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domingo, 26 de septiembre de 2021

14 de julio. Éric Vuillard. Tusquets Editores. 2017. Reseña

 




    El escritor, guionista y cineasta francés Éric Vuillard (1968) ha destacado durante los últimos años por sus novelas históricas La batalla de Occidente (2012), El orden del día (2017), La guerra de los pobres (2020) y 14 de julio (2016). Todas ellas, traducidas al castellano por Tusquets Editores, narran grandes hechos de la historia de la humanidad desde un punto de vista original y poco visto hasta ahora. En la que nos ocupa en estas líneas, 14 de julio, en lugar de centrarse en los grandes protagonistas --que en numerosas ocasiones en realidad ni siquiera estuvieron en el lugar de los hechos en el momento de suceder estos--, nos cuenta los acontecimientos relacionados con la toma de la Bastilla a través de una narración coral en la que aparecen cientos de protagonistas reales pero anónimos --o casi-- que desfilan ante nuestros ojos para después desaparecer de la acción por diversos motivos (muerte, padecimiento de heridas, falta de testimonios o de documentos, etc).


    14 de julio es una novela corta (ciento ochenta y cinco páginas) pero intensa, casi adictiva, que atrapa al lector de principio a fin. Un lector al que le parece estar asistiendo en directo a la toma de la Bastilla en compañía de todos y cada uno de los personajes que van apareciendo en diferentes lugares y momentos de la acción rebelde contra los desmanes de la monarquía borbónica francesa. Personajes de los que apenas sabemos su nombre y apellidos --estos últimos, no siempre--, apodo --si lo tienen--, lugar de procedencia --si consta en la documentación--, profesión y lugares de habitación y establecimiento --estos, no siempre claros--, si está soltero o casado --en muchos casos, ni se sabe-- o si tienen hijos --en la mayoría de ellos ya es pedir demasiado--. Y, en este sentido, cabe alabar la enorme documentación que debe haber manejado Vuillard para darnos los escasos datos disponibles de cada uno de estos personajes. Un trabajo casi de chinos pero que se agradece, pues todos tuvieron presencia.


    Y, hablando de presencia, esa es precisamente la percepción del lector al leer la obra: las detalladas descripciones de los distintos ambientes, los ropajes, las acciones de los personajes y las múltiples situaciones, junto a la narración de Vuillard, absolutamente cinematográfica --se nota con claridad su origen cineasta--, hacen creer al lector que está in situ en las calles de París. Un París que se convierte en un personaje más, con sus palacios, establecimientos, locales, callejuelas, plazas, avenidas, barriadas y muchos de sus lugares históricos más emblemáticos. Todo ello solo posible, de nuevo, a ese proceso de documentación al que me he referido con anterioridad. Parece increíble que el autor se tomara tantísimas molestias y trabajara tanto para acabar escribiendo una novela tan corta. Sin duda, podría haber escrito muchísimas páginas más. Y no lo hizo, pese a estar de moda presentar grandes tochos, lo cual también es de agradecer, puesto que en muchos casos no se precisan tantas páginas para narrar una buena historia.         


    Al margen del hecho de apartarse de los grandes nombres de la historia y acercarse a los anónimos y verdaderos protagonistas de la misma --la denominada microhistoria frente a la tradicional y muchas veces injusta megahistoria--, aspecto digno de ser resaltado, quiero destacar también que la obra haga referencia a los antecedentes de los hechos narrados. Porque nada ocurre porque sí. Todo sucede por algo. Y que Vuillard introduzca la historia con varios capítulos referentes a la situación de bancarrota que vivía la nación, la vida casi denigrante que debía afrontar la mayor parte de la población y la forma en que la monarquía y la burguesía vivían muy por encima de las posibilidades de todo un país, con constantes subidas de impuestos a cambio de cada vez peores servicios hacia sus pobladores, es de justicia y necesidad. Hacer referencia a esos precedentes hace que también el lector se indigne y tenga ganas de tomar las armas y asaltar la Bastilla, convirtiéndose en un protagonista anónimo más de los hechos. 


