LIBROS

LIBROS

lunes, 23 de noviembre de 2015

Truman. Cesc Gay. España. 2015. Crítica





     Sábado por la tarde. En un multicine de España -los cines de una única sala ya son historia-. Apenas una docena de espectadores en una de ellas -en las demás, donde se proyectan las grandes superproducciones hollywoodienses, prácticamente se roza el lleno-. Una película española: Truman. Dirigida por un director español: Cesc Gay (En la ciudad, 2003; Ficción, 2006; Una pistola en cada mano, 2012). Dos grandes actores: Ricardo Darín (Séptimo, 2013; El secreto de sus ojos, 2009; Kamchatka, 2002; y muchas más) y Javier Cámara (Los girasoles ciegos, 2008; Vivir es fácil con los ojos cerrados, 2013; La torre de Suso, 2007). Y un perro, Troilo, que en la película responde al nombre de Truman.

     Tomás (Javier Cámara) viaja desde Canadá hasta Madrid para encontrarse con un amigo de toda la vida, Julián (Ricardo Darín), para pasar con él cuatro días. Cuatro días con dos objetivos: despedirse de él y tratar de convencerlo de que continúe con la quimioterapia. Pronto se da cuenta de que la decisión de su amigo está tomada. Dado que la metástasis está extendida y la quimio no va a salvarle la vida, no va a volver al médico. Así, Tomás cambia el chip y se dispone a acompañar a su amigo en los últimos cuatro días que van a compartir.

     Pese a la dureza del tema de la película estamos ante un alegato de la vida. Porque Julián, a sabiendas de que va a morir, se dispone a dejar todos sus asuntos atados y bien atados. Y ello introduce de lleno en la acción a Truman, su perro y amigo fiel. No en vano, en una de las escenas le dice a Tomás: tengo dos hijos y uno de ellos se llama Truman. Una de sus grandes preocupaciones es encontrar a su hijo una familia adoptiva que le asegure unos últimos años de vida tranquilos y felices. Y su amigo le acompañará y aconsejará en todo momento en tan árdua tarea.

     En la película se plasma a la perfección la gran diferencia de reacciones de los demás hacia un enfermo terminal. Así, mientras que algunos, que se suponen amigos, compañeros o conocidos huyen y marginan al afectado, otros, en cambio, incluso con motivos para mostrar hacia él cierta indiferencia, le muestran todo su afecto y buena voluntad. Hecho este que hace pensar. Y mucho. Porque, como queda claro, nadie sabe cómo va a reaccionar ante una situación tan dramática. Lo cual puede conllevar algunas sorpresas. Positivas o negativas.

     Truman es un canto a la vida -a querer despedirse por todo lo alto, sin dejar de hacer ciertas cosas que igual no se habrían hecho de otra manera-; a la toma de decisiones personales en trances tan dolorosos como la certeza de una muerte inminente; a la amistad -lo que queda en la vida son las relaciones, le dice Julián a Tomás en otra escena-; al respeto -el que le muestra siempre Tomás-; a la valentía -porque hay que ver la manera de afrontar la situación de Julián-; a la generosidad -de Tomás, en este caso-; al darse a los demás por entero y sin condiciones; a la dignidad -incluso en el momento de decidir cómo morir, aunque el propio Julián afirma que cada uno muere como puede-; al dolor de quienes se quedan y han de sobrevivir pese a una ausencia tan querida y estimada -como les pasa a Tomás y a la prima de Julián, interpretada por una siempre iracunda, sobrepadasa y desesperada Dolores Fonzi-. Trata el tema de la muerte con gran sensibilidad, incluso con dureza, pero también con humor.      

