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jueves, 26 de octubre de 2017

El ferrocarril subterráneo. Colson Whitehead. Random House. 2017. Reseña





     Se conoció como el ferrocarril subterráneo a una red clandestina organizada durante el siglo XIX en EE. UU. y Canadá para ayudar a escapar hacia los estados libres del norte y Canadá a la máxima cantidad posible de esclavos afroamericanos. Su nombre se debió al hecho de que sus miembros se referían a sus actividades utilizando un lenguaje metafórico, en clave, relacionado con el mundo ferroviario. Los esclavos eran los pasajeros, los que los escondían (en la mayoría de las ocasiones, en sus propias casas) eran los jefes de estación y a los que los ayudaban a escapar de las plantaciones (proporcionándoles instrucciones, mapas y acompañándolos en muchos casos durante parte de sus viajes) se les conocía como maquinistas o conductores.  

     Las rutas de escape recibían el nombre de carriles. La jefatura era la Estación Central. Y los estados del norte y Canadá, el destino. No hace falta decir que quienes ayudaban a los esclavos en cualquier paso del ferrocarril y eran pillados in fraganti eran asesinados o, como mínimo, muy maltratados por los ciudadanos de los estados esclavistas. Por tanto, la audacia y la valentía eran las características de todos sus miembros, que solo se conocían por pseudónimos para proteger su seguridad. Obviamente, todos pertenecían a los movimientos abolicionistas de sus estados respectivos. Así era como extendían sus actividades, siempre al margen de la ley. El ferrocarril subterráneo funcionó hasta 1865, cuando, finalizada la Guerra de Secesión (1861-1865), la esclavitud fue abolida de forma definitiva.

     Colson Whitehead, profesor de las universidades de Princeton y Columbia, nos presenta en esta novela una nueva visión sobre lo ocurrido en los EE. UU. mediado el siglo XIX. Y lo hace siendo riguroso con la realidad y completando su documentación con unas magníficas dotes de ficción. Incluso de realismo mágico en lo que se refiere al propio funcionamiento del ferrocarril subterráneo. Así, Whitehead estructura este particular ferrocarril en el que, en efecto, encontramos túneles verdaderos (de varios cientos de kilómetros de longitud de carriles y vías), máquinas ferroviarias de verdad y estaciones austeras pero decoradas. Todo para explicar, más metafóricamente si cabe que en la realidad, cómo eran trasladados los esclavos hacia estados norteños libres.

     Esas son principalmente la originalidad y la novedad de El ferrocarril subterráneo, la novela que consiguió el National Book Award en 2016 y el Pulitzer en este 2017. Algo (conquistar los dos Premios más importantes de la literatura norteamericana) que ha ocurrido en muy contadas ocasiones a lo largo de la historia. Su imaginación, casi ilimitada, nos ilumina y muestra de forma diferente uno de los períodos más oscuros de la historia. Su tinte épico, en ocasiones hasta onírico, pero a la vez nítidamente realista, nos habla de vidas truncadas, inalcanzables ilusiones de libertad, luchas inhumanas por la supervivencia, solidaridad hasta extremos impensables y también de una determinación férrea de cambiar el destino de los esclavos, individual y colectivamente. 

     La protagonista, Cora, es hija y nieta de esclavos. Vive en una plantación algodonera del estado de Georgia, en el sur de los EE. UU.. Un lugar infernal marcado por la crueldad de sus amos, los Randall, y la marginación por parte de los otros esclavos de la plantación. Porque Cora está sola. Su abuela, Ajarry, ha muerto y su madre, Mabel, huyó cuando Cora tenía solo nueve años, abandonándola a su suerte. Solo conoce su plantación. Nunca ha salido de ella. Por eso, cuando Caesar, esclavo llegado desde Virginia que le habla de la existencia del ferrocarril subterráneo y le propone escapar, sus temores consiguen que se oponga a ello en primera instancia. Solo tras un suceso especialmente grave accede a acompañarlo en su peligroso viaje. Un viaje sin retorno. Porque solo hay dos caminos: libertad o muerte.

