En 1857, previa publicación por entregas en la revista literaria La Revue de Paris durante octubre y diciembre del año anterior, vio la luz la obra más conocida del autor Gustave Flaubert (1821-1880), quien más tarde publicaría también Salambó y La educación sentimental. La novela Madame Bovary se convirtió desde muy pronto en un claro exponente de la literatura realista francesa y universal. También de un romanticismo ya algo tardío en el momento de su escritura. Crítica tanto de la burguesía como de la iglesia francesa de mediados del siglo XIX, la iglesia católica la introdujo, en 1864, en su Índice de Libros Prohibidos a causa de la promiscuidad de Emma, la protagonista de la obra. Censurada por ser considerada perniciosa para la fe católica, la novela vio crecer su popularidad muy rápidamente.
Madame Bovary, cuya acción se desarrolla a comienzos del siglo XIX, bebe directamente de la Revolución Francesa, de la monarquía autoritaria napoleónica, del emergente poder burgués y de la feroz pugna entre la firme doctrina católica y la cada vez más consolidada filosofía de Voltaire, cuyo adalid en las páginas que nos ocupan es el boticario, monsieur Homais, uno de los personajes principales de la trama, que odia con toda su alma a la iglesia católica, con cuyos representantes dirime grandes enfrentamientos dialécticos. Flaubert, conocedor y conocido de Víctor Hugo, George Sand, Émile Zola o Alphonse Daudet, hace gala de una gran agudeza narrativa para exponernos su punto de vista sobre la sociedad francesa de su época.
La novela consta de tres partes, que muy bien podrían enmarcarse dentro de las tres grandes partes de la novela clásica: introducción (nueve capítulos que abarcan unas ochenta páginas), nudo (quince capítulos que ocupan unas doscientas páginas) y desenlace (once capítulos representados en ciento cuarenta páginas). En la primera parte se nos presenta a los personajes principales: el triste y de vida monótona doctor Charles Bovary, viudo de su primera esposa, y la joven Emma, hija del señor Rouault, paciente del médico, que se convertirá en un breve espacio de tiempo en la nueva Madame Bovary. La joven tiene una extraña idea del amor basada en su nula experiencia y en las mil y una lecturas románticas de su adolescencia. No obstante, se dará de bruces con la realidad de una vida inimaginada. Antes de casarse, se había creído enamorada; pero como la felicidad que debía resultar de este amor no llegó, debía de haberse equivocado, pensaba. ¿No debía un hombre sobresalir en actividades múltiples, iniciar a la mujer en la fuerza de la pasión? Este no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. ¿Por qué me habré casado, Dios mío?
En efecto, esa idea de vida idílica, festiva y llena de privilegios que esperaba encontrar junto a Charles está tan alejada de la realidad que, desencantada y hasta furiosa con su esposo, Emma caerá enferma de depresión. El porvenir era un corredor negro, negro, y terminaba en una puerta bien cerrada. ¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? Y Charles, sin duda un buen hombre que la quiere y la adora, decide dar un cambio de aires a sus vidas: abandonar Tostes y a sus pacientes e instalarse en Yonville, cerca de Ruan, ciudad en la que realizó sus estudios como médico. En este punto de la trama comienza la segunda parte de la novela, en la cual se nos presenta al resto de personajes que componen este enorme retrato de la sociedad francesa de principios del siglo XIX. Una sociedad en la que, como en el resto de sociedades europeas de la época, es mucho más importante simular poseer que poseer realmente.
