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lunes, 5 de octubre de 2015

Varsovia. Tras las huellas de Irena Sendler y los héroes del gueto

    



     No suelo escribir sobre mis viajes por España y el resto de Europa o del mundo. Considero que éstos forman parte de la intimidad de las personas y que deben quedar en un segundo plano a la hora de relacionarse con el resto de la gente. Sin embargo, esta vez todo ha sido diferente. La pasada semana pasé tres días en Varsovia. El objeto de mi viaje fue doble: por un lado, documentarme para dar mayor verosimilitud si cabe a una historia ya de por sí real - la segunda parte de El Círculo de las Bondades, novela en preparación en la que pretendo terminar mi particular homenaje a la figura de Irena Sendler -; por otro, visitar los lugares por donde transitó en vida y presentarle mis respetos en el lugar de su descanso eterno.

     A priori puede parecer que tres días son demasiado poco tiempo para alcanzar ambos propósitos. No obstante, cuando uno prepara con la máxima minuciosidad un viaje relámpago como el que nos ocupa, sí es posible ver todo aquello que ha decidido visitar. Eso sí, la tarea requiere una programación pormenorizada: averiguar los horarios de los museos, imprimir planos de situación de los lugares a visitar, buscar un hotel más o menos equidistante a ellos, contratar a un guía que te explique todas las cuestiones que necesitas aclarar, etc.

     Irena Sendler estuvo presa en la prisión de Pawiak. Lo cual hacía necesaria una visita a lo que queda de una cárcel en la que murieron, entre 1939 y 1944, casi cien mil personas - contando a las que fueron llevadas desde allí a Treblinka y al cercano bosque de Palmiry -. En el museo actualmente existente en la antigua prisión se pueden ver pertenencias personales de los presos, documentación, fotografías, dibujos y demás objetos, los cuales sirven para hacerse una idea de cómo era la vida allí. Una maqueta del lugar me ayudará a describirla con la máxima minuciosidad. Lo mismo ocurre con las celdas del único bloque que quedó en pie en 1944.

     Después de sobrecogerme en Pawiak llegó uno de los momentos emotivos del viaje: la visita al edificio en que vivió Irena durante la II G. M.. Se encuentra cerca del hotel, en el barrio de Wola, más concretamente en la calle Ludwiki 6. Una placa informativa avisa a los paseantes de que en el primer piso vivió la salvadora de dos mil quinientos niños judíos del gueto de Varsovia. Al lado del texto, una imagen de la homenajeada. A continuación, me dirigí a la iglesia de San Adalberto, cercana al antiguo domicilio de nuestra protagonista. Se trata de su lugar de culto habitual. Ferviente católica, Irena acudía a menudo a este recinto, que fue respetado por los alemanes cuando decidieron incendiar y destruir la capital polaca entre 1944 y 1945. Pisar los mismos desgastados ladrillos que en su día pisó ella me causó una sensación de alegría y responsabilidad difícil de explicar aquí. El día finalizó en Plocka 26, lugar donde falleció Irena en 2008, a la edad de 98 años. 

     El segundo día de mi estancia en Varsovia lo dediqué a recorrer las calles de lo que en su día fue el gueto judío. Algunos - muy pocos - de sus pavimentos y edificios permanecen todavía visibles y en pie. De la mano de una formidable guía - sin duda, la mejor que uno pudiera imaginar -, de nombre Anna, licenciada en filología hispánica y gran conocedora del tema en cuestión, visité la sinagoga Nozyk - la única de las tres existentes en aquella época que todavía se puede encontrar en funcionamiento -, el instituto de historia judía Emanuel Ringelblum - junto a la ya inexistente Gran Sinagoga de la calle Tlomackie, demolida en mayo de 1943 -, los monumentos referentes a los héroes del gueto - en Mila 18, cuartel general de la ZOB, y en la calle Zamenhofa, donde comenzó el alzamiento judío en abril de 1943 - y recorrí las céntricas plazas del Mercado y del Castillo. 

     Además, anduve por buena parte del cementerio judío de la calle Okopowa. Allí pude contemplar el monumento dedicado al genial pedagogo Janusz Korczak, que murió en Treblinka junto a los dos cientos niños de su orfanato en el desarrollo de las Aktions Reinhard. Y vi las tumbas de algunos de los rebeldes del gueto, como Marek Edelman o Michal Klepfisz, y del presidente del Judenrat, el ingeniero Adam Cherniakov, que puso fin a su vida el segundo día de las deportaciones. La visita a la Umschlagplatz o plaza de embarque, desde la que partían los trenes de la muerte destino a Treblinka, me encogió el corazón. 




     El tercer y último día en la capital polaca comenzó con otro momento muy emocionante para mí: la visita al cementerio católico Powazkowski, donde deposité unas flores y un cirio en la tumba de Irena, en la sección Q54 de beneméritos de la patria. Pasé unos minutos ante ella, en silencio, dándole las gracias por sus heroicas acciones y pidiéndole que me ayude e inspire en la tarea de contribuir a mantener viva su memoria y la de ese círculo de personas bondadosas que le asistieron en la salvación de los niños. 

     El resto del día lo ocupé en el Museo Polin, dedicado a los mil años de historia de los judíos polacos, situado entre la calle de Mordejai Anilevich, líder de la resistencia judía, y el paseo dedicado a Irena Sendler, y en el Museo del Alzamiento. El Polin es de obligada visita para quienes estén interesados en el tema que nos ocupa, pero también para cualquier turista, pues museos de tanta categoría hay muy pocos en el mundo. El despliegue de medios de todo tipo llega a dejar a los asistentes con la boca abierta. Algo parecido ocurre en el Museo del Alzamiento, ubicado en la calle Grzybowska 79. Entre otras cosas, en él puede uno recorrer una réplica de los canales por los que huían los rebeldes polacos, sobrevolar en 3D la destruida Varsovia de 1944 y observar armamentos y demás objetos pertenecientes a los insurrectos y a los nazis.

     En definitiva, tres días para recordar. Y todo ello pese a la fealdad de una ciudad reconstruida casi desde sus cenizas y la frialdad de unos ciudadanos a los que todavía les cuesta superar las sucesivas tragedias vividas en los últimos ciento cincuenta años de su historia. Años de continuas particiones, escisiones, ocupaciones, devastaciones y reconstrucciones. Un país que uno, pese a todo, aprende a amar. Y una historia que todo el mundo debería conocer y nunca olvidar.