     A lo largo de su huida en busca de la libertad Cora pasará mil vicisitudes en varios de los estados norteños: Carolina del sur, Carolina del norte, Tennessee, Indiana, etc. En todos ellos encontrará buena gente (los miembros del ferrocarril subterráneo), capaz de ayudarla en todo momento en la medida de sus posibilidades, pero también personas malvadas que buscarán acabar con ella. Sin embargo, la gran amenaza para Cora será Ridgeway, cazador de esclavos dispuesto a echarle el lazo. Además, con el agravante de que Ridgeway ya pasó años buscando a su madre, sin conseguir dar con ella. Todo parece indicar que Mabel ha alcanzado la libertad. Y Cora, pese a acusarla de haberla dejado sola y desamparada en un mundo tan hostil, siempre la buscará en cada lugar. Como Ridgeway las busca a ambas.

     Resulta llamativo, y en ocasiones sobrecogedor, comprobar cómo estaba la cuestión de la esclavitud y el abolicionismo en cada estado. En cada uno de ellos su estadio era diferente. Así, nunca sabía uno lo que se podía encontrar en cada lugar. Lo que hace de la vida de Cora un continuo vaivén en el que resulta imposible y muy agobiante mantener la calma en cada situación. También para el lector, que ansia y teme a la vez pasar página para seguir con la narración. La peculiar mezcla de historia, realidad y fantasía le da un toque diferente a un tema bastante tratado a lo largo de la historia de la literatura. Y, aún así, seguimos sin poder abarcar los terribles costes humanos que supuso la esclavitud en un mundo en el que pugnaban, como lo han hecho pocas veces en la historia, el bien y la sinrazón.

     Pese a que cuesta entrar en situación, la novela va arrancando destellos que propician que el lector vaya conectando con la historia de manera paulatina. Hasta que queda atrapado en ella y en cada uno de sus protagonistas, a los cuales llega a adorar o a odiar, y solo piensa en conocer el desenlace. Un desenlace que, por supuesto, no desvelaré aquí, pero que nos deja con el corazón en vilo hasta la última frase. Porque, quizás, conecte con el verdadero ferrocarril subterráneo. El que no tenía vías, locomotoras ni estaciones. El que salvó a miles de almas.                        


lunes, 16 de octubre de 2017

La carretera. Cormac McCarthy. Random House. 2007. Reseña





     Premio Pulitzer 2007 en la categoría de ficción y finalista del National Book Award 2006, La carretera narra una historia post-apocalíptica protagonizada por un padre y un hijo que solo se tienen a sí mismos en un mundo inhóspito, gris ceniza, sin vegetación ni fauna, y en el que los humanos son el mayor peligro para el resto de los humanos supervivientes a la apocalipsis. Un cataclismo del que nada se nos dice, pero que sabemos que borró toda huella de la civilización existente y acabó con la mayor parte de la vida en nuestro planeta. Un planeta desolado en el que ya no se puede vivir sino, simplemente, sobrevivir.

     El escritor estadounidense Cormac McCarthy, conocido además por Todos los hermosos caballos (National Book Award, 1992), En la frontera, Ciudades de la llanura o No es país para viejos, está considerado uno de los grandes novelistas norteamericanos de nuestro tiempo, digno sucesor de William Faulkner y Herman Melville y comparable a Jim Thompson por su prosa precisa y a Mark Twain por la importancia del viaje y del río en su obra. Aspecto este último que se pone bien de manifiesto en la novela que nos ocupa en estas líneas.

     Como no podía ser de otra manera, el ambiente de la novela es tétrico, fantasmal, oscuro. Tan solo con tonos grises como puntos más luminosos. Porque lo único que tiene un color distinto es aquello que arde. En efecto, el fuego también es protagonista de la obra. Protagonista que arrasa con todo. Bosques, poblados, casas, coches, carreteras. Nada está a salvo de ser devorado por las inextinguibles llamas apocalípticas. Nada tiene vida. Incluso los árboles caen al suelo, provocando el pánico en el hombre y su hijo. Los verdaderos protagonistas de la historia.

     Abandonados por su esposa y madre, cansada de luchar para sobrevivir en un mundo que ya no vale la pena, están solos en el mundo. Porque el resto de los humanos son enemigos. Y es que, en un mundo en el que pasar hambre se convierte en algo terriblemente cotidiano, la lucha por unos recursos cada vez más escasos es voraz y no conoce límites. La mayoría de los cada vez menos supervivientes no duda incluso en matar para comer. Y no hay animales. Todos están extintos. Con lo que solo se puede comer carne fresca... humana.

