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lunes, 16 de diciembre de 2019

Un mundo que agoniza. Miguel Delibes. Plaza & Janés. 1979. Reseña





     El uno de febrero de 1973 el escritor vallisoletano Miguel Delibes fue elegido miembro de la Real Academia Española. Ocupó la silla e. Su discurso de ingreso se demoró más de dos años, hasta el 15 de mayo de 1975. Llevó por título El sentido del progreso desde mi obra. Dámaso Alonso, uno de los grandes representantes de la generación del 27 y director de la Academia, le entregó su medalla de académico. Dicho discurso, ampliado y actualizado, se editó como libro en 1979 bajo el título Un mundo que agoniza. Por aquel entonces, Delibes ya había publicado obras tan notables como La sombra del ciprés es alargada, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario o El disputado voto del señor Cayo. En cambio, estaban por venir Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris y El hereje.  

     Un mundo que agoniza es un brillante ensayo en el que el genio castellano reflexiona sobre los problemas del mundo en aquella lejana ya década de los setenta. Resulta muy llamativo leerlo en la actualidad, más de cuarenta años después, y en plena crisis climática. Cierto es que la problemática actual viene de lejos, pero pensar que hace casi medio siglo Delibes ya vaticinó, siempre apoyado en los últimos estudios científicos de su época, lo que estaba por venir, habla de su gran compromiso con la naturaleza y también de su manifiesto interés por documentarse e informarse sobre la problemática. No en vano, en su texto, que se lee en un par de horas, cita a numerosos especialistas de diversos campos para ilustrar y justificar sus opiniones.

     En estas páginas, que no solo no han perdido vigencia con el paso de los años sino que se muestran tan actuales como necesarias, habla Delibes de sus personajes en relación con la naturaleza y el progreso. Así, se muestra sencillo pero contundente: si el progreso moderno, el de la técnica y el consumismo, equivale a la destrucción de la naturaleza, mis personajes renuncian a ese progreso. Y pone ejemplos concretos de cada una de sus obras anteriores en los que estos exponen sus motivos para negar el progreso. Afirma, de esta manera, que mis personajes declinan un progreso mecanizado y frío, pero simultáneamente este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineludiblemente en la cuneta a viejos, tarados y débiles.

     Sus personajes, como él, su creador, son conscientes de que el progreso ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón. Al presentárseles la dualidad Técnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente por ésta que es quizá la última oportunidad de optar por el humanismo. No porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre. Y es que el progreso ha traído aspectos negativos. Como afirmó Erich Fromm, para conseguir una economía sana hemos producido millones de hombres enfermos. Algo que solo puede revertirse si los hombres nos convencemos de que navegamos en un mismo barco y todo lo que no sea coordinar esfuerzos será perder el tiempo.

     Buena parte de la culpa de nuestra situación viene a cuenta de la contaminación. Critica Delibes que el hombre de hoy antepone a la cultura el goce material y la seguridad. Mas el daño de la contaminación no es solo directo sino que se complementa con el desarrollo de ciertas afecciones psíquicas como la ansiedad, la angustia, la tensión y la agresividad. Apela, para superar esta difícil situación y poder volver a vivir en armonía con los medios ambientales terrestres y marítimos, a una combinación de inteligencia y razón para escapar de la amarga profecía de Roberto Rossellini: nuestra civilización morirá por apoplejía porque nuestra opulencia contiene en sí las semillas de la muerte. Porque todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo es retroceder.  

     La desenfrenada carrera armamentística tras la denominada guerra fría creó, según el autor, una paz fría mucho peor que la anterior, pues apela al miedo como garantía de supervivencia. Y la televisión se ha constituido como un juguete de alienación, a menudo único alimento espiritual de un elevadísimo porcentaje de seres humanos que, incapacitados para pensar por su cuenta, y víctimas de la civilización del consumo, acaban comprando productos innecesarios que se nos han presentado como absolutamente necesarios. Productos que, además, han de durar poco tiempo, ser efímeros, pues el progreso exige que la carrera del desarrollo no finalice nunca. El dinero se erige así en símbolo e ídolo de una civilización. Se antepone a todo; llegado el caso, incluso al propio hombre.

     La medicina tampoco se libra del férreo análisis de Delibes, quien afirma lo siguiente: ha cumplido con su deber, pero al posponer la hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida. ¿Va a dar para tantos la despensa? A este respecto, el autor expone su particular credo: el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar los recursos y la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.

     Su ensayo finaliza con una posible solución al dilema que se nos presenta desde ya: el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo y preservar la integridad del Hombre y de la Naturaleza radica en ensanchar la conciencia moral universal por encima del dinero, la comodidad y los intereses políticos. Porque si el progreso se traduce por más tiempo en un aumento de la violencia y la incomunicación, de la autocracia y la desconfianza, de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza, de la competitividad y del refinamiento de la tortura, de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: ¡Que paren la Tierra, quiero apearme! 

     Un mundo que agoniza, por tanto, mantiene la frescura del primer día, pero ha aumentado su trascendencia. No hace falta cumbre climática ninguna para ver la realidad del problema y sus posibles soluciones. Evidentemente, la economía prima sobre la sociedad, mucho más ahora que hace casi medio siglo, y falta voluntad política para poner rumbo al camino que nos lleve hacia un mundo sostenible. Por eso, leer a Delibes, por ejemplo, es un ejercicio muy necesario. Y además, se disfruta de uno de los genios de la literatura universal. Ahí es nada...