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miércoles, 16 de febrero de 2022

Una historia ridícula. Luis Landero. Tusquets. 2022. Reseña




 

    Que el escritor extremeño afincado en Madrid Luis Landero tiene una capacidad sin igual para crear una magnífica novela casi desde la nada es algo que sus lectores sabemos desde hace ya muchos años. Que su prosa es excelente, también. Pero es que, en mi opinión, su estilo, que sabe combinar la ambigüedad con la concreción y lo tajante según lo requiera la situación, es su verdadero gran valor. Y un ejemplo más de todo ello lo encontramos en su última novela, de reciente publicación, y que lleva un título altamente esclarecedor: Una historia ridícula. Porque la historia que narra Landero en boca de Marcial es eso: ridícula. Y ridículo es también su protagonista, un pedante o redicho --emplea términos muy cultos con una autosuficiencia que exaspera en ocasiones al lector-- que encarna a la perfección el papel de antihéroe, de embaucador, de inventor de una realidad falsa con la intención de engañar a los demás sobre su verdadera identidad.

     Porque su identidad es la que es. Marcial sabe que es un estúpido, un tonto, un idiota, y lo que trata por todos los medios posibles es que quienes lo rodean no constaten que lo es. Y para ello necesita inventar, para sí mismo --es fácil entender que el primero en no soportar a una persona así sea uno mismo-- y para los demás, una identidad de filósofo, autodidacta, persona leída e instruida, que siempre está a la altura de las circunstancias. Pero la realidad, la pura realidad, es que Marcial tiene un notable complejo de inferioridad --sobre todo porque dice carecer de estudios superiores--, lo que lo lleva al aislamiento, a odiar a los demás por cualquier motivo, a no perdonar jamás a nadie ni el más mínimo desliz, gesto o palabra, a decir que son los demás los débiles --utiliza a menudo la figura de Kafka y su alter ego protagonista de La metamorfosis para hacernos ver cómo se siente ante el resto de humanos-- y a afirmar incluso que posee determinados poderes sobrenaturales.

    En este sentido, cabe alabar la idea de Tusquets de colocar en la portada de la novela la imagen del pavo real. Porque, aunque no se cite en el texto tal cual, Marcial es una especie de pavo real que se pavonea ante el mundo, tratando de atraer a los demás de la única manera que conoce: llamando la atención. Y también, aunque quiere evitarlo a toda costa, y le da siempre mil vueltas a todo con tal de no llegar a ello, haciendo el ridículo allá por donde va. Y, claro, tratándose de un personaje solitario, aburrido y débil, la aparición en escena de Pepita--mujer que encarna todo lo que él envidia en la vida: belleza, elegancia, buen gusto, posición social y relaciones con personas interesantes--, de quien se enamora a primera vista, acaba de trastocar por completo su vida. Quiere conquistarla como sea, y no duda en sacar a pasear todos sus encantos --sus alas y su enorme cola de pavo real-- para enamorarla. Porque está plenamente convencido de que la merece y es capaz de enamorarla.

    Para acabar de componer el cuadro, ya de por sí desolador, según Marcial --que es quien cuenta su historia en primera persona--, Pepita tiene dos pretendientes. Y él, por tanto, dos enemigos: el historiador Fidel y el violinista Víctor, a los cuales por supuesto odia y desprecia. No se considera en absoluto inferior a ellos y no duda en desplegar todas sus armas para imponerse y hacerse con el amor de su querida Pepita. Y comienza una batalla interna en la mente de Marcial que sí es bastante común en nuestra especie: las reacciones --textuales y gestuales-- de Pepita cuando dialoga con él lo llevan a pensar a menudo que está despertando su interés; en cambio, en otras situaciones lo hacen sentir como si se estuviera burlando de él. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así a lo largo de su vida? Para salir de dudas, su propósito será ser invitado a una de las reuniones de intelectuales --a la que acuden Fidel y Víctor-- que se llevan a cabo en casa de Pepita cada jueves. Lo cual nos conduce a un final coral imprevisto. 