     Y, además, huye también del final clásico y típico de este tipo de películas. No, la última escena no nos muestra la muerte de un Julián agonizante en brazos de un Tomás desesperado. No hay una frase lacrimógena final que nos haga salir de la sala entre un mar de lágrimas. No, no cae en el sentimentalismo prefabricado, barato. Para nada. Al contrario, es humana. Real. Convincente. El guión, del propio Cesc Gay y de Tomás Aragay, acierta de pleno. Incluso a la hora de mostrarnos algo tan complicado como la fuerte amistad y complicidad existente desde años atrás entre los dos protagonistas. Y ello sin recurrir a flashbacks ni dar más explicaciones que las de un presente duro y complicado.

     ¿Qué decir de los actores principales? Pues la verdad: que ambos están magníficos y que merecen, sin ningún género de duda, el Premio a mejor actor en el pasado festival de San Sebastián. Poco se puede decir a estas alturas de Ricardo Darín. Es un actor como la copa de un pino. Y en esta película da un recital inolvidable. Tanto que por momentos parece que sea el propio Darín quien esté a punto de morir. Y Javier Cámara, en estado de gracia en los últimos años, demuestra una vez más que cuando se le dan papeles serios y buenos puede estar a la altura de los mejores. En Truman está soberbio y sabe encarnar a la perfección el papel de alguien que, pese a estar viviendo un conflicto interno enorme, es capaz de cualquier cosa por amistad y generosidad.

     Truman es, por méritos propios, una de las películas del año. Y no me refiero únicamente al cine español, sino en general. Un film digno, honesto, con un guión muy bien escrito, con crudeza pero también con toques de humor, irónico, ácido y con unas interpretaciones mayúsculas. Una película altamente recomendable para los amantes del cine en estado puro que huyen de subterfugios, efectos especiales, sentimentalismos superfluos y clichés estereotipados y más vistos que "la Charito". Al salir de la sala y tropezarse con el público del resto de las salas se siente uno diferente: sabedor de haber visto una joya de película que casi nadie más va a tener el privilegio de ver. Porque no quieren, por supuesto. Ellos se lo pierden...                        


   

jueves, 19 de noviembre de 2015

Cicatriz. Juan Gómez-Jurado. Ediciones B. 2015. Reseña





     Las novelas de Juan Gómez-Jurado -de las mejores que se escriben en la actualidad- son catalogadas como literatura de ficción. Sin embargo, todas se basan en hechos reales o al menos posibles. Hecho este que les confiere mayor credibilidad por parte de los lectores. Quizá sea esta una de las claves de sus éxitos literarios. No obstante, a ello hay que unir otras variables más: su innata capacidad para escribir y describir situaciones, ambientes y personajes; su ácido sentido del humor -que se presenta incluso en las escenas más agobiantes de la trama-; o la manera que tiene de desentrañar los misterios de cada protagonista, los cuales va desmenuzando a su debido tiempo para mantener la intriga.

     Tratándose de thrillers -de todas sus novelas solo La leyenda del ladrón se puede catalogar en un género diferente (novela histórica)-, lo que acabo de decir parece de perogrullo. No, no he descubierto América. Las referencias citadas son las claves de un buen libro de intriga, misterio, etc. Escribir de esta manera parece sencillo y muchos son los autores que van pariendo historias de este estilo unas tras otras, y casi todas parecen copias de sí mismas. Vuelvo a no descubrir con ello nada nuevo bajo el sol. Pero en este caso concreto, no es así. Porque Gómez-Jurado es genuino. Fiel a sí mismo, nos sorprende con cada uno de sus trabajos. Y eso es digno de valorar.

     Cicatriz nos habla de muchos aspectos por todos -o casi todos- conocidos: las mafias rusas que se dedican a sucios negocios por todo el mundo (en este caso, Chicago); las páginas de internet dedicadas a la búsqueda de mujeres eslavas jóvenes y dispuestas a casarse con ricos (y necesitados) occidentales (aquí, Irina y Simon); la presencia en sus países de excombatientes medio locos tras haber vivido experiencias traumáticas a miles de kilómetros de sus hogares (es más conocido el caso norteamericano en relación a Vietnam, pero en Cicatriz se nos presenta el de El Afgano); el amor hacia un hermano que padece trisomía del 21 (o síndrome de down, enfermedad de Arthur, hermano de Simon); o las miserias familiares por causa del alcoholismo y los malos tratos (la familia de Simon).

