A lo largo de su carrera literaria Fernando Aramburu ha tratado el tema de ETA de diversas maneras. En primer lugar, a través de los relatos que compusieron Los peces de la amargura en 2006. Más tarde, a modo de drama, de la mano de los novelas histórico-costumbristas Años lentos (2012) y Patria, la obra que lo encumbró (2016). Pues bien, en 2023 el autor guipuzcoano retorna a la temática con Hijos de la fábula, una sátira que, tirando de ironía y humor, nos muestra la reacción de dos jóvenes vascos que quedan abandonados a su suerte al otro lado de la frontera con Francia tras el abandono de las armas por parte de la banda terrorista en octubre de 2011. Una novela que, por su originalidad, virtuosismo y comicidad, nos recuerda a la más reciente obra de Luis Landero, Una historia ridícula (2022, misma editorial). Y es que solo dos genios como el extremeño y el vasco son capaces de sacar de donde parecía no haber nada unas historias tan peculiares.
Durante los siete años transcurridos entre las publicaciones de Patria e Hijos de la fábula Aramburu nos obsequió con la aclamada novela Los vencejos (2021), los ensayos Vetas profundas (2019) y Utilidad de las desgracias y otros textos (2020) y una especie de autobiografía en forma de prosa poética que llevó por título Autorretrato sin mí (2018). Siete años en los que sus trabajos anteriores y su reconocimiento como escritor han aumentado hasta cotas tan altas como merecidas. No en vano, estamos ante uno de los grandes autores españoles contemporáneos. Junto al ya mencionado Luis Landero y otros no menos fantásticos escritores como Manuel Vilas, Víctor del Árbol o David Trueba. Buen ejemplo de su oficio literario lo encontramos en este último trabajo, en el cual entremezcla, con gran maestría, lo dramático y lo cómico, lo lógico y lo inesperado, lo breve y lo complejo, lo importante y lo banal.
La nueva novela de Aramburu mezcla, con resultado de gran veracidad, realidad histórica y ficción literaria. La realidad histórica nos dice que el 20 de octubre de 2011 ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada. La ficción literaria que construye el autor en torno al fin de la fábula terrorista nos sitúa en una granja de pollos de Albi, al sur del territorio francés. Allí, un matrimonio local no del todo bien avenido pero simpatizante de la lucha secesionista vasca mantiene escondidos a Asier y Joseba, dos jóvenes exaltados e idealistas de la lucha armada que acaban de integrarse en ETA y esperan instrucciones de su enlace en la zona para comenzar de inmediato su adiestramiento en las prácticas terroristas. Ni qué decir tiene que el anuncio del fin de las hostilidades los pilla por sorpresa. Su frustración y su indignación por lo acontecido crece al verse además abandonados, sin dinero, sin experiencia y sin armas.
Desolados y ávidos de gestas patrióticas, los jóvenes deciden continuar la lucha por su cuenta formando una nueva organización en la que Asier es el jefe e ideólogo y Joseba su subalterno. Prácticamente no se entienden con Fabien y Guillermette, para quienes realizan algunas tareas en la granja a modo de pago simbólico por alojarlos en un cuartucho de mala muerte, justo arriba del almacén. Se aburren sobremanera y solo piensan en realizar acciones para la causa. Únicamente las visitas a Txalupa, un antiguo militante más presumido que valiente -fardaba de méritos, de hazañas y ekintzas y de no haber caído en las garras de los txakurras-, los sacan de su ensimismamiento. De hecho, esas visitas, en realidad mucho más imaginativas que efectistas, equivalían para ellos al cursillo de armas que ya sabían que jamás tendrían. La disciplina, la precariedad y la cautela se convierten en el modus vivendi de los autoproclamados nuevos gudaris.
Joseba abandonó su vida, a su novia embarazada, Karmele, y a un bebé del que incluso desconoce su sexo para ingresar en ETA. Asier, un convencido misógino, trata de disuadir a su compañero de escribir una carta a la madre de su bebé. Me casé con ETA. Con nadie más. Y mis hijos serán las ekintzas. Que se me ponga delante una mujer en canicas. No pierdo la calma. No me ata una mujer, afirma Asier ante un Joseba melancólico y deprimido cuando todo el asunto está ya más que torcido. Entre desaforadas críticas a ETA, los jóvenes deciden militarizarse a base de escobas, palos y martillos a modo de pistolas y piedras en lugar de balas. Así, la mayor parte de la historia discurre entre el afán de entrar en acción y las peripecias más disparatadas y ridículas. Cualquier mínima acción, como el robo de comida o bebida en un supermercado, es elevado a la categoría de ekintza por unos jóvenes que parecen niños y que, por descontado, dan mucha más pena que miedo.