    El humor con el que Landero trata la historia no debe cegarnos: Una historia ridícula no es solo una novela inofensiva que nos entretiene; es también una honda crítica de la condición humana. Y Marcial es un tonto que a veces no lo es tanto. Algunas partes de su filosofía de vida son compartidas por muchos de nosotros. Sobre todo la que hace referencia a que en no pocas ocasiones todo se convierte en un teatro y cada uno de nosotros en sus actores. Basta con echar un vistazo, así por encima, a las redes sociales. En ellas hay una ingente cantidad de historias ridículas. Así, sin entrecomillar. Por descontado, Marcial no es ni de lejos el único pavo real de nuestro tiempo. Y la nueva novela de Landero debería hacernos reflexionar a todos sobre diversos aspectos que parece que estamos descuidando desde hace algún tiempo. Eso sí, lo que no debemos hacer jamás es pasearnos por ahí con una navaja en un bolsillo y un frasco de veneno en el otro. Porque entonces seríamos igual de peligrosos que Marcial.

    Como curiosidad, en algunas de las escenas el lector podrá intuir que la fiesta en casa de Pepita a la que es invitado Marcial aquel jueves de infausto recuerdo se asemeja mucho a la magnífica comedia francesa La cena de los idiotas --dirigida en 1998 por Francis Veber y llevada después al teatro en varios países--. Las singularidades de Marcial, desde luego, podrían hacerlo posible. También ese final coral, con más de diez personas en la misma habitación. Sin embargo, la ambigüedad que utiliza Landero a la hora de desarrollar la historia, a la que ya he hecho referencia antes, nos deja el misterio de si ocurrirá el milagro de que, en efecto, Marcial sea capaz de enamorar a Pepita. El gran problema del protagonista de la novela es, sin embargo, que desconoce por completo los temas a tratar en la reunión, lo que lo incapacita al no poder prepararse en casa las elocuentes frases que lo hagan quedar como un hombre preparado. Arma que sí había podido utilizar en las citas anteriores con Pepita.

    El autor demuestra una vez más que, aunque habitualmente resida en Madrid, no olvida sus orígenes. Por eso, no duda un ápice a la hora de introducir en cada escrito suyo la región que lo vio nacer y crecer. Extremadura, esa gran olvidada, está presente en diversos pasajes de la historia. Tampoco olvida hacer referencias, más o menos veladas, a obras literarias de otros autores --La metamorfosis, de Franz Kafka, El sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno o El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas--. Y en cuanto a la temática, tampoco deja de estar presente el amor. Así, Marcial, que tiene su propia visión del tema, afirma que el amor nos alucina, nos da por castigo la esperanza, nos traslada a una dimensión fantástica de la realidad. El amor es demencia, un puro disparate, madre de todo tipo de necedades y de monstruos. Y le espeta a Pepita que con tu sola presencia también a mí me enaltecías, me transformabas en artista, en bohemio, en filósofo. Así es el amor.

    El pensamiento, si uno no lo controla, se echa al monte, como quien dice, se pone bravo y traspasa todos los límites, rompe todas las reglas, crea todo tipo de disparates y de monstruos, escribe Marcial. Y está bien que lo reconozca, pues eso es exactamente lo que le ocurre a él: cuanto más piensa en algo, más mete la pata, más hace el ridículo. Lo cual hace buena la fórmula que él mismo ha diseñado: O+C=T, donde O es orgullo, C es cobardía y T es temeridad. Y también esto lo reconoce de la siguiente manera: no he sido nunca ni vigoroso ni valiente, aunque sí temerario, precisamente porque en mi cobardía, en mi desesperada cobardía, mi falta de coraje me deja expuesto a arranques incontrolados de temeridad. Una definición perfecta de un personaje ridículo que, como he dicho antes, es tonto pero no tanto en algunas ocasiones. Por eso, pese a su idiotez, en determinados momentos consigue que el lector hasta empatice con él. Algo bueno tendrá. Landero está de vuelta. Gran noticia.     