    La novela es una constatación de que en muy contadas ocasiones hubo una revolución no violenta, y de que la población tiene la obligación de rebelarse ante un gobierno injusto, más todavía si se vive en un gran desgobierno. Aspectos estos que deberían hacernos reflexionar sobre lo que ocurre en nuestro mundo a día de hoy. Obviamente, esto no debe entenderse en el sentido de la violencia por la mera violencia, de la violencia sin un sentido ni una finalidad muy precisa, lo cual deslegitimaría tanto la revolución como la violencia, lo que la convertiría en terrorismo. Poner fin al Antiguo Régimen era, en 1789, algo únicamente posible por la fuerza, pues los gobiernos --los reyes, vaya-- y sus secuaces --los burgueses-- no iban a cambiar si no eran obligados por las armas. Y, entre la muchedumbre del París de ese momento, encontramos héroes y cobardes. Todos ellos, muy bien retratados por Vuillard en esta novela.


    Luis XVI, que acabó guillotinado tan solo tres años y medio después de la toma de la Bastilla, no quiso o no fue capaz de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación para poner fin a la sangría económica llevada a cabo por los sucesivos ministerios de Turgot, Calonne y Necker. Las finanzas francesas se iban a pique, estaban al borde de la bancarrota y, sin embargo, la familia real seguía viviendo como nunca antes. Así lo narra Vuillard: una gran hambruna azotaba Francia. La gente se moría. Las cosechas habían sido malas. Muchas familias mendigaban para vivir. Habían estallado motines contra el hambre. La gente se preguntaba si podría llegar a fin de mes, reclamaba el pan a diez sueldos mientras gritaba ¡mueran los ricos!. La subida de impuestos, de nuevo, y la represión de los soldados contra los agitadores, abriendo fuego indiscriminado contra ellos, provoca una escalada de los disturbios. Superado el límite humano de la paciencia y del hambre, ya no hay vuelta atrás.


    La convocatoria de los Estados Generales, la proclamación de la Asamblea Nacional, el juramento en pos de una nueva Constitución en la sala del Jeu de Paume, la cesión de Luis XVI, el recelo del pueblo, las maniobras ocultas para hacer valer el uso de la fuerza por parte del gobierno, las del pueblo, que decide armarse por si acaso, el asalto al arsenal, el hambre, la desesperación, la subida del número de parados, la crecida de los impuestos, el vacío de poder, el hecho de que muchos veteranos se sumen a los insurgentes, la pérdida de miedo de quienes ya nada tienen que perder (porque ya lo han perdido todo), el levantamiento de barricadas, el fuego indiscriminado de los soldados, el grito unánime y extensivo de ¡asesinos, asesinos!, el hartazgo, la pérdida de la paciencia, la fuerza que otorgan la pertenencia al grupo y a la muchedumbre, la unión del pueblo de París, la de toda Francia y la marea humana rodeando la Bastilla son finalmente todo uno. La Bastilla está rodeada por la humanidad.  


    Cae la noche. Innumerables multitudes suben a las torres de la Bastilla. Nos quedamos mudos, sobrecogidos. El cielo ya no nos abruma. Y la noche del 14 de julio fue sin duda la más agitada, la más feliz, pero también la más atormentada que haya conocido ciudad alguna. Hubo una lluvia de papel. Volaron toda suerte de archivos judiciales, registros, demandas no atendidas, libros de cuentas y de cuadernos. Y Vuillard remata el libro con un fantástico párrafo que me sirve a mí también para rematar esta reseña: sí, a veces, cuando el tiempo es demasiado gris, cuando el horizonte es demasiado mortecino, deberíamos abrir los cajones, romper los cristales a pedradas y arrojar los documentos por la ventana. Los decretos, las leyes, los atestados, ¡todo! Y todo eso caería, se vendría abajo lentamente, llovería sobre la calle. Y revolotearía en la noche, como esos papeles grasientos que, después de la feria, se arremolinan bajo el tiovivo. Sería bonito, y divertido, y regocijante. Los miraríamos caer, felices, y deshacerse, hojas volantes, muy lejos de su temblor de tinieblas.                    



lunes, 6 de septiembre de 2021

El hijo del padre. Víctor del Árbol. Destino. 2021. Reseña

 




