Farrés, Nati Mistral, Conchita Piquer o Amália Rodrigues); los característicos trajes, vestidos, abrigos, gabanes y borsalinos de los madrileños de la época; y los cafés, clubs, cines, plazas, avenidas, calles y poblados de chabolas de la capital madrileña. Por no hablar del Metropiltano, antiguo estadio del Atlético de Madrid.

     Los rasgos de novela histórica también constituyen partes importantes de las tramas de esta historia. La principal: las negociaciones entre los gobiernos estadounidense y español en relación a las bases militares de los primeros en territorio nacional en plena guerra fría, en pleno enfrentamiento entre el comunismo --apoyado incluso desde dentro de nuestras propias fronteras a base de acciones de espionaje y sabotaje a cargo de células infiltradas en el tejido social español que debieron hacer frente a la policía política franquista-- y las nuevas democracias occidentales. Unas negociaciones descritas a la perfección en esta novela, con sus avances y sus tira y afloja entre las partes. A EE. UU. le urgía la conclusión de las mismas, y para España era muy importante su economía y su seguridad nacional.

     La guerra de Corea, la presencia de armas atómicas, el relevo en la presidencia de los EE. UU., la llegada a ella de Eisenhower, el precario estado de salud de Stalin (que falleció en marzo de 1953) y los diferentes caracteres de los negociadores (el general McKormick y Andrew Morton por parte de los EE. UU. y el teniente del Ejército de Tierra Arturo Saavedra y el general Agustín Malo de Molina por parte de España) son factores que nos dan una idea de lo complicadas que fueron estas negociaciones. Negociaciones que, como todos sabemos, concluyeron de forma positiva para los intereses de ambas partes. Sobre todo para España, que fue definitivamente reconocida internacionalmente. Aspecto, este, redondeado muy pocos meses después con la firma del Concordato con la Santa Sede. 

     La novela, además, nos habla de la infinita soledad de sus protagonistas. Para ello, se apoya en la famosa frase del Génesis --no es bueno que el hombre esté solo-- y en diversos fragmentos de una de las obras cumbre del inmortal Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada. Como grandes ejemplos de lo anterior tenemos a los principales protagonistas de la trama: Marga Uriarte, la femenina, y Gonzalo Suárez, el masculino. En ambos casos, resulta sorprendente su absoluta incapacidad para entablar relaciones serias con nadie. El pasado, que siempre está presente, se lo impide. Y es que, a veces, la mochila es demasiado pesada para soportarla. Más si cabe en un país en el que reinaban la hipocresía, el libertinaje, la inmoralidad y las bajas pasiones.

     Escribe Fernández Correas sobre la España real frente a la que se propagaba por prensa, radio y púlpitos de iglesia. Esa España católica, apostólica y romana. Así lo explica en este párrafo: solo faltaban dos meses para la boda. Uno y otra sabían que debían pasar por el trámite para estar juntos; perfectamente evitable a sus ojos, pero no a los de una sociedad que se regía por costumbres ancestrales. Una cosa era lo que ellos quisieran y otra lo que imponían el momento y todo lo que conllevaba: padres, amigos, el sacerdote del barrio... También habla sobre la ilusión. Intacta, imperecedera. Una ilusión a la que agarrarse. Una ilusión que el protagonista principal se niega a arrancar a los inocentes, a las víctimas, a los marginados.         

     Y esa es una de las grandes enseñanzas de la novela: ser positivo en lo negativo, conservar la ilusión, coger al toro por los cuernos en las peores situaciones, luchar por una existencia mejor en una España en la que, según decía la letra del Cara al sol y se repetía desde el gobierno, volvía a amanecer. Pero no para todos. Porque, en contraposición a ese himno, existe otro que nos habla de que sus jugadores luchan como hermanos defendiendo sus colores. Derrochando coraje y corazón. El himno del Atlético de Madrid. Equipo del inspector Gonzalo Suárez. Equipo de Víctor Fernández Correas. Equipo de miles y miles de socios y aficionados. Equipo de servidor.

     El Madrid y su ambiente, sus gentes y sus vestuarios, sus luces y sus sombras cobran vida ante nuestros ojos de la mano de un autor versátil que sigue progresando con cada novela que publica. Desde este modesto blog, servidor no puede hacer más que recomendar la lectura de una novela que entretiene, enseña e ilustra sobre nuestro pasado. Un pasado que vuelve, una y otra vez. Contra el que debemos luchar. Aunque sea derrochando coraje y corazón...           


viernes, 25 de mayo de 2018

Ordesa. Manuel Vilas. Alfaguara. 2018. Reseña





     Muchas de las más grandes novelas de todos los tiempos nacen de los momentos más complicados de la vida de sus autores. Ejemplos de ello podemos encontrar un sinfín a poco que naveguemos por los libros o por internet. Claramente, estamos ante un nuevo caso. Por lo de mal momento y también por lo de gran novela. Porque Ordesa, de Manuel Vilas, nace en un momento crucial de la vida de su autor: su divorcio y la muerte de su madre (que cierra el círculo iniciado unos años atrás con la pérdida de su padre). Vilas (Barbastro, 1962) hace un ejercicio de introspección, individual, familiar y hasta nacional, para transportarnos, sin ningún tipo de orden cronológico, a los años 60, 70 y 80 de esta España nuestra. 

