LIBROS

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viernes, 30 de mayo de 2025

El gato que amaba los libros. Sosuke Natsukawa. Grijalbo. 2022. Reseña

 




    Cada cierto tiempo llega desde Japón alguna novela que tiene que ver con librerías, bibliotecas o cualquier otro lugar o personaje -incluido algún que otro animal- que nos acerca la pasión por los libros. Yo mismo, sin ir más lejos, he podido leer en los últimos meses Mis días en la librería Morisaki, de Satoshi Yagisawa, Hozuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki, ambas reseñadas en este mismo blog, y la presente El gato que amaba los libros, de Sosuke Natsukawa. No cabe duda de que en pocos lugares se ama y se valora el poder de los libros tanto como en Japón. Buena prueba de ello son las obras citadas. En el caso que nos ocupa se añade, además, la presencia de un gato atigrado, Tora, que además de engreído, insolente, directo, implacable y seco, resulta adorable. ¿Por qué resulta adorable pese a todos los demás calificativos? Pues porque ama los libros. Tanto que busca a Rintaro Natsuki, un joven que vive encerrado en la librería de su recientemente difunto abuelo, para que lo ayude a rescatar libros.

    Rintaro es lo que en japonés se define como un un hikikomori, un joven sin vida social, poco hablador, que vive aislado y encerrado en su mundo -el que sea- y resulta especialmente parco en palabras. Vivía con su abuelo, quien regentaba la Librería Natsuki, una librería de segunda mano en el que se pueden encontrar todos los clásicos ya olvidados y casi ya no leídos por casi nadie. Un lugar que, sin embargo, todavía es un refugio para gente lectora de todas las edades y géneros. Por ejemplo, para Ryota Akiba, un estudiante un año mayor que Rintaro que devora libros, y Sayo Yuzuki, la delegada de la clase del protagonista, que acude cada día a la librería del joven para pedirle, casi por favor, que vuelva al instituto. Porque Rintaro, de tan aislado como vive, ha dejado las clases y no sale de la librería para nada. Sobre todo desde la muerte de su abuelo, a quien echa en falta en multitud de ocasiones cada día, que lo ha sumido en un sentimiento descorazonador. 

    Rintaro, que solo cuenta con una tía lejana como única familia, está a la espera de mudarse con ella a otra ciudad. Mientras espera a que llegue el día, sigue con las mismas rutinas que durante los últimos años vio seguir a su abuelo: abrir la puerta de la librería para que se airee, limpiar el polvo de cada estantería, regar las plantas y tomar su té matutino. Atiende a la escasa clientela de la tienda y pasa casi todo su tiempo leyendo libro tras libro. Hasta que lo sorprende la llegada de un gato muy especial. Un gato que habla y que solo es visto por personas con unas características muy definidas. Buenas personas, de corazón noble, gran empatía y ganas de compartir, acompañar y preocuparse por los demás. Como, a pesar de los pesares, es también Rintaro. El gato, después de presentarse, convence al joven de que lo acompañe a rescatar libros. Libros que corren peligro de desaparecer ante las distintas actitudes de sus propietarios. Propietarios que dicen amar los libros, pero que cometen diferentes pecados capitales con ellos.

    Así, mientras Rintaro va empaquetando sus cosas, recomendando y vendiendo libros de la librería de su abuelo y empezando a despedirse de un lugar para él tan importante, acompaña a Tora en la resolución de cuatro laberintos. Cuatro laberintos a los que se accede desde la parte trasera de la librería. A través de una luz blanca pálida, llega a cuatro lugares bien diferentes -una enorme mansión, una oficina inmensa, un despacho en lo alto de un rascacielos y hasta una recreación casi exacta de la propia Librería Natsuki- en los que se encuentra a personajes que, pese a que afirman amar los libros, están equivocados respecto a las distintas maneras de demostrar ese amor. El primero lee y lee sin jamás pararse a pensar en lo que en realidad lee y, lo que para Rintaro es peor, sin releer nunca un libro. Otro vive por y para resumirlos, centrándose únicamente en los hechos descritos, desdeñando los detalles, las descripciones, la poesía. Otro, editor, únicamente piensa en extraer de ellos ganancias económicas, convirtiendo a los libros en meros objetos de consumo.

