LIBROS

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jueves, 24 de diciembre de 2015

Hombres buenos. Arturo Pérez-Reverte. Alfaguara. 2015. Reseña





     Apenas una década antes de la Revolución Francesa dos miembros de la Real Academia Española de la Lengua fueron enviados por el director la misma, don Francisco de Paula Vega de Sella, y el resto de sus compañeros a París con el objetivo de comprar y llevar a su sede en Madrid los 28 volúmenes de la Enciclopedia de Diderot y D´Alembert. La aventura que emprendieron aquellos dos hombres buenos es la que recoge en esta magnífica novela el periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte. Una novela que, quizá, sea la que mejor retrate a su autor como escritor y como intelectual. Porque le encontramos serio, ácido y crítico con la España de finales del siglo XVIII. Una España, la de Carlos III, que se resistía a los cambios que venían desde una Francia que alumbró el fin del Antiguo Régimen.

     Dice el autor, y no le falta razón, que en España, en tiempos de oscuridad, siempre hubo hombres buenos que, orientados por la Razón, lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Y no faltaron quienes intentaban impedirlo. Ese es, precisamente, el punto de arranque de la novela. Porque el bibliotecario de la Academia, don Hermógenes Molina, y el almirante don Pedro Zárate son esos hombres buenos de los que él habla. Por contra, aparecen otros dos académicos que buscan impedir que la Enciclopedia llegue a Madrid: el periodista conservador (y poeta mediocre) Miguel de Higueruela y el filósofo radical Justo Sánchez Terrón.

     En ambos bandos -por llamarlos de alguna manera- hubo contrastes. Mientras don Hermes es un hombre educado, respetuoso y profundamente religioso que alaba las virtudes de lo español, don Pedro Zárate es claramente anticlerical y crítico con los impedimentos que la Iglesia católica pone a los avances del progreso. Y entre don Miguel y don Justo también encontramos las mismas diferencias, aunque desde posiciones mucho más radicalizadas y encontradas. Eso sí, los dos comparten los mismos deseos: que las Luces no pasen de los Pirineos. Exactamente lo contrario de lo que pretenden sus dos compañeros y el resto de académicos. La diferencia entre ellos la encontramos en que, a pesar de las distintas opiniones, don Hermes y don Pedro se acercan y traban una gran amistad durante el viaje, mientras que don Miguel y don Justo cada vez se llevan peor entre sí.

     Aparte de los problemas habituales en los viajes de gran distancia de la época otros dos se añadirán a la epopeya que vivirán los dos académicos: la difícil tarea de encontrar los 28 volúmenes de la primera edición -sin duda, la mejor y más fiable de todas las editadas hasta entonces-, adquirirla y traerla hasta España -recordemos que la obra formaba parte del Índice de libros prohibidos de la Iglesia católica, tanto en Francia como en España, por lo que todo debía hacerse con la máxima cautela y, desde luego, de manera clandestina- y librarse de Pascual Raposo, un sicario contratado por Higueruela y Sánchez Terrón para evitar que su empresa tuviera éxito -algo evidentemente desconocido por parte de los dos grandes protagonistas pero que les situará en varias situaciones de difícil solución a lo largo de la historia.

     Como cabe esperar, todos los protagonistas están tratados con gran delicadeza y exactitud psicológica y física por parte del autor, incluido el abate Bringas, personaje de ficción inspirado en el abate Marchena, un personaje que resulta asqueroso pero que conmueve a la vez. Un ser adelantado a su época, intransigente y vividor, que acabó siendo protagonista real de la Revolución Francesa en su época de máximo terror robespierrano. Un tipo peligroso pero que se entregará por completo a la gesta que supone hacer llegar a esa España cerril de la que tiempo atrás debió huir una obra que adelantaba la sangre de los culpables que iba a ser derramada tan solo diez años después.

     Me detengo en el abate Bringas porque es el personaje que más ha despertado mi interés, tanto por sus ideas, como digo, adelantadas a su época, como por su radicalismo anticlerical y antinobiliario. Sus lúcidas ideas y divagaciones contrastan con sus expresiones directas y descarnadas, sangrientas y violentas, que hacen santiguarse al bueno de don Hermes y sonreír al almirante, don Pedro Zárate. Un personaje digno de admirar, pero también de temer. Como ocurre con el sicario Raposo: otro tipo peligroso que únicamente piensa en llevar a buen término una misión muy bien pagada. 

     Demoledor resulta el contraste entre el Madrid de Carlos III y el París de la época; entre la mojigatería y el libertinaje, simbolizado en Madame Dancenis, personaje ficticio basado en Teresa Cabarrús; entre el atraso -moral, ideológico y filosófico- y la modernidad plena, de la mano de los enciclopedistas (a los que se suman Voltaire y Rousseau y también, en persona, Condorcet o Benjamin Franklin); entre la mente cerrada sobre sí misma y la abierta al mundo. Porque París en sí mismo es otro de los personajes de la novela: calles, plazas, carruajes, caballos, cafés, hoteles, boulevards, teatros, etc.  

     Y, como colofón a todo lo anterior, la técnica narrativa, que alterna pasajes de la historia del siglo XVIII con otros de la actualidad, incluyendo los motivos de escritura de la novela, el complejo y detallado proceso de documentación -visitas in situ, mapas, libros, grabados, cuadros, etc- y el proceso creativo de la historia contada. En realidad, el propio libro introduce una especie de anexo que, en lugar de aparecer al principio o al final del mismo, aparece diseminado entre las escenas y se encarga de enlazar las distintas partes del viaje y de la estancia de los académicos en París.

     En resumen, Hombres buenos -sin duda, una de las mejores novelas del año- es un conglomerado de historias, individuales y colectivas, que enseñan Historia y Filosofía, entretienen y muestran con todo detalle cómo eran el Madrid y el París del período pre revolucionario. Un gran libro que a buen seguro sabrán apreciar los amantes de la literatura en general y de las de aventuras e históricas en particular. 

        

lunes, 21 de diciembre de 2015

El Congreso tras el 20D





     La imagen de cabecera de este artículo ilustra a la perfección -así, sobre fondo negro, además- cómo queda el Congreso de los Diputados tras las elecciones del 20D. Como cabía esperar, no hay mayorías absolutas fácilmente alcanzables. A no ser que se de ese gran pacto nacional entre PP y PSOE, algo muy poco probable y que significaría el suicidio político de ambos, sobre todo en el caso socialista. Varias son las conclusiones que podemos sacar de los resultados electorales alcanzados en estos nuevos comicios generales.

     La primera: que el bipartidismo, herido de muerte, se resiste como gato panza arriba. Pese a que el PP ha alcanzado sus peores resultados desde 1989 (pierde 16 puntos, 63 escaños y más de tres millones y medio de votantes) y el PSOE ha bajado, por vez primera en nuestra todavía breve historia democrática, de los 100 escaños (perdiendo 7 puntos, 20 escaños y más de millón y medio de votantes) suman, entre ambos, más del 50% de los votos totales. Lo cual podría propiciar esa gran coalición nacional que diera mayoría absoluta (213 escaños) a esa unión sin duda anti natura y que tendría como consecuencia la formación de un gobierno que, además de indecente, sería también ruin, mezquino y deleznable.

     La segunda: se hace definitivamente urgente una reforma del sistema electoral en nuestro país. Un par de ejemplos claros y concisos ejemplifican tal afirmación: Unidad Popular-Izquierda Unida ha necesitado más de 450 mil votos para asegurarse un escaño, mientras que PP y PSOE lo han conseguido con tan solo 58 y 60 mil respectivamente; la diferencia entre PSOE y Podemos ha sido de tan solo 350 mil votos (menos de 1,5 puntos), lo que, sin embargo, ha supuesto un reparto de escaños muy desigual (90 por 69). 

     Podemos, con bastante más de 5 millones de votos, ha irrumpido con gran fuerza en el Parlamento, obteniendo más del 20,5% de los votos totales. Sin duda, un gran éxito para los de Pablo Iglesias, que se han quedado a menos de 1,5 puntos del PSOE y han aventajado a C´s en casi 7 puntos, lo que le convierte en el gran vencedor de la noche. O, al menos, en el partido que más cosas tenía que celebrar. Y todo ello pese a no culminar su ansiada remontada tras una campaña electoral digna de elogios y estudios. 

     El intento de algunos de crear un Podemos de derechas no ha terminado de cuajar del todo. La formación de Albert Rivera se ha quedado lejos de los resultados que la mayoría de encuestas le otorgaban. Aún así, se puede calificar de un buen resultado: 3,5 millones de votos, un 14% del total, para 40 escaños parlamentarios. Eso sí, cifras que no permiten ni de lejos formar gobierno con el PP: 40+123=163 escaños. Una campaña electoral con muchas contradicciones ha penalizado mucho, muchísimo al partido españolista catalán.

     Así las cosas, alcanzar los 176 escaños que dan una mayoría absoluta en el Congreso se antoja prácticamente imposible. Máxime cuando el PP sí ha obtenido la mayoría absoluta en el Senado, lo que complica mucho más las cosas en el caso de que las izquierdas consiguieran acercarse a esa cifra mágica. Y, para acabar de completar este complicado puzzle, es absolutamente imposible llegar a ella sin contar con los nacionalistas vascos (PNV y EH Bildu) y los independentistas catalanes (ERC y Democràcia i Llibertat).

     A tenor de todo lo anterior se vislumbra en el panorama inmediato una nueva convocatoria de elecciones anticipadas. Algo que solo se podría evitar mediante una serie de acuerdos anti natura y de carambolas casi imposibles: la ya referida alianza PP-PSOE; un acuerdo multi partito de izquierdas con apoyo nacionalista e independentista; o, ya puestos, un gobierno de amplia minoría del PP de Rajoy solo posible con la abstención del PSOE de Pedro Sánchez.

