LIBROS

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sábado, 29 de febrero de 2020

Alegría. Manuel Vilas. Planeta. 2019. Reseña





     Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría. Con estas palabras comienza Alegría, la nueva novela de Manuel Vilas. Finalista del Premio Planeta 2019, recoge las vivencias, anhelos, carencias, pensamientos y sentimientos del escritor de Barbastro. Escrita entre mediados del 2018 y mediados del 2019, narra momentos de la gira de presentaciones, firmas de libros y demás actos en torno al lanzamiento de su éxito literario Ordesa, designada como novela del año en este mismo blog en 2018.

     En Alegría nos reencontramos con viejos conocidos de su obra antecesora. Sus padres, Bach y Wagner, sus hijos, Bra (Brahms) y Valdi (Vivaldi) y su tío Rachma (Rachmaninov). Además, aparecen personajes nuevos como Haydn, un viejo amigo de la edad de su padre, y Mo (Mozart), su segunda esposa. De nuevo, siempre nombres musicales que, sin embargo, serán reemplazados en las páginas finales por otros que tienen que ver más con temas cinéfilos. Así, Bach pasa a ser Cary Grant, Wagner es Ava Gardner, Bra es Marlon Brando, Valdi es Montgomery Clift y Mo se convierte en Katherine Hepburn. ¿Por qué ese cambio? Porque, según el actor, la alegría conlleva la belleza. Y la belleza, como la alegría, se puede encontrar en cualquier lugar y en cualquier manifestación artística.

     Y de entre todos esos músicos y actores, emerge la figura de Arnold Schonberg/Nosferatu, el músico dodecafonista que se convierte aquí en el antagonista de un Vilas que cree que solo puede derrotarlo a base de benzodiacepinas y ansiolíticos. Encarna Arnold los momentos de angustia, soledad, melancolía, depresión y pensamientos suicidas que va atravesando el autor en el desarrollo de su vida cotidiana. Arnold siempre esta ahí, acechando tras las cortinas, hablando a Vilas: Arnold me regala sus flechas más raras. Arnold me mete en la cabeza las ecuaciones morales más oscuras. Arnold me va destruyendo milímetro a milímetro y de una manera artística. Es un estado de frustración permanente, abstracta, metafísica.    

     La vida puede ser maravillosa. O puede convertirse en un auténtico drama. Sobre todo, cuando una persona cae en el desmerecimiento. Vilas dice no merecer un reloj caro, un coche bonito, una cena cara, una habitación de hotel de lujo o una simple bicicleta BH. Cuando disfruta de esa alegría, de esa belleza, se siente culpable. Y, claro, aparece Arnold para hacerlo descender directamente desde el cielo hasta el infierno. Vilas vuelve a tomar los ansiolíticos y las benzodiacepinas y a invocar el retorno de los fantasmas de Bach/Cary Grant y Wagner/Ava Gardner. Y se desencadena la madre de todas las batallas: la que libran la melancolía contra la alegría; la depresión contra la belleza; la muerte contra la vida.    

     De nuevo nos encontramos con una novela original y valiente, marcada por el mismo caos narrativo de Ordesa. Desnudarse a uno mismo, y también al resto de la familia, en las páginas de un libro requiere, si se pretende ser honesto y humilde, no dejar de lado las debilidades propias y ajenas. Es decir, hacerlo sin complejos ni ataduras. Además, un año de la vida de cualquier persona conlleva reencuentros, separaciones y nuevas amistades. Más aún si durante ese año se viaja tanto por tantas ciudades de la geografía española, europea y americana. Como no podía ser de otra manera, entre 2018 y 2019 Vilas se reencontró con primos desaparecidos, amigos propios y familiares casi olvidados --o no-- y un sinfín de lectores que le dieron las gracias por su magnífica novela.

     Afirma Vilas que detecto a la gente que sufre de manera inmediata. Es un don. Enseguida se nota el sufrimiento. No es ninguna peste. No es malo. No es ofensivo. No es ni siquiera triste. No es una maldición. Es simplemente conciencia y cortesía. Cuando un ser humano no puede conectar, unir el pasado que vivió con el presente que vive, se vuelve melancólico, se agrieta su mirada, pero también madura su vida de otra forma, y esa madurez vale la pena. De manera desgarrada, de manera única, allí voy yo, invocando a mis seres queridos, intentando ser feliz. Y sé que lo estoy intentando porque he cambiado. Se sabe si una persona está intentando ser feliz si la vemos cambiar. Y la lectura de unas novelas como Ordesa y Alegría ayudan a los lectores. Unos lectores siempre agradecidos al autor.