       


martes, 1 de febrero de 2022

A prueba de fuego. Javier Moro. Espasa. 2020. Reseña

 




    A finales de 2020 Javier Moro --Madrid, 1955, autor de, entre otras, Pasión india (2005), El sari rojo (2008) y El imperio eres tú (Premio Planeta 2011)-- publicó su última novela. Una obra en la que pasó revista a la aventura norteamericana del arquitecto valenciano Rafael Guastavino y uno de sus hijos, Rafael Guastavino Jr.. Llegados a Nueva York en 1881 junto a Paulina Roig y sus otras dos hijas, que hubieron de regresar a España tan solo unos meses después a causa de los problemas económicos familiares, los Guastavino comenzaron a cimentar poco a poco una larga y muy fructífera carrera arquitectónica en la costa este de los EE. UU.. Sobre todo desde que en 1885 fue patentado el sistema Guastavino, consistente en una técnica constructiva de arcos y bóvedas autoportantes de baldosas de terracota adheridas con capas de mortero siguiendo la curvatura de la cubierta. Un sistema, también denominado de bóveda tabicada, que conseguía gran cohesión, resistencia y abaratamiento de costes. 

    Para narrar la historia Javier Moro utiliza la voz, en primera persona, de Rafael Guastavino Jr., quien nos cuenta, apoyándose en cartas y documentos que de su padre y otros personajes todavía conserva, los entresijos de sus vidas, tanto a nivel laboral como familiar. Así, poco a poco nos va informando de los orígenes de ambos. De la niñez de su padre, criado en torno a la Catedral y a la Lonja de la Seda de Valencia, edificios que siempre despertaron su pasión por la construcción. En efecto, Guastavino trabajó como aprendiz en Valencia y más tarde se trasladó a la escuela de maestros de obra de Barcelona, donde construyó la famosa fábrica Batlló y el Teatro de la Massa (en Vilasar de Dalt). No obstante, problemas conyugales y económicos lo obligaron a abandonar para siempre --y el misterio acerca del motivo acompañará a su hijo durante casi toda su vida-- la ciudad condal y España para comenzar desde cero en Nueva York, lugar destinado a ser el centro de la nueva arquitectura mundial.

    Si Guastavino, considerado el arquitecto de Nueva York --su participación se puede todavía disfrutar en numerosos edificios emblemáticos de la ciudad (la Grand Central Terminal, diversas estaciones de metro, el hall de Ellis Island, el puente de Queensboro, la catedral de San Juan el Divino, el Carnegie Hall, el Museo Americano de Historia Nacional, el City Hall, el Hospital Monte Sinaí o la iglesia de San Bartholomé, entre otros)--, no triunfó más todavía pese a ser un absoluto genio arquitectónico fue debido a la coexistencia de dos grandes factores que se lo impidieron de forma sucesiva. En primer lugar, su tormentosa relación con las mujeres. Y, antes que ello incluso, que estaba más enamorado de su trabajo y de la belleza que de él florecía que de cualquier otra cosa o persona en el mundo. Y Guastavino Jr. nos ilustra con varios ejemplos de ambos aspectos a lo largo de una narración que supera las cuatrocientas páginas. 

    ¿Cómo era posible que alguien tan volcado en su trabajo como él, tan estudioso, tan meticuloso con sus diseños, tan serio en sus compromisos, fuese incapaz de controlar sus impulsos más básicos? ¿Cómo es posible que, estando en el cenit de su fulgurante carrera, disfrutando de éxito social insólito y de estabilidad familiar, se arriesgase tanto a perderlo todo?, se pregunta su vástago al tratar de explicarse cómo pudo su padre engañar a su esposa con su madre. Hijo, a veces cuesta mucho controlar el arrebato. La llama de la pasión con Pilar se había extinguido, y tu madre era distinta, era cariñosa y de buen ver..., le responde finalmente su padre tratando de justificarse. Y, sin embargo, años después, en un escenario diferente y con protagonistas diferentes, demuestra que no ha aprendido, haciendo bueno aquello de que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Y, claro, los hijos suelen tomar como modelos a sus padres.  