     Y, al margen de lo remarcado anteriormente, este 20D hemos asistido a la constatación de dos hechos que se veían venir durante los últimos dos años: por un lado, la desaparición del Congreso de la ex formación de Rosa Díez, UPyD -superada incluso por PACMA-, y el hundimiento de una Izquierda Unida casi condenada a muerte pese a la gran valía política y personal de su candidato, Alberto Garzón; y, por otro, un ansioso deseo de cambios urgentes por una parte muy importante de los ciudadanos de este país. Quizá sea este el gran consuelo de la noche. Un motivo para la esperanza y la sonrisa. Porque, si bien el Congreso ha quedado prácticamente ingobernable, la inestabilidad permitirá, como menos, que se acaben los plasmas, las corruptelas y las indecencias.           

lunes, 14 de diciembre de 2015

También hubo amor en el gueto. Marek Edelman. Galaxia Guternberg. 2013. Reseña





     Marek Edelman falleció en octubre de 2009. Con él despareció también el último de los supervivientes del gueto de Varsovia. Desde entonces, no hay -ni habrá-, nuevos testimonios de lo que allí ocurrió. A lo largo de más de sesenta años fue objeto de multitud de entrevistas. Entrevistas en las que jamás le preguntaron por una cuestión que para él fue básica pero injustamente olvidada. Por eso trató de dejar en este libro una serie de historias sobre el amor en el gueto. Porque, en palabras suyas, era el amor el que ayudaba a resistir entre aquellos muros infames. 

     Junto a Mordejai Anilevich, Antek Zukierman y el resto de los militantes de la ZOB -Organización Judía de Lucha- Edelman fue uno de los cabecillas de la rebelión del gueto varsoviano en 1943. Sobrevivió y pudo participar también en el Alzamiento de Varsovia en 1944. Sin embargo, hasta la escritura de este libro no había abordado nunca un tema que merece toda nuestra atención: las relaciones amorosas entre los muros. Y eso que es sabido que en el gueto se establecieron relaciones, incluso entre los propios miembros de la ZOB. Véanse los casos de Anilevich y Mira Fuchrer o de Zukierman y Zivia Lubetkin.

     Por descontado, el título de este libro -que no novela- es muy llamativo. No obstante, el capítulo que hace referencia a El amor en el gueto ocupa escasamente 12 de las 150 páginas del mismo. En las cuales describe, muy brevemente -quizá demasiado-, toda clase de relaciones y situaciones. Muchas de las cuales nos dejan un nudo en el estómago. Y es que hubo gente que vivió o murió por seguir a su amado/a. El amor, por suerte en algunos casos y por desgracia en otros, decidió entre la vida y la muerte. Porque, como se suele decir, en las situaciones extremas podemos encontrar lo mejor y lo peor de las personas. 

     En estas páginas encontramos toda clase de historias amorosas: parejas desgraciadas, separadas por las circunstancias; amantes que lo dejaron todo por seguir a sus parejas; hijos e hijas que prefirieron morir a vivir si para ello debían abandonar a sus padres; padres que decidieron morir para salvar a sus hijos; aventuras entre personas del mismo sexo; otras entre mujeres mucho mayores que sus amantes; y viceversa. Y todo ello en un ambiente en el que muchos, paradójicamente, encontraron lo que antes, en situación de libertad, siempre habían anhelado.

     El resto de las páginas del libro describen la adolescencia y juventud de nuestro protagonista: su familia, sus escuelas, amistades, conocidos y relaciones sociales. Todo ello en el seno de una sociedad que se debatía entre el amor y el odio entre judíos y católicos y, ya comenzada la guerra, entre la vida y la muerte, especialmente de los primeros. Edelman rescata de su memoria jirones y aspectos sueltos de sucesos que le forjaron a convertirse en miembro de varios partidos políticos judíos y de varias organizaciones, entre las que destacó su militancia activa en la ZOB.

     Además, el libro describe, casi topográficamente, el entramado de calles, plazas, escuelas, hospitales, comercios, edificios públicos y otros lugares de interés que, lamentablemente, desaparecieron tras la invasión y ocupación alemana. Y retrata y homenajea a algunos de sus compañeros en la tarea común de luchar contra la opresión germana. Conocedor de que era el último superviviente del gueto quiso salvar del olvido a muchas de las víctimas, con sus nombres y apellidos, porque, como él mismo afirmó, seguramente nadie más va a evocarlas y es necesario que de ellas quede alguna huella. 

     De entre los múltiples párrafos del libro, me quedo con uno que dice así: el Holocausto no es verdad que fuera un asunto de esos cien o doscientos mil alemanes que tomaron parte personalmente en el exterminio. No, fue un asunto de Europa y de la civilización europea, que crearon las fábricas de la muerte. El Holocausto es un derrota de la civilización. Y por desgracia esa derrota no se acabó en 1945. Tanto es así que, muchas de las cosas que suceden a día de hoy vienen de la conciencia construida desde entonces: desde el desprecio de la vida humana. Y, por supuesto, del miedo.

     No obstante, el último párrafo del libro deja una ventana abierta  a la esperanza: la juventud puede vencer al miedo. Dice así: en este último cuarto de siglo la juventud ha demostrado ya varias veces que puede hacerlo (fin de la guerra de Vietnam, Francia 1968 y Alemania (caída del muro de Berlín)). Algo ha cambiado a partir de esa rebelión de la juventud. Nosotros ya somos una generación perdida. Lo único que queda por hacer es enseñar a la juventud que lo primero es la vida y que sólo después viene la comodidad.                      


viernes, 11 de diciembre de 2015

El puente de los espías. Steven Spielberg. 2015. Crítica





     La semana pasada se estrenó en España la esperada película El puente de los espías, basada en hechos reales y dirigida por Steven Spielberg. Una obra digna del mejor John Le Carré. A estas alturas no hace falta dedicar una sola línea para presentar ni al director, Spielberg, ni al protagonista principal del film, Tom Hanks. Tampoco a los guionistas, los hermanos Joel y Ethan Coen, apoyados aquí por Matt Charman (Suite francesa, 2014). Basta con decir que cuando unen esfuerzos semejantes guionistas, un director capaz de hacer posible lo imposible y un actor que siempre resulta creíble, en cualquier papel y circunstancia, el resultado ha de ser una obra maestra.

     En 1957 el abogado neoyorkino experto en seguros James Donovan (Tom Hanks) recibió el encargo de defender a un espía comunista, Rudolf Abel, interpretado por el actor teatral británico Mark Rylance (que repetirá en 2016 con Spielberg en Mi amigo el gigante y que ya participó en Caza al asesino junto a Sean Penn y Javier Bardem). Enfrentándose a su propia empresa, al juez y a un país en plena caza de brujas comunista durante la Guerra Fría -aspecto este muy bien tratado en la película-, Donovan consiguió que Abel no fuera condenado a muerte sino a cadena perpetua. Algo que tendría consecuencias tres años después, cuando los soviéticos atraparon al piloto estadounidense Francis Gary Powers (Austin Stowell). 

     Donovan, que ya había demostrado su integridad, sangre fría y saber hacer en la defensa de Abel, fue llamado por la CIA para viajar, en misión secreta, al convulso y peligroso Berlín oriental con el objetivo de negociar la liberación del piloto y su canje por el espía comunista. Pese a los evidentes riesgos que conllevaba dicha misión aceptó al considerar que era lo justo y lo correcto en aquellas circunstancias. Es de suponer que debió pensar que con ello mataría tres pájaros de un tiro: liberaría al piloto, llevaría de vuelta a casa a Abel -con quien había trabado una relación más que correcta- y lavaría su imagen ante su nación (aspecto este que, creo, fue el menos influyente de los tres citados).

     No obstante, la situación se complicó todavía más al conocerse la noticia de que un estudiante de económicas norteamericano que se encontraba en Berlín escribiendo una tesis sobre la economía en el mundo comunista había sido capturado por los alemanes orientales. Donovan, contradiciendo de nuevo a la CIA -a la que no le interesaba en absoluto la suerte que pudiera correr el estudiante- y poniendo en riesgo la misión y su propia integridad física, no dudó en tratar de conseguir también la liberación del joven. Lo cual le colocó en situaciones todavía más complicadas. 

     El Berlín de los sesenta, atravesado por el muro de la infamia, aparece como un personaje más de la acción. Inhóspito en pleno invierno, con muros y alambres de espino por doquier y con presencia militar en cada esquina se nos antoja un muy mal lugar para viajar. Y menos con una misión tan apasionante como peligrosa. Tom Hanks actúa como acostumbra: de manera absolutamente genial, natural y convincente. Y Mark Rylance, al que servidor desconocía hasta la fecha, supone toda una sorpresa, pues no le va a la zaga nunca. Frío pero humano, encarna el papel de espía a la perfección, poniendo en evidencia al 007 de turno. 

     Lo que más ha llamado mi atención es la distinta manera de mirar la realidad que supuso la Guerra Fría en los años sesenta. Spielberg no nos habla de malos y buenos, como la mayoría de películas que tratan el tema, sino de hombres responsables -algunos (Donovan o Abel) más que otros (la CIA, el FBI, la justicia y la propia sociedad estadounidenses no salen muy bien paradas en este film)-, íntegros y servidores de su patria y, ante todo, de su propio código moral. Porque en El puente de los espías Spielberg, más que nunca, profundiza en la humanidad del héroe. Todo ello, envuelto en un ambiente y un ritmo que consiguen que una película de 140 minutos no se haga larga. Todo lo contrario.

     Siempre he pensado que para que una película sea muy buena necesita de un guión perfecto. Y lo mejor de este es que no parece estar escrito por los hermanos Coen. El ritmo no es endiablado, el ambiente no es negro y agobiante, no hay sangre por todas partes, no aparecen los típicos villanos y héroes, no hay ansias de venganza por ninguna parte. Y, como he dicho antes, ni los americanos son ángeles ni los comunistas demonios. Estamos, más bien, ante un film en el que, ¡por fin!, la sensatez y el sentido común están muy por encima de los prejuicios sin hondura ni fundamento. En el que la humanidad de los personajes domina a los estereotipos.

