El pasado martes trece de diciembre, dejando de lado cualquier mínimo atisbo de superstición, Agustina Pérez presentó Contar lo mínimo, su primera obra literaria, en un abarrotado y entusiasta salón de actos de la biblioteca pública de Gandía. Familiares, amigos, conocidos y demás entusiastas de los libros acudieron al acto para acompañar a la catedrática de lengua castellana y literatura en lo que acabó siendo un acto muy emotivo. Casi como un homenaje en vida -como debería ser siempre- a alguien que se ha dedicado en cuerpo y alma a la docencia y a la difusión de toda clase de obras literarias a través de clubs de lectura, presentaciones de libros, charlas, jornadas, etc. Alguien que, por una vez -y espero que sirva de precedente-, acudió a la biblioteca central gandiense para hablar de su libro. Un OLNI -Objeto Literario No Identificado-, como lo definió ella misma, dividido en tres partes compuestas por relatos, microrrelatos y aforismos (o vilanos, como diría Vicente Aleixandre). Una obra que defiende la lectura como acicate de la vida.
En las páginas de Contar lo mínimo encontramos multitud de resonancias literarias, guiños y referencias a obras y autores de todo tipo -García Márquez, Borges, Víctor Mora, Unamuno, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Hierro, John Berger, Antonio Gramsci y un largo etcétera-, lo que hace de la obra un compendio, una especie de pequeña enciclopedia temática de la cual podrá echar mano el lector en cualquier otro momento de su vida. Todo ello con la máxima de que la literatura debe ser incisiva pero educada para decir verdades, aunque escuezan. Porque, como decía Borges, uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído. La curiosidad, pues, se antoja como el inicio del camino literario. Una curiosidad que a Agustina le viene de su abuela -a la que rinde homenaje desde la propia portada del libro-, empedernida lectora de cuentos troquelados, calendarios taco -con sus citas y frases célebres-, revistas y libros de todo tipo, y de su padre, un fanático de la radio que la enseñó a leer antes de que lo hicieran en el colegio.
La radio -que fomenta el calor familiar, la cercanía y los sueños frente a la televisión, que nos aísla, disgrega y aleja a unos de otros- y el campo -que representa la apertura frente a la ciudad, que supone la cerrazón- son los dos componentes principales de la evocación que Agustina hace de la infancia perdida, de la nostalgia de aquellos años en la casa del pueblo de sus abuelos, de las navidades y de los veranos, de los objetos cotidianos de antaño, de la resistencia a dar el paso desde la niñez hasta la adultez, de la lucha entre la realidad y los recuerdos, de la llegada semanal del autobús correo que llevaba al pueblo las nuevas entregas de El Capitán Trueno -el héroe de su infancia, el defensor del débil frente al malvado, el martillo de los tiranos, el libertador de los oprimidos, el que la divertía a la vez que le enseñaba valores-, de las historias que le relataban su padre y su abuelo, de una calle que el tiempo hizo más ancha y recta pero menos viva y afable, del progreso como destructor de recuerdos de la niñez, de la esencia de la vida: la memoria personal y colectiva.
Recuerda Agustina sus visitas a casa de su tía abuela, una viuda solitaria y seria que le brindaba el silencio de su hogar para poder leer. A través de ella conoció las aventuras de Don Camilo -un cura atípico, muy diferente de los nacional católicos-, de Giovanni Guareschi. También algunos talismanes que le permitieron recomponer un alma rota a causa de sus salidas del pueblo al colegio primero y a la universidad después. Precisamente en la universidad de Salamanca se acercó definitivamente a la lengua de Fray Luis y de Unamuno. Recuerdos de felicidad en torno a la lectura y la escritura, que debe buscar ordenar el mundo -el de dentro y, si es posible, también el de fuera-. Magnífico resulta el pasaje en el que la autora evoca a Antonio Gramsci, al sub comandante Marcos y a Andrea Dworkin. Pasaje en el que el optimismo de la voluntad se impone a cualquier dificultad. Porque toda dificultad nos fortalece a la fuerza, por lo que urge resistir, no dejarse doblegar y nunca perder la esperanza. Algo que enlaza con la figura de Francisco Fernández Buey, hombre de apariencia menuda y frágil que escondía un alma de hierro. Sin duda, alguien al que Agustina tomó como ejemplo.
