LIBROS

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lunes, 25 de septiembre de 2017

Desgracia. J. M. Coetzee. Círculo de Lectores. 2000. Reseña





     El escritor sudafricano John Maxwell Coetzee (1940, Ciudad del Cabo) recibió el Premio Nobel de Literatura en 2003 por la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana. En su país natal se desarrollan la mayor parte de sus obras. Unas obras marcadas por el simbolismo, las metáforas --el autor juega con las palabras y los símbolos como si de un prestidigitador se tratara, pues siempre encuentra la expresión exacta para cada situación narrativa o ambiental-- y la crítica del apartheid y sus funestas consecuencias para los individuos y las sociedades. Desgracia, la novela que nos ocupa, recibió uno de los premios literarios en lengua inglesa más prestigiosos del mundo: el Premio Booker (1999). Galardón que, por cierto, ya le fue otorgado en 1983 por Vida y época de Michael K, novela que narra la historia de un superviviente de la guerra civil sudafricana.

     Influenciado por autores como Samuel Beckett, Ford Madox Ford, Fedor Dostoyevski, Daniel Defoe, Franz Kafka o Luigi Pirandello y por la realidad social contemporánea de una de las naciones africanas más castigadas por las cuestiones raciales durante todo el siglo XX, no es de extrañar, como ha quedado dicho más arriba, que Desgracia narre parte de esa problemática a través de sus 270 páginas. Sobre todo, a partir del segundo tercio de la novela. Antes de ello, la trama se recrea en el tipo de vida del protagonista masculino de la historia: David Lurie, académico experto en poesía romántica inglesa, dos veces divorciado, con una hija (Lucy) de su primer matrimonio. La existencia de David es anodina y se centra en su trabajo, que no le hace feliz ni le proporciona grandes satisfacciones, y en visitar cada jueves por la tarde a una prostituta con la que mitiga sus ansias sexuales.

     La raíz del problema que aborda la novela se desatará cuando la prostituta decida dejar de verlo después de cruzarse con él por la calle y comprobar que su cliente ha averiguado, aunque de forma fortuita,que tiene dos hijos. El ímpetu sexual del académico se trasladará a una de sus alumnas. Un encuentro casual en un parque cercano a la universidad con Melanie Isaacs, ese es el nombre de la jovencita, provocará que el protagonista tienda una red sobre ella. El objetivo: acostarse juntos y mantener con ella una relación temporal. Sin embargo, todo se torcerá demasiado pronto. Casi sin tiempo para que David pueda gozar de Melanie. Primero, al recibir el acoso del novio de la joven (Ryan); y segundo, al ser visitado por el padre  de esta. Al final, los acontecimientos se precipitan a gran velocidad y la joven, presionada por todo su círculo, acaba presentando una denuncia por acoso sexual contra su profesor.

     El propio profesor reconoce haber mantenido esa relación con Melanie --una relación que en algunos aspectos recuerda vagamente a la mítica Lolita de Nabokov--, además de haber excusado sus faltas de asistencia a las clases y de haberle calificado como apta una prueba a la que no había asistido. La investigación puesta en marcha por la universidad, la denuncia de Melanie y la indolencia y falta de interés de David por defender sus intereses y su puesto de trabajo provocarán un escándalo de tales dimensiones que terminará por hacerle dimitir y dejar la universidad. Sintiéndose el foco de atención mediático en su ciudad y en su barrio, optará por huir. Y así es como decide visitar a su hija Lucy, que vive sola en una granja de la Sudáfrica profunda. Un lugar casi deshabitado que se mueve por una serie de leyes no escritas que pueden llegar a ser incluso mucho más crueles que las de la jungla que compone la urbe.