     Si quien lea esta reseña no tiene planes para este finde -o para cualquier tarde medio libre de entre semana- hará bien en ver esta película. Y quien los tenga, no se arrepentirá de cancelarlos para disfrutar del cine en estado puro. Sin alardes, sin estridencias, pero con una gran humanidad. Y, lo más importante, sin buenos ni malos y sin estereotipos. Pero con valores, rectitud y gran honestidad. Al cine -y a la sociedad- actual le hacía falta una película como esta.     

           

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La ley del menor. Ian McEwan. Anagrama. 2015. Reseña





     Me fascina la enorme facilidad con la que determinados autores son capaces de contar varias historias diferentes dentro de una misma novela sin que ninguna de ellas te haga desconectar un poco respecto a la que, por el motivo que sea, te atrae más. Ian McEwan es uno de esos autores a los que me refiero. Si hace un mes ya me atrapó con Chesil Beach, ahora ya no pienso oponer la más mínima resistencia a leer cada una de sus obras que vaya cayendo en mis manos en el futuro. La ley del menor mejora, todavía más, la percepción que de él alcancé tras leer la anterior obra. Quizás no llega a la altura literaria de John Williams, mi autor extranjero preferido, pero creo que es uno de los que más se le acercan. Sin duda.

     Una de las claves de que McEwan me guste es, aparte de su indudable audacia a la hora de escribir, que plantea en sus obras temas que, ya de entrada, nos golpean y nos predisponen a leerla. En este caso, la protagonista de la novela, la jueza Fiona Maye, debe decidir sobre la vida de Adam Henry, un menor - le faltan tres meses para cumplir los dieciocho- que se opone a una transfusión de sangre que podría curar su leucemia. El motivo: es Testigo de Jehová. El dilema moral que se le plantea a Fiona es de órdago: respetar las creencias religiosas de Adam o mantener su seguridad personal por encima de sus creencias. La verdad: no quisiera verme nunca en una situación así.

     He comentado al principio que McEwan es un artista a la hora de enlazar las diferentes historias que componen sus novelas. Pues bien. Para completar el difícil cuadro que debe afrontar la jueza, su marido le acaba de presentar una propuesta: dado que ambos rondan los sesenta años de edad y llevan más de siete semanas sin mantener relaciones sexuales -algo que parece no importar a su mujer, pero sí a él- ha decidido mantener una relación pasional con una joven de veintiocho, de profesión estadística y de nombre Melanie, antes de que sea demasiado tarde.

     Como es de comprender, una propuesta así planteada es difícil de aceptar. Máxime cuando lo que busca Jack no es separarse o divorciarse sino simplemente informar a su mujer de una decisión que no tiene nada que ver con el amor que por ella dice mantener todavía, sino con el hecho de estar viendo pasar ante sí el último tren de pasión y lujuria desenfrenada. Un tren que no quiere perder. Aunque tampoco quiere perder a su mujer. Otro dilema complicado que debe resolverse. Otro que -creo- nadie debería querer enfrentar jamás en su vida.

     Fiona debe convivir a diario con sus compañeros de profesión, abogados, fiscales, vistas y demás juicios. Y, además, decidir sobre la vida de Adam y, lo que es más importante pero parece afectarle menos, sobre la suya propia. Sin hijos -nunca encontró el momento oportuno mientras subía peldaño tras peldaño en la escalera que la llevó hasta su magistratura como Defensora del Menor y, cuando quiso darse cuenta y ya ocupaba un gran cargo, era demasiado tarde para ser madre, algo que le comía las entrañas día a día-, se imagina ya anciana, sola y aburrida. Y con muchos miedos. Porque McEwan demuestra ser un genio a la hora de describir los miedos de las personas. Y sus novelas llevan a una carga psicológica enorme que muy pocos autores son capaces de explicar con la maestría con la que lo hace él.

     Fiona debe atender a la eterna pugna entre la razón y la fe; entre el derecho humano a decidir sobre su propia muerte y la obligación del Estado y de su sistema sanitario de procurar a sus ciudadanos el derecho a la vida. ¿Es suficiente una creencia religiosa para decidir morir? ¿Debe el Estado intervenir? ¿Y si, encima, el protagonista es un menor de edad que, legalmente, no puede decidir sobre un asunto tan dramático? Para terminar de poner en un serio aprieto a la jueza, Adam es un chico inteligente, mucho más de lo normal para su edad, escribe unas poesías sublimes y tiene facilidad para aprender en muy poco tiempo a tocar el violín. ¿Debe Fiona dejarle morir? Finalmente -¡ojo!: ¡la siguiente frase contiene un spoiler y no debe ser leída antes que la novela!-, decide denegar la solicitud del chico y sus padres y ordena la transfusión inmediata, amparada en la sección I (a) de la Ley del Menor de 1989, que dice así: Cuando un tribunal se pronuncia sobre cualquier cuestión relativa a la educación de un niño el bienestar del menor será la consideración primordial del juez.

     McEwan explica las posturas encontradas respecto al futuro de Adam de tal manera que el lector, pese a tener una idea previa de lo que decidiría si llegara el caso de enfrentarse a algo así, llega a dudar de si su razonamiento es el más apropiado. Porque Adam sabe que va a morir y, sin embargo, se niega a esa transfusión. Y llega a llamar a Fiona entrometida. ¡Y el lector le entiende! Y llega a desear la muerte de Adam, pese a ser un chico entrañable y con un futuro por delante que todos quisiéramos para nuestros propios hijos. Y eso es, precisamente -la conjunción de posiciones irreconciliables pero igualmente comprensibles y aceptables-, lo que entusiasma de este autor. ¡Y la sentencia que escribe Fiona sobre este caso es de lectura obligatoria!

     De nuevo, la música juega un papel importante en la novela. A Jack le encantan el jazz y el blues. A Fiona, la música clásica. Incluso toca el piano muy bien. Algo parecido ocurría en Chesil Beach. McEwan introduce la música en sus historias. Supongo que piensa que esta le sirve para abrir a sus personajes, para explicar aspectos interesantes de su personalidad. Y yo lo comparto totalmente. Por eso en Almas Suspendidas, mi segunda novela, hay tanta música. Aunque, dependiendo de la temática, no siempre su inclusión es oportuna.

     La ley del menor conmueve, sorprende, intriga, indigna y hace reflexionar sobre los dos temas principales que trata: la eutanasia y las relaciones matrimoniales y extra matrimoniales. Se lee de una sentada -o dos- y deleita y agobia a la vez. Porque el disfrute que se alcanza con su lectura anticipa la angustia del momento de su finalización. Es esa clase de novelas que el lector devora pero que, a la vez, no quisiera que acabara nunca. ¡De lectura obligatoriamente recomendada!          

                                         

lunes, 23 de noviembre de 2015

Truman. Cesc Gay. España. 2015. Crítica





     Sábado por la tarde. En un multicine de España -los cines de una única sala ya son historia-. Apenas una docena de espectadores en una de ellas -en las demás, donde se proyectan las grandes superproducciones hollywoodienses, prácticamente se roza el lleno-. Una película española: Truman. Dirigida por un director español: Cesc Gay (En la ciudad, 2003; Ficción, 2006; Una pistola en cada mano, 2012). Dos grandes actores: Ricardo Darín (Séptimo, 2013; El secreto de sus ojos, 2009; Kamchatka, 2002; y muchas más) y Javier Cámara (Los girasoles ciegos, 2008; Vivir es fácil con los ojos cerrados, 2013; La torre de Suso, 2007). Y un perro, Troilo, que en la película responde al nombre de Truman.

     Tomás (Javier Cámara) viaja desde Canadá hasta Madrid para encontrarse con un amigo de toda la vida, Julián (Ricardo Darín), para pasar con él cuatro días. Cuatro días con dos objetivos: despedirse de él y tratar de convencerlo de que continúe con la quimioterapia. Pronto se da cuenta de que la decisión de su amigo está tomada. Dado que la metástasis está extendida y la quimio no va a salvarle la vida, no va a volver al médico. Así, Tomás cambia el chip y se dispone a acompañar a su amigo en los últimos cuatro días que van a compartir.

     Pese a la dureza del tema de la película estamos ante un alegato de la vida. Porque Julián, a sabiendas de que va a morir, se dispone a dejar todos sus asuntos atados y bien atados. Y ello introduce de lleno en la acción a Truman, su perro y amigo fiel. No en vano, en una de las escenas le dice a Tomás: tengo dos hijos y uno de ellos se llama Truman. Una de sus grandes preocupaciones es encontrar a su hijo una familia adoptiva que le asegure unos últimos años de vida tranquilos y felices. Y su amigo le acompañará y aconsejará en todo momento en tan árdua tarea.

     En la película se plasma a la perfección la gran diferencia de reacciones de los demás hacia un enfermo terminal. Así, mientras que algunos, que se suponen amigos, compañeros o conocidos huyen y marginan al afectado, otros, en cambio, incluso con motivos para mostrar hacia él cierta indiferencia, le muestran todo su afecto y buena voluntad. Hecho este que hace pensar. Y mucho. Porque, como queda claro, nadie sabe cómo va a reaccionar ante una situación tan dramática. Lo cual puede conllevar algunas sorpresas. Positivas o negativas.

     Truman es un canto a la vida -a querer despedirse por todo lo alto, sin dejar de hacer ciertas cosas que igual no se habrían hecho de otra manera-; a la toma de decisiones personales en trances tan dolorosos como la certeza de una muerte inminente; a la amistad -lo que queda en la vida son las relaciones, le dice Julián a Tomás en otra escena-; al respeto -el que le muestra siempre Tomás-; a la valentía -porque hay que ver la manera de afrontar la situación de Julián-; a la generosidad -de Tomás, en este caso-; al darse a los demás por entero y sin condiciones; a la dignidad -incluso en el momento de decidir cómo morir, aunque el propio Julián afirma que cada uno muere como puede-; al dolor de quienes se quedan y han de sobrevivir pese a una ausencia tan querida y estimada -como les pasa a Tomás y a la prima de Julián, interpretada por una siempre iracunda, sobrepadasa y desesperada Dolores Fonzi-. Trata el tema de la muerte con gran sensibilidad, incluso con dureza, pero también con humor.      