    Los tres personajes descritos coinciden en tres aspectos: los tres son hombres de cierta edad, en los tres observamos la presencia del blanco -traje blanco, bata blanca, pelo blanco- y los tres se equivocan respecto a algo importante que todo el mundo debería valorar acerca de los libros. A los tres debe convencerlos Rintaro para que sus libros -sus posesiones- dejen de ser expuestos en enormes estanterías-museo sin más, de ser recortados y reducidos solo a migajas y de convertirse en objetos de los que sacar rédito económico. Sin embargo, es el cuarto laberinto el que de verdad colocará al joven protagonista en una auténtica encrucijada, puesto que una mujer vieja y siniestra atacará directamente al corazón de Rintaro, allá donde se encuentra lo que más le duele, a aquello que lo hace especialmente vulnerable. Algo que lo obligará a vencer sus temores y ponerse en peligro -incluso físico- para poder volver de ese laberinto y tomar su propio camino en la vida.         

    Como suele suceder en este tipo de obras que ensalzan el valor y el poder de los libros el texto está salpicado de obras y autores de diversas épocas, temáticas y géneros, por lo que nos permite conocer algunos títulos o autores que hasta ahora desconocíamos, haciendo bueno aquello de que una de las funciones de la literatura, además de entretener, es enseñar. Además, a lo largo de la novela encontramos frases -bien en boca de algún personaje, bien en la voz del propio narrador omnisciente- de las que se suelen extraer citas como las que hoy en día adornan los muros de nuestras redes sociales. Frases, citas, que nos demuestran cosas tan importantes como que, aunque a menudo no nos lo parezca, no estamos solos; que debemos esforzarnos y tener consideración por los demás; que hemos de ser más empáticos; que debemos confiar más en nosotros mismos; o que hemos de reunir la fortaleza necesaria para emprender nuestros propios caminos en la vida.

    El gato que amaba los libros, que tiene ya continuación con El gato que cuidaba las bibliotecas (Grijalbo, 2025), es un inolvidable homenaje a la literatura y a los libros de parte de un escritor y médico japonés al que habrá que seguir de cerca de ahora en adelante. Un autor que, ya convertido en best seller y galardonado con el Premio de los Libreros de Japón y el Premio Shogakukan de Ficción, ha sido descubierto por editores de más de treinta países gracias a un libro que rezuma sabiduría, magia y pasión por la lectura. Un libro fácil de leer en el que nos encontramos a un tímido y retraído hikikomori y a un gato atigrado parlanchín que comparten la sabiduría, el ingenio y el carácter entrañable que solo puede otorgar el placer por la lectura. En este caso, acompañado, además, de un buen té japonés. ¿Quién puede pretender algo más para alcanzar la felicidad?           

     

lunes, 12 de mayo de 2025

El olvido que seremos. Héctor Abad Faciolince. Alfaguara. 2017. Reseña

 




    Veinte años después de que su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista en pro de los derechos humanos colombiano, fuera asesinado por unos sicarios en Medellín, Héctor Abad Faciolince pudo escribir, tras varios intentos fallidos, El olvido que seremos, una especie de biografía novelada con el propósito de reflejar el poder de la familia, por un lado, y el infierno de la violencia que durante cinco décadas golpeó a Colombia. Como él mismo nos explica: como niño yo quería que mi padre no se muriera nunca. Como escritor quise hacer algo igual de imposible: que mi padre resucitara. Si hay personajes ficticios -hechos de palabras- que siempre estarán vivos, ¿no es posible que una persona real siga viva si la convertimos en palabras? Eso quise hacer con mi padre muerto: convertirlo en alguien tan vivo y tan real como un personaje ficticio. Además, de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que esta dure más que su mentira

    A fe que lo consiguió. Haciendo bueno lo que escribió un poeta colombiano -lo que se escribe con sangre no se puede borrar- y contradiciendo lo que dijo Millán Astray -¡Viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia!-, Faciolince venció con rotundidad el intento de los asesinos de anularles el cerebro a quienes no pensaban como ellos y aseguró el triunfo del amor a la vida, a la alegría y a la belleza. La belleza. Algo a lo que, pocos años después, cantó el gran Luis Eduardo Aute en una canción que también perdurará a lo largo de los años. Porque si algo amó el médico y activista asesinado fue eso: la belleza. La belleza de un mundo feliz, alegre, justo, sin desigualdades y con valores. Unos valores que defendió, plantando cara al poder establecido, a sus secuaces, a sus sicarios, a sus asesinos, hasta el último segundo de su vida. Una vida, unos hechos y unas enseñanzas cuya memoria consigue perpetuar su hijo en un libro no solo rebelde y conmovedor sino valiente y absolutamente necesario.

