LIBROS

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lunes, 20 de marzo de 2023

Nadie en esta tierra. Víctor del Árbol. Destino. 2023. Reseña

 





    Cuando todo está perdido solo quedan dos caminos: hacer el bien o hacer el mal. Intentar irse con la cabeza alta y la conciencia tranquila o arrasar con todo y con todos. Este es uno de los puntos de partida de la nueva novela de Víctor del Árbol. Una novela policiaca de las que atrapan al lector hasta introducirlo en sus páginas y no dejarlo marchar hasta terminada la última de sus frases. Con personajes de los que a uno lo marcan. Como el protagonista principal, Julián Leal, un inspector de policía que se debate entre la vida y la muerte a causa de un cáncer que no parece tener ya solución y que acaba de ser expedientado por dar una paliza casi mortal a un miembro de la alta sociedad barcelonesa. Y, por si todo ello fuera poco, tras una breve visita a su pueblo natal de la costa de Galicia comienzan a aparecer cadáveres de personas que tuvieron mucho que ver con él treinta años atrás. Y, claro, el principal sospechoso de los crímenes es él. Todos los dedos lo señalan y ya ni su compañera Virginia parece fiarse de él.

    Casi todo el mundo piensa que Julián ha elegido la segunda opción en la disyuntiva inicial, es decir, hacer el mal y arrasar con todo y con todos antes de irse de este mundo. Casi todos, menos el verdadero asesino, un sicario mexicano que se dirige en primera persona tanto al lector como a los personajes de la novela. Un sicario convertido en otro narrador más de la historia. Un narrador siempre con las palabras justas y las justificaciones apropiadas. Hecho este que hace que si la forma de narrar de Víctor del Árbol siempre ha sido fresca y original, en este caso lo sea más si cabe. Porque al lector le impacta que de vez en cuando el narrador sea ese asesino implacable y metódico que parece estar siempre en los lugares y momentos adecuados. Un criminal de vocación que actúa por encargo y que parece invisible, sobre todo porque nadie lo mira. Nada como aprovechar que los ojos estén puestos en otra persona que nada debe. Porque, como suele suceder en ocasiones, las cosas no siempre son lo que parecen.

    El caso es que Julián debe hacer de tripas corazón y, sobreponiéndose a su cada vez más deteriorado estado de salud y a un sentimiento de soledad realmente descorazonador, trata de rendir cuentas con su pasado y su presente. Gracias a sus acciones, al narrador omnisciente y a ese otro narrador ocasional con forma de asesino las piezas de los puzles de las historias pasada -la de la Galicia de hace treinta años- y presente -la de la Barcelona actual- comienzan a ir encajando de manera pausada, sin prisa pero sin pausa. De una manera precisa, como si de un prestidigitador se tratara. Porque así son las novelas de del Árbol: puzles de mil y una piezas que van encajando de forma admirable hasta mostrarnos unas historias que resulta imposible no admirar. Historias cuyos pasados y presentes se explican entre sí, se justifican, se necesitan. Todo ello para mantener en vilo a un lector ávido de saber qué pasó, qué está pasando y qué pasará.

    Uno de los temas recurrentes en los libros de Víctor del Árbol es el de las infancias robadas. A nada ni a nadie parece aborrecer más este autor que a los ladrones de infancias. Y, por desgracia, hay demasiadas maneras de robarle la infancia a un niño. Que se lo digan a varios de los protagonistas de las anteriores novelas de del Árbol. Que se lo digan también, por ejemplo, a Julián Leal. Y a un niño que aparece en esta novela y cuya historia personal está detrás de las últimas acciones del protagonista principal de Nadie en esta tierra. Un protagonista que, aunque cada vez menos lo crean, ha elegido la primera opción, o sea, hacer el bien e irse con la conciencia tranquila y la cabeza alta. Por él, por su padre, por ese niño del que acabo de hablar y de su compañera Virginia. No en vano, Julián no solo lucha por salvar su vida y demostrar su inocencia. También debe tratar de salvar a quienes más quiere. Demasiadas cosas como para no luchar hasta la extenuación para no sucumbir en el intento.