     En un ambiente tan hostil, sobre todo en el crudo invierno, conseguir ropa de abrigo seca y zapatos con los que proteger los pies --único medio de transporte existente-- no es nada fácil. Y cruzarse con alguien por la carretera es sinónimo de enfrentamiento. Hasta la muerte, si es necesario. Por muy buena persona que se sea, la vida ya solo consiste en matar o morir. Algo muy duro de afrontar. Sobre todo para un padre que quisiera poder educar en la bondad a su único hijo. Un hijo que a menudo no entiende las crueles decisiones que ha de tomar su padre. Su único protector.

     Padre e hijo viajan por la carretera hacia el sur, en busca de un clima más benigno. Más habitable --si es que queda todavía algún lugar medianamente habitable en el planeta-- y cercano a la costa. Buscar alimento, ropa y seguridad es clave. Al igual que evitar a los maleantes, bandidos y caníbales que pueblan ahora un yermo en el que tan solo la barbarie ha echado raíces. Para todo ello, tan solo cuentan con el amor que se profesan. Amor de padre. Amor de hijo. Pero también amor de supervivencia y protección mutua. Y la esperanza. La esperanza de encontrar, entre tanto hombre malo, algunos buenos. Como ellos mismos.

     La esperanza de que, aunque el mundo haya perdido a sus dioses, quizás el fuego de la civilización no se haya apagado para siempre. Porque, como parece opinar el padre --personaje complejo, sufrido, lúcido pero también obstinado--, el suicidio es el último recurso que les queda. Pero solo una vez se hayan agotado todos los demás. Y no piensa rendirse jamás. Ni por él ni por su hijo. Así, cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré, le dice.

     Los flashbacks y las pesadillas van completando, como si de un puzzle se tratara, lo ocurrido con anterioridad en la vida del padre y del hijo. Unas pesadillas recurrentes que amenazan la estabilidad psicológica de los protagonistas. Ambos deben luchar, juntos a veces, separados otras, por mantener la cordura en un mundo loco habitado por paranoicos, psicóticos y caníbales. Se prometen no comer jamás carne humana. También no matar salvo que sea estrictamente necesario. Y, ante todo, no dejarse solos. No abandonarse. No dejarse nunca solos en este mundo.

     En 2009 John Hillcoat adaptó la novela a la gran pantalla. Viggo Mortensen hizo el papel de padre, Kodi Smith-McPhee el de hijo y Charlize Theron el de esposa y madre. Fue una de las mejores películas del año. Un film conmovedor y desgarrador, como la novela. Y reflexiva. Muy reflexiva. Tanto el libro como la película valen la pena. Y mucho.                      

             

jueves, 11 de mayo de 2017

El monarca de las sombras. Javier Cercas. Random House. 2017. Reseña





     Que la literatura tiene un amplio componente catártico y purgativo queda de manifiesto en multitud de obras a lo largo de la historia. El monarca de las sombras, de Javier Cercas, vuelve a ponerlo de manifiesto. Pese a oponerse constantemente a escribir este libro, finalmente, quince años después de publicar su más famosa novela, Soldados de Salamina, el escritor extremeño-barcelonés retorna a la Guerra Civil para cerrar el círculo abierto con aquella. Y, además, hasta cambia de bando. Para rendir cuentas con su pasado familiar y poner de una vez por todas las cosas en su sitio. Para contar lo que durante buena parte de su vida lo había avergonzado. Para reconciliarse consigo mismo y con sus propios fantasmas. Para redimirse.

     El propósito inicial de Cercas era contar la verdadera historia de su tío abuelo materno Manuel Mena, alférez del Primer Tabor de Tiradores de Ifni, quien en 1936 decidió enrolarse en el ejército franquista para luchar contra los republicanos, falleciendo dos años más tarde en la toma de una cima en Bot, en plena batalla del Ebro. Héroe en el pueblo natal de la familia de Cercas, Ibahernando (Extremadura), donde incluso una calle lleva su nombre, murió con tan solo diecinueve años de edad, con toda la vida por delante. Convertido de inmediato en héroe por morir por España y por la patria, el tío de la madre de Cercas fue durante toda la vida del escritor un motivo más de vergüenza que de idolatría.

     Sin embargo, el libro que finalmente decidió escribir se convirtió al fin en una especie de crónica familiar. Porque, en torno a la historia central su tío abuelo, Javier Cercas reconstruye la historia completa de todos los componentes de su familia a lo largo de los últimos ochenta años. La idea de que no morimos sino que permanecemos dentro de quienes nos sobreviven, de la misma forma que nuestros ancestros permanecen también dentro de nosotros, lo llevó a ampliar la narración no solo a sus familiares sino a los recuerdos de los vecinos de Ibahernando que todavía permanecen vivos en la actualidad. Así, la novela, o crónica, sirve perfectamente como estudio sociológico, justificativo y explicativo de los preámbulos, desarrollo y consecuencias de la Guerra Civil en la Extremadura profunda.