    El doctor Abad fue ante todo un humanista. Ponía a los hombres en el centro de todo cuanto hacía. En cuestiones médicas, no se centraba en la cura sino en la prevención. Practicó la medicina social, que consiste en poner el énfasis en la higiene, la salud pública, el agua potable, las vacunas, etc. Llevó a sus últimos extremos aquello de que más vale prevenir que curar, lo que le granjeó enemigos entre muchos médicos que veían en él un peligro que podía vaciar sus consultas. Ecuánime y respetuoso, fundó el periódico U-235, la organización Future for the children -junto al doctor estadounidense Saunders- y jamás negó dinero a quien se lo pidiera por verdadera necesidad. Su entrega al activismo social y a la defensa de los derechos humanos fue en realidad una mezcla de rebeldía y pasión, por un lado, y de desesperación e ingenuidad, por otro. Y en las aulas, como profesor de medicina de la universidad de Medellín, siempre lanzó más preguntas que respuestas, buscando la implicación activa de sus alumnos, quienes lo adoraban. 

    Abad fue un humanista, he escrito en el párrafo anterior. ¿Por qué lo afirmo? Pues no solo por lo descrito más arriba. También porque, en esa ya referida búsqueda constante de la belleza, era un auténtico melómano, especialmente de la música clásica; un gran admirador y seguidor de cualquier muestra de arte -leía con fervor, junto a su hijo, La Historia del arte de Ernst H. Gombrich-; y un extraordinario lector, rico y variado. Así, a lo largo de las páginas de El olvido que seremos, desfilan El llanero Solitario, El Gaucho Martín Fierro, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El manantial, de Ayn Rand, Guerra y paz, de León Tolstoi, James Joyce, Ágatha Christie, Pearl S. Buck, Bertolt Brecht y, por supuesto, los Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Precisamente de Borges es el soneto Epitafio, cuya copia escrita a mano llevaba en el bolsillo, junto a una lista de amenazados, cuando lo mataron, el 25 de agosto de 1987.   

    No conviene, sin embargo, caer en el sentimentalismo. El doctor Héctor Abad Gómez que nos presenta su propio hijo en las páginas de El olvido que seremos queda lejos de ser un hombre perfecto. Más allá de su valentía y de su buen hacer en multitud de temas, Faciolince reconoce que su padre quizá mimó en demasía a sus hijos, especialmente a él, su único hijo varón; que a menudo no hacía valer en su propio hogar sus ansias de igualdad y justicia, pues era un hombre bastante machista, al menos en el ámbito familiar; que, tras la trágica muerte por melanoma de su hija Marta, pareció preocuparle mucho menos su propio bienestar y el familiar y se entregó, quizá demasiado ignorantemente e incluso en plan kamikaze, a la lucha social; y que se mostró, en sus últimos tiempos, muy reacio a prestar atención a los consejos de quienes le rodeaban y demandaban rebajar el tono de sus mensajes públicos, algo que le podía costar -y, de hecho, le costó- la vida.

    El olvido que seremos es también, como ha quedado dicho, una biografía familiar. La de una familia cuyos padres están perdidamente enamorados, son uña y carne y, aunque piensan diferente en varios temas, algunos de ellos más esenciales que otros, siempre se respetan y apoyan. Una familia que vive entre dos extremos: el fervientemente religioso de la madre y el ateísta humanista del padre y el de una familia rica, la de la madre, y otra más modesta, la del padre. Una familia que no es ni rica ni pobre, sino acomodada. Una familia de hasta diez mujeres y solo dos hombres -padre e hijo- muy feliz hasta la enfermedad y muerte de Marta. Una tragedia de la que nadie se recuperó nunca. A partir de la cual ya ningún componente de la misma fue el mismo. Una familia cuya felicidad ya menguada acabó por saltar por los aires, aunque siempre permaneció y permanece unida, al ser asesinado su cabeza, el doctor Abad. Una familia que jamás buscó venganza ante la barbarie. Que se vengó escribiendo un libro, a través de la palabra de Héctor Abad Faciolince. 