    Antes he aludido a los personajes de Nadie en esta tierra. Uno de los puntos fuertes de las novelas de Víctor es la caracterización psicológica de cada uno de ellos. El autor conoce a la perfección a cada uno de sus personajes. Y nos los describe de igual manera. Son personajes profundos, con sus grietas y sus fortalezas. Con sus mochilas -siempre pesadas- del pasado. Con sus ansias, sus desvelos, sus sueños cumplidos o rotos -como en este caso, en ocasiones incluso convertidos en pesadillas-. Así, resulta imposible no empatizar con Virginia, compañera de Julián, casada con uno de los mejores amigos de este, que lo está pasando mal en su matrimonio. O con Clara, amiga reciente de Julián y periodista de investigación que sin querer se mete en un lío del que es muy difícil que salga indemne. O con Francisco, su padre, quien, como Julián, también elige la primera opción a la hora de abandonar esta tierra. O con Chinchilla, que se hace el fuerte y el valiente cuando en realidad tiene motivos para ser todo lo contrario.

    La vieja dicotomía campo-ciudad también está presente en Nadie en esta tierra. El pueblecito de la costa gallega, con un único bar, una única iglesia y una aparente única ocupación -agricultura y ganadería- en el que todo el mundo se conoce y parece tener viejas rencillas por dilucidar se contrapone a la gran ciudad que es la capital catalana. Una Barcelona que, aparte de la bonita fachada que todos conocemos, también contiene otra ciudad, casi subterránea, que mejor no conocer pero que, sin embargo, existe. Unos bajos fondos repletos de corrupción, economía sumergida, infancias robadas, oscuros deseos y pocos escrúpulos -aspectos de los que tampoco se libran en el pueblo gallego, por cierto-. Porque, más allá del escenario, de la situación, de las circunstancias, la condición humana es la que es. Y, por suerte, siempre habrá gente de bien que se enfrente a aquella que solo piensa en sus intereses personales, sean más o menos espurios.
          
    Durante buena parte de las páginas de la novela el sentimiento predominante en el lector es el de la impotencia. Ante los hechos del pasado de la vida de Julián Leal y ante la sucesión de desgracias, asesinatos y demás sucesos que van complicando también el presente y el poco futuro que parece quedarle al protagonista. Además, también permanece la inquietud ante ese otro narrador, el asesino, quien se nos presenta así: no tengo un nombre que vosotros podáis conocer y eso debería tranquilizaros; lo que no se nombra no existe y, a fin de cuentas, una voz sin nombre es un eco sin presencia, de modo que podéis decidir que soy fruto de la imaginación o algo parecido a un fantasma, alguien que estuvo y ya no está. Probablemente algunos sintáis la tentación de convertirme en un monstruo de cuento, uno de esos personajes que utilizáis para asustar a vuestros hijos y hacer que os obedezcan cuando los mandáis a dormir, el hombre del saco. Pero lo cierto es que no soy un monstruo que vive en el bosque ni soy una presencia en la niebla de vuestras pesadillas; soy humano, lo atestiguan mis cicatrices, y vivo entre vosotros. Sencillamente, las personas como yo existen y aunque cerréis los ojos y os tapéis los oídos, no voy a desaparecer. Será mejor que lo aceptéis.

    Pero, con todo, lo peor no es que existan seres como este asesino a sueldo que asegura tener sentimientos pero otro punto de vista diferente al común de los mortales. Lo peor, como digo, es que existen otros seres mucho más peligrosos, lobos con piel de corderos, criminales con apariencia de personas importantes incapaces de cometer según qué delitos atroces. Por ejemplo, los ladrones de infancias de los que ya he escrito más arriba. Sin duda, uno de los puntos más fuertes de las novelas de Víctor del Árbol es la gran capacidad que tiene el autor para mezclar realidad y ficción para mostrarnos el mundo tal cual es. Con sus partes más bonitas y también con aquello que de tan oscuro que es preferimos dejar de lado para poder seguir viviendo nuestras vidas. Y, sin embargo, como en el caso del asesino de Nadie en esta tierra, no por dejarlas de lado estas dejan de existir. La novela, además de original, imprevisible e inquietante, es también adictiva. De esas que cuesta cerrar al llegar a la última página.          
 

