LIBROS

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lunes, 23 de mayo de 2022

El peligro de estar cuerda. Rosa Montero. Seix Barral. 2022. Reseña




 

    La escritora y periodista madrileña Rosa Montero ha demostrado no pocas veces que es una especie de detective; una investigadora de temas. Lo hizo, por ejemplo, en su maravilloso libro La ridícula idea de no volver a verte (2013). Y lo ha vuelto a hacer, más exhaustivamente si cabe, en su recién publicada obra, El peligro de estar cuerda. El sugerente título, extraído de una poesía de Emily Dickinson, nos atrapa para hacer que acompañemos a la autora de este ensayo en sus pesquisas sobre la estrechísima relación entre la genialidad y la locura. Unas pesquisas que, como reconoce la escritora, comenzaron hace ya muchos años. Desde que se dio cuenta de que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. Aunque, por suerte, añade que una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro. Y para sustentar dicha afirmación se apoya en diversos textos de psiquiatras, neurólogos, psicoanalistas y filósofos de todas las épocas.

    Todo ello, ilustrado además por sus propias experiencias personales y laborales y por las vidas y obras de una gran multitud de escritores y artistas. Desde Shakespeare y Cervantes hasta Nabokov y Zweig; desde Nietzsche y Camus hasta Bukowski y Carrère; desde Salgari y Proust hasta Strindberg y Pessoa. Eso sí, como buena feminista y siempre rescatadora de la memoria y el talento de las mujeres olvidadas, se centra en la ya citada Emily Dickinson, Doris Lessing, Ursula K. Le Guin, Virginia Woolf, Sylvia Plath o Janet Frame. Todos ellos y todas ellas, autores y autoras que vivieron al borde de la locura. Una locura contra la que lucharon, básicamente, escribiendo sus respectivas obras literarias. Unos genios que, muchas veces incomprendidos --como suele suceder--, acabaron sus días antes de tiempo y/o de manera abrupta. Drogas, alcohol, enfermedades mentales, existencias insoportables de no ser por la escritura, suicidios, etc.

      La investigación de Montero para componer esta obra-puzzle recorre episodios de su infancia marcados por una desbocada imaginación y diversos momentos de su vida que le hicieron dudar sobre su cordura. Su texto parte del proceso creativo --suyo y de otros autores-- para llegar a explorar el sentido de la vida. Y, para ello, comparte con sus lectores curiosidades científicas y literarias asombrosas y hasta escalofriantes para tratar de entender cómo funciona la mente creativa --y también la locura--. Y es que la línea que separa ambos conceptos es, visto lo visto y leído o leído, muy pero que muy fina. Por momentos, la lectura de El peligro de estar cuerda nos parece hacer zozobrar. Sin embargo, finalmente nos da esperanza. Nos afirma en la creencia de que ser diferente es un valor nada desdeñable. Y, a tenor del título, también en la de que el verdadero peligro es estar cuerdo. Porque la literatura es tan bruja que convierte la oscuridad en belleza.

    Según la propia Rosa Montero, este libro trata de la relación entre la creatividad y cierta extravagancia. De si la creación tiene algo que ver con la alucinación. O de si ser artista te hace más proclive al desequilibrio mental, como se ha sospechado desde el principio de los tiempos. Como argumentaron en su momento autores como Séneca o Diderot, por ejemplo. O como demuestran con sus estudios investigadores como Nancy Andreasen --los escritores tienen hasta cuatro veces más de posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones que la gente no creativa-- y Jamison y Schildkraut --entre el 40 y el 50% de los literatos y artistas creativos sufren algún trastorno de ánimo--. La misma autora reconoce haber pasado por tres periodos de crisis de pánico y por tres tramos diferentes de terapia psicoanalítica: decidí cursar la carrera de Psicología para intentar entender qué me pasaba.

