El periodista y escritor madrileño Pedro Simón sorprendió al mundo literario al alzarse con el Premio Primavera de Novela 2021. Antes había logrado dos galardones por su trabajo periodístico: el Premio Ortega y Gasset de 2015 y el Premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016. Su primera novela, Peligro de derrumbe (La Esfera de los Libros, 2015), publicada seis años atrás, no cosechó el éxito merecido. Por eso resultó sorpresivo que Espasa y Ámbito Cultural le concedieran uno de los grandes premios literarios del año en nuestro país. No en vano, como todos sabemos, estos premios se suelen conceder a autores más conocidos y a novelas más comerciales. Obviamente, el objetivo de las editoriales es vender sus libros. Pues bien, Los ingratos y Pedro Simón lograron abrirse un importante hueco en el sector editorial, siendo uno de los libros más vendidos del año, algo que me parece absolutamente merecido una vez leída la obra en cuestión. Para servidor, estamos ante uno de los descubrimientos literarios de los últimos años en España.
En una época en la que priman el individualismo, el egoísmo, el materialismo y lo banal, aspectos que nada tienen que ver con unos valores clásicos que se pierden cada vez más rápidamente en la memoria de los tiempos es necesario que alguien nos recuerde que otro mundo mejor es posible. Por eso una novela como Los ingratos debe ser aplaudida por todo el mundo. Porque todos los lectores -y el que lo niegue seguramente mentirá- hemos sido ingratos unas cuantas veces en nuestras vidas. Como los protagonistas de la historia que tan bien nos narra Pedro Simón en su segunda obra literaria. Una obra que supone un golpe sobre la mesa -y también, por qué no decirlo, en nuestras caras y en nuestros corazones-, una llamada de atención sobre la necesidad de abandonar nuestro actual aislacionismo individual y tratar de retornar a esos valores ya aludidos con anterioridad. Porque, como reza el dicho, de bien nacido es ser agradecido. Y la familia protagonista de Los ingratos no lo es.
Tal y como leemos en las primeras páginas del libro, a Emérita hace casi un año se le ahogó el marido en un pozo y esta tarde acaba de perder al hijo que llevaban tiempo buscando desde que se casó. Currete muere bajo el peso del cuerpo de su madre mientras ambos hacían la siesta una gélida tarde de pleno invierno en un pueblo de aquella España que comenzaba ya a vaciarse en 1961. La historia sigue en 1975, cuando llegan al pueblo la nueva maestra y su familia, compuesta por su marido, dos hijas, un hijo -David, el gran protagonista de la novela-, un perro llamado Fliqui y dos canarios. Una familia de ocho que recorre una España en la que en los pueblos no había coches ni semáforos, como en la ciudad, pero había pozos sin tapiar, alacranes y casetas de labranza donde no alcanzaba la mirada del balcón urbano. La dicotomía campo-ciudad está muy presente a lo largo de toda la historia. La familia, que representa a esa clase media emprendedora a su manera que iba a mejor, transita pueblos, pero ansía con todas sus fuerzas llegar a Madrid.
David nos cuenta que mamá criaba sola a tres hijos: dos chicas imbéciles y un niño miedica. Y los cría ella sola porque pronto el padre desaparece del pueblo porque debe quedarse en Madrid por cuestiones laborales. Ahora pienso que no te haces mayor de verdad ni sabes lo que es el mundo hasta que no escuchas insultarse a tus padres. Y la reacción de David es hacerse caca encima. Porque si me cagaba mamá me hacía más caso que a nadie. Pero su madre va tan liada que necesita ayuda en la casa y con sus hijos. Y Emérita, una mujer que vive sola desde hace ya catorce años, es perfecta. Perfecta para dejar su casa e irse a vivir con la familia de recién llegados. Y la llegada de Emérita a casa de la maestra les cambiará la vida a todos, especialmente a ella misma y a David, quien reconoce que yo no conocía una forma de querer así, tan suicida y primitiva. Se habría metido sin dudar en una casa en llamas solo para sacarme de allí. Se habría tirado en plancha a la laguna para rescatarme, aun sabiendo que no sabía nadar.
