Desde hace ya muchos años los libros cuyos títulos incluyen las palabras librería y biblioteca me llaman la atención de manera inmediata. Suelo hacerme de vez en cuando con algunos de ellos -los que me atraen desde su sinopsis, por supuesto- y los leo con devoción. Es el caso de esta novela. Escrita por el japonés Satoshi Yagisawa -graduado en Humanidades en la universidad de Nihon-, Mis días en la librería Morisaki está ambientada en el conocido barrio de Jinbocho de Tokio. El barrio de las librerías (sobre todo de segunda mano) y de las editoriales más grande del mundo. Un paraíso para todo tipo de lectores. Un lugar tranquilo pero concurrido que, a escasas paradas de metro del centro de la ciudad más extensa del mundo, luce atestada de estanterías y libros a ambos lados de sus calles. Una de esas librerías, la Morisaki, está regentada por familiares de Takako desde hace tres generaciones. Es el reino de Satoru, tío de la protagonista, un hombre un tanto excéntrico y entusiasta de los libros y de su librería.
Takako y su tío Satoru son dos almas heridas a causa del amor no correspondido. Él perdió a su esposa, Momoko, tras muchos años de un aparente feliz matrimonio. Un buen día ella desapareció dejando un escueto mensaje en el que se leía un simple por favor, no me busques. Mensaje que, muy a su pesar, Satoru cumplió a rajatabla. Desde entonces, cinco años atrás, vive, más si cabe todavía, por y para su librería. Por su parte, su sobrina Takako ha sido traicionada por su supuesto novio, Hideaki, quien tras dos años y medio de noviazgo se acaba de comprometer con una chica, compañera de trabajo de ambos, con la que también sale desde hace un tiempo. A consecuencia de ello, la joven, humillada y deprimida, ha decidido abandonar su trabajo debido a que el ambiente allí se le ha vuelto irrespirable. Decide tomarse unas vacaciones de la vida y, siguiendo el consejo de su madre, abandonar momentáneamente el barrio de Kunitachi para poner rumbo al de Jinbocho.
No es que a Takako le haga una gran ilusión vivir rodeada de libros en el piso de arriba de la librería de un tío al que hace años que no ve y en un barrio en el que no conoce a nadie. Sin embargo, la alternativa, volver a Kyushu junto a sus padres, la deprime más todavía. Así, sus días discurren cumpliendo el trato ofrecido por Satoru: puede vivir en la librería a cambio de ayudarle en las tareas propias del negocio. Es decir, por las mañanas atiende al público y por las tardes duerme y deja pasar el tiempo sin más, víctima de la depresión, la desidia y la vaguería. Le cuesta acostumbrarse a vivir entre libros. Unos libros que huelen mal, a humedad y a viejo, y que le hacen sentir agobiada y arrinconada. Hasta que una noche, aburrida, decide abrir uno de ellos, al azar, y se pone a leerlo para esquivar al insomnio y al tedio. A partir de entonces, su vida cambia, descubre otros mundos y otras historias, ve las cosas de forma diferente y descubre una nueva pasión. ¡Y hasta discute de literatura con los clientes!
Los libros viejos contenían muchas historias en las que yo nunca había pensado. No solo las que tenían que ver con el contenido de los libros en sí: en cada volumen encontraba vestigios que había ido dejando el paso del tiempo: frases subrayadas, páginas marcadas, flores secas... Estos encuentros a través del tiempo solo se podían disfrutar gracias a los libros de viejo. Eso hizo que, poco a poco, me enamorara de la librería Morisaki, nos cuenta Takako en primera persona. A través de los aproximadamente nueve meses que la joven pasa en la librería de su tío, la joven se va abriendo no solo a la literatura sino a los clientes y al resto de pobladores de un barrio que llega a amar como si fuera de allí desde siempre. Takako va recuperando, pues, sus ganas de relacionarse con los demás. Deja de esconderse en su habitación, pasea por todo Jinbocho y toma cafés en el café Suboru, donde entabla amistad con Tomo, una joven universitaria que trabaja allí de camarera para pagarse sus estudios, y Takano, un joven tímido que se ocupa de la cocina.
El barrio y sus librerías, sus calles y sus pobladores son parte muy importante de la novela. Jinbocho cobra vida propia ante nuestros ojos. Especialmente durante la semana de la Feria del Libro, durante la cual se engalana como nunca. Y, de entre sus pobladores y clientes habituales de la librería Morisaki, destacan Sabu, un intelectual que vive bajo las amenazas de su esposa, harta de que su marido no deje de llevar libros y más libros a la casa familiar, y Wada, un joven lector que también acaba de sufrir los estragos de un amor que ve reflejado en su libro preferido. Un libro que ha leído hasta cinco veces seguidas. Un libro que lee también Takako, quien empatiza con su nuevo amigo y su sufrimiento. Y es que los personajes de Mis días en la librería Morisaki son auténticos sufridores de la vida. Sus diferentes historias nos conmueven y nos hacen reflexionar sobre los sinsabores de la vida. Y también sobre cómo afrontarlos, superarlos y dejarlos atrás a pesar de los pesares.
La relación entre Takako y Satoru es uno de los ejes centrales de la historia. Mientras que el dueño de la librería Morisaki trata desde el principio de acercarse a su sobrina, esta no quiere ni oír hablar de abrirse ante su tío. Él, más paciente y respetuoso de su intimidad, le deja tiempo para aclimatarse a su alojamiento temporal y a sus nuevas circunstancias. Para animarla a hablar, le cuenta su historia con Momoko: cómo se conocieron; se casaron; se hicieron cargo de la Morisaki cuando su padre se puso enfermo y la librería se debatía entre desaparecer o seguir con vida; y cómo se tomó su repentina huida cinco años atrás. También espera, en silencio, a que su sobrina se ponga a leer cualquiera de los muchos libros que tiene a su alrededor. Y se alegra cuando sucede. Hablan de ello, le recomienda lecturas nuevas y discuten sobre los libros que va leyendo. Fortalece su relación a base de lecturas, sabedor de que la creciente confianza la hará abrirle también su corazón.
Porque, a su edad -ya conocemos el famoso dicho aquel de que más sabe el diablo por viejo que por diablo-, Satoru es consciente de que lo que su sobrina necesita es hablar de sus problemas. Sus vacaciones de la vida comienzan a alargarse más de lo conveniente. Y trata de introducirla en el barrio. Es él quien la lleva por vez primera al Suboru, donde sirven el mejor café del barrio. Y también donde puede encontrar a gente de todas las edades. Por supuesto, también de la suya. En definitiva, lo que hace es lanzarle un salvavidas en mitad de la tempestad de depresión, crisis, desgana y holgazanería en la que Takako está inmersa y de la que parece no poder -ni querer- salir. No obstante, también sabe que la paciencia y el tiempo son claves en todos los procesos -que se lo digan a él- y que antes o después su sobrina irá cambiando su perspectiva de la vida y aceptará ese salvavidas que le permitirá salir a flote de su tormento.
Mis días en la librería Morisaki -escrita en 2008 y publicada en Japón en 2009- fue llevada a la gran pantalla en 2010 de la mano del director japonés Asako Hyuga. Pocos meses después de ser publicada en España por Letras de Plata (2023) vio la luz su secuela, Una velada en la librería Morisaki, novela que también trataré de leer en cuanto pueda. Me encantará saber cómo discurren las vidas de Takako, Satoru, Momoko, Wada, Tomo, Takano y compañía. Y también seguir conociendo nuevos autores japoneses. Porque las páginas de esta novela están repletas de autores y obras cuya existencia desconocía. Una razón más para leerla.