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viernes, 26 de octubre de 2018

Cataluña: un año tras la DUI





     Mañana se cumple un año de la declaración unilateral de independencia de Cataluña. Muchas cosas pasaron durante los días y semanas anteriores a este hecho, y muchas otras más han ocurrido estos doce meses posteriores. El presente artículo trata de aclarar algunos aspectos y de analizar la compleja situación en que se encuentran Cataluña y España. ¿Estamos mejor o peor que hace un año? Depende de cómo se mire, obviamente.

     En primer lugar, resulta evidente que los líderes independentistas cometieron varios delitos durante las semanas anteriores y posteriores al referéndum ilegal del 1-O. El mismo hecho de convocarlo y llevarlo efectivamente a cabo ya incurre en desobediencia --grave, además, por cuanto dicho referéndum fue declarado ilegal por el Tribunal Constitucional-- y en prevaricación --por ser una resolución contraria  a la ley vigente--, delito que se acompañó, además, de las leyes de septiembre y de la propia DUI del 27 de octubre.

     Un tercer delito deberá ser probado en el futuro juicio. Es el que, en mi modesta opinión, ofrece mayores dudas. Se trata del de la malversación de fondos públicos. Y digo que ofrece dudas porque las cuentas de la Generalitat fueron bloqueadas por el Gobierno de España en aras de asegurar precisamente que no se desviara un solo euro público para la celebración de dicho referéndum. Además, el propio ministro (por aquel entonces) Montoro aseguró que no había existido malversación, provocando el enorme cabreo del juez Llarena. Así las cosas, la única manera de que hubiera malversación sería a través del desvío de otras partidas, aspecto este que, como he dicho antes, deberá ser demostrado en el juicio.

    Menos dudas --por no decir ninguna-- debemos tener respecto a los delitos cuarto y quinto, es decir, rebelión y sedición. Y esto es así porque el vigente Código Penal español dice claramente que para que existan semejantes delitos debe haberse producido un alzamiento violento y público. Por poner un ejemplo claro y definitivo, el último alzamiento violento y público que ha habido en España se produjo el 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados pegando tiros y secuestrando a los allí reunidos y el ejército sacó los tanques a las calles de las principales capitales españolas. Resulta más que evidente, pues, que no se puede acusar a los líderes independentistas de rebelión y sedición.

     La única violencia que ha habido en este proceso se dio el 1-O, cuando alguien envió a la guardia civil y a la policía a pegar a los ciudadanos catalanes que querían ejercer el voto en el referéndum ilegal. Aquellas imágenes dieron la vuelta al mundo, y los medios internacionales llegaron a comparar a España con Venezuela y Turquía. Además, los independentistas no movieron un solo dedo para realizar las acciones lógicas y típicas en semejantes casos: tomar aeropuertos y estaciones de tren y autobuses, cerrar las fronteras y cortar carreteras y quitar la bandera (en este caso la española) de las principales instituciones (Parlament, Palau de la Generalitat, ayuntamiento de la capital, Barcelona, etc). Por tanto, no parece lógico pensar en que hubiera rebelión y sedición, tratándose de una DUI más simbólica que otra cosa.

     Tras el 27-O, los líderes independentistas debieron decidir entre prisión o exilio. Puigdemont, que no era partidario de la DUI --la cual llegó a posponer hasta en dos ocasiones entre los días 10 y 27--, y que acabó sometiendo la cuestión a votación en el Parlament tras las presiones de ERC y las CUP, que llegaron a llamarlo traidor, decidió el exilio. Eludió la prisión, internacionalizó el conflicto y puso en evidencia en repetidas ocasiones al juez Llarena, que todavía no ha conseguido su extradición por rebelión y sedición. Curiosamente, en la actualidad, es el máximo defensor de la independencia catalana, aunque ciertamente parece más preocupado por su propia causa y por mantener su poder desde Bruselas que en conseguir dicho propósito.