Desde muy pronto ocurre lo inevitable: David aprende de ella todo lo que hay que saber sobre las cicatrices del cuerpo y las heridas del alma -me daba lo que mamá no tenía tiempo para darnos y también lo que a papá ya no le daba la gana de darme-; Emérita recupera con David aquello que creyó perder catorce años atrás -su hijo, su querido Currete-. Pero hay otro detalle muy importante: Emérita es sorda. Solo entiende a los demás si les lee los labios al hablar. Y surge una nueva necesidad entre ellos: comunicarse más y mejor. Y ambos comienzan a aprender a escribir de forma vertiginosa. Hasta el punto de que David no lo aprende de su madre sino de Eme. Y David recuerda aquellos momentos en el cuarto de estar como uno de los mejores de mi infancia. Su madre, por su parte, comprendía que la señora Emérita llegaba a sitios donde ella no alcanzaba y, de alguna manera, había recompuesto el equilibrio en casa. Así, la familia recupera la paz y la armonía perdidas.
Emérita se pregunta cómo pueden los padres vivir tan despegados de sus hijos. Y escribe en su diario una carta imaginaria a la maestra: ¿Cuándo fue la última vez que buscó el ruido de los hijos? Se puede vivir sin el marido. A veces hasta es mejor vivir sin el marido. No se puede vivir sin el hijo... Tiene una madre maestra y me lo pregunta todo a mí... Los niños se van marchando. Y ya no vuelven. Y tú entonces te dices dónde leñes has estado mirando y qué has estado haciendo todo este tiempo. Emérita ejerce de madre de David. Y este tiene claro que, si tuviera que dar un brazo por alguien, sería por ella y no por su verdadera madre. Pero, siguiendo con el desarraigo del deambular familiar por los pueblos de España, llega el final del curso y la familia debe marchar a Leganés, muy cerca ya de la capital. Se acerca por fin al objetivo final, pero David, que ha recuperado al fin a su padre, debe dejar en el pueblo a Emérita. Solo queda la promesa de que la familia irá a verla siempre que pueda.
Los ingratos es una magnífica radiografía familiar. También histórica y social. Veníamos de la España que escuchaba un serial radiofónico. Íbamos hacia esa España que se sentaba a mirar una pantalla. Aquella España donde se viajaba sin cinturones de seguridad en un Simca y la comida no se tiraba porque no hacía tanto que se había pasado hambre. De la España de 1961 pasamos a la de 1975 para llegar, finalmente, a la de 2020, momento en que la historia narrada llega a su fin de una manera emocionante, muy conmovedora, que deja al lector con el libro abierto entre sus manos, sin ánimo para cerrarlo definitivamente. Porque Emérita ha aprendido de los hijos de la maestra que perfectamente podría haber criado. Que tengo más paciencia que otras. Que sé alejar a un niño de los peligros. Que soy sorda, pero no soy un animal. En suma, ha aprendido todo sobre la dignidad y la gratitud. Por eso se pasa años y años enviando cartas a la familia, interesándose por ella, preguntando por David. Recordando la mejor época de su vida con un eterno agradecimiento.
¿Y David? Ya adulto, padre de dos hijas, regresa al pueblo desde Leganés, una vez leído el diario de Emérita. Y piensa: me gustaría llamar a la puerta. Que me abriese ella en persona y decirle quién soy. Que me hiciera pasar. Que se inflara de alegría como un pavo real y cocinara mi plato favorito. Que charláramos durante la sobremesa y a mí no me diese vergüenza decirle cuánto la quise, así, la quise a usted muchísimo, y la quiero, decirlo con dos cojones, escribírselo en una hoja si hiciera falta. En definitiva, David ha aprendido lo que todos deberíamos saber o aprender: que debemos ser agradecidos, saber decir a quienes queremos que los queremos, dejar de lado nuestro exceso de orgullo, nuestro individualismo, nuestro infantiloide egocentrismo. Y compartir todo, absolutamente todo, con quienes se lo merezcan. Y, todo ello, saber hacerlo en el momento adecuado y oportuno, siempre antes de que sea demasiado tarde.