    La maldad, la desgracia y las maldiciones juegan un papel muy importante en la trama de la última novela de Víctor del Árbol. Como comenta, en varias ocasiones además, Alma Virtudes a lo largo del transcurso de las acciones que componen la historia de El hijo del padre, los hombres de su familia están infectados con el virus de la infelicidad y la autodestrucción. No importaba la generación, ni el momento, al final esa maldición se manifestaba y era una lengua de fuego que abrasaba cuanto tenía alrededor. Justos y pecadores. Todos acababan pagando esa rabia insensata, esa ira contra una vida que nunca era como debería ser. Y Diego Martín, el protagonista principal de la novela, reconoce que su abuela tenía toda la razón. Él, que durante años había tratado de ser diferente a sus progenitores, que había levantado puentes levadizos para que la infelicidad no le alcanzase, vislumbra al fin, apesadumbrado, que era como su padre, como su abuelo. De los que se marchaban, de los que huían.


     El conjunto de historias familiares con las que el escritor catalán teje la trama de su nueva novela arranca en el presente de 2010. Diego ha secuestrado a Martin Pearce, el enfermero de su hermana Liria, ingresada en un psiquiátrico desde hace varios años, lo ha metido en el maletero de su coche y ha conducido más de mil kilómetros hasta la Casa Grande, donde lo ha torturado durante tres días y finalmente  lo ha matado disparándole dos veces en la cabeza. Ahora, él mismo está también ingresado, como su hermana, en una unidad de psiquiatría. Muchas preguntas inquietan al lector desde las primeras páginas. ¿Quién es Martin Pearce y qué ha hecho para que Diego haya acabado de esa manera tan maquiavélica con su vida? ¿Por qué ha conducido más de mil kilómetros? ¿Qué es la Casa Grande y por qué es allí donde mata al enfermero? ¿Por qué está encerrada en un psiquiátrico su hermana Liria? ¿Cómo un padre de familia, esposo y respetado profesor universitario como Diego ha sido capaz de cometer semejante crimen?


    Como en todas las novelas de Víctor del Árbol el autor nos hace recorrer intrincados círculos concéntricos repletos de píldoras informativas, enormes puzzles casi imposibles de resolver y escondidos rincones de las memorias de sus personajes para ir rellenando poco a poco los huecos que nos permiten ir vislumbrando la resolución de cada uno de los enigmas que nos propone desde las primeras páginas. Y lo hace de forma paulatina, contando partes inconexas de las historias, situándonos en lugares tan diferentes como la Siberia de los gulags estalinistas, el norte de África español de época franquista, la Barcelona de la primera década del siglo XX o el Pueblo. Un pueblo sin nombre, situado en la provincia de Badajoz, dominado desde tiempos inmemoriales por la familia Patriota. Asentados en la Casa Grande, los Patriota se erigirán en los archi enemigos de los Martín, la familia de Simón, Antonio y Diego. Tres hombres, abuelo, hijo y nieto, que no podrán ya huir de la desgracia.


    Y si el presente de la historia nos sitúa en la Barcelona y el Pueblo de 2010, el pasado más remoto nos hace retroceder en el tiempo hasta el Pueblo de 1936, justo al momento del golpe militar y del inicio de la Guerra Civil. Las diferencias políticas y económicas y un acercamiento amoroso entre un miembro de cada una de las familias reseñadas desembocará en el comienzo de la desgracia de la familia menos poderosa, la de los Martín. Simón, abuelo de Diego, deberá huir de España y acabará en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Y terminará, por rocambolescas vicisitudes de la vida y de la mala suerte, en un gulag de Siberia. Desde 1936 la vida familiar de los Martín ya no será la misma. Ni siquiera dos generaciones después. Tampoco en el otro extremo del país. Porque el lugar no es lo más importante. Nunca. Sobre todo cuando uno tiene cuentas pendientes con demasiada gente. Incluso con uno mismo.


