LIBROS

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lunes, 1 de marzo de 2021

El huerto de Emerson. Luis Landero. Tusquets Editores. 2021. Reseña

 




    Muchos de mis libros preferidos son aquellos en los que sus autores nos hablan de sus propias vidas y de cómo se fue cociendo en ellos el caldo de cultivo que los acabó convirtiendo en escritores. No, no hablo de autobiografías en el sentido estricto de la palabra. Hablo de la manera en la que reconstruyen pequeños momentos de su existencia a partir de recuerdos de hechos, palabras o situaciones absolutamente normales. No hablo de narrar los grandes acontecimientos de la vida de los escritores, sino de esas pequeñas historias cotidianas que uno guarda en algún recóndito lugar de su memoria. Hay muchos libros como los que comento. Tanto de autores españoles como de extranjeros. Uno de los que más me gusta es Luis Landero, probablemente el mejor escritor español contemporáneo. Alejado de los focos mediáticos, el escritor extremeño afincado en Madrid ha escrito varias novelas formidables. Y también un par de magníficos libros como los que he descrito al principio: El balcón en invierno y El huerto de Emerson.


    El primero de los quince capítulos que componen El huerto de Emerson lleva por titulo Tiempo de vendimia. Y en sus primeros párrafos justifica la obra con sorprendentes sinceridad y autenticidad. Reconoce que ansía escribir pero no tiene ideas con las que llenar su nuevo cuaderno. Así que se abandona a la memoria. Porque Landero cree y defiende que los recuerdos del pasado mueven a la inspiración. Y afirma lo que sigue: No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad. Siempre he encontrado en mi pasado la chispa de la imaginación para idear personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. La sinceridad sorprende al lector. ¿Un autor que afirma que escribe sin ideas, a lo que sale en ese momento de su memoria? ¿Sin planificar? ¿Increíble, verdad? Más increíble todavía que lo suelte ya en el primer párrafo. 


    Y entonces, en el segundo párrafo, sentencia: Pero ocurre que yo he contado ya casi todo mi pasado. Casi toda mi vida está ya vendimiada. Vendimié mi infancia y mi adolescencia, fui enamorado y guitarrista, y esos años también los vendimié, vendimié mi estancia en París, a mi padre lo he vendimiado qué sé yo las veces, y a las bellas muchachas de mi pueblo y mi barrio, y mi vida de profesor y de escritor y de lector, y muchas cosas más, porque a veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca. En esa vendimia han entrado también, cómo no, los libros que he leído y he incorporado al torrente de mi sangre, y que, ya leídos, son libros vividos, y que por tanto forman parte de mis experiencias personales e intransferibles. Y así es como, en tan solo un par de minutos --los que se tardan en leer esos dos primeros párrafos--, un autor sin ideas ata al lector a sus páginas. Con autenticidad, con originalidad y siempre, siempre, siempre con la verdad por delante, con la verdad como bandera.


    Me encanta esa manera de ver la literatura. La que defiende la idea de que un escritor no es un simple creador --que, sin duda, lo es-- sino un arqueólogo que debe desenterrar una historia que ya existe en su interior, como defiende Stephen King, o, como afirma Landero, un vendimiador que recoge la cosecha de algo que ya sembró en su pasado. Como el mejor botín ganado en buena guerra. El autor de, entre otras joyas, Lluvia fina o La vida negociable deja que fluya el lenguaje, sin obligación ni maltrato, y se considera a la vez pastor y sirviente de las palabras. Por eso mismo, sus libros no son buenos solo por las historias que cuenta --muchas de ellas, además, originales y veraces-- sino, sobre todo, por cómo las cuenta. Por cómo enamora --literariamente o incluso más allá en determinadas ocasiones-- al lector con un estilo literario impecable y un simple pero efectivo uso del lenguaje. Y cuando hablo de lenguaje simple no me refiero a que sea sencillo sino a que sea desnudo, no a que no sea exuberante ni opulento sino a que sea pulcro y exacto, es decir, al alcance de cualquier buen lector que se precie de serlo.


