LIBROS

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lunes, 15 de marzo de 2021

Llévame a casa. Jesús Carrasco. Seix Barral. 2021. Reseña

 




    Cinco años ha tardado el autor de Olivenza (Badajoz) Jesús Carrasco (1972) en volver a la escena literaria. Tras un breve tiempo en el que llegó a plantearse dejar de escribir novelas y fue dejando en carpetas y cajones escritos por el momento olvidados al autor de Intemperie (Premio Libro del Año según el Gremio de Libreros de Madrid y el diario El País en 2013) y La tierra que pisamos (Premio de Literatura de la Unión Europea 2016), ambas reseñadas en este blog, le vino la inspiración a comienzos de 2019. En apenas cuatro semanas escribió la historia de Llévame a casa, sobre cuyo borrador original trabajó durante todo el año 2020, protagonizado por el inicio de la pandemia. En febrero de 2021 vio la luz de la mano de su editorial, Seix Barral. Cinco años es mucho tiempo, sí, pero cuando el lector ve que la espera ha valido la pena porque el resultado del trabajo ha dado unos frutos tan exquisitos como esta novela la espera se convierte en una simple anécdota y el libro en un disfrute que hace olvidar todo lo demás.


    Carrasco demostró ya con Intemperie --probablemente el mejor debut literario español en muchos años-- que es una artesano de las palabras. Su estilo se caracteriza por un lenguaje escueto, crudo, descarnado y a la vez repleto de lirismo y poesía, algo que hace soportable y hasta disfrutable el contenido de las duras historias que narra en sus libros. No son historias alegres, aunque tampoco excesivamente tristes. Es la vida misma la que pasa ante nuestros ojos. Una vida dura pero con matices positivos que nos la endulzan hasta en sus peores momentos y situaciones. Carrasco, que se considera a sí mismo deudor, entre otros, de Cormac McCarthy --La carretera-- y Richard Ford --Canadá--, ambas también reseñadas en este blog, equilibra sus textos con una mezcla de precisión y contención. Es decir, de descripciones milimétricas de los ambientes, sentimientos y pensamientos de sus personajes y de espacios en blanco que espera sean rellenados por el lector, que nunca puede pretender ser un lector pasivo.


    Asegura Carrasco que Llévame a casa es su novela más autobiográfica. Así, Juan Álvarez, su protagonista, vivió en Torrijos (Toledo), donde participó en carreras de medio fondo de cross en su juventud, y luego en Edimburgo, lugar en el que sobrevivió en un principio como trabajador hostelero. El propio Carrasco también pasó hace años por esas mismas situaciones. Además, también huyó de alguna manera del medio rural en busca de la ciudad. Y, como Juan, regresó de nuevo a sus orígenes años más tarde. Ambos, escritor y personaje, protagonizaron, pues, una especie de huida y de retorno. Cual hijos pródigos. Una vuelta a su pueblo, su barrio y su casa desde una de las capitales más bonitas del norte del continente europeo. Afirma el autor la gran cantidad de parques y espacios verdes de la ciudad escocesa, lo cual hace hincapié de nuevo en la suma importancia que para él tienen la naturaleza y los espacios naturales. Algo que ya observamos en sus anteriores novelas, especialmente en Intemperie


    Y es que la concepción literaria y humana de Jesús Carrasco acerca del mundo que nos rodea es esa: una eterna e indisoluble unión entre el hombre y la tierra, entre la carne y la arena, entre los huesos y el polvo del que venimos y al cual acabaremos regresando. Emociones que son compartidas también con una entidad superior a la cual pretende rendir homenaje en esta novela: la familia. En efecto, la familia puede unirse y desunirse, y volverse a unir otra vez. Ello requiere de la máxima implicación de cada uno de sus componentes, pues a lo largo de la vida se deben hacer frente a múltiples situaciones --muchas veces nada agradables--, pero el resultado siempre vale la pena. Y de ese agradecimiento que tiene hacia la familia Jesús Carrasco nace la novela que nos ocupa. De eso y de un mandato ético ineludible: cuidar del desvalido y del enfermo. En el caso de Juan, una madre viuda que padece una de las más terribles enfermedades de nuestro tiempo: alzheimer. Hecho que, paradójicamente, permitirá a Juan redimirse con su familia.


