Huérfano de madre a los dos años y de padre a los nueve, León Tolstoi (1828-1910) perteneció a la más antigua nobleza rusa. Se crió con su tía paterna en Kazan, donde estudió lenguas y leyes. Conocido mundialmente por Guerra y paz (1869), que describe minuciosamente la sociedad rusa durante la invasión napoleónica, y Anna Karenina (1877), una de las mejores novelas psicológicas de la historia de la literatura, en la que aparecen contrastadas la vida de la ciudad y la del campo, abandonó la vida fácil que le tocaba por sangre y se comprometió con la mejora de las condiciones de vida de los campesinos, con la no violencia y con la abolición de la propiedad privada, influyendo de manera notoria en el desarrollo del movimiento anarquista.
Sus ideas tuvieron profundo impacto en personalidades tan reconocidas como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Bernard Shaw o Rainer Maria Rilke. Escribió obras moralizantes, como la que nos ocupa, La muerte de Ivan Ilich, rechazó las instituciones y creencias de la Iglesia rusa, lo que supuso su excomunión, y fijó como ideal de la vida la pobreza voluntaria y el trabajo manual. Además, abrió una escuela para niños en la que ejerció de profesor, autor y editor de sus libros de texto, y aplicó una pedagogía libertaria fruto de sus anteriores viajes por Francia, Alemania y Suiza, anticipando la educación progresista moderna.
En 1886 escribió La muerte de Ivan Ilich, novela corta que critica la sociedad rusa burocrática de su época a través de los últimos meses de vida de un juez que, al presentir la llegada de su fin a causa de una enfermedad que debilita progresivamente su riñón, reflexiona sobre su existencia y repasa cada una de las etapas de su vida. El juez piensa que es como si hubiera caminado descendiendo por una cuesta mientras pensaba que estaba subiendo. La vida se me escapaba bajo los pies. Porque, pese a sus ascensos en la judicatura y en la vida social de la ciudad, se dirigía en realidad hacia un precipicio. Y, cuando se le pasaba por la cabeza la idea de que aquello (su horrorosa enfermedad) le ocurría por no haber vivido como debiera, se aferraba a la rectitud que había mantenido toda su vida.
Así, desde el inicio de la enfermedad su vida había transcurrido entre dos estados de ánimo contrarios: la desesperación y la espera espantosa de la muerte y la esperanza y la observación escrupulosa de cómo se comportaba su cuerpo. Sin embargo, pasado el tiempo, toma conciencia clara de su desmejoría, desvaneciéndose toda esperanza de salir del trance con vida. Postrado en su sofá, llega a la cruel conclusión de que toda tu existencia ha sido y es mentira, nada más que un engaño que te ha ocultado la vida y la muerte verdaderas. El rencor y sus dolores físicos convierten sus últimos días de vida en una insoportable pesadilla.
Se pregunta por qué le ocurre algo así a él. Por qué la vida le depara un final tan terrible. Y su tormento personal es tal que toma conciencia de estar atormentando también a su esposa e hijos, por lo que el odio que siente ante la hipocresía de estos se mezcla con un sentimiento que le lleva también a compadecerlos. De esta manera, sus pensamientos se convierten en una auténtica montaña rusa de sensaciones de la que finalmente desea escapar. E Ivan Ilich decide que tienen piedad de mí; es menester hacer algo para que no sufran, librarlos de ello y librarme yo mismo de estos padecimientos. Y se abandona definitivamente en brazos de la muerte.
La novela tiene como grandes temas la cercanía de una muerte segura, la falsa esperanza de poder seguir con vida pese a la enfermedad, las mentiras (¿tal vez piadosas?) de unos familiares y médicos que no son capaces de contar la verdad a un moribundo, la hipocresía de una sociedad que abandona a una persona en su peor momento y la soledad de alguien que sabe que va a morir y no encuentra absolutamente a nadie que lo acompañe de verdad en tan duro trance. Por tanto, la psicología --y también, por qué no decirlo, la sociología-- juegan, pues, un papel determinante en el desarrollo de cada uno de los protagonistas de la trama.
Su esposa, Praskovya Fyodorovna, al principio hace como que no pasa nada. Más tarde, echa la culpa de su enfermedad a su marido. Y, finalmente, se compadece de él. Su hija está más pendiente de su noviazgo y futuro compromiso matrimonial con un joven juez que del estado de salud de su padre. Su hijo, estudiante de leyes, tampoco parece estar muy afectado por la situación. Y sus compañeros de magistratura, un par de ellos, amigos personales de Ivan desde hace años, ocupan el tiempo en tratar de adivinar quién ocupará su cargo tras su muerte y en jugar a las cartas de forma avergonzantemente despreocupada.
Así las cosas, la única persona que realmente se preocupa y ocupa de él es Gerasim, el ayudante de su asistente. Será él quien acompañe al juez, le escuche, le dé conversación, le asista y le haga, en definitiva, menos desasosegada la cruel espera de la muerte. Y es que, a veces, de quien menos cabe esperar es quien finalmente más nos ofrece. Especialmente en situaciones tan comprometidas como la que desarrolla la novela. Una novela sobre la vida vacía, la muerte, la hipocresía, la mentira y la soledad. Una historia que se lee en unas tres o cuatro horas pero que deja huella en el lector. Mucha huella. Y profunda.