    Un estudio sueco afirma que los escritores tienen un 50% más de posibilidades de suicidarse que la población general, señala Montero en las primeras páginas de la obra. Ejemplos hay muchos a lo largo de la Historia. Son datos como para echar a correr. Y, sin embargo, la mejor manera de combatir la locura y la enfermedad mental, contra todo pronóstico, es precisamente escribir. Escribir sobre ella. Y que te publiquen y te comprendan. Porque como no te publiquen o sí lo hagan pero no te comprendan, entonces sí la cosa se pone mal de verdad. Porque el núcleo abrasador de lo que llamamos locura es, sobre todo, estar solo. Montero cree que lo que hace diferentes a los escritores de los demás humanos es su capacidad para disociarse: vivir varias vidas aparte de la suya propia. Y ello es así porque a menudo resulta muy complicado vivir una única existencia. Así, llega a la conclusión de que la gran mayoría de los narradores han perdido de manera violenta el mundo de la infancia. Disociación versus trauma. O madurar prematuramente para poder sobrevivir. Crear es no llorar más lo perdido que se sabe irrecuperable. 

    En relación a la soledad y a la depresión y a la enfermedad mental afirma Montero --o más bien toma prestada la afirmación de Claire Legendre-- que hay dos armas para combatirlas: la escritura creativa y amar y ser amado. Creo que no le falta razón. Y si se unen las dos, mejor que mejor. Así, cita a Héctor Abad --creo que me enamoro así, tan súbita y desesperadamente, solo como una forma de tener gasolina interior para poder escribir-- y a Emmanuel Carrère --si estoy escribiendo un libro a veces son, junto con el sexo, los más grandes momentos de mi vida, esos en los que me digo que vale la pena vivir--. Y si todo eso falla, siempre se puede recurrir al suicidio. Porque, como escribió Nietzsche, el pensamiento del suicidio es un poderoso medio de consuelo: con él se logra soportar más de una mala noche. Pero no, no es que Montero incite al suicidio. Todo lo contrario: aguanta, aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará. Aguanta si quiera un día más. Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás.    

    Los expertos sostienen que la creatividad no nace de la locura, sino que ambas condiciones muestran puntos de contacto, coincidencias. Somos una especie de primos, como los seres humanos y los grandes simios. Todos vamos a morir, por supuesto. Y Montero quita hierro al tema de la muerte --no debemos tener miedo a morir--. Y también al del suicidio --tendemos a considerar que la existencia entera del fallecido ha sido una tragedia, cuando no es verdad; el suicidio es el resultado de una enfermedad (nada diferente a sufrir un infarto, por ejemplo) y no creo que debamos añadir un tormento de culpabilidades fantasmales a la pura y sagrada pena de la desaparición del ser querido--. Así, nos invita a crear historias citando, por ejemplo, a Bukowski: cuando mi esqueleto descanse en el ataúd, si es que tengo uno, no habrá nada que me arrebate las magníficas noches que me he pasado frente a la máquina de escribir.      

    Me encantan los libros de escritores que hablan de sí mismos y de otros escritores y de sus obras. Siempre se aprende mucho, sobre ellos y sobre la vida. Y de una manera mucho más amena que leyendo manuales al uso. Sobre todo cuando el texto desborda pasión. Como es el caso de este libro. Y es que nos deja gran variedad de enseñanzas, reflexiones y frases para subrayar y/o copiar. Tanto de la propia autora como de los escritores citados según los temas que se tratan. En el apéndice de El peligro de estar cuerda aparece una entrevista de Rosa Montero a una ya casi anciana Doris Lessing. La Premio Nobel, en un momento de la entrevista, afirma que una vez pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir: me pongo de muy mal humor. La escritura te da una especie de equilibrio. Supongo que el mismo equilibrio que siente el autor al escribir lo experimenta también el lector al leer la obra. Así que: larga vida a la creatividad y al equilibrio. Y ojalá siempre el mayor peligro sea estar cuerdo. 