     El juez Llarena merece mención aparte. Porque también se ha saltado algunas leyes, por lo que también podría haber incurrido en prevaricación. Mantiene en prisión preventiva durante un año a los líderes independentistas porque, según su auto, en su ideología permanece su deseo de independencia, afirmación que puede llevar a pensar a mucha gente que se trata más de presos políticos que de políticos presos. Aspecto que se convierte en algo mucho más profundo respecto a los Jordis, que ni siquiera tenían cargo político alguno y fueron, sin embargo, los primeros en ser encarcelados. Mantiene también la imputación de rebelión y sedición, lo que le ha valido ya cuatro serios varapalos a cargo de las justicias belga, alemana, suiza y escocesa, que han denegado todas sus peticiones de extradición al no observar la violencia que estos delitos exigen para su imputación --algo compartido por Amnistía Internacional, Juezas y Jueces para la Democracia y los más de cien juristas y magistrados de todo el mundo que firmaron el ya famoso manifiesto hace un año--. 

     Y, además, Llarena ha incumplido las recomendaciones --no vinculantes, de acuerdo, pero sí dignas de tener en cuenta viniendo de donde vienen-- de la ONU en referencia a mantener intactos los derechos políticos de los imputados mientras no haya una sentencia firme contra ellos. Así, no ha dejado que los líderes independentistas puedan salir --ida y vuelta a la prisión-- para participar de las votaciones en el Parlament tras las elecciones del 22-D --incurriendo de nuevo en una gran injusticia al no dejar participar a Jordi Sánchez, que no pudo ser investido president pese a ser el candidato elegido por las fuerzas independentistas para ejercer dicho cargo--. Así pues, no parece descabellado que diferentes medios y personas hablen de él no como juez del estado sino como justiciero del reino

     Y, ojo, que a servidor no le parece mal imponer a los imputados un serio correctivo para que algo así no vuelva a suceder nunca más. Pero siempre con la ley en la mano. Porque si no, también podemos incurrir en los mismos delitos que ellos. O incluso peores. Y creo que la democracia no se trata de eso. Los líderes independentistas deben cumplir por los actos realizados, pero no por los que no han realizado. Porque no es lo mismo condenarlos a 6-7 años de cárcel que ensañarse con ellos y condenarlos a 30. Y conviene recordar que el golpista Tejero, por algo mucho más grave, solo estuvo en prisión 15 años...

     No quiero terminar este artículo sin hacer referencia a otros temas que, aunque de menor importancia, considero necesario citar al menos. El más claro síntoma de que los líderes independentistas no han cometido rebelión ni sedición es la propuesta de Cs y PP de reformar el Código Penal para que algo así nunca pueda volver a suceder. El simple hecho de proponer esta reforma asume, implícitamente, que no se han dado semejantes delitos. En caso contrario, no haría falta ninguna reforma. Pero la cuestión no queda ahí. Además, estos partidos, especialistas en fomentar el discurso del odio tanto o más que aquellos a quienes se enfrentan tan radicalmente y en apropiarse de una bandera que es --o debería ser-- de todos los españoles, han pedido ilegalizar los partidos independentistas. Una demanda que encierra dos aberraciones: la primera, política (y antidemocrática y anticonstitucional); la segunda, ética (porque el PP es el único partido europeo que ha sido condenado a título lucrativo por corrupción, reconociéndose que es una trama criminal para sacar beneficio económico). ¿Qué partido debería ser, pues, ilegalizado?

     Y termino con el aspecto principal y más importante de todo este tema. El pasado 1-O, en el referéndum ilegal, votaron por la independencia 2,2 millones de catalanes. En las elecciones del 22-D volvieron a votar a los partidos independentistas 2,2 millones de catalanes (prácticamente la mitad de los que acudieron a votar, con récord de participación, por cierto). Y, mucho más significativo todavía, entre el 75 y el 80 por ciento de los catalanes defiende el derecho a  decidir. Es decir, la mitad de los no independentistas también quieren un referéndum legal y pactado para decidir sobre el tema. Porque, contrariamente a lo que se pueda decir, el pueblo catalán es muy serio y responsable. Y sabe que la manera más fácil, decisiva y pacífica de salir de este atolladero es reformar la Constitución para hacer viable dicho referéndum. E, independientemente de si la DUI fue efectiva o simbólica o de cómo quede el tema jurídico de los Jordis y el resto de imputados, incluido Puigdemont, esa es la vía que a todos nos conviene explorar: la pacífica y decisoria.       