    Una familia que vivió una época feliz, en color, y otra más triste y dramática, en blanco y negro. De hecho, así lo reflejó en 2020 el director Fernando Trueba en la película de mismo título -ganadora del Premio Goya a la mejor película iberoamericana en 2021-. Una película que cuenta a todo color la vida familiar hasta la muerte de Marta y en blanco y negro la etapa posterior, incluido el asesinato del doctor. Una película que, bajo un guion fantástico de David Trueba, muy fiel a la novela de Faciolince, nos narra la historia de ese amor, quizá algo idealizado, entre un padre luchador hasta la muerte y un hijo que reconoce carecer de su misma valentía. Que tarda veinte años en reunir el valor de superar la rabia y el dolor y de narrar en un libro la historia de una inolvidable y desgarradora tragedia familiar acaecida en la Colombia de los años ochenta. Una historia de violencia y asesinatos que conviene conocer para impedir que se vuelva a repetir. Por eso mismo, El olvido que seremos merece perpetuarse en nuestra memoria. 

                 

jueves, 1 de mayo de 2025

La edad de hierro. J. M. Coetzee. Mondadori. 2002. Reseña

 




    Escrita y publicada originariamente en 1990, La edad de hierro llegó a nuestro país en 2002 de la mano de Mondadori. Un año después, la obra fue galardonada con el Premi Llibreter de narrativa, otorgado por las librerías de Cataluña. Ese mismo año el escritor J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) recibió también el Premio Nobel de Literatura por la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana. Antes ya habían llegado a las librerías otras grandes novelas. Como Desgracia (1999), también reseñada en este mismo blog. Licenciado en Matemáticas, se trasladó a Londres, donde trabajó como programador informático. Esta etapa la reflejó en su novela Juventud (2002). También trabajó en varias universidades estadounidenses antes de regresar a Sudáfrica en los ochenta. Allí ejerció la docencia durante casi veinte años. Desde 2002 reside en Adelaida (Australia) y desde 2006 tiene la nacionalidad australiana. 

    La señora Curren es una mujer mayor que ya solo espera la muerte. Divorciada hace muchísimos años y enferma terminal de un cáncer de huesos que pronto acabará con ella, en sus numerosos ratos libres escribe una larga carta -toda la novela, que abarca los años 1986-9- a su única hija, que vive a veinte mil kilómetros. Una hija que llegó haca ya años a EE. UU., donde reside junto a su esposo e hijos, huyendo de una Sudáfrica en la que el apartheid -sistema de segregación racial que imperó entre 1948 y 1991- causaba estragos en una sociedad opresiva, inquietante e impredecible que vivía al borde de una guerra civil. La misma Sudáfrica que mantenía encarcelado a Nelson Mandela. La que mataba indiscriminadamente a la población de color sin causas justificadas. La que nos contaron y cantaron de forma tan magistral los añorados Johnny Clegg & Savuka en sus discos Shadow man (1988) y Cruel, crazy and beautiful world (1990), en canciones tan fantásticas como Asimbonanga, Dela, African shadow man y la propia Cruel, crazy and beautiful world.

    Una Sudáfrica en la que, como escribe en su carta la señora Curren, los afrikaans, ministers y onderministers hacían anuncios oficiales a la nación. Unos anuncios de ritmos lentos y truculentos, con finales mortecinos. Una Sudáfrica de vergüenza en la que abrir un periódico, encender la televisión, es como arrodillarse y que te orinen encima. Arrodillarse debajo de ellos: debajo de sus barrigas rollizas y sus vejigas atiborradas. Vuestros días están contados, solía decirles en susurros, en una época, a esos mismos que ahora me van a sobrevivir. Una Sudáfrica en la que el blanco echa la culpa de todo a los negros. Y en la que los negros se la echan a los blancos. Una Sudáfrica en la que imperan el odio, la barbarie y la sed de venganza. En la que los chicos de color han abandonado una escuela a la que solo regresan para prenderle fuego. Porque la escuela ya no sirve para nada y solo representa el símbolo de la opresión del hombre negro a manos del blanco.

    Una Sudáfrica en la que los niños se convierten en guerreros de una guerra sin cuartel, sin límites. Una guerra de la que mantenerse alejado. Algo que, a la postre, resulta imposible. Como constatan estas frases de la señora Curren: Y el día que crezcan, ¿crees que dejarán de ser crueles? ¿En qué clase de padres se convertirán? Pegan a un hombre y le dan patadas porque bebe. Incendian a la gente y se ríen mientras muere quemada. ¿Cómo van a tratar a sus hijos? ¿Qué amor van a ser capaces de dar? El corazón se les está volviendo de piedra ante nuestros ojos, ¿y qué dices tú? Dices: Este no es mi hijo, es el hijo del hombre blanco, es el monstruo que ha creado el hombre blanco. ¿Eso es lo único que sabes decir? ¿Vas a echarle la culpa a los blancos y volver la espalda? La destinataria de estas preguntas y afirmaciones es Florence, la mujer que la asiste en su casa. El de las patadas y golpes, el señor Vercueil, un vagabundo alcohólico que vive en su jardín.