     Resulta imposible que un buen escritor no realice en sus escritos guiños a otros escritores anteriores o contemporáneos. Vilas no es una excepción. Así, nos habla de su perro Brod, que recibió su nombre en recuerdo de Max Brod, que pasó a la historia por ser el amigo absoluto, el amigo que mejor comprendió y adoró a Franz Kafka. También hace referencia a Teresa de Jesús en unas páginas en las que, de forma desgarradora, afirma no querer dejar morir del todo a sus padres. Y, finalmente, aparece Marcel Proust --célebre autor de la obra En busca del tiempo perdido y de la frase: mi religión es el pasado--, del cual Vilas hace suya la idea de que es imposible vivir sin creer en algo a través de estas líneas: una religión fundada en el pasado, fundada en el culto a tu padre y a tu madre, y en todo cuanto está en un tiempo anterior a este instante, en donde los seres amados no se mueren.   

     Para dar por concluida esta reseña he de transcribir una serie de frases que considero no deben ser obviadas bajo ningún concepto: La condición de padre es la del mendigo del amor. Quiero besar el tiempo en que estoy con mi hijo, mientras el tiempo aún esté con nosotros. Yo compuse un momento así con mi padre, solo que el momento con mi padre ya no lo hallo en ningún sitio, por eso me aferro al momento que estoy viviendo con Valdi, porque desde allí invoco la venida de mi padre. Puede morir la vida, pero no el misterio, que ahora está en mis hijos. Los seres humanos olvidan el misterio. Por eso sus vidas caen, se hunden, se entristecen, se adulteran. Como escritor, mi responsabilidad moral es recordar la existencia del misterio. Descubrí algo, que las palabras enamoran y sirven para no estar solos. Y descubrí que todos los lectores con quienes he hablado este último año amaban a sus padres y a sus madres. Eso fue maravilloso. 

     Maravilloso ha sido leer estas dos grandes novelas. Por eso, mi obligación moral como lector es recomendarlas a todo el mundo. También dar las gracias a Manuel Vilas por tanto misterio, tanta belleza y tanta alegría.                      

            

viernes, 28 de febrero de 2020

El pan de los años mozos. Heinrich Böll. Seix Barral. 1971. Reseña





     Escrita y publicada por vez primera en 1955 en la Alemania natal del Premio Nobel de Literatura (1972) Heinrich Böll, El pan de los años mozos fue publicada en España por Seix Barral en 1971. Cuando la escribió era ya un autor conocido en toda Europa, aunque todavía faltaban unos años para que, en 1963, saltara definitivamente a la fama gracias a su obra más conocida, Opiniones de un payaso, reseñada también hace algún tiempo en este mismo blog. Como en la mayoría de sus libros, el principal tema tratado fue la situación de la República Federal de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Durante el conflicto, pese a no participar del ideario nazi, fue reclutado por la Wermacht para combatir en Polonia, Francia o la URSS. Fue detenido en 1945 por el ejército de los EE. UU. y pasó por varios campos de detenidos de Francia y Bélgica.

     El compromiso político y social de Böll fue creciendo con el paso de los años. Se opuso a la extrema derecha y a la xenofobia y escribió sobre las clases sociales media y baja para denunciar los abusos de la clase alta. El título de la novela que nos ocupa deja claro su propósito: centrar la atención del protagonista y narrador, el joven Walter Fendrich, en un aspecto tan clave y vital como conseguir el pan necesario para poder seguir con vida durante sus años de juventud. Para ello, como es de suponer, ha de recurrir a todo tipo de argucias. Algunas legales; otras, no tanto. Todo ello, mientras trata de aprender un oficio con el que ganarse la vida de forma honrada. Así, después de ser aprendiz de banca, de vendedor y de carpintero, me inicié como electricista con Wickweber, un explotador que lo obliga a trabajar todos los días de la semana a cambio de un salario y una sopa. 

     Recuerda nuestro protagonista que durante buena parte de los siete años anteriores la idea del pan fresco se me metía estúpidamente en la cabeza. Pan. Deseaba pan como un morfinómano desea la morfina. Aún ahora, reconoce, cuando voy a cobrar y después cruzo la ciudad con los billetes y las monedas en el bolsillo, me viene a menudo el recuerdo del temor de lobo que me asaltaba durante aquellos días, y compro el pan tierno que veo en los escaparates de las panaderías. Aunque durante esos siete años Wickweber no se portó con él nada mal, no peor que con otros de sus operarios, comenzó a odiarlo muy pronto al comprobar el olor que salía de su cocina. El hambre y las agotadoras semanas de trabajo le sirvieron a Walter, sin embargo, para ir ahorrando. Ahora, incluso tiene un coche con el que se mueve por la ciudad.