lunes, 6 de marzo de 2023

Los ingratos. Pedro Simón. Espasa. 2021. Reseña

 


   

    El periodista y escritor madrileño Pedro Simón sorprendió al mundo literario al alzarse con el Premio Primavera de Novela 2021. Antes había logrado dos galardones por su trabajo periodístico: el Premio Ortega y Gasset de 2015 y el Premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016. Su primera novela, Peligro de derrumbe (La Esfera de los Libros, 2015), publicada seis años atrás, no cosechó el éxito merecido. Por eso resultó sorpresivo que Espasa y Ámbito Cultural le concedieran uno de los grandes premios literarios del año en nuestro país. No en vano, como todos sabemos, estos premios se suelen conceder a autores más conocidos y a novelas más comerciales. Obviamente, el objetivo de las editoriales es vender sus libros. Pues bien, Los ingratos y Pedro Simón lograron abrirse un importante hueco en el sector editorial, siendo uno de los libros más vendidos del año, algo que me parece absolutamente merecido una vez leída la obra en cuestión. Para servidor, estamos ante uno de los descubrimientos literarios de los últimos años en España.

    En una época en la que priman el individualismo, el egoísmo, el materialismo y lo banal, aspectos que nada tienen que ver con unos valores clásicos que se pierden cada vez más rápidamente en la memoria de los tiempos es necesario que alguien nos recuerde que otro mundo mejor es posible. Por eso una novela como Los ingratos debe ser aplaudida por todo el mundo. Porque todos los lectores -y el que lo niegue seguramente mentirá- hemos sido ingratos unas cuantas veces en nuestras vidas. Como los protagonistas de la historia que tan bien nos narra Pedro Simón en su segunda obra literaria. Una obra que supone un golpe sobre la mesa -y también, por qué no decirlo, en nuestras caras y en nuestros corazones-, una llamada de atención sobre la necesidad de abandonar nuestro actual aislacionismo individual y tratar de retornar a esos valores ya aludidos con anterioridad. Porque, como reza el dicho, de bien nacido es ser agradecido. Y la familia protagonista de Los ingratos no lo es.  

    Tal y como leemos en las primeras páginas del libro, a Emérita hace casi un año se le ahogó el marido en un pozo y esta tarde acaba de perder al hijo que llevaban tiempo buscando desde que se casó. Currete muere bajo el peso del cuerpo de su madre mientras ambos hacían la siesta una gélida tarde de pleno invierno en un pueblo de aquella España que comenzaba ya a vaciarse en 1961. La historia sigue en 1975, cuando llegan al pueblo la nueva maestra y su familia, compuesta por su marido, dos hijas, un hijo -David, el gran protagonista de la novela-, un perro llamado Fliqui y dos canarios. Una familia de ocho que recorre una España en la que en los pueblos no había coches ni semáforos, como en la ciudad, pero había pozos sin tapiar, alacranes y casetas de labranza donde no alcanzaba la mirada del balcón urbano. La dicotomía campo-ciudad está muy presente a lo largo de toda la historia. La familia, que representa a esa clase media emprendedora a su manera que iba a mejor, transita pueblos, pero ansía con todas sus fuerzas llegar a Madrid. 

    David nos cuenta que mamá criaba sola a tres hijos: dos chicas imbéciles y un niño miedica. Y los cría ella sola porque pronto el padre desaparece del pueblo porque debe quedarse en Madrid por cuestiones laborales. Ahora pienso que no te haces mayor de verdad ni sabes lo que es el mundo hasta que no escuchas insultarse a tus padres. Y la reacción de David es hacerse caca encima. Porque si me cagaba mamá me hacía más caso que a nadie. Pero su madre va tan liada que necesita ayuda en la casa y con sus hijos. Y Emérita, una mujer que vive sola desde hace ya catorce años, es perfecta. Perfecta para dejar su casa e irse a vivir con la familia de recién llegados. Y la llegada de Emérita a casa de la maestra les cambiará la vida a todos, especialmente a ella misma y a David, quien reconoce que yo no conocía una forma de querer así, tan suicida y primitiva. Se habría metido sin dudar en una casa en llamas solo para sacarme de allí. Se habría tirado en plancha a la laguna para rescatarme, aun sabiendo que no sabía nadar.