     Por supuesto, no me olvidaré de citar a los avances tecnológicos, cuyo valor sobrepasa el científico y hace que los hombres sean capaces de cometer los actos más inmorales que uno pueda imaginar. LISA es el gran invento del futuro del que ya se habla en la actualidad -y, para muestra, este botón-: el típico artilugio que bien usado puede hacernos la vida mucho más fácil y cómoda pero que si cae en manos erróneas puede acabar con el mundo tal y como es conocido. Podrá el lector de esta reseña pensar: ¡bah, más de lo mismo! Pues no. Porque para que no sea más de lo mismo cuenta el autor con su gran baza: su maestría a la hora de enlazar los temas, las situaciones, los pensamientos, las causas y las consecuencias.

     Simon Sax es un ingeniero informático que ha dedicado su vida a cuidar de su hermano Arthur y a desarrollar a su gran pasión, LISA. Se trata de un hombre solitario, inmaduro y poco preparado para cualquier aspecto de la vida cotidiana que no tenga que ver con la informática o la enfermedad de su hermano. Por eso es tan importante para él su gran y único amigo: Tom. Mucho más decidido y desenvuelto que él, se ocupa de intentar vender el invento de Simon a alguna empresa puntera del sector informático. El objetivo: hacerse millonarios.

     Absorbido por el trabajo, y consciente de la posibilidad de convertirse pronto en un rico solitario -Infinity, la empresa del todopoderoso Myers, está dispuesta a apoyar su trabajo (o a quedarse con él)-, decide que no desea ser únicamente querido por famoso y millonario, por lo que se propone encontrar pareja antes de que ello ocurra. ¿Dónde encontrar a la mujer de sus sueños? En internet. Así, conoce a Irina, una joven y bella ucraniana que le cambiará la vida. Y ahí, precisamente, comienzan los problemas. Porque Irina esconde una historia personal dominada por la tragedia, el horror y un solo objetivo en la vida: vengar la muerte de su familia.

     Cómo Irina sobrevive a la tragedia familiar, conoce a El Afgano y prepara su venganza es algo que deberá descubrir el lector. Cómo logra encontrar a los asesinos a los que desea dar caza, también. Y cómo se relaciona en la vida cotidiana con su futuro prometido (Simon) se puede casi adivinar. Lo apasionante de la novela es, sin duda, cómo el autor va enlazando los temas y envolviéndonos en su tela de araña, hasta dejarnos pegados a sus páginas. Porque, como en sus obras anteriores, Gómez-Jurado nos deja sin aliento y sin capacidad para soltar el libro.

     Aunque me parece mejor novela su anterior obra, El paciente -como todas las demás (a excepción de La masacre de Virginia Tech, una copia de la cual ya tengo sobre mi mesa), reseñadas en este mismo blog-, Cicatriz es digna de ser leída y disfrutada por la legión de fans que siguen a un autor que cada día cuenta con más y más fieles. Su buen hacer literario, su cercanía en redes sociales y el hecho de saber vender muy bien sus productos le han catapultado por méritos propios a la cima de la literatura española contemporánea. Eso sí, de todas sus obras, me sigo quedando con La leyenda del ladrón. ¿Para cuándo otra novela histórica?   