    Los quince capítulos del libro nos trasladan al pasado de su autor. Desde su niñez en Alburquerque (Badajoz) hasta su presente como lector, profesor y escritor, pasando por los años de su llegada a Madrid, su estancia en París, sus diversos empleos de juventud para poderse pagar los estudios de Filología y los libros y los autores que permitieron su incesante crecimiento personal y literario. Algunos de esos capítulos resultan imperdibles para los grandes lectores y también para los que aspiran a ser algún día un buen escritor. Porque en las líneas de este libro encontramos lecciones de vida y lecciones literarias de primer nivel. Y las descripciones que realiza Landero de ambientes, situaciones, contextos, personajes y sentimientos nos muestran una literatura esplendorosa y a todo color, lo que permite ver e ir mucho más allá de las palabras escritas. Unas palabras que rezuman humor y poesía, evocación y encanto. Y, gracias a todo ello, nos sentimos como los niños de la portada del libro: como si nos leyeran cuentos ante el fuego.


    Tan pronto se nos habla de mujeres hiperactivas que sostienen la economía familiar como del montaje de un boliche o colmado en medio de la nada. Igual se nos narra la historia de un hombre callado que de repente revela un secreto asombroso que la de un enigmático cortejo nocturno de unos novios un tanto cándidos. Y sobre todas esas historias podemos leer una serie de brillantes reflexiones sobre la escritura y la creación literaria que nos cautiva de manera irremediable. Algo solo al alcance de un escritor de la talla de un Landero que no necesita tener ideas para mantener en vilo a sus lectores. Un Landero que nos habla desde sus tres facetas: escritor, profesor y lector. Así, sobre el hecho de ser escritor, nos sorprende con una afirmación como esta: Soy un hombre sin oficio. Escribir, contar, es algo demasiado difuso e inestable para llamarlo oficio o profesión. Y la completa con otra en relación a ser profesor: apenas soy un anfitrión que está aquí para hacer las presentaciones entre vosotros y los escritores, serán ellos los que os enseñen literatura, y si ellos no lo consiguen no lo conseguirá nadie.


    No tuvo prisas por publicar Landero. Su primera obra en ver la luz fue Juegos de la edad tardía. Cuando en 1990 recibió el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa por dicha novela, ya tenía cuarenta y un años. Un buen ejemplo de que las cosas llegan cuando han de llegar. Y de que, hasta entonces, cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar --de  nuevo, el concepto de vendimiar--. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean. Tenemos que afanarnos en nuestro mundo, es decir, en nuestro huerto y en nuestras lechugas. Del huerto de Emerson y de El tiempo recobrado, de Marcel Proust, nacen, pues, las ideas de vendimiar y de descubrir las historias que ya preexisten en nosotros.


    Las conversaciones y las lecturas compartidas en torno al fuego, soñar la vida en lugar de vivirla, la cultura del esfuerzo o los aprendizajes perdurables de la niñez son otras de las ideas en torno a las cuales Landero da forma a su nueva obra. Sin duda, un homenaje que el autor extremeño quiere rendir al escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson, cuya obra Ensayos escogidos, de la colección Australcomo el propio autor asegura, cambió para siempre mi visión del mundo y de mí mismo. Fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes, o no del todo, sino que parece un recién nacido a una nueva vida, como si en efecto hubiera sufrido una sutil pero esencial metamorfosis. Leí aquel libro varias veces seguidas en un estado febril de asombro y de infinita gratitud. Pues bien, entiéndase la presente reseña como otro homenaje, en este caso de mi parte hacia el propio Landero. Un autor del que Fernando Aramburu afirma querer leer hasta su lista de la compra. Lógico. Porque es el mejor vendimiador del universo literario. ¡Leed a Landero!