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lunes, 26 de abril de 2021

Solo la noche. John Williams. Fiordo Editorial. 2019. Reseña

 




    Conocí al escritor John Williams (Texas, 1922 - Arkansas, 1994) en junio de 2013 gracias a la editorial canaria Baile del Sol, que en 2012 rescató, por vez primera en castellano, la tercera novela del autor estadounidense, Stoner (1965). Una auténtica obra maestra cuya reseña puede leerse en este mismo blog. Quedé maravillado de tal manera que antes de finalizar aquel mismo año leí su segunda novela, Butcher´s Crossing (1960), publicada por Lumen también en 2013. Y en el verano de 2014 me hice con un ejemplar de su cuarta obra narrativa, la histórica (y también espléndida) Augusto. El hijo de César (1973), publicada en castellano por Ediciones Pàmies en 2008. Sabía de la existencia de una primera novela inédita en castellano (titulada en inglés Nothing but the night), le seguí la pista a una posible traducción y, tras siete largos años de espera, por fin pude conseguir un ejemplar de la misma. En este caso, de la mano de la argentina Fiordo Editorial


    En total, cuatro obras --más dos recopilaciones poéticas y una quinta novela (The sleep of reason) que quedó inacabada a la muerte de Williams-- que todo el mundo debería leer. Un autor que todo el mundo debería conocer. ¿Cómo puede haber estado medio siglo escondido un escritor de semejante calidad literaria, versatilidad narrativa y variedad temática? Porque estas cuatro novelas no se parecen absolutamente en nada entre sí. En efecto, Williams igual escribía un western como narraba la historia de un alienado. A lo mejor te sorprendía con una novela histórica a base de cartas como a través de un costumbrismo que te deja noqueado. Un autor, sin duda, muy especial: nada comercial, desde luego, tampoco muy prolífico --transcurrió un cuarto de siglo entre sus cuatro grandes obras narrativas (más las dos poéticas ya reseñadas)--, pero sí notable creador y sobresaliente contador de historias. Unas historias que siempre tocan la fibra del lector.  


    En su primera novela, la que aquí nos ocupa, Solo la noche (1948), Williams anticipa con claridad aquello en lo que iba a llegar a convertirse con el paso del tiempo: un escritor de culto. Al más puro estilo Salinger (El guardián entre el centeno, 1951, aunque ya había sido presentada entre 1945 y 1946 en forma de serie) o Camus (El extranjero, 1942), !ambas también primeras novelas¡, el debut literario de nuestro protagonista nos narra un día de la vida de un alienado, un indolente, un joven que no encaja en el mundo en el que le ha tocado vivir. Un personaje taciturno y desencantado, sin duda a consecuencia de un trauma del pasado que nos será revelado en su momento. Arthur Maxley, como Holden Caulfield o Meursault, no puede controlar el devenir de su vida, sino que vive según sopla el viento. Incapaz de conseguir amor y amistades, su carácter solitario y poco social acaba por meterlo en problemas. Y, como era de esperar, se lleva más de una paliza. 


    Una carta inesperada de su padre, Hollis Maxley, hombre de negocios que pasa semanalmente un cheque a su hijo para que viva sin tener que trabajar ni esforzarse por nada, pondrá patas arriba la ya de por sí infeliz vida del protagonista. Una carta y una posterior comida con su padre que traerán a su presente los fantasmas de su pasado. A partir de esa desastrosa reunión, en la que padre e hijo confirmarán, quizá para siempre, que son incapaces de entenderse y de hacerse entender, Arthur emprenderá un camino desamparado y desesperado hacia el corazón de su dolor. ¿Para buscar algún tipo de consuelo? Claramente. Pero, ¿y si su consuelo es una causa imposible? Con gran sensibilidad y percepción, Williams nos cautiva por primera vez --teniendo en cuenta que esta fue su opera prima-- a través de un relato breve --apenas ciento treinta y siete páginas-- directo pero detallista, compungido, desgarrador --unas veces--, emotivo --otras-- y siempre certero.