     La lectura del texto resulta muy amena durante casi toda la obra, salvo cuando se entretiene --quizá en demasía-- en detalles como las maniobras militares y las tácticas de los respectivos contendientes, ralentizando la acción y provocando cierta monotonía. Algo que, evidentemente, no compartirá jamás cualquier entendido en las referidas materias, el cual probablemente habrá disfrutado más estas partes de la crónica que las demás. Como siempre, es imposible contentar a todos los lectores. Por eso, el escritor es el que debe de escribir la obra que quiere o considera más oportuna, sin detenerse a pensar excesivamente en demás detalles. Todos los componentes de la familia de Cercas son personajes de la historia, incluido el propio autor, quien habla de sí mismo también en tercera persona. Como buscando cierta distancia. Como no queriendo restar protagonismo a los demás personajes.

     Haciendo bueno aquello de que los escritores no pueden dejar de lado el hecho de ser personas con diversos bagajes culturales, en El monarca de las sombras encontramos referencias culturales de todo tipo. Así, aparecen en la narración el director de cine David Trueba --no creo que sea descabellado afirmar, a tenor de lo leído, que esta novela no existiría de no haber existido la amistad entre el director (que en su día ya adaptó al cine Soldados de Salamina) y el escritor--; el periodista Ernest Folch; muchas referencias a Aquiles y Ulises, a La Ilíada y La Odisea --no deseo hacer spoiler, pero sí avisar al lector de que el título del libro proviene de estos personajes y de estas obras--; el escritor serbio Danilo Kis (autor de Es glorioso morir por la patria); la obra El desierto de los tártaros, del escritor italiano Dino Buzzati; o la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt.

     El monarca de las sombras no busca juzgar a nadie, sino exponer los hechos tal y como sucedieron. O tal y como se cree que sucedieron. Porque los testimonios orales y las fuentes documentales no siempre son cien por cien fiables. Y ejemplos de ello tenemos también en la crónica que nos ocupa. Pese a que el propio Cercas afirma que su tío abuelo peleó por una causa injusta y murió en el lado equivocado, lo cual le instó durante años a no investigar al héroe oficial de su familia --y de su pueblo natal--, finalmente se vio obligado a hacerlo por una serie de acontecimientos que no deben desvelarse en una reseña, decidiendo hacerse cargo del pasado, por incómodo que este le resultase. El resultado es un texto de exploración, personal y colectiva, local y universal, que nos hace plantearnos diversas cuestiones de gran hondura.

     Pensé que hay mil formas de contar una historia, pero solo una buena, y vi o creí ver, con una claridad de mediodía sin sombra de nubes, cuál era la forma de contar la historia de Manuel Mena... Debía desdoblarme: debía contar por un lado una historia, la historia de Manuel Mena, y contarla igual que la contaría un historiador, con el desapego y la distancia y el escrúpulo de veracidad de un historiador, atendiéndome a los hechos estrictos y desdeñando la leyenda y el fantaseo y la libertad del literato, como si yo no fuese quien soy sino otra persona; y, por otro lado, debía contar no una historia sino la historia de una historia, es decir, la historia de cómo y por qué llegué a contar la historia de Manuel Mena a pesar de que no quería contarla ni asumirla ni airearla, a pesar de que durante toda mi vida creí haberme hecho escritor precisamente para no escribir la historia de Manuel Mena.

     El extracto del párrafo anterior constituye la justificación de la novela. Una justificación que habla de la integridad, la dignidad y la honestidad de su autor. Porque para una persona de izquierdas, como el propio Cercas se define, no debe de ser algo nada cómodo asumir que el héroe familiar era falangista y franquista. Y vencer las reticencias hasta el extremo de escribir sobre su historia es digno de elogio. Soldados de Salamina fue, según el propio autor, una manera de reconciliarse con sus ideales, dejando de lado el pavoroso pasado familiar. Sin duda, con El monarca de las sombras cierra el círculo abierto hace quince años. Y lo hace, valga la redundancia, de forma redonda. Demostrando que juzgar muchos años después los hechos y las acciones del pasado es demasiado fácil. Pero que en ocasiones uno se equivoca o es engañado, creando el mal cuando quería hacer el bien. Porque de humano es errar. Y quien esté libre de pecado...