                               

lunes, 15 de octubre de 2018

Autorretrato sin mí. Fernando Aramburu. Tusquets Editores. 2018. Reseña





     Todavía bajo los efectos de Patria (2016) --dos años consecutivos presente en los puestos cabeceros de todas las listas de ventas de libros de este país, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Dulce Chacón y Premio Francisco Umbral, entre otros varios--, Tusquets Editores lanza la nueva obra de Fernando Aramburu. Un trabajo que no es novela ni tampoco ensayo, sino una recopilación de hechos, recuerdos y pensamientos del escritor vasco afincado en Hannover. Un libro personal y arriesgado, especialmente tras el éxito de una de las mejores novelas españolas de los últimos años. Porque, quien espere algo similar a la exitosa Patria, puede sentirse decepcionado. Autorretrato sin mí nada tiene que ver con ella. Pero es una obra bella, bellísima, donde las haya.

     Aramburu, amante de la poesía desde su juventud --algo que queda patente a lo largo de este nuevo trabajo--, nos presenta una serie de prosas, la mayoría de ellas poéticas o rozando la poesía, en las que nos habla de sí mismo, pero también de nosotros, pues en no pocas nos vemos reflejados. El mundo que describe es el nuestro. Nuestro país, nuestra sociedad, nuestra naturaleza. Nuestra vida. Siempre con las palabras justas, yendo directo al grano y dejándonos a menudo sentencias que nos muestran aspectos en los que probablemente jamás habíamos caído hasta ahora. Iluminándonos. Haciéndonos reflexionar sobre todo ello.

     A lo largo de sus ciento ochenta páginas Autorretrato sin mí plasma en diferentes escenas las relaciones familiares del escritor. De su padre nos cuenta que lo añora --no estas ahí, donde solías, en la silla de siempre, y casi se me escapa preguntarte cómo estás, inducido por una obstinada resistencia a aceptar tu muerte... ¿No habrá, padre, un techo que proteja de tu muerte?--, que no lo juzga y que le perdona sus problemas con el alcohol porque trabajaba largas horas en la fábrica y era bondadoso, incapaz de violencia. Por eso lo quise; por eso él es en mi recuerdo, ahora que desdichadamente no puedo decírselo, el héroe modélico que no era.

     Sobre su madre escribe que en su abrazo encuentra el calor más antiguo de mi vida y que te debo una decidida propensión a la perseverancia, la voluntad acaso maniática de terminar cualquier trabajo emprendido, y lo que más he admirado siempre en ti: esa capacidad de cuarzo que tienes para mantener a raya la tristeza. De su esposa afirma que ningún muro lingüístico truncó el designio común de compartir, más allá de la atracción física, el agua y los panes del ser entero. Desde entonces miro por sus ojos, ella mira por los míos, y no hay dolor que le duela sin que a mí me duela ni hay risa en sus labios que no me doble de alegría. 

     El autor añora a su hija Cecilia, que ya no toca el piano de la sala de la casa familiar porque dio la niña en mujer como da el sábado en domingo... y se fue a conocer de cerca su destino. Un destino que, transformado en un médico inepto, estuvo a punto de arrebatarle a su otra hija, Isabel, a causa de unas meninges dañadas que dejaron menguadas sus capacidades intelectuales. Problema este que, acrecentado por la incomprensión de la sociedad, permitió sin embargo a Aramburu humanizarse y humanizar a la pequeña. Te lo debo a ti, Isabel, a cuyo lado, sin que te dieras cuenta, aprendí la compasión.  