     Su deseo es ahorrar lo suficiente como para conseguir la fianza con la que pagar su independencia respecto a Wickweber y pasarme a la competencia cuando quiera. También encontrar el amor verdadero. Porque Ulla, la hija de su jefe, con la que sale desde hace unos años, es para él solo un entretenimiento. Supone que es su prometida, pero no concibe la idea de casarse con ella y vivir juntos para siempre. Mientras el pan es la medida de los precios de la vida, el recuerdo de su amada y difunta madre y de su padre, un profesor mal pagado que apenas llega a fin de mes, lo acompañan en su recorrido diario por la ciudad. Una ciudad que lo va conociendo como reparador de lavadoras. Ese es su oficio. Con el que se gana ese pan tan necesario. Pero no solo de pan vive el hombre, parece pensar últimamente Walter.

     Un eterno lunes cambiará su vida. A mediodía debe recoger en la estación a una joven paisana que viaja hasta la ciudad para ganarse la vida como maestra. Su nombre: Hedwig Muller. La mujer que añadirá la gota que colmará el vaso que hará saltar por los aires la vida del protagonista de esta historia. Nada más verla, sentada en su maleta, todo dejará de tener importancia para él. Y seducirla y hacerla suya será su única obsesión desde entonces. Porque El pan de los años mozos es también una historia de amor. El hambre, la imperante necesidad de pan, los problemas de la posguerra, ese ambiente hostil de lobos solitarios y fríos emocionalmente, la pérdida de una madre, la vida al límite de la locura y los anhelos de independencia económica y laboral quedan atrás cuando Walter conoce a Hedwig. 

     Y la novela se convierte en la crónica de cómo una vida puede cambiar en un solo día. Un día en el que uno ha de dejar de lado su vida anterior para lanzarse de lleno al futuro. En el que un amor inesperado pero fascinante lo anima a uno a vivir. Y las medidas de todas las cosas dejarán de ser el pan y la bondad de aquellas pocas personas que lo habían ayudado en sus peores momentos (sus años mozos de aprendiz) --la unidad es el pan de aquellos años jóvenes, que viven en mi memoria como si estuvieran envueltos en una espesa niebla. La sopa que nos daban sonaba débilmente en el interior de nuestro estómago; caliente y amarga, nos volvía a la boca cuando, por la noche, nos balanceábamos en el tranvía que nos llevaba a casa. Era el eructo de la impotencia, y el único placer que teníamos era el odio..., el odio-- y pasará a ser Hedwig.    

     No es bueno que el hombre esté solo, nos dice la Biblia. Se vuelven igual que los lobos, añade en una de sus canciones el cantautor Víctor Manuel. Desde su ferviente catolicismo, Heinrich Böll parece que en esta novela se apiada del hombre que protagoniza su historia (Walter Fendrich) y se erige a sí mismo como una especie de Dios creador que, como escritor y autor de estas páginas, manda a una mujer (Hedwig Muller) como salvadora del alma del reparador de lavadoras. El lobo que fue en busca de pan y alimentos deja paso a otro animal más dócil que ansía el cariño de quien pretende que se convierta en su mujer. Porque desde el primer momento queda claro que Hedwig no es Ulla. Lo que Walter no ve en la hija de su jefe través de los años, sí lo ve en la recién llegada en apenas un instante. 

     Cuando la Academia Sueca otorgó a Böll el Nobel de Literatura en 1972 destacó de él que por su combinación de una amplia perspectiva sobre su tiempo y una habilidad sensible en la caracterización ha contribuido a la renovación de la literatura alemana. En efecto, su estilo fino y su escritura ágil hacen de sus obras unas lecturas que rozan la adicción. Así me ha ocurrido a mí mismo con Opiniones de un payaso y El pan de los años mozos. A buen seguro, no serán sus últimas obras que lea. Puede que no tenga la fama de su coetáneo Gunter Grass, pero leer su obra siempre vale la pena...
                     

      

miércoles, 19 de febrero de 2020

Parásitos. Bong Joon-ho. 2019. Crítica





     Tan cerca, y tan lejos. Así es la vida. Dos mundos aparentemente a años luz de distancia pueden estar en realidad tan cercanos entre sí que a menudo llegan a tocarse con la punta de los dedos. En este mundo encontramos de todo. También ricos y pobres. Unos ricos y unos pobres que no en pocas ocasiones viven mucho más próximos de lo que nos pueda parecer en un principio. Eso es lo que sucede en la oscarizada Parásitos --mejor guión original (Bong Joon-ho), mejor director (Bong Joon-ho), mejor película de habla no inglesa y mejor película del 2019--. Dos familias, dos modos de vida y un mismo escenario para mostrarnos la crudeza de la vida en todo su esplendor (u oscuridad, según escenas y situaciones). Una película diferente, original y divertida.

