Cada nueva edición de un libro permite acercarse a la obra en cuestión a más y más lectores. Los hay quienes coleccionan muchas de ellas. E incluso quienes --algo fetichistas en ocasiones-- llegan a hacerse con cada una de las copias que aparecen de sus obras preferidas. En ocasiones, a precios casi prohibitivos --o no--. En este caso traigo a mi blog la edición ilustrada de Mendel, el de los libros, que editó hace unos meses la Editorial Alma. Traducida por Itziar Hernández Rodilla e ilustrada por Marc Pallarés, presenta el texto íntegro del maravilloso cuento escrito en 1929 por el autor de culto austríaco Stefan Zweig. Una edición que llamó de inmediato mi atención en cuanto vi su fantástica portada. Y, más todavía, cuando pude ojearlo por dentro. Unas ilustraciones muy cuidadas acabaron por cautivarme. Así que tuve excusa, primero, para comprarlo, y segundo, para reseñar tan magnífica obra de uno de mis autores preferidos desde hace ya unos cuantos años.
El doctor en filosofía, escritor, biógrafo y activista social Stefan Zweig fue un reconocido autor vienés y judío que no dudó en ser uno de los primeros escritores en utilizar sus obras para alzar la voz contra la intervención alemana en la Primera Guerra Mundial, lo que lo hizo muy popular --para bien o para mal--. Ya desde su primera novela --género que más cultivó, aunque también escribió poesía, biografía, cuentos, relatos y hasta artículos periodísticos-- enamoró a sus primeros lectores con un estilo literario muy particular, que aunaba una cuidadosa construcción de los personajes y hasta de las respectivas sociedades descritas con una técnica narrativa realmente brillante. Así, en 1929, cuando publicó Mendel, el de los libros, ya era un autor muy conocido por obras como Carta de una desconocida, Veinticuatro horas en la vida de una mujer --ambas reseñadas en este mismo blog-- o Amok o el loco de Malasia.
El cuento narra la historia de Jakob Mendel, un viejo librero ambulante judío de origen ruso que atendía en su cuartel general: el Café Gluck --un café habitual de la periferia vienesa a rebosar de gente humilde--, en lo alto de la calle Alser. En una pequeña mesita de mármol cuadrada del salón de juego se sentaba Jakob, a quien el narrador del cuento, un antiguo cliente suyo de un par de décadas atrás, describe como un hombre tan especial y fabuloso, peculiar maravilla del mundo, célebre en la universidad y en un círculo íntimo y reverente, mago de los libros, ¡emblema del saber, fama y honor del Café Gluck! De él recuerda que estaba todo el tiempo cubierto de libros y papeles, leyendo, ensimismado, cantando en voz baja mientras se balanceaba. Leía con una concentración total, con un ensimismamiento tan conmovedor que toda lectura de otras personas me ha parecido siempre, desde entonces, profana.
Recuerda el narrador que a Mendel se lo presentó un compañero de la universidad como el hombre más eficiente de Viena, un original, un primitivo dinosaurio de los libros en vías de extinción, una maravilla de la memoria, una enciclopedia, un catálogo universal sobre dos piernas. También que era capaz de enumerar enseguida de corrido, como leyendo de un catálogo invisible, dos o tres docenas de libros, cada uno con su lugar y año de edición, y un precio aproximado. Pequeño, arrugado, por completo envuelto en su barba y, además, jorobado, Jakob Mendel conocía, de todas las obras, hubieran salido ayer o hacía doscientos años, al instante y con exactitud, el lugar de edición, el editor, el precio, nuevo y de viejo, y recordaba de cada libro también la encuadernación y las ilustraciones y los suplementos en facsímil. No olvidaba nunca un título, una cifra. Sabía en cada materia más que los expertos, dominaba las bibliotecas mejor que los bibliotecarios y conocía los almacenes de las casas editoriales mejor que sus dueños.
Semejante portento de la memoria bibliófila se debía a su capacidad de concentración a la hora de leer cada libro. Eso sí, fuera de los libros, Mendel no sabía nada sobre el mundo. No leía las noticias y todo le era ajeno. Era, básicamente, un librero que vendía baratijas. Un baratillero que para el comercio ordenado de libros carecía de licencia ya que era una actividad poco rentable. Así, el dinero no tenía lugar en su mundo. Siempre vestía igual, con la misma chaqueta raída, comía lo justo y necesario, no fumaba, no jugaba, se podría decir que no vivía. Las personas no le interesaban. Vivía, pues, básicamente para los libros y para la vanidad: por la satisfacción y el placer de servir en bandeja a sus clientes la información y los libros buscados. Es más, poder tener en la mano un libro valioso significaba para él lo que para otros un encuentro con una mujer. Esos momentos eran sus noches platónicas.
Estilo, filosofía e indagación psicológica de personajes y sociedades. Esos fueron los grandes rasgos distintivos de la obra de Zweig. En el caso de Mendel, treinta años sentado a la mesa cuadrada del salón de juegos del Café Gluck, se añaden los sentimientos de vergüenza e ingratitud del narrador por haberse olvidado --¡durante dos décadas!-- del viejo librero, la curiosidad por saber qué había sido de él después de tanto tiempo, la indignación al saber que casi todos los habían olvidado también --¿para qué vivir si el viento borra, tras nuestros pies, hasta la última huella que dejamos? ¡Ya nadie sabía en el Café Gluck nada de Jakob Mendel, el de los libros!, se lamenta-- y la incredulidad al conocer el final de la historia del librero, la cual no desvelaré aquí por no fastidiar la lectura a los futuros lectores del cuento. Y, como telón de fondo, como ha quedado dicho al inicio de la reseña, el horror de la Gran Guerra. La denuncia por parte del autor.
El narrador hace referencia a la Gran Guerra y a todo lo que esta conllevó, calificándola como horror mental, escombrero de la humanidad o crimen contra la civilización de nuestra Europa enloquecida. También a lo que sucedió al finalizar la contienda, cuando el mundo no era ya el mundo. Ni Europa, ni Austria, ni Viena, ni el Café Gluck, ni Mendel. Sin embargo, algún atisbo de humanidad sí permaneció todavía. Como la señora Sporschill, la encargada de los lavabos del Café, por boca de quien el narrador nos hace llegar el final de la historia de Mendel antes de cerrar la narración así, totalmente avergonzado: la iletrada había permanecido fiel al librero; mientras que yo lo había olvidado durante años, justo yo que, sin embargo, debía de saber que los libros solo sirven para unir por encima del propio aliento a las personas y protegerlas así de la oposición inexorable a la que se enfrenta toda existencia: su naturaleza efímera y el olvido.
Zweig utilizó el tono desgarrado en Mendel, el de los libros para plantear magistralmente, por medio de una pequeña historia de un personaje modesto pero humano, el impactante golpe que significó para la vida y la cultura vienesa y europea la Gran Guerra. Pero, además, construyó una emocionante historia que homenajea al mundo de los libros y de los libreros. Y lo hizo tan solo una década antes de que esa Europa enloquecida saltara definitivamente por los aires en 1939. El trágico final del propio autor es de sobra conocido y no veo necesario hacer más referencia a ello. Pero nos queda toda su obra, la cual debe servirnos de ejemplo. De camino a seguir. Contra la locura. Una locura que amenaza de nuevo a todos los ciudadanos del mundo.