     Y, además, huye también del final clásico y típico de este tipo de películas. No, la última escena no nos muestra la muerte de un Julián agonizante en brazos de un Tomás desesperado. No hay una frase lacrimógena final que nos haga salir de la sala entre un mar de lágrimas. No, no cae en el sentimentalismo prefabricado, barato. Para nada. Al contrario, es humana. Real. Convincente. El guión, del propio Cesc Gay y de Tomás Aragay, acierta de pleno. Incluso a la hora de mostrarnos algo tan complicado como la fuerte amistad y complicidad existente desde años atrás entre los dos protagonistas. Y ello sin recurrir a flashbacks ni dar más explicaciones que las de un presente duro y complicado.

     ¿Qué decir de los actores principales? Pues la verdad: que ambos están magníficos y que merecen, sin ningún género de duda, el Premio a mejor actor en el pasado festival de San Sebastián. Poco se puede decir a estas alturas de Ricardo Darín. Es un actor como la copa de un pino. Y en esta película da un recital inolvidable. Tanto que por momentos parece que sea el propio Darín quien esté a punto de morir. Y Javier Cámara, en estado de gracia en los últimos años, demuestra una vez más que cuando se le dan papeles serios y buenos puede estar a la altura de los mejores. En Truman está soberbio y sabe encarnar a la perfección el papel de alguien que, pese a estar viviendo un conflicto interno enorme, es capaz de cualquier cosa por amistad y generosidad.

     Truman es, por méritos propios, una de las películas del año. Y no me refiero únicamente al cine español, sino en general. Un film digno, honesto, con un guión muy bien escrito, con crudeza pero también con toques de humor, irónico, ácido y con unas interpretaciones mayúsculas. Una película altamente recomendable para los amantes del cine en estado puro que huyen de subterfugios, efectos especiales, sentimentalismos superfluos y clichés estereotipados y más vistos que "la Charito". Al salir de la sala y tropezarse con el público del resto de las salas se siente uno diferente: sabedor de haber visto una joya de película que casi nadie más va a tener el privilegio de ver. Porque no quieren, por supuesto. Ellos se lo pierden...                        


   

jueves, 19 de noviembre de 2015

Cicatriz. Juan Gómez-Jurado. Ediciones B. 2015. Reseña





     Las novelas de Juan Gómez-Jurado -de las mejores que se escriben en la actualidad- son catalogadas como literatura de ficción. Sin embargo, todas se basan en hechos reales o al menos posibles. Hecho este que les confiere mayor credibilidad por parte de los lectores. Quizá sea esta una de las claves de sus éxitos literarios. No obstante, a ello hay que unir otras variables más: su innata capacidad para escribir y describir situaciones, ambientes y personajes; su ácido sentido del humor -que se presenta incluso en las escenas más agobiantes de la trama-; o la manera que tiene de desentrañar los misterios de cada protagonista, los cuales va desmenuzando a su debido tiempo para mantener la intriga.

     Tratándose de thrillers -de todas sus novelas solo La leyenda del ladrón se puede catalogar en un género diferente (novela histórica)-, lo que acabo de decir parece de perogrullo. No, no he descubierto América. Las referencias citadas son las claves de un buen libro de intriga, misterio, etc. Escribir de esta manera parece sencillo y muchos son los autores que van pariendo historias de este estilo unas tras otras, y casi todas parecen copias de sí mismas. Vuelvo a no descubrir con ello nada nuevo bajo el sol. Pero en este caso concreto, no es así. Porque Gómez-Jurado es genuino. Fiel a sí mismo, nos sorprende con cada uno de sus trabajos. Y eso es digno de valorar.

     Cicatriz nos habla de muchos aspectos por todos -o casi todos- conocidos: las mafias rusas que se dedican a sucios negocios por todo el mundo (en este caso, Chicago); las páginas de internet dedicadas a la búsqueda de mujeres eslavas jóvenes y dispuestas a casarse con ricos (y necesitados) occidentales (aquí, Irina y Simon); la presencia en sus países de excombatientes medio locos tras haber vivido experiencias traumáticas a miles de kilómetros de sus hogares (es más conocido el caso norteamericano en relación a Vietnam, pero en Cicatriz se nos presenta el de El Afgano); el amor hacia un hermano que padece trisomía del 21 (o síndrome de down, enfermedad de Arthur, hermano de Simon); o las miserias familiares por causa del alcoholismo y los malos tratos (la familia de Simon).

     Por supuesto, no me olvidaré de citar a los avances tecnológicos, cuyo valor sobrepasa el científico y hace que los hombres sean capaces de cometer los actos más inmorales que uno pueda imaginar. LISA es el gran invento del futuro del que ya se habla en la actualidad -y, para muestra, este botón-: el típico artilugio que bien usado puede hacernos la vida mucho más fácil y cómoda pero que si cae en manos erróneas puede acabar con el mundo tal y como es conocido. Podrá el lector de esta reseña pensar: ¡bah, más de lo mismo! Pues no. Porque para que no sea más de lo mismo cuenta el autor con su gran baza: su maestría a la hora de enlazar los temas, las situaciones, los pensamientos, las causas y las consecuencias.

     Simon Sax es un ingeniero informático que ha dedicado su vida a cuidar de su hermano Arthur y a desarrollar a su gran pasión, LISA. Se trata de un hombre solitario, inmaduro y poco preparado para cualquier aspecto de la vida cotidiana que no tenga que ver con la informática o la enfermedad de su hermano. Por eso es tan importante para él su gran y único amigo: Tom. Mucho más decidido y desenvuelto que él, se ocupa de intentar vender el invento de Simon a alguna empresa puntera del sector informático. El objetivo: hacerse millonarios.

     Absorbido por el trabajo, y consciente de la posibilidad de convertirse pronto en un rico solitario -Infinity, la empresa del todopoderoso Myers, está dispuesta a apoyar su trabajo (o a quedarse con él)-, decide que no desea ser únicamente querido por famoso y millonario, por lo que se propone encontrar pareja antes de que ello ocurra. ¿Dónde encontrar a la mujer de sus sueños? En internet. Así, conoce a Irina, una joven y bella ucraniana que le cambiará la vida. Y ahí, precisamente, comienzan los problemas. Porque Irina esconde una historia personal dominada por la tragedia, el horror y un solo objetivo en la vida: vengar la muerte de su familia.

     Cómo Irina sobrevive a la tragedia familiar, conoce a El Afgano y prepara su venganza es algo que deberá descubrir el lector. Cómo logra encontrar a los asesinos a los que desea dar caza, también. Y cómo se relaciona en la vida cotidiana con su futuro prometido (Simon) se puede casi adivinar. Lo apasionante de la novela es, sin duda, cómo el autor va enlazando los temas y envolviéndonos en su tela de araña, hasta dejarnos pegados a sus páginas. Porque, como en sus obras anteriores, Gómez-Jurado nos deja sin aliento y sin capacidad para soltar el libro.

     Aunque me parece mejor novela su anterior obra, El paciente -como todas las demás (a excepción de La masacre de Virginia Tech, una copia de la cual ya tengo sobre mi mesa), reseñadas en este mismo blog-, Cicatriz es digna de ser leída y disfrutada por la legión de fans que siguen a un autor que cada día cuenta con más y más fieles. Su buen hacer literario, su cercanía en redes sociales y el hecho de saber vender muy bien sus productos le han catapultado por méritos propios a la cima de la literatura española contemporánea. Eso sí, de todas sus obras, me sigo quedando con La leyenda del ladrón. ¿Para cuándo otra novela histórica?   

     


lunes, 16 de noviembre de 2015

Matar a un ruiseñor. Harper Lee. Ediciones B. 2009. Reseña





     Harper Lee (nacida en Monroeville, Alabama, en 1926) está de plena actualidad desde que este verano se publicara la ya reseñada en este blog Ve y pon un centinela, la novela original, rechazada por sus editores en su momento, una de cuyas tramas secundarias dieron origen a uno de los grandes clásicos de la literatura del siglo XX: Matar a un ruiseñor. Novela que se publicó en 1960, ganó el Premio Pulitzer en 1961 y fue adaptada a la gran pantalla por el director Robert Mulligan en 1962. Una película que también se catapultó por méritos propios como otro clásico del cine y que fue premiada con dos Óscars: mejor intérprete masculino (Gregory Peck) y mejor guión (Horton Foote).

     Jean Louis Finch, a la que todos conocen en Maycomb como Scout, relata en primera persona dos años de su infancia -entre los 6 y los 8 años de edad-, en los cuales el suceso más importante fue cuando su padre, Atticus, defendió a Tom Robinson, un joven de color acusado de agredir sexualmente a una joven blanca. Los hechos, ambientados en la década de 1930 en un estado del sur de los EE. UU., retratan la sociedad de aquella época, marcada por los prejuicios raciales y sociales, la total desconfianza hacia lo diferente, la rigidez de las relaciones familiares y vecinales y un sistema judicial para el cual la población de color no era, ni por asomo, igual a la blanca.

     Pese a ser una novela de ficción, la autora se inspiró en un suceso real acaecido en Scottsboro, ciudad cercana a su Monroeville natal, del que fue testigo indirecta también a temprana edad -como le sucede a Scout en esta novela-. Tras ser rechazada Ve y pon un centinela por sus editores -consideraron que sería una novela polémica y poco apropiada en aquel momento, sobre todo teniendo en cuenta que estaba escrita por una mujer - Lee decidió reescribirla por completo, utilizando una trama secundaria, situarla una década antes y guardar en un cajón la original rechazada.