lunes, 2 de mayo de 2022

Los vencejos. Fernando Aramburu. Tusquets. 2021. Reseña

 




    No voy a durar mucho. Un año. ¿Por qué un año? Ni idea. Pero ese es mi último límiteNo me gusta la vida. Y no pienso delegar en la Naturaleza la decisión sobre la hora en que habré de devolverle los átomos prestados. He previsto suicidarme dentro de un año: el 31 de julio, miércoles, por la noche. De esta manera tan descorazonadora vuelve a la novela Fernando Aramburu. Lo hace tras el paréntesis marcado por sus ensayos y libros de poesía y prosa poética Autorretrato sin mí, Vetas profundas y Utilidad de las desgracias y otros textos. Todos ellos publicados tras el tremendo éxito de su anterior novela, Patria (2016). Los vencejos, su nueva obra, es una historia poliédrica protagonizada por Toni, un profesor de filosofía enfadado con el mundo y consigo mismo que un día decide que va a poner fin a su existencia. Mientras espera la llegada de la fecha definitiva se dedica a escribir una especie de diario o crónica donde expone las razones de un desencanto que ha de llevarlo al suicidio.

    Acompañado por su inseparable amigo Patachula, quien perdió una pierna en los atentados del 11M de 2004 y hasta piensa acompañarlo en su decisión final más que nada por no quedarse solo, Toni decide vivir con total libertad el año que le queda de vida. Una libertad que, paradójicamente, le viene del hecho de saber que su fin está cada vez más próximo, lo cual lo hace disfrutar de las últimas veces que hace tal o cual cosa. Algo, disfrutar, que había olvidado los últimos años. Durante esos 365 días va programando las cosas para poder irse dejándolo todo resuelto. Y cada noche escribe sobre los sucesos del día a día junto a Patachula y también sobre los momentos más importantes de su vida. Así, desgrana, por ejemplo, sus tormentosas vidas familiares, primero con sus padres y su odiado hermano Raulito y después con su ex esposa Amalia y su hijo Nikita. Los grandes fracasos del pasado de Toni marcan, sin duda, la decisión de despedirse de un mundo que cada vez entiende menos.

    Las idas y venidas de los vencejos, a los que Toni observa desde las calles de Madrid mientras desea poder volar alto y lejos junto a ellos, marcan el hilo conductor de la novela según pasan los meses y las estaciones. Toni comprende mucho mejor a los animales que a las personas. Vive solo con su perra Pepa y su muñeca erótica Tina, regalada por Patachula. A ambas las trata con igual cariño y dedicación. Y dejar resuelto su futuro cuando él ya no esté es una de sus grandes preocupaciones. Sus historias con ellas constituyen algunos de los momentos más tiernos y a la vez humorísticos de la novela. También sus conversaciones con su fiel amigo y con Águeda, una ex novia --a la que abandonó por la que sería el amor de su vida, su esposa y madre de su hijo-- que de repente vuelve a aparecer en su vida acompañada por un perro que se llama curiosamente Toni, lo cual indica que jamás lo olvidó. Como él tampoco olvida, a pesar de los pesares, a Amalia.

    Acostumbrado a la compañía de Águeda, que era una chica sencilla, buena y, todo sea dicho, carente de atractivo físico, yo observaba encogido de admiración y quizá un poco asustado las dotes organizativas de la bella y sensual Amalia, la energía con que abordaba cualquiera de sus empresas, la obsesión de hacer las cosas bien. Ni por un segundo se me ocurrió prever las consecuencias que me acarrearía el que todas aquellas cualidades se volvieran un día contra mí. Las comparaciones son odiosas, cierto. Pero existen. Toni sucumbió a los encantos de Amalia. Pese al desgaste de los años y al traumático fin de su relación matrimonial no la olvida. Tras el divorcio tomó la decisión de renunciar al amor para siempre. Y lo justifica así: el amor, maravilloso al principio, da mucho trabajo. Al cabo de un tiempo no puedo con él y termina resultándome fatigoso. He sido siempre temeroso de que al final todo el esfuerzo y la ilusión fueran para nada. Y el caso es que siempre fueron para nada.  