    El otro problema que le impidió aportar más si cabe al mundo de la arquitectura fue su amor por la belleza, ejemplificado en estas palabras: Rafael, tus presupuestos son incumplibles. Siempre los haces por debajo de su valor. No calculas bien los costes. El problema es que estás enamorado de lo que haces. Y esa es tu perdición. Lo llevas en la frente, todos lo ven y se aprovechan de ti, saben que ahí te tienen agarrado. Tienes que hacer un esfuerzo y ser más realista. O nunca saldrás de la ruina. Y, ¿cuál es su respuesta ante ello? Nunca tengo tiempo de verificar los precios de los materiales. No puedo estar sin construir. Y, claro, esa impulsiva forma de hacer las cosas llega a arruinarle varias veces a lo largo de su vida. Eso sí, siempre sabe recomponerse, comenzar desde cero, ganar nuevos concursos, conseguir nuevos proyectos y volver a renacer desde sus cenizas para continuar con su actividad y seguir enseñando a su hijo.

    El gran logro de los Guastavino fue crear la Guastavino Fireproof Construction Company, cuyas bóvedas, a prueba de fuego --de ahí el título de la novela--, permitieron construir en las grandes ciudades con mayor fiabilidad tras los desastrosos incendios de Chicago y Boston en 1871 y 1872 respectivamente. Porque sus actividades no solo se centraron en Nueva York. También dejaron su sello en Boston (Biblioteca Pública), Washington (Museo Nacional de Historia Nacional y Corte Suprema de EE. UU.), Chicago y otras grandes ciudades de la costa este del país. Incluso en Black Mountain, un pequeño pueblo de Carolina del Norte que Guastavino Senior eligió como retiro junto a su gran amor, la mexicana Francisca, donde construyó, sin escatimar en gastos, tal cual fue siempre él, una gran propiedad de nombre Rhododendron, lugar donde finalmente falleció en 1908, justo un mes antes de cumplir los 66 años de edad.

    Dejando de lado la Historia pura y dura, lo que más me ha llamado la atención es cómo van evolucionando los personajes a lo largo de los años. Especialmente Guastavino Jr., que comienza siendo un niño de nueve años y termina por convertirse en un hombre hecho y derecho; William Blodgett, quien entra en la Compañía como el economista que debe poner en vereda a su jefe y acaba convirtiéndose en su socio de máxima confianza; y Francisca, que debe aprender a lidiar con el torito bravo español que resulta ser Guastavino. Pero, por encima de todo, resalta la evolución de la relación entre padre e hijo. Desde la lógica total supeditación del hijo respecto del padre hasta la continuación de la labor de este más allá de su muerte, pasando por los primeros proyectos del hijo, la cooperación, la lucha por la independencia y los tira y afloja respecto a la finalización de los trabajos y la forma de llevar la Compañía.

    Y de entre los sentimientos que refleja en la narración Guastavino Jr. me quedo sin duda con este: la relación entre nosotros nunca se había enfriado tanto. Si pudiera ir atrás en el tiempo y aprovechar esos meses en los que no quise verle para decirle lo mucho que ahora lo siento... Cuánto cambiarían las relaciones entre la gente si tuviésemos clara y bien presente la inevitabilidad de la muerte. Los Guastavino fueron, sobre todo el padre, unos románticos de su trabajo. Y este fragmento lo pone de manifiesto: mi padre acertó a prever el Modernismo y sus líneas onduladas, porque fue la extensión de lo que había puesto en marcha. En cambio, no compartía mi opinión sobre lo que yo veía para después, el funcionalismo. Mi padre se rebelaba contra esa arquitectura sin alma. Romper con el pasado es de ignorantes. No se puede anteponer la originalidad a la belleza, sentenciaba siempre ante su hijo y ante cualquier joven estudiante que le hiciera referencia al tema.

    A prueba de fuego, de Javier Moro, es una bonita biografía de una de las grandes familias de la Historia de la arquitectura contemporánea. Y solo ha sido posible gracias a un enorme trabajo de documentación e investigación por parte de un autor al que desde aquí solo cabe felicitar. El resultado bien vale la pena.