     Sobre todo, con aquellos que no se adaptan al lugar y a esas leyes. Unas leyes que engloban también unos comportamientos humanos muy difíciles de entender para quienes llegan desde cualquier otro lugar. Así, de la mano de David y de la propia Lucy, sobreviene la verdadera desgracia que narra la novela. Por un lado, David trata de olvidar su casi-carnívoro deseo sexual. Algo fácil de conseguir en un lugar como la provincia del Cabo Oriental, donde la mujer más cercana está a varios kilómetros de la granja de su hija. No obstante, por otra parte, deberá plantearse su propia condición, como ser humano y también como padre. Y es que, si David es terco y cabezota, su hija demostrará serlo todavía más. Mucho más. Y en su obstinación por mantener su granja y su modus vivendi llegará a poner en grave riesgo su propia supervivencia. Una supervivencia que pende de un hilo demasiado fino para soportar una carga que parece aumentar.

     Y, curiosamente, mientras la verdadera desgracia se cierne sobre padre e hija, David consigue, poco a poco, hacerse a la vida en la granja. Ayuda con las tierras y sus labores, alimenta a los perros que cría su hija, acude cada sábado al mercado de Grahamstown para vender los productos cultivados por Lucy, colabora con el matrimonio Shaw en su clínica veterinaria y hasta se va habituando a vivir allí. Sin embargo, su relación con Lucy pasará por momentos delicados. Las diferencias no solo de sexo, de edad y de cultura sino también de formas de ver y de afrontar la vida conllevarán rifirrafes entre ellos. Hasta tal extremo que David deberá decidir entre quedarse y proteger a una hija que no desea su protección o volver a su casa y tratar de rehacer su vida pese a haber perdido su trabajo de toda la vida. Decisión complicada que le cuesta tomar.

     En el último tercio de la novela David visita a los padres de Melanie para explicarles lo sucedido con su hija. Sorpresivamente, es recibido y perdonado por ellos y retorna a su casa de Ciudad del Cabo. Comprueba que la desgracia lo persigue allá adonde va, pues su casa ha sido saqueada durante su ausencia. Vaga por la ciudad, recoge sus pertenencias de su antiguo despacho en la universidad y acude a una representación teatral en la que actúa Melanie. Su novio lo encuentra entre las butacas y vuelve a echarlo de allí con amenazas. Constatando que su vida en esa ciudad ya no tiene sentido, decide volver a la granja de su hija. La granja se convierte, así, en su último refugio. Un refugio peligroso en el que en cualquier momento él y su hija pueden ver amenazadas sus vidas. David se resigna y trata de vivir de la mejor manera posible. Pero la convivencia con Lucy se antoja cada vez más complicada.

     Pese a que la novela consta de 270 páginas, la rápida sucesión de acontecimientos, la introspección y una narración directa, sencilla, casi sin descripciones y a menudo más insinuadora que efectivamente mostradora, nos conducen a una especie de montaña rusa de emociones, de sentimientos, de toma de decisiones, de actos más o menos preconcebidos. Desde luego, la historia nos captura, nos conmociona, nos zarandea, nos hace tomar partido, nos cabrea. En varias ocasiones no entendemos la actitud de sus protagonistas. Nos gustaría incluso darles un cachete para hacerlos reaccionar. Sin embargo, los personajes son tan cercanos que en otros momentos sí les entendemos. Porque no son perfectos. Tienen sus defectos, sus dudas, sus frustraciones. Y quizá sea eso lo mejor de la novela, lo que la hace tan descarnada y a la vez tan bella (literariamente hablando): que la realidad siempre supera a la ficción.                           

       

jueves, 14 de septiembre de 2017

Relato de un náufrago. Gabriel García Márquez. Círculo de Lectores. 1988. Reseña





     El 28 de febrero de 1955 ocho miembros de la tripulación de un destructor colombiano denominado A. R. C. Caldas cayeron al mar apenas un par de horas antes de su llegada a Cartagena. Se dijo que el accidente se debió a una tormenta en el mar Caribe. Sin embargo, con el tiempo, se demostró que la tragedia fue ocasionada por el balanceo de una extraña y excesivamente pesada carga transportada por el buque: neveras, televisores, lavadoras y demás electrodomésticos. Algo ilegal según las normas de la marina imperantes en aquella época. La reconstrucción del relato del único superviviente del accidente, Luis Alejandro Velasco --dado por muerto, como sus siete compañeros, cuatro días después del incidente--, por parte del periodista y escritor Gabriel García Márquez demostró que la carga ilegal del buque traspasaba incluso los límites políticos y morales.

