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miércoles, 21 de septiembre de 2016

El segundo hijo del mercader de sedas. Felipe Romero. Comares. 2011. Reseña





     En apenas 117 años (1492-1609) el otrora reino nazarí de Granada fue conquistado, sometido y aniquilado por completo, no quedando ni rastro de la mayoría de sus pobladores anteriores y sus descendientes. Como explica en una de las páginas de esta novela su autor, Felipe Romero, sus campos quedaron abandonados, el ganado sin pastores, las iglesias sin construirse por falta de alarifes, las fraguas sin herreros, las maderas sin orfebres talladores y las lanas y las sedas sin tejedores y tintoreros. En este contexto, Alonso de Lomellino, segundo hijo del mercader de sedas Esteban de Lomellino, de origen genovés pero afincado en Venecia primero y en Granada después, donde se casó con María de Granada, descendiente de una princesa nazarí, narra en primera persona su azarosa vida.

     Al no tratarse del hijo primogénito, Alonso no pudo dedicarse a mercadear con la seda, trabajo que recayó en su hermano mayor, Jacobo, quien llegaría a ser duque de Venecia. Al segundo hijo le podían esperar dos destinos bien diferenciados: soldado o religioso. Gracias a los contactos de su padre, eludió el arte de las guerras y fue a parar a las órdenes del arzobispo de Granada, Pedro Vaca de Castro, quien consiguió que se le nombrara clérigo en la abadía del Sacromonte, donde habían sido descubiertos los cuerpos martirizados de San Cecilio, uno de los siete varones apostólicos discípulos del apóstol Santiago, y sus seguidores. La aparición de los Libros Plúmbeos, que supuestamente habrían sido revelados por la mismísima vírgen María en árabe para ser divulgados en España, contribuyeron al auge del lugar.

     Sin embargo, todo --el Sacromonte, Granada y definitivamente los moriscos-- cayó en desgracia al descubrirse que los textos encontrados eran una falsificación obra de un escritor morisco de nombre Alonso del Castillo. Así lo decretó, a instancia de la Santa Inquisición, el papa Inocencio XI. El objetivo del falsificador no era otro que reclamar un lugar para el cristianismo árabe dentro del catolicismo ibérico. Así, se intentó sincretizar la cultura islámica con la fe cristiana. Algo que finalmente no llegó a buen puerto.

     ¿Qué tiene que ver todo esto con el protagonista de la novela, Alonso de Lomellino? Pues muy sencillo: Alonso de Castilla fue su maestro, su mentor religioso y también lingüístico, como gran conocedor de la lengua árabe que era. Su caída en desgracia y posterior muerte hicieron mella en su discípulo, quien no pudo hacer frente a la muerte de su maestro. Tan afligido quedó que, por primera vez en su vida, decidió no seguir los designios de su padre, quien, ante la pronta ruina de Granada, decidió regresar, con toda su familia, a tierras italianas.

     Alonso, sin embargo, renunció a todas sus riquezas para quedarse, solo y desamparado, en la ciudad de sus antecesores maternos. En las postrimerías de su vida, más de cincuenta años después de los hechos reseñados, escribe sus memorias. Una memorias en las que narra no solo los sucesos más importantes de su vida sino también la vida cotidiana de la Granada de su época, sus calles, sus elevadas cumbres --con el Veleta y el Mulhacén como testigos visibles de todo cuanto sucede--, sus ríos --Genil y Darro--, sus personajes y oficios, su gran riqueza de expresiones y el progresivo abandono del Generalife y la Alhambra, en cuyo espacio ya dominaba el fastuoso palacio de Carlos V.

     La novela, además, critica con dureza la cristiandad de la época. Y no solo desde el punto de vista de las supersticiones y las creencias, sino desde el que hace referencia a la carrera emprendida por las distintas órdenes religiosas por asentarse en tierras granadinas y construir las más grandes iglesias de la España conquistada. De esta crítica no se libra, ni siquiera, la orden de los carmelitas descalzos, adonde va a parar nuestro protagonista tras la marcha de su familia. Solo el futuro San Juan de la Cruz, compañero de orden de la ya declarada Santa Teresa de Jesús, se libra de los ataques del narrador y protagonista. La veneración del asceta por excelencia por parte de Alonso de Lomellino no conoce fin durante la segunda parte de la obra.

     En un mundo vencido por la hipocresía y las convenciones y las conveniencias sociales, Alonso decidirá siempre lo que su corazón le manda --sin desechar, por supuesto, las enormes dudas que estarán a punto de vencerlo en más de una ocasión--, lo cual habla de su entereza moral. Algo destacable en un contexto en el que la Inquisición campaba a sus anchas por toda Europa. Alonso, en cambio, aboga por la coexistencia de religiones y razas y por un sentido altamente religioso de la existencia humana. Una existencia basada en el amor: a su maestro Alonso, a la niña Aisca, al Perro Amigo y al novicio Alberto.

     La novela nos transporta de manera fidedigna a la Granada de finales del siglo XVI y principios del XVII y a una sociedad en la que la virtud humana era cada vez más difícil de alcanzar. Motivo por el cual el testimonio --ficticio pero construido de manera muy convincente sobre personajes que sí fueron reales-- que nos dejó como legado Felipe Romero es como mínimo digno de alabar. Y es que Alonso de Lomellino siempre aceptó que la única verdad verdadera, como ya rezaban los azulejos de la Alhambra desde años atrás, como prueba fehaciente de la hermandad existente realmente entre ambas religiones, es que La galib ily Allah (Solo Dios es el vencedor).