LIBROS

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lunes, 5 de febrero de 2018

El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez. Mondadori. 1987. Reseña





     En 1961, cinco años después de publicar su primera novela, La hojarasca, Gabriel García Márquez vio cómo salía al mercado su segunda obra, El coronel no tiene quien le escriba, pequeña historia --no más de ochenta páginas-- terminada de escribir en enero de 1957 en París. Cuatro años hubo de esperar hasta verla publicada. Demasiado tiempo. El colombiano llegó a la ciudad de la luz como corresponsal de prensa, aunque con el secreto deseo de estudiar cine. El cierre del periódico para el que trabajaba lo sumió en la pobreza. Mientras, redactó hasta tres versiones diferentes de la obra reseñada, las cuales fueron rechazadas por diversos editores hasta su definitiva publicación.

     El mundo mítico, casi ascético, que lo haría universalmente conocido --Macondo o Aureliano Buendía ya aparecen en las páginas de la historia del coronel-- comienza a asomar en esta novela corta. Su estilo se hace más puro, más transparente, y su economía expresiva se pone de manifiesto al narrar esta historia de injusticia y violencia como consecuencia de una situación histórica provocada por las guerras, la tiranía de los gobernantes y la rebelión de las clases sociales más bajas. No obstante, todavía no podemos hablar de realismo mágico propiamente dicho. Y tampoco aparecen los característicos saltos en el tiempo que más tarde serían tan habituales en los trabajos literarios de Gabo

     El autor siempre habló de esta obra como la más simple pero también como la mejor de todas sus novelas. Aunque tuvo que escribir Cien años de soledad --publicada en 1967-- para que la gente leyera la predecesora. El desasosiego, la pérdida, el hambre y el remordimiento son los temas centrales de la historia. Sin olvidar algo que se puede considerar una consecuencia de todo lo anterior: la crisis matrimonial de los cónyuges protagonistas de la misma. En efecto, nada parece atacar más la estabilidad de un matrimonio de toda la vida como la escasez de recursos económicos, la miseria y el hambre. Y es que la falta de sustento y la carestía alimenticia son elementos ante los que se antoja imposible no sucumbir.

     El viejo coronel retirado y su asmática mujer son huérfanos de un hijo víctima de un atentado político acaecido pocos meses antes del desarrollo de la trama de la novela. Todo ocurre en una gallera, en torno a las apuestas de peleas de gallos. Precisamente es el gallo de su hijo lo único que parece poder sacarlos de la ruina. Pero antes de que llegue la temporada de las peleas y, con ella, las ganancias económicas a través de las apuestas, el gallo debe ser alimentado. Incluso en perjuicio de sus nuevos amos, que deberán elegir entre comprar alimentos para humanos o alpiste para el animal. Dilema muy difícil de enfrentar cuando el recuerdo de su único hijo no les deja tomar una decisión suficientemente lógica.

     El coronel acude cada viernes al puerto para esperar la llegada del administrativo de correos. Espera una carta desde hace quince años. Pero el gobierno al cual ayudó a llegar al poder durante la última guerra civil no contesta a su petición en forma de pensión compensatoria por los servicios prestados a la patria. Una patria que permanece injusta y cruelmente muda ante un coronel que por momentos sucumbe a la desesperación. Así las cosas, el gallo de pelea heredado de su hijo se convierte en la última esperanza del coronel y su esposa. Porque no solo está en juego su alimentación. También la salud de una esposa que cada vez sufre crisis asmáticas más continuadas y horribles.

     La incertidumbre de no saber qué van a poder comer al día siguiente, el empeoramiento de la salud de los cónyuges --también el coronel sufre de dolores estomacales (a menudo se siente como si tuviera animales en las tripas, en las cuales le nacen hongos y lirios venenosos)--, el sentimiento de pérdida ante el vil acribillamiento de Agustín, los cada vez más vanos intentos de disimular su delicadísima situación económica ante los vecinos del pueblo --ya no pueden vender más objetos de la casa, salvo un viejo reloj y un cuadro-- y la represión y la censura (desde los periódicos hasta los cines) del régimen imperante contribuyen a crear un ambiente general de agobio del que resulta imposible si quiera pensar en escapar. 

     El coronel debe afeitarse al tacto (puesto que carece de espejo desde hace años), no puede usar ya un paraguas que solo sirve para contar las estrellas (ya que solo conserva un misterioso sistema de varillas metálicas), posee unos zapatos que son monstruos que tienen cuarenta años y a menudo se avergüenza de haber dormido porque casi siempre sueño que me enredo en telarañas. Pero, aún con todo, lo peor para él es que una noche comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.

    Su esposa está cansada de los problemas de la casa, de poner a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla, de esperar durante veinte años los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección, y de que de todo eso no nos queda nada más que un hijo muerto. En definitiva, está harta de remilgos y contemplaciones. Hasta la coronilla de resignación y dignidad. Y su postrero ataque de cólera la lleva a un enfrentamiento tan cruel como despiadado con su marido, a quien dirige muy duras palabras: Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo. 

     Por todo lo expuesto, El coronel no tiene quien le escriba es una pequeña gran obra maestra de la literatura castellana y universal que condensa en muy pocas páginas muchos de los males de las sociedades contemporáneas. Una joya que conviene leer. Siempre.