Tal y como había hecho un año antes con Barnaby Rudge. Relato de los disturbios del año ochenta, entre finales de 1840 y comienzos de 1841 el semanario Master Humphrey´s Clock publicó Almacén de antigüedades, de Charles Dickens (1812-1870). Como es habitual, al terminar las entregas, la obra entera fue publicada en un solo volumen. El novelista inglés más conocido de la época victoriana ya había escrito anteriormente Aventuras de Pickwick y Oliver Twist, dos novelas de juventud que sorprendieron a propios y extraños en los años finales de la década de 1830. ¿Cómo un joven sin apenas formación podía haber escrito antes de cumplir los treinta años de edad dos novelas tan formidables? La única respuesta válida para responder a esta pregunta es simplemente una palabra: Dickens fue un gran autodidacta.
Almacén de antigüedades es una narración repleta de crítica social basada en la muerte de su cuñada, Mary Hogarth, a quien el autor adoraba, a la corta edad de diecisiete años. En la novela asistimos a la caída económica y física de la pequeña Nelly y de su abuelo, propietario de un almacén de antigüedades que conoció tiempos mucho mejores. Nelly es lo único que el anciano tiene en este mundo, y su única obsesión es dejarle a su nieta una herencia bien jugosa. Consciente de que a través de su negocio no va a conseguir su único propósito vital, solo se le ocurre ir a jugarse sus cada vez más exiguas monedas a las cartas. Pese a que siempre pierde, vuelve una y otra noche a las mesas de juego. Hasta que pierde hasta su almacén y su contigua vivienda. Así, humillados y avergonzados, nieta y abuelo huyen de Londres e inician un duro vagabundeo por la campiña inglesa.
Con el peculiar estilo dickensiano, mezcla de sátira, aventura, ironía, crítica y comicidad, se nos desgranan los hechos constituyentes de la vida de cada uno de los personajes de la trama. Aunque Nelly y su abuelo son los protagonistas principales --y se nos cuentan con todo lujo de detalles y descripciones sus mil y una peripecias por la campiña inglesa a lo largo de sus semanas de huida de la capital--, el lector siente la creciente necesidad de saber qué va a ser de Kit, el amigo íntimamente enamorado de la pequeña y servidor de su abuelo, un joven trabajador y honrado que se gana la vida como buenamente puede pero siempre de forma honrada y legal; o el malvado Daniel Quilp, un enano y deforme prestamista que no conoce los escrúpulos ni con su propia esposa y que no duda en utilizar lo que tenga a mano en cada momento para salirse siempre con la suya al precio que sea.
Dick Swiveller es quizás el personaje más cambiante a lo largo de la novela. Al principio colabora con Quilp para tratar de averiguar el paradero de Nelly y de su abuelo. Quilp le convence de que el viejo es rico y le promete hacer lo imposible para casarlo con la pequeña en caso de encontrarla al fin. El joven se involucra de inmediato, pensando que de esa manera obtendrá un fácil botín. El devenir de los hechos, a partir de ahí, harán que Swiveller vaya evolucionando hasta posiciones mucho más moralizantes. Se enamorará de la Marquesa, otra casi niña que sirve en la casa en la que Quilp le ha colocado como escribiente. Los procuradores, los hermanos Brass, son otros personajes siniestros que intentan sacar ventaja de las situaciones que se les van presentando en su día a día. Pero hay protagonistas bondadosos también.
El mayor de todos, sin duda, el maestro de escuela. No solo aloja a Nelly y a su abuelo en un primer momento en su propia casa, sino que finalmente les consigue un hogar para ellos solos en Shropshire, el pueblo al que llegan ambos ya con su salud muy deteriorada tras varias semanas de peregrinación y miseria. Además, el maestro logra emplear a la pequeña en la iglesia y en el cementerio del pueblo. Un trabajo no demasiado arduo ni tampoco muy bien pagado, aunque suficiente para que nieta y abuelo puedan dejar de deambular por los campos y tengan siempre un cobijo y algo que echarse a la boca cada día. Pese a su timidez, Nelly se ganará muy pronto a la gente del pueblo gracias a su buen hacer en sus tareas y a sus atenciones hacia cada uno de los ciudadanos. Abuelo y nieta, por fin, se sienten como en casa y se juran que jamás abandonarán Shropshire.