     En la cinta surcoreana, estrenada en Cannes en mayo del pasado año, encontramos por igual drama, suspense y humor negro. En efecto, hay momentos para todo en la vida. Una vida cuyo devenir puede cambiar de un segundo para el otro. Y es que cuando dos mundos están separados tan solo por un par de largas escalinatas que nos transportan en un santiamén de uno al otro no es difícil pensar que puedan llegar a conectar a la menor ocasión. Sobre todo cuando la picaresca interviene. Ríanse de la picaresca española, por cierto. Porque, por lo visto, la surcoreana gana por goleada. No en vano, aunque casi siempre existe una salida para todos los problemas, las personas tendemos a veces a no elegir precisamente la más honrada. 

     La familia Kim es extremadamente pobre. El matrimonio y sus hijos, Ki-woo y Ki-jeong, sobreviven como buenamente pueden a base de trabajos rutinarios y aburridos con sueldos vergonzosos. Habitan un semi sótano en compañía de chinches y demás roedores fuera de los límites de la higiene y de la salud física y mental. No obstante, un golpe de suerte los pone en la órbita de la familia Park, que vive en una lujosa casa de la parte alta de la ciudad. Tan diferentes, y tan parecidas. Pese a sus distintas formas de vida, ambas familias comparten algunos aspectos internos que las acercan. ¿Cómo consiguen los pobretones Kim introducirse en la vida de los ricachones Park? Utilizando todo su ingenio y sus escasos valores morales. Es decir, merced a la picaresca.  

     A través de los ciento treinta minutos de metraje descubrimos que los ricos son confiados, que los pobres huelen mal, que a veces nada es lo que parece, que todo vale con tal de escapar de la justicia, que la comedia y el drama también beben --como los ricos y los pobres-- de las mismas copas y que a veces el mejor plan es no tener un plan, pues los planes siempre acaban fallando. También que todas las familias, sean cuales sean sus condiciones, tienen problemas por resolver, y que estos problemas pueden unir o separar a sus miembros para siempre. Así, mientras los Kim, a pesar de su pobreza --o quizá gracias a ella-- permanecen unidos en todo momento, los Park no consiguen la sintonía adecuada ni siquiera contando con la tranquilidad de un dinero que, cierto es, no siempre da felicidad.

     Los olorosos Kim se convierten muy pronto en seres imprescindibles para el feliz desarrollo de la vida cotidiana de los confiados Park. Y una trama a priori cercana a la comedia va transformándose en otra más negra, oscura, casi de lucha de clases, hasta desembocar en un auténtico drama. Todo ello, gracias a un magnífico guión --¡siempre la clave de toda buena película es el guión!-- que sabe combinar en cada momento los elementos adecuados para conseguir su objetivo inicial. Porque el film te engancha pronto, te atrapa y te acaba zarandeando en unos minutos finales de gran tensión y angustia que demuestran que, en efecto, los planes siempre acaban fallando. En ocasiones, incluso de forma altamente estrepitosa.

     ¿Que si recomiendo ver Parásitos? Por supuesto que sí. Es una gran película que, a la vez, te hace sonreír y estremecer. Es original y su verosimilitud viaja siempre muy próxima a lo inverosímil. Pese a ser una obra de ficción, parte de supuestos sociales que son tan reales como motivo de vergüenza para cualquier sociedad que pretenda ser justa. Y es que basta una reflexión algo más sosegada para darse cuenta de que los parásitos de la trama no son solo los Kim, sino que también los Park lo son, pues se aprovechan de la pobreza de los sirvientes para obligarlos a hacerles todo tipo de tareas que ellos podrían hacerse por sí solos perfectamente pese a su indudable riqueza. Parásitos parasitados los Kim, vaya.       

     A tenor de todo lo anterior: ¿merece Parásitos el Óscar a la mejor película del año? Puede que sí, aunque no me atrevería a asegurarlo al cien por cien. Sin duda, en el mundo de Hollywood influye mucho la política. Parte de la trama de la película se desarrolla en una especie de búnker construido en la parte baja de la mansión de los Park. Un refugio en el que guarecerse en caso de un eventual ataque norcoreano. El miedo, pues, forma parte de la trama del guión del film. El eterno enfrentamiento entre las dos Coreas queda patente en varias de sus escenas. Me atrevo, esta vez sí, a asegurar que si el director y la película fueran norcoreanos en lugar de surcoreanos no habría existido ninguna nominación a los Óscars. Seguramente, tampoco a los BAFTA ni a otros galardones similares.

     Pero, ojo, el párrafo anterior no debe ser utilizado bajo ningún concepto para restar un ápice de valor a Parásitos. Simplemente hace referencia a aquello de que toda ayuda siempre es bienvenida. Si no la has visto todavía, sigue mi consejo y ves al cine. Aunque solo sea por curiosidad. A buen seguro valdrá la pena...