     La colaboración entre el superviviente y el periodista-escritor dio como resultado la publicación por episodios, en catorce días consecutivos, de la verdadera historia del buque y de los diez días que pasó a la deriva el náufrago que estuvo en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido y olvidado para siempre. Todos los miembros del diario El Espectador de Bogotá --incluido el futuro Premio Nobel-- y el superviviente, Luis Alejandro Velasco, cayeron en desgracia ante el régimen dictatorial del general Gustavo Rojas Pinilla. El protagonista pasó de héroe a villano, teniendo que abandonar una marina que anteriormente lo había condecorado; el diario acabó cerrando; y el genial escritor hubo de abandonar su país natal, iniciando ese exilio errante y un tanto nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva

     Más allá del valor de un documento real mediante el cual el náufrago destruyó tanto la estatua como el pedestal que su país le había dedicado, la narración es tan descriptiva y dramática que el mismísimo Miguel Delibes confesó haberse mareado al leerla, algo que, añadió, jamás me había pasado leyendo un libro. En efecto, la escena de la caída de los marineros al mar y las siguientes, en las cuales Luis Alejandro consigue subirse a una balsa y trata de ayudar, sin éxito, a algunos de sus compañeros, provocan que el corazón del lector se encoja y lata a mayor velocidad de la habitual. La tragedia cobra vida ante nuestros ojos y su magnitud nos golpea hasta la desolación.

     A partir del capítulo cuarto se narra, siempre en primera persona, cómo el náufrago comienza poco a poco a buscar un motivo para no dejar de luchar pese a verse solo y abandonado en la inmensidad del mar. La soledad, la sed, el hambre, el picor de una herida en la pierna y un sol abrasador que progresivamente quema su piel constituyen sus primeras preocupaciones tras comprobar que los aviones de rescate pasan de largo sin verlo. Así, interioriza que está perdido y comienza a luchar consigo mismo para no rendirse. Precisamente eso, el no rendirse, será lo que lo convierta en héroe nacional tras su llegada a la costa colombiana de Urabá.

     La soledad se manifiesta de muchas maneras a lo largo de la novela. Una de ellas provoca alucinaciones en el náufrago, al que visita varias noches uno de sus compañeros. Dialogan, se miran y se hacen compañía durante las largas horas de la noche. Tan largas que el narrador llega a confesar que la noche es muchísimo más extensa que el día. Sobre todo en pleno invierno (conviene no olvidar que los hechos se desarrollaron durante los primeros días del mes de marzo). Cualquier punto negro en el horizonte, cualquier brillo, cualquier destello crean falsas esperanzas de salvación. Pese a ser falsas, siempre conviene agarrarse a ellas con tal de seguir viviendo. Aunque sea malviviendo.

     En un mar interminable una bandada de gaviotas, un banco de peces o incluso la peligrosa visita de los tiburones --que rodean la balsa cada atardecer, a partir de las cinco de la tarde--, pueden lograr que uno aparque la soledad, por perturbadora que esta pueda llegar a ser. Cualquier suceso basta para mantener las ansias de vivir. Más aún cuando la supervivencia se ve definitivamente afectada. Poniendo en evidencia que tanto la mente como el cuerpo humano están capacitados para soportar toda clase de inconvenientes. De esta manera, para sorpresa del lector, el narrador llega a hablar de su buena estrella ante situaciones que uno no podría ni imaginar.

