LIBROS

LIBROS

lunes, 18 de diciembre de 2023

La dependienta. Sayaka Murata. Duomo Ediciones. 2019. Reseña

 




    La escritora japonesa Sayaka Murata logró en 2016 el Premio Akutagawa, el más prestigioso de su país, por su décima novela, titulada La dependienta. Además, ese mismo año, la revista Vogue Japan la nombró Mujer del Año. Feminista y gran luchadora por la igualdad de género, nos presenta en esta novela a Keiko Furukura, una mujer soltera de 36 años que lleva media vida trabajando a tiempo parcial en una konbini, supermercado japonés que abre las 24 horas del día. Allí ha encontrado lo que considera que es la normalidad. Al menos, su normalidad. Lo que comenzó, a sus dieciocho años de edad, como una manera como cualquier otra de pagarse los estudios universitarios en Tokio acabó por convertirse en su manera de estar en el mundo. Terminó su carrera, pero siguió trabajando en la tienda como dependienta porque considera que no sirve para otra cosa porque, de alguna manera, ha nacido para ser dependienta. Y solo allí encuentra la alegría, la felicidad y la motivación para seguir adelante con su vida.

    ¿Cuál es el problema, pues? Los convencionalismos sociales, que exigen a una mujer de su edad estar casada y tener hijos o, en su defecto, ser económicamente autosuficiente gracias a un trabajo realmente estable y mucho mejor remunerado. Según pasa el tiempo, su familia, sus amistades y su reducido círculo social van amargando su existencia, incapaces de entender el modo de vida que lleva la todavía joven Keiko. Nadie aprueba que tenga un trabajo como ese a su edad, que jamás haya tenido ni pareja ni relaciones ni que viva sola y dedicada casi en exclusividad a un trabajo que, pese a no estar muy bien remunerado, le da para seguir viviendo independiente y sin pedir nada a nadie. La dependienta es, pues, una novela sobre lo difícil que resulta a veces formar parte de un mundo que no te entiende y al cual tampoco tú entiendes. Y, por supuesto, un alegato de la libertad. Especialmente, de la libertad femenina. Porque nadie debería juzgar jamás el modo de vida de nadie, siempre que este no sea dañino para los demás.

    Y Keiko, a la que todo el mundo conoce por su apellido, Furukura, en la tienda en la que lleva dieciocho años trabajando --ya no queda nadie de cuando comenzó a trabajar allí--, no solo no hace daño a nadie sino que atiende a la tienda, a los clientes y a los compañeros y compañeras siempre con una sonrisa en la cara. Especialmente a los nuevos empleados, a quienes enseña su trabajo con una paciencia y una atención admirables. Siempre con los cuatro sentidos en todo lo que tiene que ver con la tienda, es prácticamente una encargada en la sombra. Aunque en ese momento su jefe sea ya el octavo hombre en dirigirla. Ocho hombres por ninguna mujer. Porque las mujeres, salvo muy contadas excepciones, están para casarse, criar hijos y vivir a la sombra de sus maridos. Y todo lo que se salga de eso resulta a todo el mundo raro, anormal y hasta asqueroso. Y Keiko no entiende esa normalidad. Sabe que no encaja en el mundo que la rodea, en la sociedad, pero sí en la tienda. Allí, por cierto, hay dependientes masculinos y femeninos.  

    Así, La dependienta nos presenta una visión hilarante, asombrosa, precisa, absurda, audaz y hasta cómica de las expectativas de la sociedad hacia las mujeres solteras. Una crítica furibunda a la tradicionalmente machista sociedad japonesa --y no solo a la japonesa-- y al papel que juegan en ella las mujeres. Una sociedad que considera a quienes no siguen esa impuesta normalidad inmaduros, no adultos e incluso socialmente inútiles. Esto le dice Shiraha, el protagonista masculino de la historia, a Keiko: Si sigues trabajando por horas, te harás mayor y nadie querrá casarse con una virgen madurita. Das asco. En la Edad de Piedra, las mujeres maduras que no podían tener hijos acababan merodeando por la aldea como almas en pena, solteras para siempre. No eran más que un lastre para la comunidad. El mundo en el que vivimos es la Edad de Piedra disfrazado de sociedad moderna. La estructura social no ha cambiado en absoluto.