    Arthur quiere llevar una vida sana, comer bien, descorrer las persianas de su habitación y dar tranquilos paseos por el parque, pero siempre acaba sucumbiendo ante la bebida y los clubs nocturnos. Como un médico que observa la enfermedad que avanza y no hace nada para prevenirla, a veces se veía a sí mismo de esa manera cuando se sentaba solo y recordaba lo que debía olvidar. Para él, los mejores momentos de la vida son el tiempo perdido. Cuando se es muy joven, cuando la existencia es una perfecta sucesión de días dorados. Tampoco lo ayuda mucho que digamos su extraña relación con Stafford Long. Su amistad (si podía llamarse así) renacía y padecía una indolora muerte abrupta en cada encuentro. No era amistad, nadie podía sentir camaradería con él, pero le envidiaba una superficialidad que lo volvía invulnerable. El caso es que, tal y como sucede con su padre, su último encuentro con Stafford también ha terminado de forma violenta. Y parece que de resolución imposible.


    Tanto Arthur como su padre se pasan el tiempo huyendo del pasado. Deasarraigados de sus propias vidas. Arthur, bebiendo, visitando clubs, empeorando su úlcera, quedándose quieto y solo en su habitación y metiéndose en problema tras problema cuando al fin se decide a salir por las noches. En cambio, durante su reunión, un Hollis impotente y derrotado se sincera con él: corro por medio mundo, siempre en marcha, sin parar. ¿Por qué no puedo instalarme en algún lado? No tengo a dónde ir. Me engaño cuando me digo que nadie puede hacer mi trabajo. Los negocios son una excusa. Eso es todo lo que son. En realidad creo que los odio. Pero me quitan todo el tiempo. A veces pienso que tendría que parar, renunciar, dejarlo todo. Pero es inútil. Una vez lo intenté. Si nunca hubiera empezado habría sido diferente. Pero una vez que empiezas a escapar, ya no puedes parar. Y al final, claro está, no hay escapatoria para dejar de escapar.


    Arthur parece descompensarse por momentos a base de sudores fríos y desdoblamientos de personalidad. Y se pierde en la multitud. Se siente aislado pese a estar rodeado de gente por todas partes. Se angustia y llega a sufrir pequeños ataques de ansiedad y de pánico. Y Williams lo narra de esta manera, tan original como lúcida: una figura solitaria sobre una extensión desértica inmutable no está tan sola como alguien que se pierde en la infinitud de una ciudad abarrotada. Aquel que está solo en el desierto siempre es consciente de su propia importancia, aunque sea mínima, y de su relación con el espacio visible. Pero el solitario en medio de una multitud pierde conciencia de sí mismo como individuo. Los cientos de cuerpos extraños que lo aprietan sin notarlo, los centenares de miradas ajenas que lo observan inexpresivas y sin comprensión, las voces que hablan por encima, a su alrededor, pero nunca con él: ahí está la verdadera soledad. 


    La manera en la que el John Williams de 1948, de solo veintiséis años, destripa la personalidad y la psicología de un joven de veinticuatro es llamativa. Muy llamativa. ¿Quizá el propio autor se sintiera de forma similar al protagonista en alguna época de su joven existencia? Probablemente nunca lo sepamos. Lo que queda claro tras leer sus cuatro obras publicadas es que la recuperación de este autor hace justicia en un mundo --el literario-- que pocas veces lo es en realidad. Pero, como se suele decir, nunca es tarde si la dicha es buena. Y, como escribió un periodista literario de Los Angeles Review of Books, Williams fue un autor casi incapaz de escribir una mala oración. Servidor da buena fe de ello. Estamos ante uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX. Un narrador como los hubo muy pocos durante el siglo pasado. Lástima que quedara inacabada la novela The sleep of reason...