    Florence tiene tres hijos. El mayor, Bheki, es apenas un adolescente de quince años que quema escuelas y ya empuña armas. Las pequeñas, Hope y Beauty, son unas niñas que tienen toda la vida por delante. Bheki se junta con otros jóvenes, como John, que buscan liberar del hombre blanco a los negros. Y si no, matar a todos los que puedan. Niños y adolescentes que se embarcan en una espiral de odio, armas, sangre y muerte de la que, una vez dentro, no pueden salir. El señor Thabane, un antiguo profesor que ahora se gana la vida como zapatero, trata de reunirlos para que no hagan la guerra por su cuenta. Algo que cada vez es más difícil. Sudáfrica es un caos. Un caos con muchas Florence. Unas Florence que afirman que son unos buenos chicos, son como el hierro, estamos orgullosos de ellos. Afirmación tras lo cual la señora Curren reflexiona: Florence también es un poco de hierro. Es la edad de hierro. Una matrona espartana, con el corazón de hierro, criando hijos guerreros para el país. Estamos orgullosos de ellos. Estamos. Vuelve a casa con tu escudo o vuelve encima de tu escudo.

    El señor Vercueil es un discapacitado que perdió tres de sus dedos de una mano en un accidente ocurrido en un barco en el que trabajaba como marinero. Gasta casi toda su exigua paga en alcohol y malvive en bancos, jardines y parkings. Un día se instala en el jardín de la señora Curren. Recibe una paliza a manos de Bheki y John y la señora Curren sale en su defensa. Su relación se va estrechando de forma progresiva. Una relación extraña entre dos seres que nada tienen en común: entre una profesora de latín jubilada y un hombre de la calle. El señor Vercueil puede seguir viviendo en el jardín. Incluso puede entrar en la casa si llueve o hace mal tiempo. A cambio, su anfitriona solo le pide un favor: cuando ella muera, él se encargará de ir a la oficina postal y enviar a EE. UU. la carta que ella va escribiendo día a día. Una carta en la que cuenta toda la verdad. Una verdad que su hija desconoce por completo. Una hija que vive ajena al dolor que sufre una madre que está muriendo en silencio en medio del horror que destruye su país día a día.

    La vida diaria de la señora Curren se debate, durante los tres años que narra su carta, entre los enfrentamientos dialécticos con el señor Thabane por un lado y, por otro, con Florence y los niños sin miedo, como denomina a esos adolescentes guerreros; la intimidad, la confianza y la lealtad crecientes entre ella y el señor Vercueil, quienes se van descubriendo y abriendo poco a poco; la constante búsqueda de nuevas pastillas que  alivien al menos su dolor; las confesiones que realiza a su hija desde la distancia a través de su extenso escrito, que se convierte a la vez en un diario personal y materno-filial, una crónica de un tiempo y una despedida de su hija; los sueños recurrentes en los pocos espacios en los que el dolor la deja dormir y descansar; y el enfrentamiento a una policía que registra su casa y le incauta libros y documentos, buscando una conexión entre ella y los jóvenes rebeldes. Unos jóvenes rebeldes que, paradójicamente, tenían como uno de sus referentes a un cantante mexicano-estadounidense desconocido en sus lugares de origen (México) y residencia (Detroit). 

    Un tal Sixto Rodríguez, autor de dos discos maravillosos -Cold fact (1970) y Coming from reality (1971)-, que hoy en día ya es conocido gracias al magnífico documental Searching for sugar manYa ven: como tantas veces, la música y la literatura -en este caso, Johnny Clegg, Savuka, Sixto Rodríguez y el propio Coetzee- pueden darse la mano para explicar la realidad de nuestro mundo. Un mundo que a menudo se puede tornar en un infierno pero que, sin embargo, merece ser vivido y disfrutado hasta sus últimas consecuencias. Tal y como hace la señora Curren, una valiente luchadora que vive llamando a las cosas por su nombre y que prefiere morir en su casa, en pleno uso de su libertad, contradiciendo las recomendaciones de su doctor, antes que hacerlo en una desangelada cama de hospital. Todo un ejemplo de vida. Y también de muerte. Como Desgracia, La edad de hierro es otra gran novela de Coetzee.