     


lunes, 16 de noviembre de 2015

Matar a un ruiseñor. Harper Lee. Ediciones B. 2009. Reseña





     Harper Lee (nacida en Monroeville, Alabama, en 1926) está de plena actualidad desde que este verano se publicara la ya reseñada en este blog Ve y pon un centinela, la novela original, rechazada por sus editores en su momento, una de cuyas tramas secundarias dieron origen a uno de los grandes clásicos de la literatura del siglo XX: Matar a un ruiseñor. Novela que se publicó en 1960, ganó el Premio Pulitzer en 1961 y fue adaptada a la gran pantalla por el director Robert Mulligan en 1962. Una película que también se catapultó por méritos propios como otro clásico del cine y que fue premiada con dos Óscars: mejor intérprete masculino (Gregory Peck) y mejor guión (Horton Foote).

     Jean Louis Finch, a la que todos conocen en Maycomb como Scout, relata en primera persona dos años de su infancia -entre los 6 y los 8 años de edad-, en los cuales el suceso más importante fue cuando su padre, Atticus, defendió a Tom Robinson, un joven de color acusado de agredir sexualmente a una joven blanca. Los hechos, ambientados en la década de 1930 en un estado del sur de los EE. UU., retratan la sociedad de aquella época, marcada por los prejuicios raciales y sociales, la total desconfianza hacia lo diferente, la rigidez de las relaciones familiares y vecinales y un sistema judicial para el cual la población de color no era, ni por asomo, igual a la blanca.

     Pese a ser una novela de ficción, la autora se inspiró en un suceso real acaecido en Scottsboro, ciudad cercana a su Monroeville natal, del que fue testigo indirecta también a temprana edad -como le sucede a Scout en esta novela-. Tras ser rechazada Ve y pon un centinela por sus editores -consideraron que sería una novela polémica y poco apropiada en aquel momento, sobre todo teniendo en cuenta que estaba escrita por una mujer - Lee decidió reescribirla por completo, utilizando una trama secundaria, situarla una década antes y guardar en un cajón la original rechazada.

     Amiga personal de Truman Capote, Lee se retiró del mundanal ruido tras ganar el Pulitzer y alcanzar fama mundial. No obstante, en 2007 recibió la Medalla Presidencial de la Libertad de Estados Unidos por su corta pero genial carrera literaria. La polémica llegó este 2015, cuando se decidió publicar la obra original sin -parece ser- el consentimiento de una Harper Lee enferma e incapacitada para la toma de decisiones. ¿Es lícito publicar una novela perdida desde hace más de cincuenta años? ¿Habría sido mejor dejar perder para siempre una obra maestra de tal magnitud?

     Polémicas al margen, Matar a un ruiseñor -y también su original- nos hablan de una época en la que unos pocos hombres, como Atticus Finch, debieron asumir un papel para el que la mayoría de mortales no estaba preparado: la defensa del honor y de la vida de las personas de color. Una época en que la conciencia de estos hombres alumbró a una sociedad que poco a poco iría venciendo sus atrasos y debilidades. Porque Atticus, que en ocasiones flaquea respecto a las peticiones de sus hijos, permanece rígido ante las injusticias de sus conciudadanos hacia quienes son diferentes.

     Y por diferentes debe entenderse no solo a los negros sino a cualquier vecino que se saliera de la norma establecida. Finch respeta absolutamente a todos sus vecinos y vecinas, los acepta tal y como son, sin pretender cambiarlos en ningún momento, y se esfuerza en que sus hijos sigan su camino. La paciencia para explicar a sus vástagos cómo deben comportarse en la vida es uno de los pilares de su personalidad. Sin duda, estamos ante un ser entrañable donde los haya. Un personaje capital en la literatura contemporánea. Y, como demuestra en las escenas del juicio de Tom Robinson, de una locuacidad recta y exquisita.

     La novela consta de dos partes, aunque -por ponerle una sola objeción- podría haber sido más acertada la posibilidad de que tuviera tres. En la primera se presentan los personajes y los casos particulares de Boo Radley -otro conciudadano que se sale de los clichés típicos de los años treinta norteamericanos- y Tom Robinson. En la segunda se describen el juicio y sus consecuencias. Quizá esas consecuencias podrían haberse presentado en una tercera parte: el post juicio. Pero, ¿quién es servidor para aconsejar a toda una Premio Pulitzer? Pues eso.