     El amor juega un papel importante en la vida de las personas. También en la de Aramburu. Ama a su San Sebastián natal, recordando la escena de su partida en tren. Ama a los amigos y sus abrazos. Ama el mar, la vida, la intimidad y la soledad. Porque, sin soledad (confortable), esfuerzo y tenacidad, no habría alcanzado jamás la libertad adquirida a través de su aprendizaje literario. Porque, evidentemente, ama a los libros. Una pasión firme y duradera que le viene de una juventud ya perdida en la que nació un fervor incurable por la poesía y la lengua gracias a la disciplina impuesta por los frailes de su colegio --quienes confundían la educación con el adiestramiento--, en medio de cuyas explicaciones comenzó a leer a hurtadillas textos breves, poemillas y fábulas que aparecen en los manuales

     Así comenzó a amar a García Lorca, a Bécquer, a Góngora, a Aleixandre. Y, de ahí, a la narrativa. A Camus, por ejemplo --quien murió justamente el día en que Aramburu cumplió su primer año de vida--, de quien aprendió a amar al hombre por encima de la idea. Fruto de todo ello, de la rebeldía y la irreverencia cultural, nació, años más tarde (1978), el Grupo Cloc, donde la risa --antídoto del dogmatismo-- era lo principal, además de la palabra que da envoltura y ocasión a la belleza. Es decir, que parece claro que el objetivo era buscarles el lado poético a las cosas. Porque, sin duda, una de las necesidades más humanas es no abandonar nunca a nuestra imaginación, a nuestro niño interior.    

     Confiesa el autor que se reserva siempre unas horas de serenidad para disfrutar de la lectura, del olor literario del papel. Una manzana, un libro y la sensación de no ser un ser definitivo. De que todo está en constante cambio. Y de que la muerte a todos nos espera en cualquier momento. Algo que él mismo estuvo a punto de comprobar en primera persona --aprendió en soledad el arte tranquilo de morir, a despedirse de los demás, de los árboles, de los pájaros, las paredes, los libros, las estrellas de forma silenciosa-- hasta que supo que todo se trataba de un error de diagnóstico médico. Por suerte para él y para todos sus lectores.

     Autorretrato sin mí es, pues, la historia del escritor, pero también la de la mayoría de nosotros. Un relato que no se lee del tirón, sino a pequeños sorbos, pues no es una novela, y que, viniendo de la mano de un autor en plena madurez, personal y literaria, debe ser leída con emoción y agradecimiento a la vida, a la lengua y a la literatura. Porque, ¿qué sería de la vida sin esos ratitos de soledad confortable y sin esos libros inolvidables (como el que nos ocupa) cuyo simple recuerdo nos provocará en un futuro más o menos lejano un hondo sentimiento de nostalgia?            

          

miércoles, 3 de octubre de 2018

La muerte de Ivan Ilich. León Tolstoi. Servilibro Ediciones. 2012. Reseña





     Huérfano de madre a los dos años y de padre a los nueve, León Tolstoi (1828-1910) perteneció a la más antigua nobleza rusa. Se crió con su tía paterna en Kazan, donde estudió lenguas y leyes. Conocido mundialmente por Guerra y paz (1869), que describe minuciosamente la sociedad rusa durante la invasión napoleónica, y Anna Karenina (1877), una de las mejores novelas psicológicas de la historia de la literatura, en la que aparecen contrastadas la vida de la ciudad y la del campo, abandonó la vida fácil que le tocaba por sangre y se comprometió con la mejora de las condiciones de vida de los campesinos, con la no violencia y con la abolición de la propiedad privada, influyendo de manera notoria en el desarrollo del movimiento anarquista.

     Sus ideas tuvieron profundo impacto en personalidades tan reconocidas como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Bernard Shaw o Rainer Maria Rilke. Escribió obras moralizantes, como la que nos ocupa, La muerte de Ivan Ilich, rechazó las instituciones y creencias de la Iglesia rusa, lo que supuso su excomunión, y fijó como ideal de la vida la pobreza voluntaria y el trabajo manual. Además, abrió una escuela para niños en la que ejerció de profesor, autor y editor de sus libros de texto, y aplicó una pedagogía libertaria fruto de sus anteriores viajes por Francia, Alemania y Suiza, anticipando la educación progresista moderna. 