    Pero la crítica social que presenta la novela se hace extensible también a los hombres. Shiraha, de nuevo, arroja luz sobre este hecho: Cuando los hombres terminamos los estudios debemos encontrar trabajo, cuando tenemos trabajo debemos ganar más dinero, cuando ganamos dinero debemos casarnos y tener hijos. Las mujeres lo tenéis mucho más fácil. El mundo no ha cambiado nada desde la Edad de Piedra. Las personas que no aportan nada a la comunidad son marginadas, reciben toda clase de presiones y coacciones hasta que, al final, se les expulsa. Si no puedes seguir el ritmo de los demás, estás perdido. ¿Por qué trabajas por horas si tienes más de treinta años? ¿Por qué nunca has salido con nadie? Incluso te preguntan por tus experiencias sexuales como si fuera lo más normal. Pero las de pago no cuentan, ¡te dicen riendo! No molesto a nadie, solo formo parte de una minoría y, a pesar de ello, se creen con derecho a violarme. 

    Aunque Keiko se siente identificada con buena parte de lo que le comenta Shiraha, sin embargo, se siente también atacada y menospreciada por él, y hasta hace notar que me pareció incoherente que Shiraha, que hasta entonces estaba disgustado por las críticas que recibía, me atacara con aquellos reproches procedentes del mismo sistema de valores que tanto lo hacía sufrir. Supongo que a una persona que se siente violada le gusta arrojar a los demás los argumentos que utilizan en su contra. ¡Qué gran frase! ¡Y cuánta carga psicológica y cuánta verdad incluye! La famosa doble vara de medir. ¡Incluso por parte de quienes son medidos de manera tan cruel y despiadada! Y, no obstante, Keiko, pese a sentirse mal tras las palabras de Shiraha, trata de aconsejarle: Yo creo que lo más honesto con tu sufrimiento es que te enfrentes al mundo cara a cara y dediques toda tu vida a obtener la libertad. Y añade: si el mundo está en la Edad de Piedra, actúa según las normas de la Edad de Piedra. Si te disfrazas de persona normal y te comportas según el manual, nadie te echará de la comunidad ni te tratará como si estuvieras de más. Tienes que intentar ponerte el disfraz de persona normal e interpretar al personaje imaginario llamado persona normal.

    De esta manera, La dependienta es la historia de dos seres inadaptados. Y hace hincapié en el caso de Keiko. Una Keiko que ya desde joven había dado señales de ser rara a ojos de los demás. Su familia intentó curarla llevándola a un psicólogo. Pero nada funcionó. Pese a tener una carrera universitaria y a haber crecido solo trabajar en la tienda la hace feliz. Reconoce que la vida que llevaba antes de nacer como dependienta de una tienda está envuelta en una nebulosa y no la recuerdo claramente. Los ruidos de la tienda la reconfortan, y acude a ellos incluso en las jornadas y horarios que pasa alejada de ella. Trabaja ya de forma automática y allí se siente una pieza que forma parte del engranaje del mundo: es curioso que una universitaria, un joven músico, un trabajador por horas, un chico que cursaba el bachillerato nocturno y otras muchas personas pudieran convertirse en aquellas criaturas uniformadas llamadas dependientes.      

    Ni yo misma sabía por qué solo podía trabajar en una tienda y no aspiraba a obtener un empleo fijo. La tienda disponía de un manual impecable y me desenvolvía muy bien como dependienta, pero no tenía ni idea de cómo ser una persona normal en un lugar sin manual de instrucciones, asegura Keiko en un momento de la historia. Y pienso que todo el mundo nos hemos sentido de esa misma manera en muchos momentos de nuestra vida. Pienso también que cada persona debe ser libre para elegir su camino hacia la felicidad. Y que nadie es más que nadie. Sobre todo para aconsejar a los demás. Porque, mucho más a menudo de lo que podamos pensar, lo que es útil para ti no lo es para otro. O al revés. Y nadie debería sentirse ni ser excluido de la sociedad por el simple hecho de no seguir unos convencionalismos que nos suelen convertir en borregos más que en personas. Y, hablando de tiendas, no hay más que verlas en el black friday o en víspera de Navidad para corroborar esta última afirmación. Porque creo que las únicas tiendas que deberían llenarse, todos los días además, son las librerías.   


