LIBROS

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lunes, 26 de febrero de 2018

La invención de Morel. Adolfo Bioy Casares. Clásicos del siglo XX de El País. 2003. Reseña





     Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que he sido condenado injustamente. El protagonista de La invención de Morel escribe una especie de diario a modo de legado de su existencia, estancia y muerte en una isla abandonada en algún lugar del océano Pacífico. Se trata de un fugitivo que trata de escapar de la acción de la justicia para asentarse en la que creía una isla inhabitada y, por tanto, tranquila.

     El problema es que no está solo en la isla. Un día ve a una mujer asomada a una colina y se enamora de ella de inmediato --ya no estoy muerto, estoy enamorado, escribirá en su diario poco después de aquella extraña y maravillosa visión-- hasta el punto de estar dispuesto incluso a dar la vida con tal de poder hablarle en persona. Tarea que pronto se le antojará misión imposible. Además de estar acompañada por otros personajes, ninguno de ellos parece verlo ni advertir su presencia. Aspecto que inquietará sobremanera a un fugitivo que pasará de esconderse a tratar de dejarse ver por los otros pobladores de la isla.

     Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-99) está considerado uno de los grandes escritores argentinos y en lengua castellana. Se casó con la también escritora Silvina Ocampo y colaboró muy activamente con Jorge Luis Borges, a quien dedicó varios trabajos, entre ellos, La invención de Morel. Fue un adelantado a su época, destacando en la literatura policial, fantástica y de ciencia ficción. En este sentido, conviene resaltar que la obra reseñada fue publicada en 1940, cuando el género fantástico y de ciencia ficción todavía daba sus primeros coletazos. De ahí que se le considere uno de sus principales precursores.

     Escrita a una edad muy temprana --26 años--, La invención de Morel es a la vez una novela de aventuras y de fantasía que reflexiona con hondura sobre temas como la soledad, el amor y la inmortalidad. La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene, escribió una vez Borges. Y su amigo y compañero Bioy Casares añadió que la eternidad es una de las raras virtudes de la literatura. Y en la novela encontramos mucho de ambas afirmaciones. Porque, para el fugitivo, escribir es una especie de redención, de preparación para la eternidad, para la inmortalidad. El objeto de su testimonio así lo atestigua. 

     Y ese objeto no es otro que alguien, algún día, encuentre sus escritos y le otorgue esa inmortalidad anhelada. Idéntico deseo que el del doctor Morel, quien ha inventado una máquina capaz de registrar las acciones y los sentimientos de las personas. Personas --los acompañantes de Morel en la isla-- que se convierten en imágenes y recuerdos. Algo que, a su vez, convierte al fugitivo en invisible. Una invisibilidad difícil de asumir y aceptar. Así, frustrado, escribe sobre Faustine en su diario: no fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto; fue como si los oídos que tenía no sirvieran para oír, como si los ojos que tenía no sirvieran para ver.  

     Más que el miedo a la muerte y a la soledad, lo que angustia a nuestro protagonista es no existir. Por eso le cuesta tanto acostumbrarse a no ser visible ante Morel, Faustine y sus compañeros. Éstos, ajenos a su presencia, como en otro plano diferente, irreal, reviven una y otra vez su feliz estancia de una semana en la isla, sin ser conscientes de ello. Una idea que recuerda al eterno retorno de Nietzsche. La presencia de dos soles y dos lunas, los reales y los grabados por las máquinas de Morel, nos transportan a un universo en el que muy a menudo resulta complicada la vida: cuando coinciden las dos lunas --por el frío-- y los dos soles --por el calor--, fenómeno que se repite de vez en cuando, ya que las mareas provocan momentos de detención en el funcionamiento de las máquinas.

     Y luego está el tema de la isla. Recurso literario ampliamente extendido a lo largo de la historia de la literatura, sirve para dramatizar, pero también para construir una realidad paralela. En esa isla desconocida elegida por Morel para poner en práctica su invento, en la cual solo encontramos tres construcciones: el museo, la capilla y la pileta o piscina, podemos reflexionar también sobre temas de hondo calado filosófico como la muerte, la inmortalidad, el amor, la solidaridad o el egoísmo. Temas inherentes a todo lo que tiene que ver con el género humano, y que tantas y tantas páginas han ocupado desde tiempos inmemoriales.

     La invención de Morel, sobre todo tomada en el contexto de su escritura --primeros coletazos de la II Guerra Mundial--, fue una novela original y muy humana. La obra más reconocida de un autor al que se le concedería el Premio Cervantes exactamente medio siglo después. Y que influyó en el mundo literario y de la pequeña y gran pantalla (El año pasado en Marienbad (de Alain Resnais, 1961), Hombre mirando al sudeste (de Eliseo Subiela, 1986) e incluso la más actual y exitosa serie televisiva Lost). Una obra cuya trama fue calificada como perfecta por su amigo Borges y también por el Nobel de Literatura mexicano Octavio Paz. Ahí es nada. 
                         