     En 1886 escribió La muerte de Ivan Ilich, novela corta que critica la sociedad rusa burocrática de su época a través de los últimos meses de vida de un juez que, al presentir la llegada de su fin a causa de una enfermedad que debilita progresivamente su riñón, reflexiona sobre su existencia y repasa cada una de las etapas de su vida. El juez piensa que es como si hubiera caminado descendiendo por una cuesta mientras pensaba que estaba subiendo. La vida se me escapaba bajo los pies. Porque, pese a sus ascensos en la judicatura y en la vida social de la ciudad, se dirigía en realidad hacia un precipicio. Y, cuando se le pasaba por la cabeza la idea de que aquello (su horrorosa enfermedad) le ocurría por no haber vivido como debiera, se aferraba a la rectitud que había mantenido toda su vida.

     Así, desde el inicio de la enfermedad su vida había transcurrido entre dos estados de ánimo contrarios: la desesperación y la espera espantosa de la muerte y la esperanza y la observación escrupulosa de cómo se comportaba su cuerpo. Sin embargo, pasado el tiempo, toma conciencia clara de su desmejoría, desvaneciéndose toda esperanza de salir del trance con vida. Postrado en su sofá, llega a la cruel conclusión de que toda tu existencia ha sido y es mentira, nada más que un engaño que te ha ocultado la vida y la muerte verdaderas. El rencor y sus dolores físicos convierten sus últimos días de vida en una insoportable pesadilla.

     Se pregunta por qué le ocurre algo así a él. Por qué la vida le depara un final tan terrible. Y su tormento personal es tal que toma conciencia de estar atormentando también a su esposa e hijos, por lo que el odio que siente ante la hipocresía de estos se mezcla con un sentimiento que le lleva también a compadecerlos. De esta manera, sus pensamientos se convierten en una auténtica montaña rusa de sensaciones de la que finalmente desea escapar. E Ivan Ilich decide que tienen piedad de mí; es menester hacer algo para que no sufran, librarlos de ello y librarme yo mismo de estos padecimientos. Y se abandona definitivamente en brazos de la muerte.

     La novela tiene como grandes temas la cercanía de una muerte segura, la falsa esperanza de poder seguir con vida pese a la enfermedad, las mentiras (¿tal vez piadosas?) de unos familiares y médicos que no son capaces de contar la verdad a un moribundo, la hipocresía de una sociedad que abandona a una persona en su peor momento y la soledad de alguien que sabe que va a morir y no encuentra absolutamente a nadie que lo acompañe de verdad en tan duro trance. Por tanto, la psicología --y también, por qué no decirlo, la sociología-- juegan, pues, un papel determinante en el desarrollo de cada uno de los protagonistas de la trama.

     Su esposa, Praskovya Fyodorovna, al principio hace como que no pasa nada. Más tarde, echa la culpa de su enfermedad a su marido. Y, finalmente, se compadece de él. Su hija está más pendiente de su noviazgo y futuro compromiso matrimonial con un joven juez que del estado de salud de su padre. Su hijo, estudiante de leyes, tampoco parece estar muy afectado por la situación. Y sus compañeros de magistratura, un par de ellos, amigos personales de Ivan desde hace años, ocupan el tiempo en tratar de adivinar quién ocupará su cargo tras su muerte y en jugar a las cartas de forma avergonzantemente despreocupada. 

     Así las cosas, la única persona que realmente se preocupa y ocupa de él es Gerasim, el ayudante de su asistente. Será él quien acompañe al juez, le escuche, le dé conversación, le asista y le haga, en definitiva, menos desasosegada la cruel espera de la muerte. Y es que, a veces, de quien menos cabe esperar es quien finalmente más nos ofrece. Especialmente en situaciones tan comprometidas como la que desarrolla la novela. Una novela sobre la vida vacía, la muerte, la hipocresía, la mentira y la soledad. Una historia que se lee en unas tres o cuatro horas pero que deja huella en el lector. Mucha huella. Y profunda.