    Y sigue: prefiero la amistad al amor. De la amistad nunca me harto. Me transmite calma. Yo mando a Patachula a tomar por saco, él me manda a mí a la mierda y nuestra amistad no sufre el menor rasguño. No tenemos que pedirnos cuentas de nada, ni estar en comunicación continua, ni decirnos lo mucho que nos apreciamos. Cierto es que Patachula, siendo un tanto especial, es digno de aprecio. Y Toni también aprecia a los vencejos. Vuelan sin descanso, libres y laboriosos. A veces miro desde la ventana a unos cuantos que tienen sus nidos bajo las cajas del aire acondicionado del edificio de enfrente. Pronto emprenderán su vuelo migratorio anual hacia África. Si nada se tuerce y mi vida sigue por el camino trazado, aún estaré aquí la próxima primavera cuando ellos regresen. He pensado que me gustaría reencarnarme en uno de ellos y revolotear a partir de agosto sobre las calles del barrio. La libertad de volar alto y lejos, de nuevo.    

    A través de las casi setecientas páginas del diario de Toni asistimos a muchos de los grandes acontecimientos de la Historia de España. Especialmente los que tienen que ver con el presente de la ficción, es decir, el intervalo entre el 1 de agosto de 2018 y el 31 de julio de 2019. Lapso de tiempo protagonizado por el juicio a los líderes independentistas catalanes, el auge de la ultraderecha que representa VOX, los intentos de Ciudadanos y Podemos de intentar entrar en un gobierno de coalición y los procesos electorales y las respectivas negociaciones en pos del imposible establecimiento de un gobierno que dé por fin algo de estabilidad a la nación. Las discusiones políticas entre Toni, Patachula y Águeda en el bar de Alfonso ilustran perfectamente la enorme polarización del país. Y es que tanto la política nacional como los personajes centrales de la novela están magistralmente retratados en el texto de Aramburu.

    Mientras Toni se va deshaciendo de la mayoría de sus pertenencias --su amplia biblioteca, diversos enseres y hasta muebles-- y va recibiendo extrañas notas anónimas que llegan a obsesionarlo por completo, tanto por su contenido altamente ofensivo como por el hecho de no tener prueba alguna del origen ni de la motivación de las mismas, su narración se centra en aspectos centrales de su vida. Como los malos tratos recibidos por parte de su padre; su complicada relación con su madre; el odio mutuo existente entre él y su hermano pequeño; su tormentoso final con Amalia, que prefirió a una mujer de nombre Olga; o la debilidad mental de su hijo Nikita, incapaz de ir superando etapas en la vida a la velocidad del resto de sus iguales. Fracasos que, sumados y almacenados en una enorme mochila, pesan demasiado sobre su espalda. De ahí su necesidad de soltar lastre y buscar la libertad. Incluida la libertad para poner fin a su vida.

    Cómo consigue Aramburu que el diario de un suicida quemado y cabreado con el mundo y con sus congéneres --al más puro estilo del señor Meursault de El extranjero de Camus, del joven Holden Caulfield de El guardián entre el centeno de Salinger o del también desencantado joven Arthur Maxley de Solo la noche de Williams-- acabe convertido en una lección de vida, de amor, de amistad, de dignidad y de esperanza es todo un misterio para la mayoría de los mortales. Incluso después de leída la novela. Alcanzar algo así está tan solo al alcance de un genio literario. Si con Patria Aramburu deslumbró a los lectores, con Los vencejos los hará reír, reflexionar y finalmente llorar en sus últimas páginas. Unas páginas de gran belleza y emoción no carentes de tragedia pero tampoco de esperanza.