    

viernes, 16 de febrero de 2018

Seda. Alessandro Baricco. Anagrama. 1997. Reseña





     El periodista, novelista y licenciado en filosofía turinés Alessandro Baricco se convirtió en todo un fenómeno literario en 1997 tras la publicación de Seda, una novela corta --125 páginas-- que, veinte años después, en España ya ha superado las cuarenta ediciones. Muchos críticos ven al autor como una especie de Salinger a la italiana. Acertada o no esta visión, la cuestión es que sí encontramos varias similitudes entre el estadounidense y el italiano. También Baricco detesta las entrevistas y los actos literarios. Y su escuela de técnicas de escritura de Turín recibe el nombre de Holden, como el protagonista de El guardián entre el centeno

     El estilo narrativo también recuerda en determinados momentos a Salinger, con gran variedad de registros y múltiples giros argumentales. Sin embargo, lo onírico cobra mayor protagonismo en el caso que nos ocupa. Y, como gran conocedor de la filosofía que es, Baricco explora y nos muestra con todo lujo de detalles los rincones más recónditos del alma humana. Incluso persiguiendo sueños y deseos irreales e imposibles. Como ocurre aquí con Hervé Joncour, comerciante francés de mediados del siglo XIX dedicado a la seda que viaja año tras año a Japón en busca no solo de gusanos de seda para abastecer a sus conciudadanos de Lavilledieu.

     Seda resulta una novela misteriosa y lacónica en palabras de Vargas Llosa. Su lenguaje conciso, directo recuerda a una fábula oriental, acercándonos a un Japón que hace siglo y medio se mostraba completamente separado, apartado del mundo occidental. Tal vez sea eso precisamente lo que atrapa a un Joncour que viaja por primera vez a tierras niponas sin tener la más mínima idea de lo que allí se va a encontrar. Así, se asombra de todo lo que sus ojos ven por vez primera. Algo a lo que ayuda el tono pausado y sutil de las composiciones ambientales y descriptivas de Baricco. Todo ello, para cautivar tanto a su personaje como a sus lectores a través de su elegancia y misterio.

     La novela se estructura en 65 capítulos cortos --no más de 3 o 4 páginas-- que son como fogonazos que nos ubican en los diferentes escenarios de la historia narrada y también en la psicología de los personajes. Unos personajes trazados con gran detalle pero sin elementos que nos transmitan un juicio por parte del autor. Más bien, es el lector quien según avanza en las páginas del libro va comprendiendo sus actos y pensamientos, llegando en ocasiones a sentirse identificado con algunos de sus rasgos y motivaciones. En definitiva, Baricco desarrolla un estilo único, original y peculiar que lo ha convertido en uno de los autores de referencia en Italia y el resto del continente europeo.

     Seda es una mezcla de novela de amor, de aventuras, de viajes y de melancolía. En ella, la imagen adquiere una importancia absoluta. Porque, a través de ellas, Baricco nos hace ver más allá de la superficie de las cosas. Y es que en esta historia a menudo es más importante lo que no se escribe, lo que no se ve que lo que realmente el lector lee. Algo que a servidor le recuerda también a un autor patrio, el valenciano Rafael Chirbes. Pocas pero hábiles pinceladas acaban por conformar un cuadro realmente magistral que debe ser necesariamente admirado por el espectador. Y, en ese sentido, puede que estemos ante un escritor-pintor de telas expuestas sobre el papel.

     Japón representa la distancia, el alejamiento de las raíces. Y el viaje representa realmente un recorrido interior por la psicología del principal protagonista. Una especie de psicoanálisis --de ahí la importancia de la descripción de las imágenes y de lo surrealista, de lo onírico en definitiva-- de un Joncour que pasa de ser un joven aventurero a constituirse en un ser plenamente maduro. Un hombre maduro que, pese a ello, o precisamente por ello, arriesga su vida con tal de regresar a un Japón en guerra solo para tratar de volver a ver a una joven con la que jamás ha hablado con anterioridad. Así, la melancolía pasará a ser parte ineludible de la trama.

     Dejo para el final de esta reseña la referencia a la ternura, el erotismo y el sexo. Las descripciones de estas escenas son de las mejores de la novela. Y confirman lo dicho con anterioridad sobre la simbiosis entre la escritura y la pintura. Tanto que estamos ante una serie de descripciones fuera del alcance de la mayoría de los escritores. Estas escenas conmueven, emocionan y seducen hasta al lector más frío. Algo digno de agradecer. Y que quizás nos haga mirar en un lago y que, dibujado en el agua, nos parezca ver el inexplicable espectáculo, leve, que ha sido nuestra vida.         