     El náufrago, en circunstancias tan extremas, es capaz de alimentarse a base de gaviotas, peces crudos, tarjetas de almacenes comerciales y hasta suelas de zapatos. Todo con tal de sobrevivir. No obstante, en determinados momentos, los acontecimientos pueden con él, lo sobrepasan y lo obligan a dejarse llevar, a abandonarse, a dejarse morir, a desear la muerte por encima de todo. La desesperación se apodera de él de tal manera que el lector cree que en cualquier momento va a perder la cabeza y a lanzarse ante los tiburones. Sin embargo, de nuevo la fortuna, el destino o la buena estrella le permiten volver a la lucha por seguir con vida.

     Y, cuando por fin tiene tierra a la vista y la salvación parece tan cercana, el cansancio, la debilidad, las ansias y la desesperación se abalanzan sobre él, poniendo en riesgo la consecución del objetivo perseguido durante diez días de dura deriva física y mental. La solidaridad de los lugareños de Urabá y los pueblos cercanos, los sabios cuidados del doctor y el hecho de verse de repente centro de atención de todo el mundo --¡no olvidemos nunca que poder contar todo lo sucedido es la máxima urgencia del protagonista en esa situación!-- mantienen al superviviente alejado de ese estado de irrealidad que lo persigue por momentos desde hace ya tantos días. Lo cual indica que la pesadilla no siempre finaliza cuando uno despierta del horrible sueño.

     En definitiva, nos encontramos ante un relato (aparecido por fin en formato libro en 1970, quince años después de su primigenia publicación en El Espectador) de pura supervivencia, lucha y superación personal extraordinariamente bien narrado por un autor que pocos años después (1982) recibiría el merecido Nobel de Literatura. Una novela que nos habla, además, de las corruptelas políticas, de los peligros --y urgentes necesidades-- de hacerles frente, de la valentía de quienes alzan su voz contra las injusticias y de las mil y una argucias de los periodistas a la hora de detectar una noticia y ser los primeros en darla a conocer a la sociedad.              
             


viernes, 1 de septiembre de 2017

El cielo es azul, la tierra blanca. Hiromi Kawakami. Alfaguara. 2017. Reseña





     Es japonesa, tiene 59 años, lleva escribiendo dos décadas y cuenta con varios prestigiosos premios literarios en su país natal. Entre ellos, el Tanizaki, precisamente por la obra que ahora reedita Alfaguara: El cielo es azul, la tierra blanca. Su prosa es elegante, sutil, delicada y detallada y siempre encuentra las palabras justas para noquear al lector y conmoverlo hasta el límite. Eso es, al menos, lo que me ha transmitido la lectura de esta obra. Una belleza literaria que nos presenta de forma descarnada y talentosa las marcas del alma, la indefinición y la duda en la que a menudo nos movemos las personas. Y también nuestros miedos, frustraciones, melancolía y demás cuestiones que nos atormentan.

     Todo ello, no obstante, ofreciéndonos una vía para la esperanza, la ilusión, la auto afirmación personal y la posibilidad, siempre presente, de volver a empezar. De superar todas las dificultades y seguir nuestro camino en este mundo. En definitiva, de vivir de la mejor manera posible. De disfrutar de los pequeños placeres, de los pequeños gestos cotidianos que podemos regalarnos --a nosotros mismos y a los demás--. Si lo referido anteriormente se adereza con abundante sake, cerveza, aperitivos y platos típicos japoneses --en el texto encontramos una completa guía culinaria del país nipón--, además de mercados, béisbol, bares y tabernas, aspecto este que recuerda al Murakami primigenio, encontramos una ambientación realista y cercana.