     Amiga personal de Truman Capote, Lee se retiró del mundanal ruido tras ganar el Pulitzer y alcanzar fama mundial. No obstante, en 2007 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad de Estados Unidos por su corta pero genial carrera literaria. La polémica llegó este 2015, cuando se decidió publicar la obra original sin -parece ser- el consentimiento de una Harper Lee enferma e incapacitada para la toma de decisiones. ¿Es lícito publicar una novela perdida desde hace más de cincuenta años? ¿Habría sido mejor dejar perder para siempre una obra maestra de tal magnitud?

     Polémicas al margen, Matar a un ruiseñor -y también su original- nos hablan de una época en la que unos pocos hombres, como Atticus Finch, debieron asumir un papel para el que la mayoría de mortales no estaba preparado: la defensa del honor y de la vida de las personas de color. Una época en que la conciencia de estos hombres alumbró a una sociedad que poco a poco iría venciendo sus atrasos y debilidades. Porque Atticus, que en ocasiones flaquea respecto a las peticiones de sus hijos, permanece rígido ante las injusticias de sus conciudadanos hacia quienes son diferentes.

     Y por diferentes debe entenderse no solo a los negros sino a cualquier vecino que se saliera de la norma establecida. Finch respeta absolutamente a todos sus vecinos y vecinas, los acepta tal y como son, sin pretender cambiarlos en ningún momento, y se esfuerza en que sus hijos sigan su camino. La paciencia para explicar a sus vástagos cómo deben comportarse en la vida es uno de los pilares de su personalidad. Sin duda, estamos ante un ser entrañable donde los haya. Un personaje capital en la literatura contemporánea. Y, como demuestra en las escenas del juicio de Tom Robinson, de una locuacidad recta y exquisita.

     La novela consta de dos partes, aunque -por ponerle una sola objeción- podría haber sido más acertada la posibilidad de que tuviera tres. En la primera se presentan los personajes y los casos particulares de Boo Radley -otro conciudadano que se sale de los clichés típicos de los años treinta norteamericanos- y Tom Robinson. En la segunda se describen el juicio y sus consecuencias. Quizá esas consecuencias podrían haberse presentado en una tercera parte: el post juicio. Pero, ¿quién es servidor para aconsejar a toda una Premio Pulitzer? Pues eso.

     Matar a un ruiseñor nos transmite varias enseñanzas a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas. A saber: que la conciencia de las personas debería ser nuestra guía particular en este mundo; que en ocasiones las personas misteriosas no son tales sino que su misterio radica precisamente en nuestra propia mente; que hemos de ser capaces siempre de ponernos en el lugar de aquellos a quienes consideramos diferentes; y que juzgar sin conocer en realidad a los demás -y a sus circunstancias- es un grave error que todos deberíamos tratar de evitar en la medida de lo posible.

     Para terminar, debo recomendar el visionado de la película -como siempre, menos explicativa que la novela, pero también de gran valor- y la lectura de Ve y pon un centinela, novela que puede considerarse como borrador, como secuela o -a tenor de las informaciones- como precuela de la reseñada. 
           
         

jueves, 5 de noviembre de 2015

Y de repente, Teresa. Jesús Sánchez Adalid. Ediciones B. 2014. Reseña





     Con motivo del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, el reconocido autor de novelas históricas Jesús Sánchez Adalid recibió la petición del padre Emilio Martínez, vicario general de la orden Carmelita Descalza, de escribir una nueva obra sobre la figura de la santa de Ávila. Pese a la enorme responsabilidad que ello conllevaba, el padre -porque, para quien no lo sepa, Adalid es párroco en una pequeña ciudad extremeña- decidió aceptar la propuesta y se puso a documentarse sobre tan insigne protagonista.

     Dado que en la obra aparecen personajes reales de la España de la segunda parte del siglo XVI, algunos de ellos tan conocidos como la propia Teresa, la tarea de documentación fue ardua e intensa. Hasta tal punto que el propio autor ha manifestado que es el mayor esfuerzo de investigación y documentación que he hecho desde que empecé a escribir novelas. De manera que, si ya de por sí, los trabajos de este magnífico escritor cuentan con una vasta documentación, uno no puede llegar a saber cuántas horas habrá invertido en este nuevo y duro trabajo.

     Sin duda, Teresa de Jesús fue una mujer adelantada a su tiempo. No solo por sus tareas cotidianas de fundación y predicación, sino en el sentido de la valentía, la fortaleza y la intrepidez. Como resalta Adalid en esta novela, no dudó nunca de su fe, ni de sus métodos ni de su misión en este mundo. Pero, además, ello tuvo lugar en un momento -el siglo XVI- en que las mujeres no debían destacar en ninguna faceta que no fuera mantener una casa y una familia. En cambio, Teresa no solo no siguió la norma, sino que se aventuró a desafiar a la mismísima Santa Inquisición, que siempre anduvo tras ella. Alumbradismo, dejadez y excesivo atrevimiento fueron sus causas.

     Y es que la vida y los escritos de Teresa constituyen una defensa permanente del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar sus propias decisiones. Su Libro de la Vida fue incluido en la lista de libros prohibidos por el Santo Oficio, lo cual no amedrentó a una mujer para la que la muerte en la hoguera no sería más que el camino más directo para reunirse al fin con Su Amado, como ella misma definía a Dios, de quien se declaraba siempre fiel esposa. Sus éxtasis y su atrevimiento para contarlos por escrito le granjeó no pocos enemigos. Enemigos poderosos que bien podrían haber puesto fin a su vida. Pero la providencia, quizás, se encargó de que ello no ocurriera.

     Personajes tan ilustres como fray Luis de León o el obispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, fueron presos por la Inquisición. Y otros, como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola o Francisco de Borja, fueron también objeto de las sospechas y subsiguientes pesquisas por parte de una Inquisición que veía nacer focos de alumbrados por doquier. ¡Qué no iban a hacer, pues, con una mujer! El inquisidor general, el cardenal Espinosa; don Rodrigo de Castro, jefe inquisitorial de Madrid; y Sancho Bustos de Villegas, gobernador de Toledo, tenían ya preparados los documentos para apresar a la futura santa. Pero la muerte del cardenal Espinosa y su sustitución por Gaspar de Quiroga, el único de los citados que realmente conocía en persona a Teresa e intercedió por ella, lo impidieron.

     La novela trata básicamente de uno de los temas menos conocidos de la vida de la monja: la persecución a la que la sometió la Santa Inquisición. Desde Ávila hasta Sevilla, pasando por el resto de lugares en donde esta consiguió, no sin antes vencer multitud de negativas y obstáculos, fundar pequeños conventos que debían vivir únicamente de la limosna. Pastrana y Toledo fundamentalmente. Lugares, todos ellos, donde dejó huella en sus habitantes: para bien en la mayoría de los casos; para mal, en otros pocos. Y es que la envidia ya era, por aquella época, uno de los deportes nacionales españoles.

     Uno de los capítulos que más llama la atención de Y de repente, Teresa es el que hace referencia a las relaciones entre la protagonista y la princesa de Éboli. La futura santa consiguió fundar un convento en Pastrana de la mano de la princesa. Pero la segunda quiso inmiscuirse demasiado en el funcionamiento interno del mismo, lo que provocó distensiones y disputas entre ambas. Huelga decir que Teresa, lejos de amilanarse, volvió a salirse con la suya. Pero eso deberá leerlo el interesado en la historia.

     Fray Tomás y su acompañante Monroy serán los designados por el Santo Oficio para indagar en la vida de la de Ávila. A través de sus pesquisas consiguen información interesante. Como su ascendencia judía. Algo que servirá para ampliar las investigaciones y estrechar el cerco sobre ella. Sin embargo, la referida divina providencia hará que todo cambie merced a la muerte del cardenal Espinosa justo cuando se iba a cursar la orden de detención en Sevilla. La historia de Fray Tomás y de Monroy también es digna de ser leída. 

     Como siempre, con su lenguaje característico, su narración amena y su extensa documentación, Sánchez Adalid consigue, con esta novela también, entretener, divertir, enseñar historia -y hasta teología- y, lo más importante, impartir un mensaje en el que los valores se hacen presentes en cada una de sus páginas. La honestidad, la bondad y la solidaridad se imponen a las fuerzas del mal, por mucho que estas se disfracen en ocasiones de supuestos defensores del dogma y de la fe de la cristiandad. De nuevo, estamos ante una gran novela que servidor no puede dejar de recomendar a todo buen lector que se precie.      

                  

martes, 3 de noviembre de 2015

Diario del levantamiento de Varsovia. Miron Bialoszewski. Alba Editorial. 2011. Reseña





     Miron Bialoszewski tenía diecisiete años cuando los alemanes invadieron Varsovia. Y veintidós cuando, en 1944, los grupos de insurgentes de la capital polaca se levantaron contra la opresión nazi. Escribió sus memorias contando los acontecimientos relacionados con dicho levantamiento a los cuarenta y cinco años, es decir, más de veinte años después. Ese fue el tiempo que le costó terminar de asimilar todo lo ocurrido, ordenar sus notas y reunirse con familiares, amigos y conocidos para subsanar pequeños errores de memoria. El resultado, como cabía esperar, valió la pena.

     Bialoszewski relata los sucesos con un lenguaje llano, plenamente comprensible para todo el mundo y con bastante frialdad, algo que provocó que le llovieran críticas desde diversos sectores de la opinión pública polaca, que lo acusaron de vulgarizar y desdramatizar la guerra. Él, en cambio, explicó que no se adentró demasiado en su interior porque no pudo hacerlo de otro modo: en realidad, lo vivíamos así. Y aquellas vivencias solo pueden transmitirse de forma natural, sin artificios. Estuve más de veinte años sin poder escribir sobre lo que pasó. A pesar de que quería hacerlo. Y de que hablaba de ello.

     Como era de esperar, nos encontramos un relato descorazonador. Y es que los varsovianos que vivieron aquel triste episodio lo hicieron básicamente bajo tierra: escondidos en canales, sótanos y refugios. Todo ello, ante la constante presencia de morteros, artificieros, bombarderos, ametralladoras, artillería y lanzallamas. Porque los nazis se propusieron destruir la ciudad por entero. De hecho, según diversos estudios, se ha demostrado que casi el ochenta por cien de la ciudad conocida en 1939 desapareció durante la guerra. Pocos fueron los edificios que no sufrieron ningún desperfecto. La visión común en las calles de la ciudad era varios metros de escombros, muerte y destrucción.