     Servidor, que, he de confesar, suele tomar diversas notas de los libros que va leyendo para poder utilizar algún fragmento a modo de ilustración de las reseñas que escribe, se ha encontrado en este caso concreto con una enorme dificultad: las notas son tantas y tan variadas y los fragmentos están tan magistralmente escritos que he decidido no utilizar ninguno de ellos en estas líneas. ¿Por qué? Pues porque me resulta imposible e incluso injusto destacar unos sobre otros. Y este hecho, precisamente este hecho, es el que a uno le lleva a poder afirmar, sin ningún tipo de exageración, que está ante una gran novela. Ante un gran escritor.

     Vilas demuestra en su última obra una gran valentía, una sorprendente originalidad y una ejemplar capacidad para asumir riesgos. Es valiente porque cuenta a sus lectores aspectos tan íntimos de su vida y de la de sus familiares. Es original porque lo hace, además, sin complejos ni ataduras. Sin pudor. Y asume riesgos por todo lo anterior y porque desnudarse ante los demás, culpas incluidas, sobre todo en estos tiempos que corren, lo hacen a uno (supuestamente) más débil. Y, paradójicamente, esa supuesta debilidad es lo que hace tan fuerte y contundente el texto resultante. Tanto que el lector hace su historia suya, quedando noqueado y enfrascado en sus páginas. Algo que no había visto hasta ahora más que en el caso de Marta Sanz y su obra Clavícula.

     La novela es un sentido homenaje a los padres del autor. Homenaje que se hace visible ya con el título. Porque el valle pirenaico oscense de Ordesa, con los 3.355 metros de altitud del Monte Perdido como gran testigo, declarado Parque Nacional en 1918, era el lugar más apreciado por su padre. Por eso recuerda Vilas unas vacaciones familiares que comenzaron con el pinchazo de una rueda del coche de su progenitor. Y por eso, una vez fallecidos sus padres y consumado su divorcio, trata de recordar aquel momento feliz de su infancia regresando, esta vez con sus hijos, a ese mismo lugar. Sin embargo, la incomprensión y la falta de comunicación, que nos persigue a todos, generación tras generación, no le permiten disfrutar como entonces.

     Los conflictos generacionales, los malentendidos, la culpa --por no ir a los entierros de los familiares, por incinerar a los seres queridos o por no preguntar a tiempo sobre aspectos personales y familiares, por poner solo algunos ejemplos--, el amor entre padres e hijos --no siempre suficientemente demostrado con hechos y/o palabras--, las infidelidades, la pobreza, el alcoholismo y la crisis de unos valores que llevan camino de desaparecer formar parte de las 157 píldoras (de como máximo cinco páginas) de que consta Ordesa. Píldoras que, pese a no mostrar conexiones entre sí en la mayoría de los casos por narrar escenas muy diferentes y de distintas épocas, sí conectan con un lector que se ve sobrepasado por una realidad siempre aplastante pero luminosa.

     La novela es singular en sí misma. No obstante, las singularidades más llamativas, al menos para mí, son el hecho de que aparezcan fotos reales de algunos de los personajes y el de que casi todos ellos reciben por parte del autor un tratamiento musical. Así, Vilas llama a su padre Juan Sebastián (por Bach); a su madre, Wagner; a sus hijos, Brahms y Vivaldi (o simplemente Bra y Valdi); a sus tíos, Rachma o Monteverdi; a su tía, María Callas. Por cierto, el autor se lamenta de que haya tan pocas músicas conocidas en la historia. Y, además, recuerda constantemente a su madre en la cocina, reconociendo la poca ayuda recibida por parte de esta de su marido y de sus hijos. El eterno machismo ibérico, claro, que continua haciendo de las suyas. 

     Escribe el propio Vilas en las primeras páginas de Ordesa que heredó de su madre el caos narrativo. Es decir, ese estilo literario que le lleva a narrar las cosas sin la precisión adecuada. Sin orden pero con desasosiego. No con el ánimo de manipular los hechos desarrollados. Con miedo a equivocarse, más bien. A salir mal parado de la realidad. Y escribe, también, que se considera idéntico a su padre en el sentido de que tanto aquel como él nunca tuvieron ni tendrán fama y dinero; ni su progenitor los alcanzó como vendedor textil ni él como escritor. Y en esto, lo siento, he de llevarle la contraria. Porque Ordesa está vendiendo miles de ejemplares y Vilas es cada día más conocido (y reconocido). Y menos pobre.

     Algo absolutamente merecido. Y me alegro. Porque escribir con valentía y originalidad y ser capaz de asumir el riesgo de contar su verdad --con sus luces y, sobre todo, con sus sombras-- está al alcance de muy pocas personas. Y hacerlo, además, siempre con las palabras y las frases justas en un estilo que muy a menudo se hace poético eleva todavía más la calidad literaria. Y si unimos las verdades de la vida y las de la literatura solo puede resultar una novela que debe pasar a la historia de la literatura española. Al menos, eso es lo que servidor desea (y espera). Porque Ordesa es, junto a Patria, de Fernando Aramburu, la gran novela española de los últimos años. ¡Leedla! ¡Ya!