     Matar a un ruiseñor nos transmite varias enseñanzas a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas. A saber: que la conciencia de las personas debería ser nuestra guía particular en este mundo; que en ocasiones las personas misteriosas no son tales sino que su misterio radica precisamente en nuestra propia mente; que hemos de ser capaces siempre de ponernos en el lugar de aquellos a quienes consideramos diferentes; y que juzgar sin conocer en realidad a los demás -y a sus circunstancias- es un grave error que todos deberíamos tratar de evitar en la medida de lo posible.

     Para terminar, debo recomendar el visionado de la película -como siempre, menos explicativa que la novela, pero también de gran valor- y la lectura de Ve y pon un centinela, novela que puede considerarse como borrador, como secuela o -a tenor de las informaciones- como precuela de la reseñada. 
           
         

jueves, 5 de noviembre de 2015

Y de repente, Teresa. Jesús Sánchez Adalid. Ediciones B. 2014. Reseña





     Con motivo del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, el reconocido autor de novelas históricas Jesús Sánchez Adalid recibió la petición del padre Emilio Martínez, vicario general de la orden Carmelita Descalza, de escribir una nueva obra sobre la figura de la santa de Ávila. Pese a la enorme responsabilidad que ello conllevaba, el padre -porque, para quien no lo sepa, Adalid es párroco en una pequeña ciudad extremeña- decidió aceptar la propuesta y se puso a documentarse sobre tan insigne protagonista.

     Dado que en la obra aparecen personajes reales de la España de la segunda parte del siglo XVI, algunos de ellos tan conocidos como la propia Teresa, la tarea de documentación fue ardua e intensa. Hasta tal punto que el propio autor ha manifestado que es el mayor esfuerzo de investigación y documentación que he hecho desde que empecé a escribir novelas. De manera que, si ya de por sí, los trabajos de este magnífico escritor cuentan con una vasta documentación, uno no puede llegar a saber cuántas horas habrá invertido en este nuevo y duro trabajo.

     Sin duda, Teresa de Jesús fue una mujer adelantada a su tiempo. No solo por sus tareas cotidianas de fundación y predicación, sino en el sentido de la valentía, la fortaleza y la intrepidez. Como resalta Adalid en esta novela, no dudó nunca de su fe, ni de sus métodos ni de su misión en este mundo. Pero, además, ello tuvo lugar en un momento -el siglo XVI- en que las mujeres no debían destacar en ninguna faceta que no fuera mantener una casa y una familia. En cambio, Teresa no solo no siguió la norma, sino que se aventuró a desafiar a la mismísima Santa Inquisición, que siempre anduvo tras ella. Alumbradismo, dejadez y excesivo atrevimiento fueron sus causas.

     Y es que la vida y los escritos de Teresa constituyen una defensa permanente del derecho de la mujer a pensar por sí misma y a tomar sus propias decisiones. Su Libro de la Vida fue incluido en la lista de libros prohibidos por el Santo Oficio, lo cual no amedrentó a una mujer para la que la muerte en la hoguera no sería más que el camino más directo para reunirse al fin con Su Amado, como ella misma definía a Dios, de quien se declaraba siempre fiel esposa. Sus éxtasis y su atrevimiento para contarlos por escrito le granjeó no pocos enemigos. Enemigos poderosos que bien podrían haber puesto fin a su vida. Pero la providencia, quizás, se encargó de que ello no ocurriera.