     El levantamiento se dio el uno de agosto de 1944, cuando los rusos estaban al otro lado del Vístula y los alemanes comenzaban su retirada. Una retirada, eso sí, muy lenta y con un objetivo claro: no dejar piedra sobre piedra en Varsovia. Los insurgentes se sublevaron porque, pese a entender que el dominio nazi estaba a punto de acabar, los rusos estaban apostados cómodamente a la espera de entrar en la capital y hacerse con lo poco que dejaran sus enemigos. Obviamente, lo último que deseaban los polacos era que un poder sustituyera al otro. De modo que el levantamiento fue la única salida ante una situación límite.

     Bialoszewski narra cómo lograba pasar de unos sótanos a otros más seguros cuando los anteriores eran destruidos o descubiertos por los alemanes. Y transmite a la perfección el agobio y la agonía de unos ciudadanos que no tenían momentos de tregua. El levantamiento duró 63 días, hasta que sucumbió ante el poder nazi, debilitado pero no tanto como para no poder terminar con una resistencia tenaz pero muy débil. Cabe destacar las distintas reacciones de las personas ante situaciones tan complicadas. Así, mientras que algunos compartían lo que poco que tenían - la mayoría, para sorpresa del lector -, otros actuaban de forma egoísta, tratando de mantenerse con vida al precio que fuera.

     El diario desgrana cómo los insurgentes van ganando y perdiendo terreno según avanzan los días. Cualquier triunfo, por pequeño y poco duradero que fuera, era acogido con entusiasmo por los cada vez menos supervivientes. Familias separadas - en el mejor de los casos -; amigos perdidos y, en pocas ocasiones, recuperados; desconocidos bondadosos y piadosos; valientes jóvenes; y otros derrotados y sin ganas casi de vivir componen un mural de sentimientos tales que cuesta no meterse de lleno en su piel. Y sufrir con ellos. 

     Aspectos tan fundamentales y fáciles de conseguir para la totalidad de los mortales como hacer sus necesidades con tranquilidad, ir a recoger agua de dondequiera que brotara, encontrar algo de comida entre las ruinas, el polvo y los incendios o limpiarse, dormir y asearse se convirtieron para esta especie de cavernícolas modernos en toda una odisea, a veces imposible de alcanzar. La vergüenza y el sentido del pudor hubieron de desaparecer para dejar paso a la única preocupación: calcular el agua y la comida necesarias para seguir con vida, aunque fuera solo un día más.

     En uno de los fragmentos escribe Bialoszewski: Porque te preocupabas por los tuyos. Por los que estaban al lado pero un poco más lejos te preocupabas menos, aunque algo. Por los que estaban aún más lejos pero en el mismo edificio, te preocupabas aún menos pero seguías preocupándote. ¿Y por el edificio vecino? ¿Y por los de enfrente? No es que nos preocupáramos mucho. En una situación tan dramática: ¿quién no narraría lo ocurrido con frialdad? Cuando lo que está en juego es la propia supervivencia la sangre fría debe primar. ¿Quién culparía a una madre que le dice a su hijo: No llores más, vas a morir de todos modos?
       
             

jueves, 29 de octubre de 2015

Rumbo hacia la perdición. Ramón Cerdá. El fantasma de los sueños. 2014. Reseña





     Que el escritor de Ontinyent Ramón Cerdá es muy prolífico es algo que quienes le conocemos tenemos muy claro. Que a menudo sorprende a sus lectores con novelas de temas algo diferentes a lo que viene siendo habitual en su ya dilatada carrera literaria -es decir, thrillers-, también. Y buena prueba de ello es este relato erótico -el segundo que escribe en su vida, tras Recuerdos (2000)- en el que el sexo, sus perversiones y las consecuencias de las mismas juegan un papel principal en la trama. 

     A través de su propia editorial independiente, El fantasma de los sueños, lanzó el año pasado esta novela corta -de 132 páginas- en la que el narrador y principal protagonista, Carlos, un cuarentón que lleva veinte años casado con Cristina, cuenta su particular camino hacia la perdición. Su amigo íntimo desde la adolescencia, Raúl, le conduce por la senda equivocada después de proponerle un intercambio de parejas con sus respectivas esposas. Algo a lo que en un principio se opone el protagonista, a sabiendas de que Cristina jamás aceptaría tal propuesta.

     Para acabar de instalar a Carlos en un círculo vicioso del que le será imposible escapar, Pablo, otro amigo que regenta un restaurante venido a menos en el cual se reúnen los amigos para cenar casi todas las semanas, les mete de lleno en el mundo de las drogas y la prostitución. Las tediosas vidas de casado de Carlos y Raúl -Pablo, apodado Noquiero por sus reticencias a compartir su vida con ninguna mujer, pues prefiere estar con la que guste en cuanto lo estime oportuno, es un hombre libre-, mezcladas con el alcohol y las drogas y el acceso fácil a Carmela, una prostituta que acostumbra a quedar con sus clientes en el local, harán el resto.

     Los tres amigos participan en orgías con Carmela en el propio restaurante. Además, desestimada Cristina para los intercambios de pareja, Clara, la esposa de Raúl, convencerá a su marido y al propio Carlos para hacer tríos en su propia casa. Así, Carlos, atraído tanto por Carmela como por Clara, se verá metido en una vorágine de sexo y perversión que ni siquiera su alto sentimiento de culpa podrá detener pese a sus intentos. Unos intentos, por otra parte, escasos y carentes realmente de voluntad. 

     La actitud de Cristina, que castiga a su marido con largos períodos sin sexo cuando tienen alguna discusión o disputa, no contribuye precisamente a otorgar a Carlos el valor necesario como para tratar de salir de esa senda que le llevará directo a la perdición. Un último y desesperado intento, que aparentemente tiene un cierto éxito y que puede permitir al protagonista recuperar las distancias perdidas con su esposa, acabará convirtiéndose en la antesala del mayor de los desastres. Porque Cerdá no lo puede negar: le encantan los finales imprevisibles. Y, para muestra, este botón.

     El estudio psicológico de Carlos está muy bien trabajado a lo largo de toda la historia. Ama a su esposa, aunque el paso de los años, el aburrimiento y la falta de comunicación entre ellos -como ocurre en tantas y tantas parejas- serán el resquicio por el que se colarán una serie de acontecimientos -a perro flaco, todo son pulgas- que le llevarán a perder el control sobre su vida y sus actos. A partir de ahí comienza a ser difícil que todo tenga un final feliz. Y más en una historia en la que no todo es lo que parece y en la que los comportamientos de los distintos personajes en ocasiones responden a hechos que el lector desconoce por completo.

     La novela está estructurada en dos partes divididas en cinco y seis capítulos respectivamente. Está narrada en un lenguaje sencillo y coloquial, de la calle, por el propio Carlos, quien nos oculta deliberadamente parte de la información mientras, como contrapartida, nos adelanta hechos que están por venir, lo cual nos mantiene en vilo durante la lectura de la obra, que se puede hacer del tirón en unas tres horas. Tres horas entretenidas, amenas y reflexivas.

     En definitiva, en Rumbo hacia la perdición encontramos un poco de todo: altas dosis de sexo y erotismo; imprescindibles toques de intriga y misterio; algo de psicología; drogas y alcohol; y hasta acciones que dibujarán una sonrisa en los labios de los lectores -sobre todo en la primera parte, durante la introducción de la historia, justo antes de que todo se complique y nos pongamos serios-. Una novela de desconexión que se lee de una sola sentada.                

      

jueves, 22 de octubre de 2015

Chesil Beach. Ian McEwan. Anagrama. 2008. Reseña





     Chesil Beach nos presenta una Inglaterra culta pero timorata y provinciana. Contextualizada en 1962, narra, desde el presente, la peripecia vital de Edward y Florence en su noche de bodas. Una noche que ya desde las primeras páginas se presenta poco pasional y dramática, muy dramática. Su autor, Ian McEwan - más conocido por obras como Amsterdam (1998) o Expiación (2001), además de por la actualmente exitosa La ley del menor (2015)  -, construye una historia de gran emotividad y equilibrio.

     Florence y Edward tienen veintidós años y se casan después de un año de relación. Ella, porque le toca. Él, porque la desea y sabe que únicamente podrá poseerla previo paso por la vicaría. Mal inicio, vamos. Ambos temen por igual lo que pueda ocurrir esa noche. Faltos de experiencia, constatan que la incomunicación solo puede traer aspectos negativos. En el caso de Edward el anhelo sexual le puede al nerviosismo. En el de Florence la cuestión se complica más si cabe, pues siente verdadera repulsión, casi psicótica, hacia el sexo. Tanto que es incapaz hasta de besar con lengua. 

     Estamos ante un drama verídico - ¡todavía en pleno siglo XXI se dan casos como el descrito! - que nos hace reflexionar y analizar cada situación, cada pasaje de la acción. McEwan aprovecha para realizar una fuerte crítica social de una sociedad, la inglesa de postguerra, que impedía la intimidad de los enamorados. Porque, problemas al margen, Edward y Florence se quieren. Lástima que el amor por sí mismo no sea capaz de mantener una relación.

     Los problemas de Florence son dignos de terapia psicoanalítica, algo que ella misma llega a insinuar en la parte final de la novela. ¿Quizás esa repulsión sexual y esa frigidez tengan su causa en esas excursiones en barca y en esos viajes por Europa con su padre, un rico negociante? McEwan pasa de puntillas sobre el tema, dejando simplemente la puerta abierta para que el lector opine lo que considere oportuno. La madre de Edward es una perturbada mental a la que la familia entera sigue la corriente siempre. ¿Puede que sea ese el motivo de su falta de comunicación con las mujeres? El autor tampoco aclara esta cuestión, aunque probablemente así sea.