    Llévame a casa es una novela familiar que refleja con brillantez la distinta manera de ver la vida de dos generaciones sucesivas: la de los padres de Juan e Isabel, su hermana, que lucharon por transmitir una herencia y un legado a sus hijos, y la de estos, que necesitan tomar distancias físicas y humanas buscando su propio lugar en el mundo. En efecto, los padres hubieran querido que sus hijos hubieran seguido con el negocio familiar y hubieran labrado sus tierras; pero Juan e Isabel acaban poniendo tierra de por medio (él en Edimburgo, ella en Barcelona) para poder vivir sus propias vidas. Para ser independientes, en todos los sentidos. El conflicto estalla cuando Juan se desentiende de la enfermedad de su padre, que muere de cáncer. Isabel, que sí ha estado con sus padres en los momentos finales y más críticos, pone los puntos sobre las íes a Juan cuando este vuelve al pueblo para el entierro de su padre. Su intención es regresar a Edimburgo a la semana siguiente, pero deberá cambiar de planes por aquello de que las desgracias nunca vienen solas


    Curiosamente, ese cambio de planes, maldito en un inicio por Juan, acabará iluminando su vida y la del resto de su familia viva. Porque, como escribe Carrasco, de todas las responsabilidades que asume el ser humano, la de tener hijos es, probablemente, la mayor y más decisiva. Darle a alguien la vida y hacer que esta prospere es algo que involucra al ser humano en su totalidad. En cambio, rara vez se habla de la responsabilidad de ser hijos y de las consecuencias de asumirla. Pues bien, Llévame a casa sí habla de ella. Y con una claridad de ideas y unos valores humanos que asombran y tocan la fibra sensible del lector. Un lector incapaz de dejar el libro sobre la mesa ni para ir al baño. Y es que la estructura de la obra, a base de capítulos cortos o píldoras de no más de seis o siete páginas, con pequeñas pero intensas dosis de información y sensibilidad, atrapan de principio a fin. Especialmente porque varios de sus protagonistas deben tomar decisiones fundamentales para sus vidas y las de sus familiares.


    Una discusión entre Juan y su padre hacen que Juan decida marcharse lejos de Torrijos. Cuatro años después, es precisamente la muerte de su padre la que lo hace regresar. Su hermana Isabel ha estado llamándolo durante semanas para informarle sobre la gravedad de la situación, pero él se ha negado a volver para ver a su padre. Y es Isabel la que ahora está enfadada con él. Pero antes o después tendrán que hablar y solucionar las cosas. Sobre todo porque hay un problema peor todavía: la soledad de una madre enferma. Y la vergüenza que su hermana le hace sentir respecto a su más reciente comportamiento familiar --egoísmo, absoluta indolencia y nula empatía-- le hará bien en el futuro más inmediato. Porque su hermana, con una vida propia mucho más intensa que la suya --con marido, hijos y un trabajo de enorme responsabilidad--, ha debido posponer en el tiempo algo muy importante para el presente y futuro de su propia familia. Y Juan se verá obligado a redimirse y a apaciguar su relación con su ella, la única familia que sabe tendrá en unos pocos años.


    Existen libros que son buenos por las historias que narran. Otros que, pese a no contar historias muy interesantes u originales, emocionan por cómo están escritos. Y luego están las obras maestras: aquellas que atan al lector a sus páginas por tratar un tema de interés y estar narrados de forma sublime. El caso que nos ocupa se acerca mucho, muchísimo a estos últimos. Y la verdad es que si hemos de reconocer que La tierra que pisamos, sin ser una mala novela en absoluto, significó un paso atrás después de un debut tan espectacular como el de Intemperie, queda claro que Llévame a casa como mínimo ha devuelto a su autor al punto de partida: sus libros calan y es un escritor muy a seguir en los próximos años. Y si hemos de esperar cinco años más, pues lo haremos. Porque, sin duda, estamos ante uno de los grandes. Y a estos jamás debemos pedirles intereses de demora.                             