       

lunes, 5 de febrero de 2018

El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez. Mondadori. 1987. Reseña





     En 1961, cinco años después de publicar su primera novela, La hojarasca, Gabriel García Márquez vio cómo salía al mercado su segunda obra, El coronel no tiene quien le escriba, pequeña historia --no más de ochenta páginas-- terminada de escribir en enero de 1957 en París. Cuatro años hubo de esperar hasta verla publicada. Demasiado tiempo. El colombiano llegó a la ciudad de la luz como corresponsal de prensa, aunque con el secreto deseo de estudiar cine. El cierre del periódico para el que trabajaba lo sumió en la pobreza. Mientras, redactó hasta tres versiones diferentes de la obra reseñada, las cuales fueron rechazadas por diversos editores hasta su definitiva publicación.

     El mundo mítico, casi ascético, que lo haría universalmente conocido --Macondo o Aureliano Buendía ya aparecen en las páginas de la historia del coronel-- comienza a asomar en esta novela corta. Su estilo se hace más puro, más transparente, y su economía expresiva se pone de manifiesto al narrar esta historia de injusticia y violencia como consecuencia de una situación histórica provocada por las guerras, la tiranía de los gobernantes y la rebelión de las clases sociales más bajas. No obstante, todavía no podemos hablar de realismo mágico propiamente dicho. Y tampoco aparecen los característicos saltos en el tiempo que más tarde serían tan habituales en los trabajos literarios de Gabo

     El autor siempre habló de esta obra como la más simple pero también como la mejor de todas sus novelas. Aunque tuvo que escribir Cien años de soledad --publicada en 1967-- para que la gente leyera la predecesora. El desasosiego, la pérdida, el hambre y el remordimiento son los temas centrales de la historia. Sin olvidar algo que se puede considerar una consecuencia de todo lo anterior: la crisis matrimonial de los cónyuges protagonistas de la misma. En efecto, nada parece atacar más la estabilidad de un matrimonio de toda la vida como la escasez de recursos económicos, la miseria y el hambre. Y es que la falta de sustento y la carestía alimenticia son elementos ante los que se antoja imposible no sucumbir.

     El viejo coronel retirado y su asmática mujer son huérfanos de un hijo víctima de un atentado político acaecido pocos meses antes del desarrollo de la trama de la novela. Todo ocurre en una gallera, en torno a las apuestas de peleas de gallos. Precisamente es el gallo de su hijo lo único que parece poder sacarlos de la ruina. Pero antes de que llegue la temporada de las peleas y, con ella, las ganancias económicas a través de las apuestas, el gallo debe ser alimentado. Incluso en perjuicio de sus nuevos amos, que deberán elegir entre comprar alimentos para humanos o alpiste para el animal. Dilema muy difícil de enfrentar cuando el recuerdo de su único hijo no les deja tomar una decisión suficientemente lógica.

     El coronel acude cada viernes al puerto para esperar la llegada del administrativo de correos. Espera una carta desde hace quince años. Pero el gobierno al cual ayudó a llegar al poder durante la última guerra civil no contesta a su petición en forma de pensión compensatoria por los servicios prestados a la patria. Una patria que permanece injusta y cruelmente muda ante un coronel que por momentos sucumbe a la desesperación. Así las cosas, el gallo de pelea heredado de su hijo se convierte en la última esperanza del coronel y su esposa. Porque no solo está en juego su alimentación. También la salud de una esposa que cada vez sufre crisis asmáticas más continuadas y horribles.

     La incertidumbre de no saber qué van a poder comer al día siguiente, el empeoramiento de la salud de los cónyuges --también el coronel sufre de dolores estomacales (a menudo se siente como si tuviera animales en las tripas, en las cuales le nacen hongos y lirios venenosos)--, el sentimiento de pérdida ante el vil acribillamiento de Agustín, los cada vez más vanos intentos de disimular su delicadísima situación económica ante los vecinos del pueblo --ya no pueden vender más objetos de la casa, salvo un viejo reloj y un cuadro-- y la represión y la censura (desde los periódicos hasta los cines) del régimen imperante contribuyen a crear un ambiente general de agobio del que resulta imposible si quiera pensar en escapar. 

     El coronel debe afeitarse al tacto (puesto que carece de espejo desde hace años), no puede usar ya un paraguas que solo sirve para contar las estrellas (ya que solo conserva un misterioso sistema de varillas metálicas), posee unos zapatos que son monstruos que tienen cuarenta años y a menudo se avergüenza de haber dormido porque casi siempre sueño que me enredo en telarañas. Pero, aún con todo, lo peor para él es que una noche comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.

    Su esposa está cansada de los problemas de la casa, de poner a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla, de esperar durante veinte años los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección, y de que de todo eso no nos queda nada más que un hijo muerto. En definitiva, está harta de remilgos y contemplaciones. Hasta la coronilla de resignación y dignidad. Y su postrero ataque de cólera la lleva a un enfrentamiento tan cruel como despiadado con su marido, a quien dirige muy duras palabras: Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo. 

     Por todo lo expuesto, El coronel no tiene quien le escriba es una pequeña gran obra maestra de la literatura castellana y universal que condensa en muy pocas páginas muchos de los males de las sociedades contemporáneas. Una joya que conviene leer. Siempre.