     En efecto, la taberna de Satoru y el bar Maeda --lugares en que Tsukiko se encuentra con el maestro Matsumoto y Takashi Kojima respectivamente-- son los protagonistas ambientales de la novela, en la que también disfrutamos de islas, montañas, parques y museos. A través de haikus, recetas de cocina, recogida de setas y otras excursiones, la relación entre Tsukiko y su antiguo maestro de japonés del instituto irá creciendo de manera lenta, progresiva y sólida. Enseñando que el amor no entiende de edades y que el sexo sin amor es algo imposible de sostener (sin negar, eso sí, el hondo placer que provoca dormir juntos y abrazados).  

     La relación de amor mutuo que se establecerá entre ellos estará fundamentada en la bondad y en el estricto sentido de la justicia del maestro. Así, Tsukiko, protagonista y narradora de la historia, nos dice que el maestro no era amable conmigo para hacerme feliz, sino porque analizaba mis opiniones sin tener ideas preconcebidas. Se podría decir que su bondad era más bien una actitud pedagógica. Por eso cuando me daba la razón me sentía mucho más feliz que si se hubiera limitado a decirme que sí para tenerme contenta. Aquello fue todo un descubrimiento. No me siento cómoda cuando me dan la razón sin tenerla. Prefiero mil veces que me traten con justicia.

     Pero hasta el momento de formalizar su relación, ambos pasan por incertidumbres, ilusiones amorosas, miedos, sensación de amor no correspondido, celos --respecto a la señora Ishino y Takashi Kojima--, desencuentros, reconciliaciones nada fáciles, encuentros esporádicos y casuales, impotencia, soledad, resignación y rebeldía. Tsukiko y el maestro se distancian durante tiempo en varias ocasiones. Sus debilidades les convierten en mortales, en reales, lo que los hace además entrañables. Así, cuesta despedirse del eterno maletín del maestro, de sus cavilaciones, de sus enseñanzas y de sus composiciones de haikus. Porque esta historia, sus personajes y sus lugares comunes nos acompañan aunque cerremos el libro una vez terminado.

     Tsukiko, que siempre había estado sola, bebía sola, se emborrachaba sola y se divertía sola, es feliz cuando está cerca del maestro. Y este, que aún llora el abandono y posterior muerte de su mujer, Sumiyo --Mi esposa no era una mujer de trato fácil, pero yo tampoco. Dicen que nunca falta un roto para un descosido. Es evidente que yo no era el roto ideal para su descosido--, se siente renacer junto a su antigua alumna. Y a ambos se les hace cada vez más complicado vivir sin la presencia del otro. De esta manera, aquel sofá duro e incómodo me parecía el lugar más agradable del mundo. Me sentía feliz a su lado. Eso era todo.

     A lo largo de la novela encontramos varias frases más para enmarcar. Como esta: Cuando tienes un gran amor, debes cuidarlo como si fuera una planta. Debes abonarlo y protegerlo de la nieve. Es muy importante tratarlo con esmero. Si el amor es pequeño, deja que se marchite hasta que muera. Y es que, en ocasiones, nos vemos obligados a matar al amor para poder seguir con nuestras vidas. ¿Por qué no conseguía sentirme a gusto conmigo misma si estaba acostumbrada a estar sola?, se pregunta Tsukiko en el peor momento de su relación con el maestro, cuando toma la decisión de terminar con ese sentimiento amoroso hacia él.

     En definitiva, y siempre teniendo en cuenta que el presente escrito es una mera opinión personal que no tiene por qué ser seguida a pies juntillas, creo que nos encontramos ante una escritora que hay que seguir con mucha atención a partir de ahora. Sobre todo, viendo cómo narra y cómo utiliza su prosa para golpearnos sin siquiera tocarnos. A mí, por lo menos, me ha ganado como lector. Porque El cielo es azul, la tierra blanca es una maravillosa historia de amor (como ya indica su subtítulo en esta reedición de Alfaguara) como hacía tiempo no leía. No, no es la típica historia romántica prefabricada de moda, sino una original, delicada, cuidada y exquisita historia de amor en el más amplio de los sentidos de la palabra. ¡Ahí es nada!