Por ejemplo: cuando Asier da un discurso a Joseba en relación a la pena y el remordimiento que nunca debe sentir un militante y hace referencia a la necesidad de endurecimiento y a que no hay guerra sin sangre la respuesta de Joseba es que hace dos años me sacaron sangre en el ambulatorio de mi pueblo y me mareé, me puse blanco, estuve diez minutos tumbado en la camilla y por poco devuelvo. No parece un comienzo muy prometedor, la verdad. Y, sin embargo, con todo, lo peor es que ellos mismos son conscientes del espantoso ridículo que protagonizan. Así, cuando hablan de hacer Historia de la lucha armada vasca y de que sus nombres sean estudiados en las ikastolas, Joseba afirma que el problema es pasar a la Historia como dos tarugos. Que nadie se ría de nosotros. Asier responde con un te callas lo ridículo. Cuentas lo demás. Conversación que Joseba finaliza de forma demoledora: ¿Qué queda entonces? Lo de hoy está siendo de película del Gordo y el Flaco.
El mundo prácticamente imaginario en el que viven Asier y Joseba salta por los aires al ver cómo su relación con el matrimonio francés y con Txalupa cambian radicalmente casi a la vez. Sois un par de subnormales. No tenéis ni medio dedo de frente. Vuestros planes me traen sin cuidado. Os veo tan verdes... No tenéis la menor idea de lucha armada. Os van a llover hostias de todos lados, empezando por las de los nuestros, les espeta su antiguo compañero de batallitas en un intento de hacerlos entrar en razón. La ingenuidad de los jóvenes salta a la vista. También su cabezonería y su falta de miras. Y Txalupa decide finalmente quitárselos de encima. Además, la entrada en escena de María Cristina, una zaragozana amiga de las revoluciones y enemiga de los fachas, hará que se resquebraje por momentos la hasta entonces imperturbable unión de Asier y Joseba. Con ella, toman la decisión de retornar a Euskal Herria para comenzar sus acciones salvadoras de la patria vasca.
Los jóvenes malviven. Protagonizan constantemente peripecias nefastas. Discuten sobre si dejar o no entrar en su organización a mujeres, sobre los métodos a seguir en su revolución, sobre cualquier tema. Joseba cada vez echa más de menos a Karmele y a su hijo (¿o hija?). Recrimina a Asier las historias familiares narradas durante el último año. Y, para colmo de males, al volver a Euskal Herria no reconocen ni el comportamiento de sus gentes ni el ambiente que se respira. ¿Dónde están las pintadas de antaño? ¿Y los carteles? ¿Y aquellas pancartas, entre fachada y fachada, en favor de los presos de ETA? Todo Cristo llenando los bares, jamando y trincando tan felices. Cientos de compañeros en la cárcel; otros, caídos en defensa de nuestros derechos nacionales, ¿para qué? Años y años de lucha y sacrificio, ¿para esto? Y deciden que simularían hacer vida normal mientras montan una sólida estructura, necesaria para emprender la lucha. Todo poco a poco, con inteligencia y cálculo, para estar operativos en cuestión de un año o año y medio a lo sumo.
Hijos de la fábula demuestra que es posible hacer sátira hasta de las grandes desgracias. Que en cualquier lugar y situación, por dramática que esta sea, cabe lo cómico. Que algunos escritores son capaces de construir una historia desde la nada. Que algunas de estas historias pueden tener finales inesperados y magistrales. Y que Fernando Aramburu es un escritor valiente que, cuando se pone a escribir, no puede evitar meterse en estanques llenos de caimanes. Hecho que, según algunos paisanos suyos, lo convierte en un tocapelotas. A lo que él responde: me da igual. Si sintiera miedo al escribir me dedicaría a la jardinería o al ajedrez. Quizás la jardinería o el ajedrez ganarían con ello. Pero los lectores perderíamos a un gran escritor. Así que: bien está lo que bien acaba.