 

lunes, 1 de marzo de 2021

El huerto de Emerson. Luis Landero. Tusquets Editores. 2021. Reseña

 




    Muchos de mis libros preferidos son aquellos en los que sus autores nos hablan de sus propias vidas y de cómo se fue cociendo en ellos el caldo de cultivo que los acabó convirtiendo en escritores. No, no hablo de autobiografías en el sentido estricto de la palabra. Hablo de la manera en la que reconstruyen pequeños momentos de su existencia a partir de recuerdos de hechos, palabras o situaciones absolutamente normales. No hablo de narrar los grandes acontecimientos de la vida de los escritores, sino de esas pequeñas historias cotidianas que uno guarda en algún recóndito lugar de su memoria. Hay muchos libros como los que comento. Tanto de autores españoles como de extranjeros. Uno de los que más me gusta es Luis Landero, probablemente el mejor escritor español contemporáneo. Alejado de los focos mediáticos, el escritor extremeño afincado en Madrid ha escrito varias novelas formidables. Y también un par de magníficos libros como los que he descrito al principio: El balcón en invierno y El huerto de Emerson.


    El primero de los quince capítulos que componen El huerto de Emerson lleva por titulo Tiempo de vendimia. Y en sus primeros párrafos justifica la obra con sorprendentes sinceridad y autenticidad. Reconoce que ansía escribir pero no tiene ideas con las que llenar su nuevo cuaderno. Así que se abandona a la memoria. Porque Landero cree y defiende que los recuerdos del pasado mueven a la inspiración. Y afirma lo que sigue: No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad. Siempre he encontrado en mi pasado la chispa de la imaginación para idear personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. La sinceridad sorprende al lector. ¿Un autor que afirma que escribe sin ideas, a lo que sale en ese momento de su memoria? ¿Sin planificar? ¿Increíble, verdad? Más increíble todavía que lo suelte ya en el primer párrafo. 


    Y entonces, en el segundo párrafo, sentencia: Pero ocurre que yo he contado ya casi todo mi pasado. Casi toda mi vida está ya vendimiada. Vendimié mi infancia y mi adolescencia, fui enamorado y guitarrista, y esos años también los vendimié, vendimié mi estancia en París, a mi padre lo he vendimiado qué sé yo las veces, y a las bellas muchachas de mi pueblo y mi barrio, y mi vida de profesor y de escritor y de lector, y muchas cosas más, porque a veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca. En esa vendimia han entrado también, cómo no, los libros que he leído y he incorporado al torrente de mi sangre, y que, ya leídos, son libros vividos, y que por tanto forman parte de mis experiencias personales e intransferibles. Y así es como, en tan solo un par de minutos --los que se tardan en leer esos dos primeros párrafos--, un autor sin ideas ata al lector a sus páginas. Con autenticidad, con originalidad y siempre, siempre, siempre con la verdad por delante, con la verdad como bandera.


    Me encanta esa manera de ver la literatura. La que defiende la idea de que un escritor no es un simple creador --que, sin duda, lo es-- sino un arqueólogo que debe desenterrar una historia que ya existe en su interior, como defiende Stephen King, o, como afirma Landero, un vendimiador que recoge la cosecha de algo que ya sembró en su pasado. Como el mejor botín ganado en buena guerra. El autor de, entre otras joyas, Lluvia fina o La vida negociable deja que fluya el lenguaje, sin obligación ni maltrato, y se considera a la vez pastor y sirviente de las palabras. Por eso mismo, sus libros no son buenos solo por las historias que cuenta --muchas de ellas, además, originales y veraces-- sino, sobre todo, por cómo las cuenta. Por cómo enamora --literariamente o incluso más allá en determinadas ocasiones-- al lector con un estilo literario impecable y un simple pero efectivo uso del lenguaje. Y cuando hablo de lenguaje simple no me refiero a que sea sencillo sino a que sea desnudo, no a que no sea exuberante ni opulento sino a que sea pulcro y exacto, es decir, al alcance de cualquier buen lector que se precie de serlo.