    El miedo --un hombre sin miedo dejaría de ser humano, escribe el propio Diego en su diario durante su estancia en el psiquiátrico--, los traumas y las huidas hacia adelante --de Simón, de su hijo Antonio y de su nieto Diego--, las malas decisiones --¡quien esté libre de pecado que tire la primera piedra!--, el sentimiento de culpabilidad --¡qué difícil resulta a veces perdonarse a uno mismo!-- y la maldad --propia y ajena--, son los principales ejes sobre los que giran las numerosas sub tramas de El hijo del padre. También la desesperanza y la imposibilidad de seguir haciendo frente a la vida debiendo sostener el insoportable peso de la mochila del pasado --el pasado vive en ti pero tú no perteneces al pasado, escribe no obstante Diego en el mismo diario--. Frase lapidaria escrita para el futuro familiar que quizás debería haberse aplicado a sí mismo con mucha anterioridad. Y es que a veces se necesita toda una vida (o incluso varias) para aprender ciertas cosas.


    Las cuatrocientas páginas de que consta la novela se dividen en cuatro partes y en cuarenta y seis capítulos más una introducción y un epílogo. Las cuatro partes --Tierra de barro, Kalinka, Hasta que llueva en el desierto y Liria-- hacen referencia a aspectos y lugares importantes de las diferentes historias como son el Pueblo, Siberia, el Sáhara Oriental y Liria, la hermana enferma de Diego. En efecto, pese a que los distintos capítulos se centran en lugares y épocas diferentes las distintas partes hacen referencia más concreta a esos momentos exactos de la trama. Una forma de ordenar los sucesos más acorde a la cronología lineal con que tuvieron lugar. La parte más extensa es la que hace referencia a las desventuras de Simón en la Siberia de la Segunda Guerra Mundial, mientras que la más corta nos explica la historia que tiene que ver con los años pasados por Antonio en África durante la ocupación española del Sáhara. Tierra de barro hace referencia al Pueblo, básicamente en los hechos acaecidos en él durante el siglo XX, y Liria se ocupa a grandes rasgos de los hechos más actuales en el tiempo.


    El hijo del padre nos habla de cómo a menudo nuestras vidas nos llevan a acercarnos a aquello que odiamos, a aquello que quisiéramos dejar atrás para siempre. O quizás de cómo precisamente somos nosotros mismos los causantes directos de que ello suceda así y no de otra manera. Porque en realidad la línea que divide ambos conceptos --causa y efecto-- es mucho más delgada de lo que quisiéramos. También de que a veces las cosas y las personas no son o somos como parecen o parecemos. Y de que puede darse la situación de descubrir la verdad --si es que esta en realidad existe-- de la peor manera posible. Y, por supuesto, de que llega un momento de nuestra vida en que debemos dejar de ver los sucesos de nuestra niñez con la mirada del niño que fuimos para verla con nuevos ojos, los de la adultez de aquellos que fueron nuestros progenitores. Pero, sobre todo, nos habla de que escondernos en nuestras propias mentiras --o en las de los demás-- no suele tener consecuencias positivas. Ni para nosotros ni para quienes nos rodean.


    Víctor del Árbol posee muchas cualidades literarias. La mayor de ellas, en mi opinión, es la gran capacidad que tiene para transmitir los pensamientos, las frustraciones, las luchas internas y el dolor que sienten sus personajes. Desde esa abuela impotente ante tanta tragedia como es Alma Virtudes hasta la progresiva transformación de Diego en un criminal sin escrúpulos. Resulta tan dramático (a nivel de trama) como admirable (literariamente hablando) observar cómo un hijo de la emigración, un hombre que se ha hecho a sí mismo renunciando a sus orígenes y familiares va sucumbiendo a esa incapacidad de liberarse de un pasado que le persigue en el tiempo y en el espacio. Lo que pasó entre él y su padre, entre su familia y la Patriota nos es mostrado sin prisa pero sin pausa de una manera tal que el lector cree vivir in situ las diversas situaciones narradas. Y sufre. Y disfruta. ¿Cómo se puede calificar un libro que hace sentir a los lectores sentimientos tan enfrentados a la vez? ¿Qué tienen esos libros que al ser terminados de leer dejan al lector en silencio durante minutos? Es difícil de explicar, la verdad. Así que mejor leed El hijo del padre y comprobadlo por vosotros mismos.