LIBROS

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miércoles, 27 de junio de 2018

La librería. Penelope Fitzgerald. Impedimenta. 2010. Reseña





     Aunque no es algo muy corriente, a menudo escribir un libro para exorcizar los fracasos personales logra colocar al autor del texto en el camino hacia el éxito e incluso el estrellato literario. Esto es lo que le sucedió a la británica Penelope Fitzgerald con sus obras A la deriva y La librería. Pese a que fue una escritora tardía --no comenzó a escribir y publicar novelas (ocho en total) hasta después de cumplir los sesenta años de edad-- estuvo siempre en contacto directo con las letras ya que entre sus familiares se encuentran editores, teólogos y novelistas. Junto a su esposo, además, fundó una revista literaria, World review, que solo cerró tras la prematura muerte de Desmond a causa de un cáncer. Este hecho hizo pensar a nuestra protagonista que ahí terminaban todos sus sueños literarios. Se equivocó, por supuesto.

     Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida, escribió una vez el poeta Milton. Estas palabras, recuperadas en La librería por Fitzgerald, comparada con Jane Austen por su estilo narrativo, son un buen punto de partida para comenzar a entender la novela. Novela, por cierto, que se ciñe bastante a una época de la vida de su autora. Durante tres años, Penelope, víctima de la pobreza, vivió junto a sus hijos en una pequeña y aislada localidad de Suffolk denominada Southwold en la que había poco que hacer y en la que aprendió --y no poco-- sobre la soledad, la mezquindad y las luchas por el poder y las influencias en los entornos rurales.

     En esta localidad trabajó como ayudante en la Sole Bay Books, una librería local instalada en una vieja casa conocida por todos desde siempre. Pues bien, tanto la casa como el pueblo y sus ambientes sirvieron a Fitzgerald para recrear con minuciosidad la Old House de La librería, así como el pueblo, Hardborough, los llanos que lo aíslan de  los territorios circundantes y sus playas grises. Y también muchos de sus personajes, quienes, aunque con sus nombres cambiados, existieron en el Southwold real y que se desarrollan a la perfección en el ficticio Hardborough de la novela. Curiosamente, incluso el poltergeist o rapper que aparecen en sus páginas existió en la Sole Bay Books real. Aspecto curioso y paranormal que le da un toque de intriga --que nunca terror-- a la obra.

     Realidad al margen, otra vía de inspiración de Penelope a la hora de imaginar y después desarrollar esta novela la encontramos en la novela El cura de Tours, de Honorato de Balzac, en la que la malvada mademoiselle Gamard consigue que el inocente cura del pueblo pierda su iglesia y su envidiada biblioteca. Si cambiamos a la mademoiselle Gamard por la influyente esposa del general retirado Gamart de La librería, quedan explicados muchos de los motivos de la obra. Porque la Gamart será la responsable de toda una serie de catastróficas desdichas que irán sucediéndose en la vida de Florence Green, la valiente, obstinada e ingeniosa viuda que busca cumplir su sueño: abrir una librería en un pequeño pueblo.

     Un pequeño pueblo que no se caracteriza precisamente por la amplitud de miras de sus habitantes. Ni tampoco por sus aspiraciones culturales y literarias. Porque Florence solo recibe el apoyo --que casi nunca se plasma en una ayuda efectiva, salvo en el aislado caso de los scouts y de la pequeña Christine Gipping-- de una variopinta serie de extravagantes y excéntricos clientes que nunca se sabe qué obras le van a pedir. La conjunción de todos estos factores sumen a la protagonista en un estado de soledad que a menudo alcanza altas dosis de peligrosidad. Y, cuando Florence da claros signos de debilidad, los pocos clientes saldrán corriendo de su vida, y también de su librería. Todos menos el señor Brundish. Un personaje fictio que también existió en realidad con otro nombre y en otro lugar.

     A él acudirá Florence para pedirle opinión sobre la conveniencia o no de traer a su librería ejemplares de una de las novelas de moda en los años 1959-60, momento en que se ambienta la obra de Fitzgerald: la polémica Lolita, de Vladimir Nabokov, criticada y exaltada por igual. La respuesta del señor Brundish es inmejorable: es un buen libro y, por lo tanto, debería intentar vendérselo a los habitantes de Hardborough. No lo entenderán, pero será mejor así. Entender las cosas hace que la mente se vuelva perezosa. Si esta respuesta es magistral en cuanto a la calificación psicológica de los habitantes del pueblo, la decisión de la librera de pedir 250 ejemplares de la obra de Nabokov ilustra también la de la protagonista: coraginosa, valiente y tenaz, pero también inocente, inexperta e ingenua.

     Florence será puesta entre la espada y la pared por el celo y las críticas de los vecinos y, por ende, por la conjunción de varios hechos: el deseo de la poderosa Violet Gamart de construir en la Old House un Centro para las Artes; la apertura de la primera biblioteca pública de la historia del pueblo y de una segunda librería en el centro del mismo, la Saxford Tye; la traición de su abogado, Thomas Thornton, uno de los únicos dos letrados de la población; y la Ley de compra obligatoria de edificios antiguos de 1959. Cuando el edificio que albergaba su vivienda y su librería fue requisada, a Florence le pareció que era el momento de que el rapper se dejara oír, y cuando no lo hizo, casi lo echó de menos. En definitiva, todo estaba perdido.  

     Soy consciente de que la presente reseña contiene varios spoilers. Normalmente, intento que no sea así. Sin embargo, esta obra se publicó por vez primera en 1978 --hace justamente 40 años-- y, quien más quien menos, habrá visto también la reciente película de Isabel Coixet. No obstante, el gran spoiler viene ahora --no leer, por tanto, lo que sigue si se pretende leer la novela sin haber visto la película ni haber leído esta obra anteriormente--. Se trata de las últimas líneas de la novela: En Flintmarket tomó el tren de las diez cuarenta y seis hacia Liverpool Street. Cuando arrancó para salir de la estación, ella bajó la cabeza en señal de vergüenza, porque el pueblo en el que había vivido durante casi diez años no había querido tener una librería. 

     No hay un caso más evidente que el presente de que la vergüenza ajena puede ser utilizada para culminar una gran novela. Estamos ante una obra de amor por los libros. Una obra que gustará a lectores y libreros. Sobre todo a aquellos cuyos negocios no han podido echar hacia adelante pero que, en cambio, pueden caminar por la vida con la cabeza bien alta.