    Los quince capítulos del libro nos trasladan al pasado de su autor. Desde su niñez en Alburquerque (Badajoz) hasta su presente como lector, profesor y escritor, pasando por los años de su llegada a Madrid, su estancia en París, sus diversos empleos de juventud para poderse pagar los estudios de Filología y los libros y los autores que permitieron su incesante crecimiento personal y literario. Algunos de esos capítulos resultan imperdibles para los grandes lectores y también para los que aspiran a ser algún día un buen escritor. Porque en las líneas de este libro encontramos lecciones de vida y lecciones literarias de primer nivel. Y las descripciones que realiza Landero de ambientes, situaciones, contextos, personajes y sentimientos nos muestran una literatura esplendorosa y a todo color, lo que permite ver e ir mucho más allá de las palabras escritas. Unas palabras que rezuman humor y poesía, evocación y encanto. Y, gracias a todo ello, nos sentimos como los niños de la portada del libro: como si nos leyeran cuentos ante el fuego.


    Tan pronto se nos habla de mujeres hiperactivas que sostienen la economía familiar como del montaje de un boliche o colmado en medio de la nada. Igual se nos narra la historia de un hombre callado que de repente revela un secreto asombroso que la de un enigmático cortejo nocturno de unos novios un tanto cándidos. Y sobre todas esas historias podemos leer una serie de brillantes reflexiones sobre la escritura y la creación literaria que nos cautiva de manera irremediable. Algo solo al alcance de un escritor de la talla de un Landero que no necesita tener ideas para mantener en vilo a sus lectores. Un Landero que nos habla desde sus tres facetas: escritor, profesor y lector. Así, sobre el hecho de ser escritor, nos sorprende con una afirmación como esta: Soy un hombre sin oficio. Escribir, contar, es algo demasiado difuso e inestable para llamarlo oficio o profesión. Y la completa con otra en relación a ser profesor: apenas soy un anfitrión que está aquí para hacer las presentaciones entre vosotros y los escritores, serán ellos los que os enseñen literatura, y si ellos no lo consiguen no lo conseguirá nadie.


    No tuvo prisas por publicar Landero. Su primera obra en ver la luz fue Juegos de la edad tardía. Cuando en 1990 recibió el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa por dicha novela, ya tenía cuarenta y un años. Un buen ejemplo de que las cosas llegan cuando han de llegar. Y de que, hasta entonces, cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar --de  nuevo, el concepto de vendimiar--. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean. Tenemos que afanarnos en nuestro mundo, es decir, en nuestro huerto y en nuestras lechugas. Del huerto de Emerson y de El tiempo recobrado, de Marcel Proust, nacen, pues, las ideas de vendimiar y de descubrir las historias que ya preexisten en nosotros.


    Las conversaciones y las lecturas compartidas en torno al fuego, soñar la vida en lugar de vivirla, la cultura del esfuerzo o los aprendizajes perdurables de la niñez son otras de las ideas en torno a las cuales Landero da forma a su nueva obra. Sin duda, un homenaje que el autor extremeño quiere rendir al escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson, cuya obra Ensayos escogidos, de la colección Australcomo el propio autor asegura, cambió para siempre mi visión del mundo y de mí mismo. Fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes, o no del todo, sino que parece un recién nacido a una nueva vida, como si en efecto hubiera sufrido una sutil pero esencial metamorfosis. Leí aquel libro varias veces seguidas en un estado febril de asombro y de infinita gratitud. Pues bien, entiéndase la presente reseña como otro homenaje, en este caso de mi parte hacia el propio Landero. Un autor del que Fernando Aramburu afirma querer leer hasta su lista de la compra. Lógico. Porque es el mejor vendimiador del universo literario. ¡Leed a Landero!