lunes, 4 de diciembre de 2023

El librero Vollard. Pierre Péju. Ediciones Témpora. 2004. Reseña

 




    Conocí la existencia de Pierre Péju y de su obra El librero Vollard a través de uno de esos libros que tanto gustan a los bibliófilos por el hecho de que hablan de otros libros. Hasta entonces desconocía por completo que el autor, nacido en Lyon en 1946, es filósofo y ensayista además de novelista. Ha escrito más de una docena de obras, entre las que destacan varias novelas y ensayos sobre temas tan diversos como la interpretación de cuentos y el romanticismo alemán. Enseña filosofía en la Escuela de Francia y es director del Colegio Internacional de Filosofía de París. El librero Vollard, su obra más conocida, la más aclamada por la crítica, que le valió uno de los premios literarios más prestigiosos de su país, el Prix du Livre Inter en 2003, se convirtió en un fenómeno de ventas en su país hace dos décadas de la mano de Ediciones Gallimard. En 2004 Ediciones Témpora decidió traducirla --trabajo a cargo de Cristina Zelich-- y publicarlo en lengua castellana. 

    Como era de prever, la novela es un homenaje a los libreros, a los libros y a la literatura en general. Construida de forma sencilla --tres partes diferenciadas que engloban quince capítulos-- y utilizando a menudo la prosa poética, narra las vidas de unos personajes, tres principales y otros secundarios, que se caracterizan por una infancia repleta de dificultades y de una adultez de una soledad absoluta. Tan absoluta que, de una u otra forma, todos ellos rozan la alienación e incluso la enajenación. Más abajo volveremos a tratar los temas de la infancia complicada y la soledad. De momento, me quiero detener en algo que concierne al texto en sí. A cómo el autor nos presenta la historia. Al modo en que nos la hace sentir mientras la leemos. La manera que tiene Péju de narrar la forma que tienen sus personajes de convivir en un mundo que a menudo les es ajeno llega a conmover, a  emocionar, a sobrecoger. A desgarrar.

    La historia nos presenta a Eva, una niña de diez años, que sale corriendo del colegio ante una nueva tardanza de su madre, Teresa, que no trabaja pero necesita huir cada día de su monótona vida, buscando una fuerte dosis de olvido solitario, un gran trago de indiferencia pura. Casi siempre llega tarde a recoger a su hija, que finalmente se cansa y, asustada, corre sin mirar hacia atrás. Ni hacia los lados. Hasta que la camioneta de Étienne Vollard, cargada de libros --los lee, los compra, los vende, y vive con ellos--, choca contra ella y la atropella. A Vollard, macizo, grande, voluminoso, no le gusta conducir, pero para el transporte de libros antiguos, de libros de ocasión que a veces va a comprar lejos, en otra ciudad, está obligado a utilizar su camioneta. Después de tratar de asimilar que deberá aprender a vivir con la idea de que ha atropellado, y quizá matado, a una niña, va al hospital para ver cómo se encuentra la pequeña. Y casi no se separa de ella. 

    Teresa lleva diez años haciéndose a la idea de que es madre de una niña. Mientras su hija está en la escuela ella conduce durante horas o coge trenes para perderse en ciudades, calles o centros comerciales, sentirse anónima y libre, evadirse de una realidad solitaria que no puede aceptar. Madre soltera, reflexiona sobre que cuando Eva era un bebé, conseguir hacer lo que debe hacer una verdadera madre era casi más fácil. Ahora es una hermosa chiquilla. Crece rápido. Pronto, por suerte, podrá quedarse sola, arreglárselas. Y Teresa lucha con fuerza contra el deseo envenenado de no regresar jamás. De huirY le espeta a Vollard, quien se esfuerza pero no logra entenderla, que estuve terriblemente sola. Únicamente las mujeres solas con un bebé pueden comprender. La presencia de un hijo hace que la soledad se vuelva dura como una piedra. Por eso, solo ansía que Eva crezca para poder dejarla vivir su vida y poder ella misma vivir la suya.