     Personajes tan ilustres como fray Luis de León o el obispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, fueron presos por la Inquisición. Y otros, como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola o Francisco de Borja, fueron también objeto de las sospechas y subsiguientes pesquisas por parte de una Inquisición que veía nacer focos de alumbrados por doquier. ¡Qué no iban a hacer, pues, con una mujer! El inquisidor general, el cardenal Espinosa; don Rodrigo de Castro, jefe inquisitorial de Madrid; y Sancho Bustos de Villegas, gobernador de Toledo, tenían ya preparados los documentos para apresar a la futura santa. Pero la muerte del cardenal Espinosa y su sustitución por Gaspar de Quiroga, el único de los citados que realmente conocía en persona a Teresa e intercedió por ella, lo impidieron.

     La novela trata básicamente de uno de los temas menos conocidos de la vida de la monja: la persecución a la que la sometió la Santa Inquisición. Desde Ávila hasta Sevilla, pasando por el resto de lugares en donde esta consiguió, no sin antes vencer multitud de negativas y obstáculos, fundar pequeños conventos que debían vivir únicamente de la limosna. Pastrana y Toledo fundamentalmente. Lugares, todos ellos, donde dejó huella en sus habitantes: para bien en la mayoría de los casos; para mal, en otros pocos. Y es que la envidia ya era, por aquella época, uno de los deportes nacionales españoles.

     Uno de los capítulos que más llama la atención de Y de repente, Teresa es el que hace referencia a las relaciones entre la protagonista y la princesa de Éboli. La futura santa consiguió fundar un convento en Pastrana de la mano de la princesa. Pero la segunda quiso inmiscuirse demasiado en el funcionamiento interno del mismo, lo que provocó distensiones y disputas entre ambas. Huelga decir que Teresa, lejos de amilanarse, volvió a salirse con la suya. Pero eso deberá leerlo el interesado en la historia.

     Fray Tomás y su acompañante Monroy serán los designados por el Santo Oficio para indagar en la vida de la de Ávila. A través de sus pesquisas consiguen información interesante. Como su ascendencia judía. Algo que servirá para ampliar las investigaciones y estrechar el cerco sobre ella. Sin embargo, la referida divina providencia hará que todo cambie merced a la muerte del cardenal Espinosa justo cuando se iba a cursar la orden de detención en Sevilla. La historia de Fray Tomás y de Monroy también es digna de ser leída. 

     Como siempre, con su lenguaje característico, su narración amena y su extensa documentación, Sánchez Adalid consigue, con esta novela también, entretener, divertir, enseñar historia -y hasta teología- y, lo más importante, impartir un mensaje en el que los valores se hacen presentes en cada una de sus páginas. La honestidad, la bondad y la solidaridad se imponen a las fuerzas del mal, por mucho que estas se disfracen en ocasiones de supuestos defensores del dogma y de la fe de la cristiandad. De nuevo, estamos ante una gran novela que servidor no puede dejar de recomendar a todo buen lector que se precie.      

                  

martes, 3 de noviembre de 2015

Diario del levantamiento de Varsovia. Miron Bialoszewski. Alba Editorial. 2011. Reseña





     Miron Bialoszewski tenía diecisiete años cuando los alemanes invadieron Varsovia. Y veintidós cuando, en 1944, los grupos de insurgentes de la capital polaca se levantaron contra la opresión nazi. Escribió sus memorias contando los acontecimientos relacionados con dicho levantamiento a los cuarenta y cinco años, es decir, más de veinte años después. Ese fue el tiempo que le costó terminar de asimilar todo lo ocurrido, ordenar sus notas y reunirse con familiares, amigos y conocidos para subsanar pequeños errores de memoria. El resultado, como cabía esperar, valió la pena.

     Bialoszewski relata los sucesos con un lenguaje llano, plenamente comprensible para todo el mundo y con bastante frialdad, algo que provocó que le llovieran críticas desde diversos sectores de la opinión pública polaca, que lo acusaron de vulgarizar y desdramatizar la guerra. Él, en cambio, explicó que no se adentró demasiado en su interior porque no pudo hacerlo de otro modo: en realidad, lo vivíamos así. Y aquellas vivencias solo pueden transmitirse de forma natural, sin artificios. Estuve más de veinte años sin poder escribir sobre lo que pasó. A pesar de que quería hacerlo. Y de que hablaba de ello.