El final de la novela --el cual no desvelaré, obviamente-- resultó polémico en su época. A algunos, su alta carga dramática y sentimental los maravilló, cautivó y emocionó --se dice que el líder irlandés Daniel O´Connell, conocido como El libertador, tiró el libro por la ventana nada más terminar de leerlo--; a otros, los no tan románticos, les resultó empalagoso --ojo: no, el final no es lo que aquí parece--. Así, Oscar Wilde afirmó haberse muerto de la risa durante la lectura de las últimas páginas de la novela. Además, como curiosidad, parece real que antes de la última entrega en los EE. UU., los fans de la novela gritaban a los barcos ingleses que encontraban para preguntar por el puerto si la pequeña Nelly seguía con vida todavía. Algo que habla muy bien de la trama, que mantuvo en vilo a mucha gente durante meses a la otra orilla del Atlántico.
Uno de los fuertes de Dickens fueron siempre las descripciones. Cada personaje es retratado como si de una pintura se tratara. Tanto física como psicológicamente. Lo cual hace que el lector sienta lástima o pena por algunos de ellos y aversión y asco por otros. La evolución de algunos de ellos a lo largo de la obra --hemos citado el caso de Swiveller en esta reseña-- es otro de los aspectos a destacar en la literatura dickensiana. Lo mismo que hemos citado respecto a los personajes ocurre con los ambientes, paisajes y lugares. Así, la misma ciudad de Londres se convierte en una de las grandes protagonistas de sus novelas. Sus calles, sus suelos, sus edificios, tiendas y casas se levantan de las páginas de tal manera que nos parece estar paseando por ese Londres decimonónico victoriano. Y qué decir del salvaje campo, repleto de payasos, saltimbanquis, viajeros, mentirosos y ladronzuelos.
Aunque a lo largo de la novela hay diversos pasajes dignos de reseñar, me voy a detener, para acabar, en tres de ellos:
- Sobre Quilp, su esposa y las costumbres de la época: es natural que, estando reunidas tantas señoras, la conversación recayera sobre la propensión del sexo fuerte a dominar y tiranizar al débil, y acerca del deber que tenía éste de resistir y volver por sus derechos y dignidad. Era natural por cuatro razones: primera, porque siendo joven la señora Quilp y sufriendo las brutalidades de su marido, era de esperar que se rebelara; segunda, porque era conocida la inclinación de su madre a resistir la autoridad masculina; tercera, porque cada una de las concurrentes creía manifestar así la superioridad de su sexo, y de ella misma entre las demás; y cuarta, porque, estando acostumbradas las allí reunidas a criticarse unas a otras, una vez reunidas en íntima amistad no podían hallar asunto mejor que atacar al enemigo común.
- Sobre Nelly y su relación con el abuelo y con el maestro: la bondadosa franqueza del buen maestro, su afectuosa seriedad y la sinceridad que había en sus palabras, inspiraron confianza a la niña, que le contó toda su historia, toda su vida. No tenían parientes ni amigos, ella había huido con su abuelo para librarle de una casa de locos y de todas las desgracias que tanto temía, aún entonces huía otra vez para librarle de sí mismo, buscando un asilo en algún lugar remoto y primitivo, donde no pudiera caer otra vez en aquella tentación (el juego) tan temida.
- Sobre Nelly, su trabajo en el cementerio y el recuerdo de los muertos --de nuevo, en conversación con el maestro--: pero, ¿tú crees que una tumba abandonada, que una planta seca o una flor mustia indican descuido y olvido? ¿Crees que no hay acciones, hechos, que recuerdan mejor a los muertos queridos que todo esto que nos rodea? Hay mucha gente en el mundo que ahora mismo está trabajando pero cuyo pensamiento está al lado de esas tumbas, por muy olvidadas que parezcan estar... No hay nada bueno que desaparezca; todo el bien permanece; no se olvida del todo. Un muerto querido permanece siempre en la mente y en el corazón de los que le amaron en vida. No se suma un ángel más a las huestes celestiales sin que su memoria viva en los que le amaron eternamente.