Numerosos libros de historia nos hablan de un Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como el Cid Campeador, como un patriota español, un héroe nacional, un auténtico dolor de cabeza y azote para los moros --ni siquiera los denominan musulmanes-- que llegó a ganar su última batalla en Valencia, ya muerto, atado a su amado Babieca. Nada más lejos de la realidad según otros estudios, más rigurosos y por tanto creíbles. Esa idea parece ser total y absolutamente compartida por el polémico y también prolífico periodista y escritor cartagenero Arturo Pérez-Reverte (1951). Autor que tiene por costumbre beber de todo tipo de fuentes a la hora de documentar las historias sobre las que luego escribe en sus novelas.
A estas alturas, resulta habitual que el otrora reportero de guerra no escriba y publique sus novelas por mera casualidad temporal. Buena prueba de ello es su última obra, Sdi. Un relato de frontera. Si hace casi cinco años publicó, en plena crisis cultural y de valores en nuestro país, Hombres buenos, novela ya reseñada en este blog y en la que nos narra el curioso y arriesgado viaje al París de fines del siglo XVIII de dos miembros de la Real Academia de la Lengua Española para hacerse de forma clandestina con los veintiocho volúmenes de la Enciclopedia de Diderot y D´Alembert, en este 2019 ha hecho lo propio con esta revisión del personaje histórico de Ruy Díaz de Vivar, cuyo conocido apodo deriva del original árabe Sidi Qambitur, señor que campea.
En pleno auge de la extrema derecha en nuestro país, no resulta algo casual, reitero, que Pérez-Reverte revisite la figura de este guerrero del siglo XI, cuya manipulada fama se debe en parte a la propaganda franquista, necesitada de héroes nacionales que la ayudase a facilitar una ideología vacía por completo de contenido. Idea --no mía, sino del autor, aunque compartida-- que lo motivó a escribir esta historia con el objetivo de terminar, de una vez por todas, con ese Cid escolar contaminado por el franquismo, imperial, espada de la cristiandad, martillo de musulmanes y precursor de las Cruzadas habidas y por haber. Su historia es la de las fronteras existentes en la España del siglo XI. Algo salvaje y muy parecido a lo que en los EE. UU. de hace dos cientos años se dio en llamar el Lejano Oeste.
Sobre el Cid de la novela, afirma el autor que es un superviviente de frontera. No sé si en realidad era así, pero así lo he imaginado yo. Es cruel, eficaz, guerrero, valiente, sabe manejar a la gente, tiene inteligencia, es astuto y tiene todos los elementos necesarios para sobrevivir y triunfar. Pero lo de que era un patriota es mentira. Y añade que no podía serlo por la sencilla razón de que hace mil años la España actual estaba todavía muy lejos de existir, y en los territorios que la componían --innumerables reinos cristianos y reinos de taifas musulmanes que combatían entre sí y contra el enemigo religioso común-- no se pensaba en la Reconquista sino en sobrevivir día a día. Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío, concluye el autor cartagenero.
La novela narra las vivencias de Ruy Díaz de Vivar desde el momento de su destierro de tierras castellanas (principios de 1081) hasta su victoria ante las tropas del conde de Barcelona y de al-Mundir, rey de la taifa de Lérida, en la batalla de Almenar (1082). Tras dejar en su Vivar natal a Jimena y sus tres hijos (dos hembras y un varón), Rodrigo hubo de buscarse la vida --y la de su fiel hueste-- en tierras fronterizas. Se convirtió, pues, en un mercenario que servía a quien le pagara por guerrear por su causa. Leal siempre a su rey, Alfonso VI, contra quien prometió no combatir jamás a pesar de todo lo ocurrido con anterioridad, y rechazado por el conde de Barcelona, hubo de servir a Yusuf al-Mutamán, rey de la taifa de Zaragoza.
La novela narra las vivencias de Ruy Díaz de Vivar desde el momento de su destierro de tierras castellanas (principios de 1081) hasta su victoria ante las tropas del conde de Barcelona y de al-Mundir, rey de la taifa de Lérida, en la batalla de Almenar (1082). Tras dejar en su Vivar natal a Jimena y sus tres hijos (dos hembras y un varón), Rodrigo hubo de buscarse la vida --y la de su fiel hueste-- en tierras fronterizas. Se convirtió, pues, en un mercenario que servía a quien le pagara por guerrear por su causa. Leal siempre a su rey, Alfonso VI, contra quien prometió no combatir jamás a pesar de todo lo ocurrido con anterioridad, y rechazado por el conde de Barcelona, hubo de servir a Yusuf al-Mutamán, rey de la taifa de Zaragoza.
En unos territorios tan inestables a fines del siglo XI --el reino castellano dividido en tres partes, cuyos tres reyes se enfrentaban entre sí en luchas fratricidas tratando de volver a unificar el antiguo reino; los demás reinos cristianos intentando avanzar hacia el sur a costa de los musulmanes y del resto de cristianos; y los reinos de taifas luchando por no haber de replegarse aún más o por volver incluso a recuperar parte del terreno perdido--, y por muchos motivos diferentes, existió un gran número de mercenarios que supieron ganarse, con mejor o peor fortuna, unas cuantas monedas. Y el protagonista de esta novela fue uno de ellos. Probablemente, el mejor. Eso sí, pagando un gran coste: no poder vivir junto a su familia y no saber nunca lo que le depararía el día de mañana.
Para lograr sus objetivos, tanto militares como personales, nuestro protagonista debió conocer a la perfección las armas y las estrategias militares, el trato que debía dar a sus hombres y la mentalidad de cada uno de los reyes y guerreros de la época, tanto cristianos como musulmanes. No en vano, sus aliados de hoy podían convertirse en sus enemigos mañana. O al revés. En ese sentido, Sidi nos presenta a un hombre instruido no solo en el cristianismo sino también en el islam. Así, conoce sus oraciones, sus preceptos, sus obligaciones. Algo que completa con un más que suficiente conocimiento de la lengua árabe. En definitiva, el Ruy Díaz de Pérez-Reverte es un hombre no solo formado sino también informado. Preparado, en suma.
Y el autor de esta historia, Arturo, don Arturo, se nos muestra en esta novela como nos tiene acostumbrados: como un escritor muy bien documentado, como un gran conocedor de los hábitos y costumbres de las épocas sobre las que escribe, como un gran intelectual en el ámbito lingüístico --¡qué manera de describir los ambientes y los uniformes de los guerreros, y qué forma de narrar las batallas (a los lectores nos parece estar ahí, en el campo de batalla, recibiendo las salpicaduras de sangre de los combatientes)!-- y como un mago de los esquemas temáticos y temporales, sabiendo cómo darnos la información y en qué momento y lugar. No cabe duda alguna de que con él uno aprende sobre historia, lenguaje y literatura. Y Sidi. Un relato de frontera es otro gran ejemplo de todo ello.