     Como era de esperar, nos encontramos un relato descorazonador. Y es que los varsovianos que vivieron aquel triste episodio lo hicieron básicamente bajo tierra: escondidos en canales, sótanos y refugios. Todo ello, ante la constante presencia de morteros, artificieros, bombarderos, ametralladoras, artillería y lanzallamas. Porque los nazis se propusieron destruir la ciudad por entero. De hecho, según diversos estudios, se ha demostrado que casi el ochenta por cien de la ciudad conocida en 1939 desapareció durante la guerra. Pocos fueron los edificios que no sufrieron ningún desperfecto. La visión común en las calles de la ciudad era varios metros de escombros, muerte y destrucción.

     El levantamiento se dio el uno de agosto de 1944, cuando los rusos estaban al otro lado del Vístula y los alemanes comenzaban su retirada. Una retirada, eso sí, muy lenta y con un objetivo claro: no dejar piedra sobre piedra en Varsovia. Los insurgentes se sublevaron porque, pese a entender que el dominio nazi estaba a punto de acabar, los rusos estaban apostados cómodamente a la espera de entrar en la capital y hacerse con lo poco que dejaran sus enemigos. Obviamente, lo último que deseaban los polacos era que un poder sustituyera al otro. De modo que el levantamiento fue la única salida ante una situación límite.

     Bialoszewski narra cómo lograba pasar de unos sótanos a otros más seguros cuando los anteriores eran destruidos o descubiertos por los alemanes. Y transmite a la perfección el agobio y la agonía de unos ciudadanos que no tenían momentos de tregua. El levantamiento duró 63 días, hasta que sucumbió ante el poder nazi, debilitado pero no tanto como para no poder terminar con una resistencia tenaz pero muy débil. Cabe destacar las distintas reacciones de las personas ante situaciones tan complicadas. Así, mientras que algunos compartían lo que poco que tenían - la mayoría, para sorpresa del lector -, otros actuaban de forma egoísta, tratando de mantenerse con vida al precio que fuera.

     El diario desgrana cómo los insurgentes van ganando y perdiendo terreno según avanzan los días. Cualquier triunfo, por pequeño y poco duradero que fuera, era acogido con entusiasmo por los cada vez menos supervivientes. Familias separadas - en el mejor de los casos -; amigos perdidos y, en pocas ocasiones, recuperados; desconocidos bondadosos y piadosos; valientes jóvenes; y otros derrotados y sin ganas casi de vivir componen un mural de sentimientos tales que cuesta no meterse de lleno en su piel. Y sufrir con ellos. 

     Aspectos tan fundamentales y fáciles de conseguir para la totalidad de los mortales como hacer sus necesidades con tranquilidad, ir a recoger agua de dondequiera que brotara, encontrar algo de comida entre las ruinas, el polvo y los incendios o limpiarse, dormir y asearse se convirtieron para esta especie de cavernícolas modernos en toda una odisea, a veces imposible de alcanzar. La vergüenza y el sentido del pudor hubieron de desaparecer para dejar paso a la única preocupación: calcular el agua y la comida necesarias para seguir con vida, aunque fuera solo un día más.

     En uno de los fragmentos escribe Bialoszewski: Porque te preocupabas por los tuyos. Por los que estaban al lado pero un poco más lejos te preocupabas menos, aunque algo. Por los que estaban aún más lejos pero en el mismo edificio, te preocupabas aún menos pero seguías preocupándote. ¿Y por el edificio vecino? ¿Y por los de enfrente? No es que nos preocupáramos mucho. En una situación tan dramática: ¿quién no narraría lo ocurrido con frialdad? Cuando lo que está en juego es la propia supervivencia la sangre fría debe primar. ¿Quién culparía a una madre que le dice a su hijo: No llores más, vas a morir de todos modos?