    Desde muy pronto ocurre lo inevitable: David aprende de ella todo lo que hay que saber sobre las cicatrices del cuerpo y las heridas del alma -me daba lo que mamá no tenía tiempo para darnos y también lo que a papá ya no le daba la gana de darme-; Emérita recupera con David aquello que creyó perder catorce años atrás -su hijo, su querido Currete-. Pero hay otro detalle muy importante: Emérita es sorda. Solo entiende a los demás si les lee los labios al hablar. Y surge una nueva necesidad entre ellos: comunicarse más y mejor. Y ambos comienzan a aprender a escribir de forma vertiginosa. Hasta el punto de que David no lo aprende de su madre sino de Eme. Y David recuerda aquellos momentos en el cuarto de estar como uno de los mejores de mi infancia. Su madre, por su parte, comprendía que la señora Emérita llegaba a sitios donde ella no alcanzaba y, de alguna manera, había recompuesto el equilibrio en casa. Así, la familia recupera la paz y la armonía perdidas.

    Emérita se pregunta cómo pueden los padres vivir tan despegados de sus hijos. Y escribe en su diario una carta imaginaria a la maestra: ¿Cuándo fue la última vez que buscó el ruido de los hijos? Se puede vivir sin el marido. A veces hasta es mejor vivir sin el marido. No se puede vivir sin el hijo... Tiene una madre maestra y me lo pregunta todo a mí... Los niños se van marchando. Y ya no vuelven. Y tú entonces te dices dónde leñes has estado mirando y qué has estado haciendo todo este tiempo. Emérita ejerce de madre de David. Y este tiene claro que, si tuviera que dar un brazo por alguien, sería por ella y no por su verdadera madre. Pero, siguiendo con el desarraigo del deambular familiar por los pueblos de España, llega el final del curso y la familia debe marchar a Leganés, muy cerca ya de la capital. Se acerca por fin al objetivo final, pero David, que ha recuperado al fin a su padre, debe dejar en el pueblo a Emérita. Solo queda la promesa de que la familia irá a verla siempre que pueda. 

    Los ingratos es una magnífica radiografía familiar. También histórica y social. Veníamos de la España que escuchaba un serial radiofónico. Íbamos hacia esa España que se sentaba a mirar una pantalla. Aquella España donde se viajaba sin cinturones de seguridad en un Simca y la comida no se tiraba porque no hacía tanto que se había pasado hambre. De la España de 1961 pasamos a la de 1975 para llegar, finalmente, a la de 2020, momento en que la historia narrada llega a su fin de una manera emocionante, muy conmovedora, que deja al lector con el libro abierto entre sus manos, sin ánimo para cerrarlo definitivamente. Porque Emérita ha aprendido de los hijos de la maestra que perfectamente podría haber criado. Que tengo más paciencia que otras. Que sé alejar a un niño de los peligros. Que soy sorda, pero no soy un animal. En suma, ha aprendido todo sobre la dignidad y la gratitud. Por eso se pasa años y años enviando cartas a la familia, interesándose por ella, preguntando por David. Recordando la mejor época de su vida con un eterno agradecimiento.

    ¿Y David? Ya adulto, padre de dos hijas, regresa al pueblo desde Leganés, una vez leído el diario de Emérita. Y piensa: me gustaría llamar a la puerta. Que me abriese ella en persona y decirle quién soy. Que me hiciera pasar. Que se inflara de alegría como un pavo real y cocinara mi plato favorito. Que charláramos durante la sobremesa y a mí no me diese vergüenza decirle cuánto la quise, así, la quise a usted muchísimo, y la quiero, decirlo con dos cojones, escribírselo en una hoja si hiciera falta. En definitiva, David ha aprendido lo que todos deberíamos saber o aprender: que debemos ser agradecidos, saber decir a quienes queremos que los queremos, dejar de lado nuestro exceso de orgullo, nuestro individualismo, nuestro infantiloide egocentrismo. Y compartir todo, absolutamente todo, con quienes se lo merezcan. Y, todo ello, saber hacerlo en el momento adecuado y oportuno, siempre antes de que sea demasiado tarde.