En la parte final de sus prosas, tituladas Donde habite el recuerdo -claro guiño contrapuesto a las famosas poesías de Bécquer y Cernuda-, la autora hace referencia a Pessoa -el misterio de la existencia, la búsqueda de la belleza, la vida como insomnio-, García Calvo -y su alimento para desterrados que supone su Comuna Antinacionalista Zamorana-, García Montero -la literatura es un ajuste de cuentas, un modo de situarse ante la costumbre de las ilusiones fracasadas-, el cantautor Georges Moustaki -su música como guía a los recuerdos, su filosofía vitalista y rompedora-, Sabato -honradez, esperanza y resistencia ante un periodismo cautivo y manipulador- y José Hierro -su poesía y la profunda huella que dejó en Gandía su visita al instituto en el que Agustina trabajó durante décadas-. Y con todo ello finaliza la primera de las partes de Contar lo mínimo. Sin duda, la más autobiográfica de las tres. Tanto en el plano vital como en el filosófico, político y literario. Una manera de dejar de lado los complejos que hasta 2022 le impidieron escribir y publicar un libro puramente literario.
La segunda parte del libro, titulada Siluetas, está compuesta por microrrelatos de diversas temáticas. Algunos de ellos, sorprendentes, con finales radicales e inesperados: unas manos cortadas, un tiro en la cabeza, personajes que son carne de psiquiatras, etc. En otros se rinden homenajes: a Gloria Fuertes, a una madre angustiada por haber perdido su trabajo, al escarabajo de Kafka, a una anciana cuya única compañía es la de los telefonistas que le prometen mejores tarifas, a los que fracasan, son vencidos y empiezan de nuevo o a una viuda solitaria a la que su hijo solo llama cuando necesita que le firme un cheque. Algunos son críticas mordaces a nuestro mundo: al culto al cuerpo, a la falsa juventud comprada, a vivir en una realidad paralela, a los pesimistas que prefieren quedarse quietos en un túnel sin llegar a saber jamás si habrían logrado llegar a la luz, a los que huyen pero nunca saben exactamente de qué, al remordimiento, que es inútil y agotador. Por último, otros hablan de la muerte: morir de ambición, de ingenuidad, de perfeccionismo, de obstinación, de incauto. Y, por encima de todo, una afirmación: que los libros muerdan. Aunque duela.
Las últimas páginas de Contar lo mínimo reúnen un centenar de aforismos. Bajo el título de Vilanos -otro guiño, en este caso a Vicente Aleixandre y su Historia del corazón-, se nos desgranan pensamientos, reflexiones y sentencias de todo tipo. Así, encontramos tristeza, alegría, soledad, compañía, esperas, amnesia, recuerdos, dolor, enmiendas, resistencias a las injusticias, desesperanza, la afirmación de que estamos de paso, la importancia del presente para el futuro, que la rebeldía es vivir la vida cuesta arriba, etc. Por momentos estos aforismos nos recuerdan al gran Baltasar Gracián y su inmortal El arte de la prudencia. Y, por cierto, hablando de la prudencia: celebro que Agustina haya abandonado la parte que le impedía escribir y publicar una obra. Una como mínimo. Porque, ahora que ya se ha atrevido a hacerlo, apuesto a que no será la última. Decía Borges que no podía imaginar un mundo sin libros. Qué tristeza de vida, ¿verdad? Pues bien, para quienes la conocemos, habría sido triste no tener en nuestras bibliotecas un libro de una Agustina de la que siempre se aprende.
Contar lo mínimo incluye un magnífico prólogo de la escritora Marta Sanz. Unas páginas en las que la autora madrileña destaca la facilidad con la que Agustina Pérez es capaz de transmitir hechos, sensaciones y pensamientos. Indudablemente, como reconoce la propia Sanz, Agustina practica el oficio de escribir. Esa mujer de apariencia menuda y frágil también esconde, como su admirado Fernández Buey, un alma de hierro. Un alma de hierro repleta de palabras educadas, incisivas, lúcidas y pertinentes que, por fin, pueden ser leídas por quienes tengan a bien hacerse con un libro que servidor no puede dejar de recomendar a todo el mundo. Porque, además de en su blog Nos queda la palabra, ahora también se le puede leer en Contar lo mínimo. Un libro que desde ya mismo ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de no pocos lectores.