     El contexto en el que se desarrolla la acción contribuye a que los dos protagonistas sean como son y actúen como actúan. Finalizada la II G.M. y en plena Guerra Fría, el Imperio británico ha ido perdiendo colonias y posesiones, algo que no todos los ciudadanos - y, lo que es más grave, los políticos - asimilan. Ese ambiente de pérdida de grandeza ahonda en la psicología de una sociedad a la que le cuesta reconocerse a sí misma. Lo cual influye sobremanera en los ciudadanos. Buena prueba de ello son las familias de Edward y Florence. Y huelga decir lo que una familia influye, a su vez, en sus miembros, sobre todo en los menores.

     La novela se divide en cinco partes, a saber: una primera en la que se presenta el ambiente y a la pareja de protagonistas, con sus temores, anhelos y preocupaciones; una segunda en la que el narrador se centra en los pasados individuales y familiares de cada uno de ellos; en la tercera los grandes problemas de la insinceridad y la frustración personal y sexual estalla; en la cuarta, volvemos al pasado para saber cómo, cuándo y dónde se conocieron Edward y Florence; y en la quinta llegan el desenlace y esos fogonazos finales que describen los años y las décadas siguientes a esa fatídica noche de bodas.

     A lo largo de sus 180 páginas Chesil Beach nos presenta varias contraposiciones: la ascendencia de la familia rica de Florence choca con la pobreza de la de Edward; la música clásica, la verdadera vida y pasión de ella, con el emergente rock británico que tanto ama él; la vida moderna en la ciudad de Londres con el atraso y anquilosamiento de Oxford; el auge de la democracia europea occidental de la posguerra con las ideas del comunismo en la parte oriental del continente.

     McEwan describe con perfección casi milimétrica la psicología de ambos personajes. Sus ambiciones, sobre todo en el caso de Florence; sus diferentes anhelos; sus temores - no dar la talla en el caso de él; la fobia al sexo en el de ella -; la falta de sinceridad y de comunicación de ambos. Y, como conclusión, podríamos decir que la historia nos demuestra que una relación no puede sostenerse únicamente con amor. Sin duda, es la parte más importante, pero acabará siempre sucumbiendo ante la falta de comunicación, de sinceridad, de empatía y de sexo. En 1962 y en la actualidad.  


lunes, 19 de octubre de 2015

Carta a Saoret. Hace un año



     Hace un año. Hoy. 365 días. Ni uno más ni uno menos. Tal día como hoy, hace un año, cogiste tu bicicleta y escalaste el puerto más duro que existe. Ese que todos, antes o después, escalaremos aunque no queramos. Pero tú, Saoret, lo hiciste antes de tiempo. Demasiado pronto. Y encima así, sin avisar. Sin tiempo para despedirnos. Sin tiempo para digerir la idea de tu partida. La realidad, por cruda que sea, de tu viaje sin retorno. Pero tranquilo: no estoy enfadado contigo sino con la injusticia de la vida. Porque lo que te ocurrió es algo que jamás podré explicarme. Como tanta y tanta gente.

     No sabes las veces que he pensado en ti durante este último año. Quizás más que si todavía estuvieras entre nosotros. Así somos las personas. Echamos de menos a la gente cuando se va. Sobre todo si se va para siempre, como en tu caso. Pero es que teníamos tantas comidas y cenas por compartir, tantas conversaciones por mantener, que me parece increíble que ya no vaya a poder verte ni hablarte nunca más. Por eso te escribo. Hoy. Cuando se cumple un año desde tu fuga de esta vida.

     Dejaste algunas obras inacabadas. Lo sabes. Como ese blog en el que comenzaste a escribir y en el que pretendías dar a conocer la historia y los lugares a visitar de tu querida Oliva natal. Cómo querías a tu pueblo. ¡Y cómo te ponías cuando lo criticaba alguien! Me gustaba decirte que era una mierda de pueblo. No porque lo piense, sino por hacerte rabiar y reírme con tu reacción. La gente que defiende de esa manera a su pueblo es digna de elogio. Porque no hay ninguno perfecto, pero eso es precisamente lo más destacable: adorarlo a pesar de sus imperfecciones. De eso tú sabías mucho.

     Tu colección de libros, cds y dvds también quedó incompleta. Siempre me impresionó ver las estanterías de aquel cuarto repleto de cultura, arte y sentimiento. Porque tú sentías, Saoret. Y sabías transmitir a los demás esos sentimientos. Aunque a veces intentaras no ser tan transparente. Uno de los recuerdos más nítidos que guardo de ti era tu cara cuando veías a algún amigo: esa sonrisa y esos ojillos picarones. Incluso mi hijo, que apenas te conocía y que solo tenía seis años hace un año, se acuerda de ti. De las bromas que le gastabas cuando te pedía las palomitas en el cine. O de cuando le ponías la mano para que te la chocara. Porque tú dejaste huella en todas las personas a las que conociste. Eras de esa clase de personas que no dejaba indiferente a nadie. Lo cual te pasó factura en ocasiones.

     Recuerdo mil y una anécdotas del cine. Del Box. De los ABC. De Plaza Mayor. De La Vital. De los compañeros que nos vieron trabajar y reír por igual. De llamarnos de todo. Porque nos decíamos de todo menos bonito. Pero con cariño. Con confianza. Con la complicidad surgida del compañerismo de haber librado tantas y tantas batallas contra los elementos. Recuerdo aquel septiembre en el que ambos trabajamos sin descanso porque el resto de acomodadores estaban de exámenes y debíamos hacer sus turnos. Recuerdo lo que nos costó cobrar parte de todas aquellas horas extra que se negaban a pagarnos. Recuerdo cómo nos cobramos por nuestra cuenta el resto. Y recuerdo cómo decidimos dejar aquel lugar juntos, con una despedida apoteósica - con el beneplácito del resto de compañeros, eso sí -, para irnos, de nuevo juntos, al cine de la competencia. Algún que otro personaje acabó con úlcera de estómago. ¿Te acuerdas? 

     ¡Cómo odiabas las injusticias! ¡Cómo luchabas contra ellas! Quien te conoció no podrá jamás dudar de tu falta de implicación social. Verde, valencianista y sindicalista. Te metías en todos los fregaos habidos y por haber. Y en todas partes dejaste tu impronta. Y en todas partes lloraron tu partida. Lo cual se notó en tu entierro. No he visto uno igual en mi vida. Una gran multitud, proveniente de todos los sectores, extractos sociales y políticos: miembros de tu partido, de tu sindicato y de las empresas por las que fuiste pasando durante tu vida laboral. En todas partes dejaste amigos. Y esos amigos nos consolamos los unos a los otros para intentar llevar de la mejor manera posible la ausencia de alguien como tú.

     Recuerdo las discusiones sobre temas  políticos, deportivos y hasta musicales. Eras un defensor de tus gustos. No olvidaré aquel concierto de Jarabe de Palo en Oliva. Te encantaba Pau Donés. Y me quedo con tu interpretación - porque, entre otras muchas cosas, siempre fuiste un artista, carne del mundo de la farándula (¡jajajaja!) - de muchas de sus canciones. Como Bonito. Y siempre era una incógnita saber con qué aspecto aparecerías: desde melena bisbaliana hasta rapado tipo Kojak, pasando por pelopincho espinetil. ¡Ah! Otra cosa que tampoco olvidaré nunca es la montaña de escombros de restos de gamba en tu plato en la noche de mi boda. ¡Cómo te gustaba comer! ¡Qué manera de engullir! Nunca supe dónde metías toda aquella comida.

     Hace un año. Hoy. 365 días. Ni uno más ni uno menos. Tal día como hoy, hace un año, nos dejaste el alma partida. A muchas personas. Quizás más de las que tú mismo habrías imaginado. Y todavía te recuerdo - y recordaré - cada vez que paso por la esquina de tu calle en Oliva, cada vez que voy al cine, cada vez que estoy o paso por alguno de los lugares que nos vio juntos, cada vez que tengo un problemilla informático - precisamente, nuestra última conversación telefónica fue debida a uno de ellos -, cada vez que veo o estoy con algún amigo común. Eras grande, Saoret. Y no lo digo solo por tu tamaño corporal. Dejaste huella en mí. Y en muchas otras personas. Por eso, hoy, un año después, necesitaba escribirte unas líneas para notar un poco menos el vacío de tu ausencia. Que tengas un buen día. Allá donde estés. Y, ¡cómo no!, hasta siempre, mala puta...           

       

miércoles, 14 de octubre de 2015

Ve y pon un centinela. Harper Lee. HarperCollins. 2015. Reseña





     Este pasado verano se publicó la novela perdida de Harper Lee Ve y pon un centinela, escrita en 1957. En realidad estamos ante el primer borrador de su conocida novela Matar a un ruiseñor. Un clásico que se publicó en 1960 y que ganó el Pulitzer en 1961. Hablaré de ella en las próximas semanas, pues tengo prevista su lectura para dentro de unos pocos días. El hecho de que no la haya leído todavía me impide dar una opinión clara sobre la polémica surgida en torno a la publicación de esta nueva obra.

     La cuestión es que nos encontramos ante la novela original de Harper Lee. Y Matar a un ruiseñor fue el resultado de un pulido y lavado de cara allá por 1960. Pese a que la temática es la misma en ambos casos, la nueva publicación - es decir, la original - es más clara y directa sobre el problema de la segregación racial existente en los estados del sur de los EE. UU. en la época de su escritura. Tanto es así, que los editores propusieron a Lee reescribirla para crear una obra menos polémica. Así que la autora situó los hechos dos décadas antes que en la original y difuminó ciertos aspectos para construir una novela más preparada para la sociedad del momento.