    Vollard, que recuerda por su memoria prodigiosa, su vasto conocimiento de obras y autores y su gran amor a los libros al famoso Mendel de Stefan Zweig, siempre ha leído compulsivamente. Desde una infancia y una adolescencia de soledad y maltratos escolares en la que la lectura fue su único refugio. Una época de su vida descrita con bastante detalle en la segunda parte de la novela, en la que se destaca su aspecto físico --todos se ríen de él y le llaman gordinflón--, su extraordinaria memoria --que despierta a la vez celos y fascinación-- y su inquietante y misteriosa aureola de soledad. Hasta que, con los años, esa pasión se convirtió, además, en su sustento. El Verbo Ser es su librería de libros viejos y de ocasión. Un refugio ya no infantil ni adolescente, sino adulto. Una adultez también solitaria, retirada, aislada del mundo. Ajena a él. Como el Meursault de Camus en El extranjero. Como el Cauldfield de Salinger en El guardián entre el centeno. Como el Maxley de Williams en Solo la noche. 

    Y, sin embargo, y a diferencia de los casos expuestos justo arriba, Vollard se muestra empático y humano. Al menos con la pequeña --aquel pequeño cuerpo inerte encarnaba una soledad espantosa que reconocía como el inverso exacto de su propia soledad--. Porque Eva sobrevive, despierta del coma que padecía y muestra signos de recuperación. Camina, bebe y come. Incluso abandona el hospital. Y es trasladada a un centro especializado en la parte alta de la ciudad, cerca de las montañas. Vollard no se separa de ella. Primero, en el hospital, donde, siguiendo las indicaciones y recomendaciones de doctores y enfermeras, y ante la pasividad y despreocupación de una indolente e impotente Teresa, contribuye al despertar de la niña a base de recitarle cuentos de memoria. Más tarde, en el centro, desde donde la lleva de excursión al monte y al río. Soledad de soledades: un hombre solitario ocupándose de una niña solitaria desatendida y dejada de lado por su madre solitaria.

    La novela transcurre entre las quejas de una Teresa que reconoce que era una niña sola que tiene una niña, con ese permanente deseo de ir a otro lugar, de buscar otra cosa, de huir, y que, ahora que Eva está tan enferma estará siempre con ella, para siempre pegada a ella, por tanto, con la desesperada imposibilidad de marcharse a ningún otro lugar, y, por contra, un Étienne que, por momentos, piensa que Eva se convertía en el hijo que no había tenido, que no tendría jamás, de ninguna mujer. Me necesita como yo necesito ese vapor del nacimiento que flota en torno a él. En efecto, Eva se convertía también en el niño que Vollard había sido, el que hubiese podido ser, en un inaccesible pasado. En este sentido, Teresa y Étienne se transforman en dos solitarios contrapuestos. Ella, una solitaria que se evade de sus responsabilidades como madre. Él, un solitario que, quizá movido también por la culpa, asume muchas más responsabilidades de las que debería. Dos caras opuestas del mismo problema.

    El librero Vollard no tiene grandes expectativas. Sin grandes alardes, con las palabras justas pero necesarias, se limita a contar, a narrar, a describir las distintas formas que tienen las personas de afrontar la soledad y de tratar de vivir con ella. De las maneras que tienen de llenar esas carencias afectivas con libros, viajes, paseos, asistencia a grandes almacenes, etc. De lo muchísimo que marcan las infancias difíciles. De la imposibilidad de ser adultos completos en determinados casos. De lo fácil que es hablar de los demás sin conocer las circunstancias de su pasado. Incluso de su presente. De la impotencia que se puede sentir cuando, pese a ser un virtuoso de las palabras, de conocer el enorme poder que estas poseen, no se alcanza a asimilar las problemáticas que se nos van presentando en la vida cotidiana. Una novela magnífica, en definitiva, que me recuerda, por su simplicidad, además de a las ya reseñadas con anterioridad, a La elegancia del erizo, la famosa novela de la también autora francesa Muriel Barbery. Y es que en ambas novelas hay mucho de filosofía.