En Yonville, definitivamente incapaz de acomodarse a ese tipo de vida, Emma da a luz a una niña de nombre Berta --de la que no se ocupará prácticamente en ningún momento--, comienza a llenar sus vacíos a base de compras desmedidas de muebles, cortinas, collares y vestidos caros a un despreciable comerciante llamado Lheureux, y a fijarse en los hombres más atractivos y poderosos de la zona. Básicamente, dos: el joven pasante de abogacía León Dupuis, con el cual tiene muchos gustos en común --por ejemplo, la literatura-- y Rodolfo Boulanger, un donjuan que deslumbra a Emma por el lujo de su vida y su poder económico y social. Las ansias sentimentales de la esposa del nuevo médico de Yonville, que solo está en casa a las horas de comer, cenar y dormir, pues sus obligaciones le impiden una mayor presencia en el hogar conyugal, comienzan a hacerla vivir siempre en el alambre. La enfermedad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas, el cariño matrimonial a deseos adúlteros. Hubiera querido que Charles la pegara, para poder odiarlo con más justicia, vengarse de él.
Esta segunda parte de la novela describe las relaciones de Emma con los dos hombres reseñados. Por un lado, con León, la joven peca de una excesiva adulación personal, despreciando al joven, incapaz en esos momentos de asegurarle el lujo y la pasión que cree merecer. León, despechado y desencantado, acaba dejando Yonville para continuar sus estudios en Ruan. ¡Ah, se había marchado, el solo encanto de su vida, la única esperanza de una felicidad! ¡Por qué no le retuvo con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería huir! Y la presencia de la madre de Charles no la ayuda precisamente: Si tuviera que ganarse el pan, como muchas, no tendría esos vapores y esa vagancia en que vive, le dice a su hijo. Por contra, con Rodolfo ocurre todo lo contrario: extasiada por una vida más parecida a la que ella conoce por sus lecturas románticas --y recordó a las heroínas de los libros que había leído, la lección lírica de aquellas mujeres adúlteras que la seducían--, atosiga tanto a su amante que este acaba por huir de ella para dejarse caer en brazos de otras mujeres menos agobiantes. Emma, sola de nuevo tras arruinar estas dos posibles relaciones, vuelve a caer enferma. Llegó a preguntarse por qué detestaba a Charles y si no sería mejor poder amarle, pero estaba muy indecisa en su sacrificio. Y Charles deja de lado su trabajo para dedicarse en exclusiva a la salud de su esposa. Sus deudas no hacen más que crecer y la historia se encamina poco a poco hacia un final trágico.
En la tercera parte Emma finge acudir a Ruan para tomar clases de piano --pese a las deudas, Charles accede a ello porque para él la salud de su esposa es lo más importante y a esas alturas de la historia ya no sabe qué hacer de ella-- para encontrarse de nuevo con León, quien se convierte, esta vez sí, en su segundo amante. Sin embargo, nuevamente la ansias desmedidas de la joven llevarán a la relación a un punto sin retorno. Además, sus encuentros amorosos en un hotel de lujo que, por supuesto, suele pagar ella, provocan un crecimiento ya insoportable de las deudas contraídas con el malvado Lheureux. ¿Quién tiene la culpa? Mientras yo brego como un negro, usted se lo pasa bien, ironiza el comerciante finalmente. La ruina psicológica, emocional y económica de Emma atrapa finalmente también a su marido. Y la tragedia, en forma de embargo de muebles y bienes, se instala definitivamente en sus vidas.
Madame Bovary se convirtió en un clásico literario prácticamente desde el mismo momento de su publicación. Grandes escritores contemporáneos y actuales lo auparon desde el principio. Henry James dijo de él que es perfecta porque posee una seguridad inaccesible y excita y desafía todo juicio. Milan Kundera afirmó que no fue hasta la obra de Flaubert que el arte la novela ha sido considerado igual que el arte de la poesía. En la misma línea, Vladimir Nabokov aseguró que estilísticamente es prosa haciendo lo que se supone que hace la poesía. Y Vargas Llosa escribió que Madame Bovary fue la primera novela moderna. Además, la obra está considerada por algunos estudiosos como pionera en el ideario del feminismo: Un hombre, por lo menos, es libre. Pero una mujer, inerte y flexible al mismo tiempo, tiene en contra suya tanto las molicies de la carne como las ataduras de la ley. Su voluntad, igual que el vuelo de su sombrero sujeto por una cinta, flota a todos los vientos; siempre hay algún anhelo que arrebata y alguna convención que refrena.