     Quizás los editores pensaron que los EE. UU. de aquellos momentos no estaban listos todavía para una novela tan arriesgada, política, feminista y realista. Una novela - la ahora publicada como Ve y pon un centinela - que, escrita por una mujer blanca del sur, se implicaba demasiado en el tema de los derechos civiles, la segregación racial, la justicia y la convivencia. Como he dicho anteriormente, el hecho de no haber leído todavía Matar a un ruiseñor - la versión definitiva de este primer borrador -, me impide decir nada más sobre el tema. Eso sí, la polémica deja abierta la posibilidad de un debate acerca de los prejuicios de la sociedad estadounidense de 1960.

     El hecho es que al situarse la acción dos décadas después que en Matar a un ruiseñor se ha dicho que Ve y pon un centinela era la continuación del clásico. Algo que choca de frente con el hecho de que la protagonista, Jean Louise - Scout -, tiene 26 años de edad en la versión recientemente publicada. Por contra, Atticus ronda los setenta, lo cual sí cuadraría con lo anterior. Dicho todo esto, y a falta de echarle los ojos a Matar a un ruiseñor, paso a reseñar la novela que hoy nos ocupa.  

     Jean Louise Finch viaja desde Nueva York hasta Maycomb para visitar a su padre, Atticus, durante sus vacaciones estivales. De 26 años, la joven irá perdiendo paulatinamente la inocencia, el idealismo y la visión que del pueblo y de su familia tenía hasta entonces. Le molestará más que nunca vivir de cara a los demás; se lamentará ante la caída de los héroes que para ella eran en el pasado su tío Jack y, sobre todo, su padre, Atticus; se horrorizará ante la existencia de organizaciones que luchan por seguir separando a los negros de los blancos; se afirmará como mujer independiente y rebelde; y luchará, como nunca, por sus ideales de justicia e igualdad.

     A través de sus diecinueve capítulos - divididos en siete partes -, el narrador, en tercera persona, presenta una serie de flasbacks a través de los cuales el pasado y el presente chocan de manera constante e ineludible. Así, encontramos momentos de alta tensión entre la protagonista y sus familiares: Atticus, tío Jack, Henry y tía Alexandra. Jean Louise sentirá cada vez más la imperiosa necesidad de huir para siempre de un Maycomb al que no entiende. Y todo ello sin darse cuenta de que esa rebeldía forma parte del necesario trayecto hacia la madurez.

     Jean Louise luchará por sus sueños contra todo aquel que se ponga en su camino, debiendo matar a partes de sí misma y de aquellos que la rodean. Algo que, por otra parte, le ocurre a la mayoría de las personas. ¿Quién no ha idealizado a sus padres, creyendo a pies juntillas que lo que estos decían era lo correcto, hasta que un buen día les ha visto caer de esos pedestales imaginarios en los que los había tenido hasta entonces, comprobando que hasta los héroes cometen errores más o menos graves? De esta manera, ese viaje de Jean Louise a Maycomb es, en realidad, un viaje al verdadero conocimiento de ella misma y de los demás. Un viaje para el que quizás no estaba preparada, pero que es necesario para comenzar a madurar.

     Una maduración que no le impide dejar de luchar por lo que cree que es justo. Exactamente como hace - y  ha hecho siempre - el resto de los miembros de su familia. Una familia que no es perfecta, pero que es y será para siempre la suya. Una familia que, pese a ser imperfecta, alumbra frases tan certeras como las dos que reproduzco a continuación y que, creo, definen a la perfección el espíritu de este relato:
a) Los prejuicios, una palabra sucia, y la fe, una palabra limpia, tienen algo en común: ambas comienzan donde termina la razón.
b) La isla de cada ser humano, Jean Louise, el centinela de cada uno, es su conciencia. 

     Estamos ante una gran novela, sin duda. Se lee de forma independiente al clásico al que precedió. Ahora, solo me resta comenzar a leer su versión definitiva: Matar a un ruiseñor.                    


lunes, 5 de octubre de 2015

Varsovia. Tras las huellas de Irena Sendler y los héroes del gueto

    



     No suelo escribir sobre mis viajes por España y el resto de Europa o del mundo. Considero que éstos forman parte de la intimidad de las personas y que deben quedar en un segundo plano a la hora de relacionarse con el resto de la gente. Sin embargo, esta vez todo ha sido diferente. La pasada semana pasé tres días en Varsovia. El objeto de mi viaje fue doble: por un lado, documentarme para dar mayor verosimilitud si cabe a una historia ya de por sí real - la segunda parte de El Círculo de las Bondades, novela en preparación en la que pretendo terminar mi particular homenaje a la figura de Irena Sendler -; por otro, visitar los lugares por donde transitó en vida y presentarle mis respetos en el lugar de su descanso eterno.

     A priori puede parecer que tres días son demasiado poco tiempo para alcanzar ambos propósitos. No obstante, cuando uno prepara con la máxima minuciosidad un viaje relámpago como el que nos ocupa, sí es posible ver todo aquello que ha decidido visitar. Eso sí, la tarea requiere una programación pormenorizada: averiguar los horarios de los museos, imprimir planos de situación de los lugares a visitar, buscar un hotel más o menos equidistante a ellos, contratar a un guía que te explique todas las cuestiones que necesitas aclarar, etc.

     Irena Sendler estuvo presa en la prisión de Pawiak. Lo cual hacía necesaria una visita a lo que queda de una cárcel en la que murieron, entre 1939 y 1944, casi cien mil personas - contando a las que fueron llevadas desde allí a Treblinka y al cercano bosque de Palmiry -. En el museo actualmente existente en la antigua prisión se pueden ver pertenencias personales de los presos, documentación, fotografías, dibujos y demás objetos, los cuales sirven para hacerse una idea de cómo era la vida allí. Una maqueta del lugar me ayudará a describirla con la máxima minuciosidad. Lo mismo ocurre con las celdas del único bloque que quedó en pie en 1944.

     Después de sobrecogerme en Pawiak llegó uno de los momentos emotivos del viaje: la visita al edificio en que vivió Irena durante la II G. M.. Se encuentra cerca del hotel, en el barrio de Wola, más concretamente en la calle Ludwiki 6. Una placa informativa avisa a los paseantes de que en el primer piso vivió la salvadora de dos mil quinientos niños judíos del gueto de Varsovia. Al lado del texto, una imagen de la homenajeada. A continuación, me dirigí a la iglesia de San Adalberto, cercana al antiguo domicilio de nuestra protagonista. Se trata de su lugar de culto habitual. Ferviente católica, Irena acudía a menudo a este recinto, que fue respetado por los alemanes cuando decidieron incendiar y destruir la capital polaca entre 1944 y 1945. Pisar los mismos desgastados ladrillos que en su día pisó ella me causó una sensación de alegría y responsabilidad difícil de explicar aquí. El día finalizó en Plocka 26, lugar donde falleció Irena en 2008, a la edad de 98 años. 

     El segundo día de mi estancia en Varsovia lo dediqué a recorrer las calles de lo que en su día fue el gueto judío. Algunos - muy pocos - de sus pavimentos y edificios permanecen todavía visibles y en pie. De la mano de una formidable guía - sin duda, la mejor que uno pudiera imaginar -, de nombre Anna, licenciada en filología hispánica y gran conocedora del tema en cuestión, visité la sinagoga Nozyk - la única de las tres existentes en aquella época que todavía se puede encontrar en funcionamiento -, el instituto de historia judía Emanuel Ringelblum - junto a la ya inexistente Gran Sinagoga de la calle Tlomackie, demolida en mayo de 1943 -, los monumentos referentes a los héroes del gueto - en Mila 18, cuartel general de la ZOB, y en la calle Zamenhofa, donde comenzó el alzamiento judío en abril de 1943 - y recorrí las céntricas plazas del Mercado y del Castillo. 

     Además, anduve por buena parte del cementerio judío de la calle Okopowa. Allí pude contemplar el monumento dedicado al genial pedagogo Janusz Korczak, que murió en Treblinka junto a los dos cientos niños de su orfanato en el desarrollo de las Aktions Reinhard. Y vi las tumbas de algunos de los rebeldes del gueto, como Marek Edelman o Michal Klepfisz, y del presidente del Judenrat, el ingeniero Adam Cherniakov, que puso fin a su vida el segundo día de las deportaciones. La visita a la Umschlagplatz o plaza de embarque, desde la que partían los trenes de la muerte destino a Treblinka, me encogió el corazón. 




     El tercer y último día en la capital polaca comenzó con otro momento muy emocionante para mí: la visita al cementerio católico Powazkowski, donde deposité unas flores y un cirio en la tumba de Irena, en la sección Q54 de beneméritos de la patria. Pasé unos minutos ante ella, en silencio, dándole las gracias por sus heroicas acciones y pidiéndole que me ayude e inspire en la tarea de contribuir a mantener viva su memoria y la de ese círculo de personas bondadosas que le asistieron en la salvación de los niños. 

     El resto del día lo ocupé en el Museo Polin, dedicado a los mil años de historia de los judíos polacos, situado entre la calle de Mordejai Anilevich, líder de la resistencia judía, y el paseo dedicado a Irena Sendler, y en el Museo del Alzamiento. El Polin es de obligada visita para quienes estén interesados en el tema que nos ocupa, pero también para cualquier turista, pues museos de tanta categoría hay muy pocos en el mundo. El despliegue de medios de todo tipo llega a dejar a los asistentes con la boca abierta. Algo parecido ocurre en el Museo del Alzamiento, ubicado en la calle Grzybowska 79. Entre otras cosas, en él puede uno recorrer una réplica de los canales por los que huían los rebeldes polacos, sobrevolar en 3D la destruida Varsovia de 1944 y observar armamentos y demás objetos pertenecientes a los insurrectos y a los nazis.

     En definitiva, tres días para recordar. Y todo ello pese a la fealdad de una ciudad reconstruida casi desde sus cenizas y la frialdad de unos ciudadanos a los que todavía les cuesta superar las sucesivas tragedias vividas en los últimos ciento cincuenta años de su historia. Años de continuas particiones, escisiones, ocupaciones, devastaciones y reconstrucciones. Un país que uno, pese a todo, aprende a amar. Y una historia que todo el mundo debería conocer y nunca olvidar.